Vitruvio no fue muy preciso a la hora de ofrecer a la posteridad las medidas exactas que debían tener
las escaleras. Decir que las huellas de una escalera debían estar entre los 45.7 y 61 centímetros y sus tabicas entre 22.8 y 25.4 centímetros era proponer un margen de una imprecisión y enormidad inaceptable.
Alberti y Palladio no fueron mucho más lejos aunque redujeron su
monumentalidad. De hecho, hicieron de las escaleras algo mucho más mundano. Ambos propusieron pisas no menores de 30 centímetros y no mayores de 59 y 52 centímetros respectivamente, y contrahuellas entre 12.7 y 22.9 centímetros, en el caso del primero, y de 11.4 y 17.5 centímetros, en el caso del segundo. El motivo de esta reducción de tamaño era que ni griegos ni romanos habían hecho nada semejante a lo postulado por Vitruvio. La antigüedad es algo mítico hasta que se usa la cinta métrica.
No fue hasta el siglo XVII cuando Francois Blondel en su
Cours d´Architecture decidió cambiar la idea por la que una escalera buena era una que copiaba otra del pasado y empezar a referenciar el tamaño de sus partes al paso de un
hombre. Postuló, además que la fórmula de la escalera perfecta era resultado de proporcionar dos tabicas por cada huella, dando como resultado una constante de 65 centímetros (2T+H=65).
Tras esa fórmula vinieron otras, pero no más sencillas ni eficaces.
Entre los buscadores del santo grial de la escalera perfecta hay que destacar a Frederick Law Olmsted, que durante más de nueve años se dedicó a medir toda aquella que caía en sus manos con una minuciosidad y nivel de obsesión enfermizo. (Lo cual da idea del cuidado con que proyectó sus paisajes). Con esas medidas trazó curvas y gráficos que sirvieron luego a Ernest Irving Freeze para que presentara dos fórmulas que mostraban muy claramente la deriva del tema: T=9-√ 7(H-8)(H-2) y H=5+√ 1/7(9-T)2+9. Vamos, una pura inutilidad.
Durante el pasado siglo XX en esa búsqueda de la
escalera perfecta entraron fisiólogos, estadistas y etiólogos, dando vueltas y más vueltas al tema e introduciendo estudios de consumo de energía, seguridad y mil otros factores, pero no averiguando cosas mucho más sustanciales que las adelantadas por Blondel. Y es que, en resumidas cuentas, no hay una escalera perfecta y si una horquilla de
escaleras bien proporcionadas, y una zona de huellas y tabicas razonables. Porque la escalera perfecta es una nube de posibilidades.
El problema de la medida perfecta de las escaleras se ha vuelto un problema semejante a la redefinición del metro, del segundo o la medida de la costa atlántica... Y si se entiende de ese modo, no es de extrañar que uno sienta predilección por esa fórmula no escrita pero si construida por
Alvar Aalto, en las escaleras de la escuela de Arquitectura de Otaniemi. Porque ya puestos a no entender las medidas como un
problema de números sino de otro orden, mejor incorporar todas sus connotaciones en un objeto cierto: desde la materia, a los descansillos, pasamanos, iluminación, textura y color de sus pisas, y hasta su carga imaginaria. Porque de buscar la fórmula de la escalera perfectamente proporcionada alguien debiera contar con una globalidad que sobrepasa la mera cuestión numérica...
O dicho de otro modo, y por acabar, en esas escaleras suyas siempre me pareció que una escalera se había comido a las demás, un poco como esa conocida ilustración de la serpiente que se comió al elefante en el "Principito". Y es que las escaleras parecen "sombreros", pero nunca lo son. Las escaleras siempre contienen muchas otras escaleras.