3 de agosto de 2020
CUANDO LA CASA SE HACE PEQUEÑA
No es precisamente de ontología de lo que trata la película Downsizing (Una vida a lo grande) de Alexander Payne. Sin embargo no puede decirse que la pregunta que pone sobre la mesa sea insignificante: tanto desde un enfoque medioambiental como de recursos, el ser humano sería menos dañino si fuese más pequeño. La ciencia ficción puede permitirse esas fantasías. Sin embargo la idea no es mala. Y a falta de la tecnología para reducirnos, por ahora podemos encoger las cosas.
La reducción de tamaño aumenta el rendimiento, sin embargo se trata de una operación en la que flota algo de secreta violencia. Y como prueba basta mirar la incomodidad que suscita la reducción de tamaño entre asientos ejercida por las astutas compañías aéreas desde hace décadas. La propia arquitectura no ha sido ajena a la cruenta batalla del tamaño de las cosas: el encogimiento del espacio de preparación de alimentos dio lugar a la cocina Frankfurt en 1926. Por mucho que Kahn llegara a decir que toda cocina tiene la secreta vocación de ser un salón, en aquella diseñada por Margarete Schütte-Lihotzky la sobremesa o la conversación a la hora de recoger los platos no tenía cabida. Hoy incluso basta con un número de teléfono o un clic. En poco más de cien años la optimización de recorridos, materias y espacios han hecho de la casa algo tremendamente pequeño. Los dormitorios y salones se redujeron en la vivienda de Klein como si hubiesen pasado por aquella otra máquina encogedora inventada por Wayne Szalinski. Hoy tendederos y pasillos se encuentran amenazados por el mismo progresivo encogimiento. Y hasta existe un mercado empecinado en decir que una casa cabe en una mísera quincena de metros cuadrados…
Mientras las casas encogen, dentro, parece que nosotros crecemos. Un poco como Alicia en el país de las Maravillas. Entre que las llenamos de trastos y que se hacen pequeñas por pasar inesperadamente mucho tiempo en su interior, creo que por fin se han convertido en trajes. Y no muy holgados.
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27 de julio de 2020
LA LUZ COMO PESO
Para cualquier italiano la historia es conocida. A pocos kilómetros del Coliseo romano, las tropas nazis asesinaron una tarde de finales de marzo de 1944 a más de trescientas cincuenta personas. Poco después del fin de la guerra y para honrar a esas víctimas se convocó un concurso. El primero tras el fascismo. Fueron premiadas las propuestas de dos grupos de desprejuiciados y jóvenes arquitectos. No estaban solos. Bruno Zevi y los signos de los tiempos, soplaban a su favor. Nello Aprile, Cino Calcaprina, Aldo Cardelli, Mario Fiorentino y Giuseppe Perugini tuvieron que fundir dos proyectos en uno y sobrevivir. Hoy sus nombres pertenecen al pasado y se encuentran vinculados a la estremecedora obra de la Fosa Ardeatina.
Pasados casi setenta años de su finalización, el recorrido entre muros, el paso por galerías estrechas hasta finalmente desembocar en el espacio bajo esa losa, no deja a nadie indiferente. Para muchos sustituir la palabra “monumento” por “recorrido” era directamente una afrenta a la tradición arquitectónica italiana. Hoy ese debate, e incluso la cuestión “orgánica” que flotaba por entonces, son ecos mudos del pasado. La obra, sin esos lastres, sigue viva: ver flotar sobre tocones de piedra una mole semejante, contemplar como su centro se arquea como una bóveda rebajadísima y casi invisible construye un espacio que no caduca. Es la pura densidad lo que allí se guarda y no solo durísimas filas de sepulcros. El aire iluminado por la fisura que recorre el borde del espacio parece ser el sujeto del homenaje. Un aire cargado, tenso, parece sostenerlo todo. En arquitectura pocas veces se logra que la luz pese más que el hormigón.
En el muro de cierre y en las rejas, en el peso y en el contraste, en esa atmósfera, inexplicablemente ya está el cementerio de Igualada de Miralles y Pinós. También el memorial de Rivesaltes de Ricciotti. Existe una secreta correa de transmisión capaz de conectar obras, tiempos y lugares distantes hasta hermanarlos. Ese tejido, es sagrado. Esa savia nutre la arquitectura sin agotarse, ajena a todas las veleidades que circulan sobre la superficie del tiempo.
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20 de julio de 2020
ME GUSTA CORBUSIER
Qué le vamos a hacer. Me gusta Corbusier. Hasta sin el "Le". Incluso me uniría a una manifestación a su favor si hiciese falta. Pero hoy, ¿a quién le importa? En al zoo de la arquitectura, volcado en debatir políticas de unicornio, con una ambición desmesurada y hueca por orientar la opinión hacia la novedad fosforescente o apastelada, la arquitectura de ese tal Corbusier apenas interesa.
Hablar de aquellas obras de hormigón brutal, de rampas y luces parece que es evocar la bicha de la nostalgia. Sin embargo el empeño adánico de construir la arquitectura sin las raíces que brinda Le Corbusier, aunque sea algo malentendido (o Letarouilly, tanto da) es mucho peor. Porque representa la arquitectura como una disciplina que depende de la pura inspiración antes que del oficio inspirado. Se bien que hablar de Le Corbusier parece elitista. Pero la palabra, por muy peligrosa que parezca significa algo sencillo: significa que hay cosas mejores que otras. Y que su obra es mejor que la de muchos jovenzuelos y escurridizos duendecillos. Quizás decir que a uno le gusta Le Corbusier, incluso con sus faltas de ortografía, resulte un plañidero acto conmemorativo. Pero ha llegado un punto donde no hacerlo suena a feroz resentimiento. Y no hacia Le Corbusier, sino a hacia la arquitectura y su mundo de complejidades y frustraciones.
De Le Corbusier se puede aprender mucho, insisto, incluso su dantesca actitud de “ser un partido de uno”. Un partido por el que merece la pena manifestarse. Y hasta afiliarse.
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13 de julio de 2020
EL EDIFICIO MÁS FEO DEL MUNDO
La etiqueta de "feo" es un reclamo útil para la prensa sensacionalista. Lo feo vende. Un listado de los diez edificios más feos atrae la mirada como la miel a las moscas (por ser elegante). Sin embargo ¿qué es lo feo? ¿se trata de un contrario rebelde de la belleza? ¿es su ángel caído? De hecho, ¿se puede trabajar con lo feo como concepto? Koolhaas y los gallegos (gracias a su invento del "feismo"), pueden. Incluso puede resultar una categoría provechosa.
Basado en los rescoldos del romanticismo Karl Rosenkranz situó el territorio propio de lo feo entre los continentes de la belleza y de lo cómico. Presuntuosamente dijo: “he desentrañado el cosmos de lo feo desde su inicial y caótica nebulosa, desde su amorfía y asimetría hasta las formaciones más intensas en la interminable variedad de desorganización de lo bello en la caricatura.” Sin embargo el laberinto de lo feo era y es más intrincado. Muchos han tratado de explorar sus confines sin éxito (1). Umberto Eco ha ofrecido los motivos de ese fracaso: “La belleza es finita. La fealdad es infinita, como Dios”. ¿Acaso puede decirse algo más de lo feo que no sea repetirlo y repetirlo sin fin? Lo foedus, puede ser deforme, monstruoso y diabólico. Puede ser horrendo, sucio y grotesco. Puede ser brutal, repelente y desproporcionado... Cada generación añade nuevos calificativos. Sin embargo los adjetivos, aunque parecen simplificar el problema, no hacen sino añadir nuevas capas de complejidad. Lo único que puede afirmarse con seguridad es que lo feo no es un absoluto. Por eso siempre puede objetarse cierta caridad hacia esos rostros, formas u objetos: a fin de cuentas nunca lo feo es `tan feo´. A lo feo uno puede acostumbrarse. Puede llegar a tolerarse, por mucho asco o repulsión que ofrezca su presencia a primera vista. ¿Acaso no tiene lo feo derecho a existir? ¿no es lo feo una forma de ser “diferente”?
Todas estas cuestiones flotan en un reciente edificio de Rem Koolhaas, hecho conscientemente deforme, tumoral, monstruoso y desequilibrado. Su razonamiento es una nueva vuelta de tuerca sobre la problemática del edificio comercial y sobre el mismo concepto de fealdad. Por un lado, el vértigo de contemplar la cosa “más fea del mundo” siempre fue un atractivo espectáculo circense. Por otro, cada edificio de boutiques y tiendas es, intrínsecamente, una cacofonía de logos, ruidos y mezclas ensordecedoras ¿Cómo neutralizar todos esos chirridos que no tratan sino de impactar, de secuestrar el protagonismo a toda posible unidad? La última opción barajada por el holandés es el resultado de una descreída y oscura posmodernidad. ¿No querían ruido, no querían impactar? Pues aquí hay, de todo, el doble. En realidad la planta del “edificio más feo del mundo” no resulta molesta, incluso su recorrido interno roza lo habitual, por malformado que parezca. Sin embargo, ante semejante engendro, ningún cartel, ningún exceso será visible. Nada desentonará. El blindaje parece asegurado. Imposible destacar ante tanto volumen herniado, ante tanta convulsión formal y material, a no ser, claro, que una marca cualquiera, sea Armani o Prada, se decidan por la más absoluta mudez.
El comercio siempre se las apaña para inventar una nueva estrategia para vender. Incluso la de eliminar sus ruidos. ¿Se imaginan todas esas marcas unidas contra esa fealdad, renunciando a sus logos y a su voluntad de impactar, haciendo de sus tiendas algo silencioso y neutro?
Para la arquitectura sumergida en el mercado ni siquiera lo feo parece la solución.
(1) Respecto a lo feo, además de los trabajos de Rosenkranz, Eco y Henderson, no dejen de seguir los prometedores de Valero.
(1) Respecto a lo feo, además de los trabajos de Rosenkranz, Eco y Henderson, no dejen de seguir los prometedores de Valero.
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