8 de abril de 2024

BOSQUES DE ARQUITECTURA

A pesar de que la sala hipóstila se ha emparejado habitualmente con el concepto de “bosque de columnas”, lo cierto es que la tendencia inmemorial de la arquitectura hacia la abstracción ha hecho de esos espacios un lugar regular, uniforme y reticulado. Sin embargo, algunas salas hipóstilas, pocas, han tratado de ahondar precisamente en la idea de bosque, y, del mismo modo a como los árboles crecen con un orden oculto a los ojos y fundado en relaciones de distancias entre raíces o copas, en la dureza del suelo o el irregular acceso a los nutrientes, han tratado de dislocar el orden de sus columnas emulando la naturaleza.
La sala del Thersilion, construida en la ciudad griega de Megalópolis, en el 370 AdC., pertenece a esta anomalía tipológica. Un gran rectángulo contenía 65 columnas desalineadas dedicado a albergar a cerca de 9000 personas. La arqueología ha desvelado que el orden entre las columnas conduce radialmente a un espacio central situado entre cuatro de ellas que poseen casi el carácter de un baldaquino. Ese paradójico arranque de los ejes estructurales, debido a que todo centro es negado en la retícula hipóstila, era necesario para que un orador pudiese ser visto y escuchado por toda la asamblea. El desorden de semejante espacio, donde no percibimos las fugas o los alineamientos se muestra aparentemente caótico. Solo el techo y sus vigas hoy ausentes podían darnos alguna pista de su jerarquía. 
Los mismos ecos del bosque atraviesan la sala construida para el campus del Kanagawa Institute of Technology, a 30 kilómetros al oeste de Tokio, por Junya Ishigami. La sala cuenta con 305 columnas de acero orientadas irregularmente y distribuidas por todo el espacio con un fingido desorden. Su forma y posición ocultan un delicado equilibrio estructural. De todas las columnas, tan solo 42 trabajan a compresión y permanecen sólidamente unidas a la estructura de la cubierta. El resto son cables-columna que contribuyen a la estabilidad de las cargas horizontales del viento o posibles terremotos, y “cuelgan” de la cubierta. El aspecto de simples pletinas de acero pintado de blanco de todas ellas apenas permite distinguir a cuál familia pertenece cada una.
Gracias a la fidelidad a la idea de lo boscoso, en ambos proyectos, apenas separados por miles de años y kilómetros, aparecen claros en el bosque y espacios ocluidos a la mirada allí donde se solapan las columnas. Se nos invita a imaginar que cada sala hipóstila, entendida en su sentido original, debiera diferir en su luz, sus especies y su clima. Es decir, gracias a su preciso desorden y su carácter, podemos imaginar, en una, el aire seco de una Grecia espartana atravesando un bosque de robles y olivos; y en otra, la ligereza agitada por el viento y la luz tintineante de un bosque de bambú…
“Tengo yo ahora en torno mío hasta dos docenas de robles graves y de fresnos gentiles. ¿Es esto un bosque? Ciertamente que no: éstos son los árboles que veo de un bosque. El bosque verdadero se compone de los árboles que no veo. El bosque es una naturaleza invisible — por eso en todos los idiomas conserva su nombre un halo de misterio”(1).

(1) José Ortega y Gasset, "El bosque", 1914.  
Although the hypostyle hall has often been paired with the concept of a 'forest of columns', the truth is that architecture's timeless tendency towards abstraction has made these spaces regular, uniform, and reticulated. However, some hypostyle halls, few in number, have sought to delve precisely into the idea of a forest, and, in the same way that trees grow with an order hidden to the eyes and based on relationships of distances between roots or crowns, on the hardness of the ground or the irregular access to nutrients, they have tried to dislocate the order of their columns emulating nature. 
The Thersilion hall, built in the Greek city of Megalopolis in 370 BC, belongs to this typological anomaly. A large rectangle contained 65 misaligned columns dedicated to housing about 9000 people. Archaeology has revealed that the order among the columns leads radially to a central space located between four of them that almost have the character of a canopy despite being the same as the others. This paradoxical start of the structural axes, because every center is denied in the hypostyle grid, was necessary for a speaker to be seen and heard by the entire assembly. The disorder of such a space, where we do not perceive the leaks or alignments, appears to be chaotic. Only the roof and its beams, now absent, could give us some clue to its hierarchy. 

The same echoes of the forest run through the hall built for the campus of the Kanagawa Institute of Technology, 30 kilometers west of Tokyo, by Junya Ishigami. The hall has 305 irregularly oriented steel columns distributed throughout the space with feigned disorder. Their shape and position hide a delicate structural balance. Of all the columns, only 42 work in compression and remain solidly attached to the roof structure. The rest are cable-columns that contribute to the stability of the horizontal wind loads or possible earthquakes, and 'hang' from the roof. The appearance of simple white painted steel plates of all of them barely allows to distinguish to which family each one belongs. 

Thanks to the fidelity to the idea of the wooded, in both projects, barely separated by thousands of years and kilometers, clearings appear in the forest and spaces occluded to the gaze where the columns overlap. We are invited to imagine that each hypostyle hall, understood in its original sense, should differ in its light, its species, and its climate. That is, thanks to its precise disorder and its character, we can imagine, in one, the dry air of a Spartan Greece crossing a forest of oaks and olives; and in another, the lightness stirred by the wind and the tinkling light of a bamboo forest...

'I now have around me up to two dozen serious oaks and gentle ashes. Is this a forest? Certainly not: these are the trees I see from a forest. The true forest is made up of the trees I do not see. The forest is an invisible nature - that's why in all languages its name retains a halo of mystery'(1).

(1) José Ortega y Gasset, "the forest", 1914.

1 de abril de 2024

ELOGIO DE LA CARTA DE AJUSTE

Cada cambio de cartucho de la impresora, además de teñir nuestros pulgares de una imborrable mancha de azul o negro, arroja un desperdicio en forma de hoja impresa relleno de una costosísima rejilla de cian, magenta y amarillo. Por mucho que se intente detener semejante eyaculación cromática, la impresora, impertérrita, continúa su labor hasta no haber completado su mecánica tarea. La hoja resultante aspira, con su utilidad intempestiva, a poder ajustar la correcta impresión de colores, letras y líneas... Pese a que la mayor parte de las veces acaba arrugada de mala manera en la papelera, lo cierto es que recurrimos a ese ajuste cuando la pobre y temblequeante calidad de lo impreso nos asoma al borde de la desesperación.
Como una carta de ajuste musical, Johann Sebastian Bach compuso el "clave bien temperado" para cada sonido que puede hacerse con un piano o un órgano. Escrito en dos partes, una en 1722 y la otra en 1744, se asemeja a una carta cromática y aspiraba a ofrecer un sistema de afinación “temperado” que rectificara el viejo e imperfecto sistema griego. El conjunto ha pasado a la historia como una obra maestra, no solo como método de afinación. Los ecos de ese sistema de ajuste sonoro aun resuenan en la música culta, tanto como en los beatles, John Williams, cientos de anuncios publicitarios y en cada punteo de guitarra eléctrica de heavy metal.
Cuando la emisión televisiva no era de veinticuatro horas seguidas, se rellenaba el espacio sin programación con una imagen fija que tenía mejor intención y aspecto que la televenta de electrodomésticos y colchones. Una coloreada y particular carta de ajuste diseñada por un ingeniero danés llamado Finn Hendil, con un borde ajedrezado, servía de marco a una parrilla que contenía en su centro un gran círculo lleno de colores. Cada una de sus partes servía para ajustar el tamaño de la imagen, la frecuencia, el color, el contraste y hasta la convergencia del tubo catódico. Su particular diseño pervivió en antena, cada vez más arrinconado en canales secundarios de la parrilla pública, hasta su definitiva desaparición en el año 2005.
La arquitectura se debe a si misma, y más en este tiempo de incertidumbre donde toda obra parece destinada a no poder corroborar su valor, una sencilla carta de ajuste. Si el tiempo de lo canónico pasó, al menos una carta de ajuste nos permitiría ir tirando. Y valdría, para que, cada egotista encumbrado sobre su propio discurso, dejase que la obra contrastase su verdadera relevancia. Cuando cualquiera cree que todo vale lo mismo o que todo "depende", conviene recordar que no es así. Que, como sucede con las opiniones, las hay que están calibradas y nos acercan a una dimensión más profunda de la vida y de la arquitectura, y las hay que son simple ruido edificado, que, en el mejor de los casos, no tiene goteras. Que existe una jerarquía del valor, y del saber, que resulta imperativo defender.
Every printer cartridge change, in addition to staining our thumbs with an indelible blue or black mark, throws out a waste in the form of a printed sheet filled with a costly grid of cyan, magenta, and yellow. No matter how much one tries to stop such a chromatic ejaculation, the printer, imperturbable, continues its work until it has completed its mechanical task. The resulting sheet aspires, with its untimely utility, to be able to adjust the correct printing of colors, letters, and lines… Despite the fact that most of the time it ends up crumpled badly in the trash, the truth is that we resort to this adjustment when the poor and trembling quality of the printed material brings us to the edge of despair.
Like a musical test card, Johann Sebastian Bach composed the “well-tempered clavier” for each sound that can be made with a piano or an organ. Written in two parts, one in 1722 and the other in 1744, it resembles a chromatic card and aspired to offer a “tempered” tuning system that rectified the old and imperfect Greek system. The set has gone down in history as a masterpiece, not only as a tuning method. The echoes of that sound adjustment system still resonate in classical music, as well as in the Beatles, John Williams, hundreds of commercials, and in every electric guitar riff of heavy metal.
When television broadcasting was not twenty-four hours straight, the space without programming was filled with a still image that had better intention and appearance than the telesales of appliances and mattresses. A colored and particular test card designed by a Danish engineer named Finn Hendil, with a checkered border, served as a frame for a grid that contained a large circle full of colors in its center. Each of its parts served to adjust the size of the image, the frequency, the color, the contrast, and even the convergence of the cathode tube. Its particular design survived on the air, increasingly cornered on secondary channels of the public grid, until its definitive disappearance in 2005.
Architecture owes itself, and more in this time of uncertainty where every work seems destined to not be able to corroborate its value, a simple test card. If the time of the canonical passed, at least a test card would allow us to keep going. And it would be worth it, so that every egotist perched on his own discourse, let the work contrast its true relevance. When anyone believes that everything is worth the same or that everything “depends”, it is worth remembering that it is not so. That, as with opinions, there are those that are calibrated and bring us closer to a deeper dimension of life and architecture, and there are those that are simple built noise, which, in the best of cases, does not leak. That there is a hierarchy of value, and of knowledge, that it is imperative to defend.

25 de marzo de 2024

SECTARISMO TRANSPOLÍTICO

Cuando el colonialismo, lo ecológico o el trasunto del género o del color de la piel parecen ocupar el centro del debate académico occidental, el hecho de que ninguna de esas temáticas sean capaces de generar por sí mismas ni media obra de arquitectura decente, por muy performativa que quiera pergeñarse, da que pensar.
La pugna para imponer el discurso de lo políticamente correcto, o su derivada, el de la cancelación, está intrínsecamente limitado a mirar todo bajo su propia óptica y volverse de un onanismo vergonzante o peor, de un radicalismo intransigente y sectario camuflado bajo el aspecto de un mundo de falso bienestar y de cosmopolitismo universal. Sobre todo porque lo transpolítico no pasa de ser más que una voluntad, un clima, pero no una verdadera agenda o un proyecto. Estamos instalados en un clima mental gobernado por un fantasma de una fatua negatividad propositiva. El mundo de la exaltación de la diferencia está dejando aflorar uno de los mayores debates en el terreno de la arquitectura: un abismal y nada gratuito sectarismo, (junto a un victimismo de traca) y una incapacidad escandalosa para producir nada relevante.
El mercado transpolítico de la arquitectura es excluyente e intolerante bajo una capa de igualitarismo. Esa es la batalla que se libra hoy con su artillería más gruesa en la universidad americana y en los museos de arte modernos. Y en arquitectura puede detectarse en un discurso donde se intenta que difumine sus bordes con el arte y se borre el concepto de valor a cambio de integrar el más escolástico matiz de sensibilidad. Sin embargo, no puede olvidarse que en este clima de suspicacia, a todo se le puede encontrar un pero. El dilema y la urgencia no es cómo salir del atolladero del penúltimo discurso, sino preguntarnos si el atolladero es real o ficticio. ¿De verdad hay que elegir entre los hormigones blancos y la solidez de la madera maciza frente al fluor neobrutalista en descomposición y unas fútiles burbujas de vidrio? Resistirse a la propagandista simplificación de los polos es heroico. Preferir lo bueno antes que lo que no ofende a nadie o exalta la diferencia, es suicida. Pero ese es el verdadero activismo de la arquitectura. Ese es el lugar desde el que construir verdadero bienestar social derivado de la cultura. Sin rebajas. Lo demás es pura voluntad de poder.
When colonialism, ecological concerns, or the shadow of gender or skin color seem to dominate the center of Western academic discourse, the fact that none of these themes are capable of generating even half a decent piece of architecture on their own, no matter how performative one might try to make it, gives pause for thought.
The struggle to impose the discourse of political correctness, or its derivative, that of cancel culture, is intrinsically limited to viewing everything through its own lens and becoming either embarrassingly self-indulgent or, worse, entrenched in intolerant and sectarian radicalism camouflaged under the guise of a world of false well-being and universal cosmopolitanism. Especially because the transpolitical will never be more than just that—a desire, a climate—but not a true agenda or project. We find ourselves in a mental climate governed by the specter of a futile propositional negativity. The world of celebrating difference is giving rise to one of the most significant debates in the realm of architecture: a glaring and anything but gratuitous sectarianism (along with an impressive victim complex) and a scandalous inability to produce anything relevant.
The transpolitical market of architecture is exclusionary and intolerant beneath a veneer of egalitarianism. That is the battle being waged today with its heaviest artillery in American universities and modern art museums. In architecture, this can be detected in a discourse where attempts are made to blur its boundaries with art and erase the concept of value in exchange for integrating the most scholastic nuances of sensitivity. However, it cannot be forgotten that in this climate of suspicion, a fault can be found in everything. The dilemma and the urgency lie not in how to escape the quagmire of the latest discourse, but in asking ourselves whether the quagmire is real or fictitious. Do we truly have to choose between white concrete and the solidity of solid wood versus decaying neo-brutalist fluorine and futile glass bubbles? To resist the propagandist simplification of poles is heroic. Let's stick with what's good not just what's inoffensive to nobody or exalts the difference. That is the real activism. That is the place from which to build true social well-being derived from culture. Without discounts. The rest is pure will to power. 

18 de marzo de 2024

PRECIOSO ÁTICO PARA REFORMAR

Frente a lo que pueda parecer y aunque no suene bien, `guardilla´, `bohardilla´, `boardilla´ y `buhardilla´ son formas nominales aceptadas del mismo espacio. Difícilmente puede encontrarse un fenómeno de sinonimia tan amplio en el mundo edilicio para hablar exactamente de lo mismo. Sin embargo, ninguna de esas palabras, a las que puede añadirse sus equivalentes `desván´ y `palomar´, puede esconder que esos espacios bajo los tejados no estén hoy en su mejor momento.
Desde una inmemorial onomatopeya del acto de soplar, “buff”, surgió el “bufido” del que emana, según la etimología trazada por Corominas, un encadenamiento de variaciones fonéticas que conducen a la “buharda” que acabó convertida en el diminutivo ‘buhardilla’. No puede dejar de maravillarnos que la buharda fuese el lugar por donde se "evacuaba el humo de la casa" hasta que aparecieron las modernas chimeneas. Básicamente porque antes, las casas estaban llenas de humo. El siguiente paso histórico en cuanto a las buhardillas fue el de su iluminación y el de su cambio de pendiente para volverlas más habitables. En ese camino el papel que han jugado personajes como François Mansart, y su “mansarda” y las “velux”, resulta clave para que hoy el mercado inmobiliario siga vendiendo buhardillas, denominadas, eso si, con el cínico calificativo de “precioso ático”.
Justo por eso, se trata de una de las especies de espacios en verdadero peligro de extinción. La amenaza se produce, por explicarlo someramente, por esa mefítica presión del mercado y acarrea pérdidas psicológicas y culturales de peso, porque no hay que ser muy astuto para ver que los áticos están privados del sentido de la verticalidad necesario en todo lo doméstico. En los áticos no existe una ensoñación del subir y del soñar mismo. Sin embargo las buhardillas son el necesario recipiente de la imaginación y un perfecto trastero del pasado, de un tiempo escenificado, teatralizado, que nos permite situarnos respecto a nuestro árbol genealógico y los recuerdos. “En el desván los miedos se "racionalizan" fácilmente”, dice en su auxilio Bachelard.
En las buhardillas podemos encontrar, a pesar del frio o del calor exagerado, un rincón propio. Que tras la buhardilla no haya otro vecino pero si el cielo y el aire, insufla entre la inclinación de su techo que nos obliga a una genuflexión laica, un poder psicológico insospechado. Por eso la conversión de las buhardillas en hospedajes de Airbnb, es aún más peligrosa que la de toda la turistificación y la gentrificación juntas. Salvemos las buhardillas. 
Contrary to what may seem, and even though it may no longer sound familiar to a Spanish speaker, 'guardilla,' 'bohardilla,' 'boardilla,' and 'buhardilla' are accepted nominal forms of the same space. Hardly can one find such a broad phenomenon of synonymy in the world of building as that. However, none of these words, to which their equivalents loft and dovecote can be added, can hide that these spaces under the roofs are not at their best moment.
From an immemorial onomatopoeia of the act of blowing, “buff”, arose the “puff” from which emanates, according to the etymology traced by Corominas (a renowned Spanish dictionary), a chain of phonetic variations that lead to the “buharda” that ended up converted into the diminutive ‘buhardilla’. It cannot but amaze us that the buharda was the place where the “smoke of the house was evacuated” until modern chimneys appeared. Basically before the appearance of those ducts for smoke evacuation, houses were filled with smoke. The next historical step in terms of attics was their illumination and the change of slope to make them more habitable. In this journey, the role played by characters like François Mansart, and his “mansard” and the “velux”, is key for today’s real estate market to continue selling attics, denominated, that is, with the cynical qualifier of “beautiful penthouse”.
Precisely for this reason, it is one of the species of spaces in real danger of extinction. The threat occurs, to explain it briefly, by this mephitic pressure of the market and carries psychological and cultural losses of weight, because one does not have to be very astute to see that penthouses are deprived of the sense of verticality necessary in everything domestic. In the penthouses, there is no dream of going up and dreaming itself. However, attics are the necessary container of imagination and a perfect storage room of the past, of a staged, theatricalized time, that allows us to position ourselves regarding our genealogical tree and memories. “In the attic fears are easily ‘rationalized’”, says Bachelard in its defense.
In the attics we can find, despite the cold or the exaggerated heat, a corner of our own. That after the attic there is no other neighbor but the sky and the air, insufflates between the inclination of its roof that obliges us to a lay genuflection, an unsuspected power. That’s why the conversion of attics into Airbnb lodgings is even more dangerous than all the touristification and gentrification together. Save the attics. 

Note: The Spanish terms guardilla, bohardilla, boardilla, and buhardilla all refer to attic space do not have direct English equivalents.