En Arquitectura, hay pocas deudas impagables, pero de las pocas contraídas sin posibilidad de pago son las de los maestros propios. A esa clase de adeudos nos pasamos el resto de la vida tratando de guardar, al menos, algo de justicia o de recuerdo.
Ese especial agradecimiento emana de una forma particular de maestría, donde alguien se siente en deuda con unas palabras, con lo aprendido o con un gesto, y es bien diferente de la de los maestros universales, que lo son por sus obras y su peso en la historia. Esos maestros particulares lo son porque resultaron inspiradores de una dirección posible cuando tal vez no se preveía un horizonte y son maestros por construir más biografías que obras.
Las lecciones de cada uno ellos jalonan los pasos que da cada arquitecto, se hacen presentes en sus decisiones. Del mismo modo que los antiguos romanos veneraban en pequeños retablos a sus dioses lares, los del arquitecto se veneran y aparecen cuando trazan sus líneas sobre el papel. Allí no sólo se resuelve el proyecto, las necesidades del cliente, lo concreto del encargo y las interioridad del proyectar, sino fugazmente y también, se venera a los maestros particulares.
Cada línea es, pues, un agradecimiento y un altar doméstico. Como si todo esfuerzo tuviese algo de pago y algo de compromiso. ¿Qué habría hecho tu particular maestro de trazar esa misma línea?
Ciertamente, todo se vuelve particularmente hermoso cuando ambos tipos de maestría coinciden. Así lo sintió Frank Lloyd Wright con Sullivan. Eso heredó Sullivan de su maestro Richardson. Eso sintió Mies y Gropius, e incluso tal vez Le Corbusier, de Peter Behrens. (O quizás Corbusier solo venerara secretamente la herencia de su particular Charles L'Eplattenier). Eso mismo sucede a Alvaro Siza con Fernando Távora. Igual que ahora reconoce Souto de Moura con Siza. Eso ocurre a Moneo con Utzon y Oíza....