9 de mayo de 2022
EL INTERIOR PURO
Una hormigonera vista desde dentro de su cuba; una guitarra o un violín al ser contemplados desde su caja de resonancia; las cavidades de los silos que almacenan grano o agua... Definitivamente, el mundo tiene tripas inhóspitas. Es decir, el mundo está repleto de islas interiores de una pulcritud inesperada. Ese archipiélago de espacios inaccesibles, no tiene turismo ni habitantes, no hay quien experimente o disfrute sus vacíos, simplemente están, ahí, para su propio fin, que por supuesto no el de ser vistos o visitados.
Esos interiores nos descubren que existe una interioridad libre, ancestral, o si se quiere, platónica. Ese conjunto de interiores sin intimidad. - son, de hecho, repelentes a la intimidad- aparecen en ocasiones como excepciones y enseñan a los arquitectos que la interioridad apenas tiene nada que ver con la intimidad, ni siquiera con la habitación. Se trata de una forma de "dentro" que no coincide con el espacio relleno de negro del poché arquitectónico, sino de otra variedad menos ilustre pero más delicada. Sabemos de los espacios huecos de este tipo de interiores, puesto que somos plenamente conscientes de que existen cavidades en la ciudad o en la arquitectura para contener agua, gas, cemento, arena o sonido, sin embargo en esos espacios no soñamos entrar. Bien por tamaño, dificultad o su falta de accesibilidad, esos huecos exageran el concepto de lo interior porque lo privan de algunas de sus cualidades más superficiales y prescindibles. Su interioridad no puede ser representada ni con un corte, ni con una planta, pues carece del sentido espacial del espesor que lo encierra. Son, por todo ello, interiores puros.
Esa forma de lo interior nos mira sin que la veamos, como un animal agazapado y tranquilo que no saldrá nunca, por mucho que se le convoque o se le pongan suculentas trampas en el exterior.
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2 de mayo de 2022
LA ARQUITECTURA IMPOSIBLE
¿En qué momento la arquitectura imposible dejó de serlo? Hoy lo imposible es un epíteto. Ya no es siquiera una añorada frontera a partir de la cual los arquitectos sabían que entraban en el provechoso mundo de la utopía. Sin embargo en la actualidad vemos como lo imposible ha renunciado incluso a uno de sus terrenos preferidos históricamente, el de la construcción en altura. En la erección de rascacielos, los límites se desbordan cada poco tiempo, y otro nuevo imposible vertical se rebasa olímpicamente cada mes. Lo imposible hacia arriba se ha vuelto algo difícil. Pero solo ligeramente difícil.
Lo imposible se ha degradado hasta ponerse al alcance de cualquiera. Por muy forofo que se sea de las arquitecturas utópicas, por mucho que se sea fan de Filip Dujardin y lo que él califica como su familia de “arquitecturas imposibles”, por mucho que aun enamoren las distopías de Alexander Brodsky e Ilya Utkin, lo imposible apenas goza hoy de tan alta consideración como la que tuvo Piranesi gracias a imposibles que de verdad lo eran.
En la actualidad la arquitectura imposible está confinada a los límites de la imagen y no como antaño, cuando aparecía gracias al arriesgado alarde estructural o a la intención de engendrar pesadillas por medio de sugerentes arquitecturas de papel. Hoy acariciar el ángel de lo imposible es un hecho popular y barato gracias al inquietante y creciente realismo que ofrecen las infografías. No obstante hay que señalar que esos imposibles de saldo, solo lo son por un segundo. Aparecen después de unos breves instantes, tras reenfocar la mirada, en dos tiempos. Justo cuando comenzamos a decirnos a nosotros mismos, un poco avergonzados por haber caído de nuevo en la trampa: "Eso no puede ser verdad". "Espera, un momento"... "¡Oh no!, otro maldito fotomontaje".
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25 de abril de 2022
LOS ASESINOS DE LO COTIDIANO
A menudo se olvida que una de las principales funciones de la arquitectura - y en concreto de la más elemental de ellas, la casa - no es tanto ofrecer cierta protección climática o brindar algo de significación, sino dar sustento a algo aún más profundo e invisible: la posibilidad de lo cotidiano.
Lo cotidiano es el campo base de la existencia y sólo en situaciones dramáticas la arquitectura es su más importante soporte. La guerra, una catástrofe o el acecho de otras formas de destrucción se ceban con el ser humano y hacen de todo algo excepcional. Sin embargo una vida llena de excepciones resulta extenuante. El abrir un grifo, el no pasar frío, el poder descansar sin depender de nadie más que de nuestro sueño o nuestras habituales preocupaciones, se vuelven actos extraordinarios en situaciones como las que se viven hoy en los cofines de Europa. No es posible una existencia razonable, ni acaso una forma de vida digna, si a todo hay que dedicarle energías sin fin, si lo cotidiano es perseguido y asesinado. Habitar una catástrofe es un oxímoron.
Sin embargo aun en esos momentos la arquitectura, apenas en pie, mantiene la heroica obligación de ofrecer lo poco que quede de ella, sus huesos, los restos de sus muros o sus rincones, como el primer paso a la hora de poder reconstruir los hábitos. En esos rincones se inicia la búsqueda psicológica de un necesario “sentirse a salvo”, es decir, de habitar. En ellos, entre el polvo de los escombros, late la voluntad de estar en paz.
La casa, o lo que quede de ella, es y será siempre el primer lugar de toda reconstrucción. Desde allí es donde mejor se escucha, por mucho que haya un insoportable estruendo exterior, ese rumor y esa necesidad de resurrección de lo cotidiano.
Lo cotidiano es el campo base de la existencia y sólo en situaciones dramáticas la arquitectura es su más importante soporte. La guerra, una catástrofe o el acecho de otras formas de destrucción se ceban con el ser humano y hacen de todo algo excepcional. Sin embargo una vida llena de excepciones resulta extenuante. El abrir un grifo, el no pasar frío, el poder descansar sin depender de nadie más que de nuestro sueño o nuestras habituales preocupaciones, se vuelven actos extraordinarios en situaciones como las que se viven hoy en los cofines de Europa. No es posible una existencia razonable, ni acaso una forma de vida digna, si a todo hay que dedicarle energías sin fin, si lo cotidiano es perseguido y asesinado. Habitar una catástrofe es un oxímoron.
Sin embargo aun en esos momentos la arquitectura, apenas en pie, mantiene la heroica obligación de ofrecer lo poco que quede de ella, sus huesos, los restos de sus muros o sus rincones, como el primer paso a la hora de poder reconstruir los hábitos. En esos rincones se inicia la búsqueda psicológica de un necesario “sentirse a salvo”, es decir, de habitar. En ellos, entre el polvo de los escombros, late la voluntad de estar en paz.
La casa, o lo que quede de ella, es y será siempre el primer lugar de toda reconstrucción. Desde allí es donde mejor se escucha, por mucho que haya un insoportable estruendo exterior, ese rumor y esa necesidad de resurrección de lo cotidiano.
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18 de abril de 2022
CULOS, ESPALDAS, NUCAS Y ARQUITECTURA
Del culo, de la espalda y de la nuca de la arquitectura, pende una forma alternativa de ofrecerse al mundo. Ese mantenerse a la espera de una valoración definitiva hace que lo trasero obligue a posponer la primera impresión, y a no posicionarnos con un aplazamiento que suele resultar, a la postre, fructífero. Lo trasero de la arquitectura ofrece la posibilidad del entusiasmo o de la decepción, sin embargo evita que eso se produzca con inmediatez.
El Monasterio del Escorial ofrece su culo seco y pesado como acto de bienvenida. Ese retardo hasta descubrir su fachada principal implica un giro sobre la obra, convertida en eje hasta la llegada a la lonja. Un desplazamiento que inevitablemente posterga el juicio sobre lo que en verdad es. Esa prórroga, de una decena de largos minutos, convierte a la obra en un espacio rodeado de tiempo.
La Villa Saboya recibe al habitante de espaldas. Solo pasando bajo los pilotes y girando podemos descubrir su fachada, su verdadera ligereza como caja y las sinuosas curvas del solarium. La fachada trasera, con una fea forma de T, indica que hay una dirección preferente para la casa hacia el horizonte.
El Museo de Zamora, de Tuñón y Moreno Mansilla, se descubre desde su nuca. Encontramos su cabeza, pero solo por detrás y en alto. Sin fachada principal como tal, la obra gira como un cuello, con nosotros. En estos casos las fachadas principales aparecen en escorzo y de perfil antes que como alzado. Frente a la visión simultánea del cubismo, o la transparencia inmediata de Mies, por ejemplo, donde se muestra todo de una vez, el giro alrededor de esos espacios traseros hasta descubrir el frente, roza el erotismo de un desvelo…
Nadie puede negar que el movimiento contrario, de plena y retadora frontalidad también posee su encanto. Pero es uno bien distinto. Sobre Ronchamp, la veneciana fachada del Redentore o Santa María Novella, conviene meditar justo por lo contrario.
Preferir aproximarse desde la nuca, el trascoro y las espaldas, a hacerlo desde el frente y de la transparencia parece implicar un romanticismo trasnochado, pero puede que en ese tiempo lento que implica el descubrir la obra, se encuentre una de las últimas resistencias posibles frente al imperante mundo de las apariencias y de lo inmediato. Ver las cosas, de atrás adelante, y despacio, nos lo recuerda.
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