13 de abril de 2020
AUTÉNTICOS VESTÍBULOS DE INDEPENDENCIA
Aunque desarrollado extensamente por la pintura, el tema de la Anunciación ha tenido siempre profundas resonancias arquitectónicas. Paradójicamente, de la abrumadora cantidad de cuadros realizados sobre el sagrado “Fiat”, sus escenografías están concentradas en poco más de media docenas de espacios. Los más trascendentes desbordan la historia de la pintura para injertarse en la psique colectiva a la hora de entender la importancia del umbral. La elegante logia empleada por Fray Angélico, el interior fugado hacia el paisaje de Boticelli, la leve terraza de Leonardo, o los espacios interiores, catedralicios o domésticos, de la iconografía gótica, son indicativos de la íntima necesidad de espacio alrededor del acto de la bienvenida.
En el respetuoso espacio que separa al Arcángel y la Virgen resuena hoy como un símbolo nuestra inesperada “distancia social”. (Hasta el mismo Dios parece que necesitó “socializar” en las proximidades de un umbral). Hoy esos espacios han actualizado su función salvadora. Los viejos y denostados vestíbulos, lugares oscuros, tendentes a acumular abrigos, un paragüero generalmente mugriento y una escueta superficie para las llaves, ya venían reclamando un espacio donde recibir en nuestra ausencia los mil paquetes diarios que genera la compra a distancia, pero ahora en ellos se da, además, la batalla por mantener el interior de la casa protegida.
Hoy los denostados vestíbulos parecen más necesarios que los balcones. Si con el cierre de las terrazas vivimos hoy un arrepentimiento generalizado, los vestíbulos tienen la súbita obligación de recuperar el sentimiento de seguridad que ofrecía la casa. A la ineludible dimensión psicológica del umbral, el futuro tal vez añada, en la proximidad de la puerta, materiales y espacios desinfectantes. Desde un lugar donde sustituir el inmundo calzado empleado en el exterior - como hace desde tiempos inmemoriales el sabio ámbito rural con los zuecos o las madreñas - por las hoy todopoderosas “zapatillas de estar por casa”, a un espacio para la desinfección de los alimentos antes de llegar a la cocina…
Lograr todo eso ofreciendo la bienvenida y no la imagen de un mecánico atrincheramiento, es labor de la arquitectura. Por cierto, ¿cuánto ha aportado la estúpida mercadotécnica de las viviendas inteligentes a los umbrales y a la protección de la casa cuando se ha visto realmente amenazada? En el umbral quizás haya, también, que poder conectar el modo-avión.
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6 de abril de 2020
EL LABERINTO PERFECTO
A menudo se cree - los prejuicios así lo dictan - que el laberinto es la más intrincada de las geometrías. Pero Borges demostró que los peores son los basados en la uniformidad sin fin. De entre ellos, el desierto es el más letal.
Así que, y puestos a encerrar a un Minotauro, a un enemigo, o incluso a proteger un secreto, cabe pensar en mejores disposiciones que las basadas en la complicación formal. (Esto se debe a que junto con el laberinto siempre está el tramposo o el inteligente de turno, que logrará escabullirse de sus enredos y peligros y encontrará finalmente la puerta). ¿Qué sitios, pues, no tienen salida (sin contar, momentáneamente, con la casa)?
El filólogo Miguel Ángel Arcas dice que “de un laberinto se sale. De una línea recta, no". Paul Klee, define la línea como una flecha que posee timón. Deshagamos a machetazos el timón y se convertirá en la cárcel más terrible.
La línea es una celda eterna para aquel que la habita. Un punto profundo, un pasillo infinitamente puntiagudo y estrecho que no cambia de dirección y cuyos dos extremos permanecen siempre a la misma distancia del prisionero, por mucho que éste corra hacia alguno de ellos, es un invento diabólico…
Los arquitectos dibujan a diario miles de estas líneas aparentemente inofensivas. Las trazan con grosores variados, representando con ello paredes, muebles o simples proyecciones, pero se olvidan de imaginarlas por dentro. Allí son más peligrosas de lo que parecen. De hecho, encierran miles de minotauros desesperados.
Menos mal que habitamos casas y no líneas. Aunque no salgamos de ellas. Por ahora.
Menos mal que habitamos casas y no líneas. Aunque no salgamos de ellas. Por ahora.
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30 de marzo de 2020
ENDEREZAR LO TORCIDO
Se habían disputado cientos de partidos sobre un terreno en el que las líneas rectas lo eran, pero no los ángulos. Las fotografías aéreas desvelaron su insoportable oblicuidad. A simple vista, a vista de espectador, nadie se había percatado, pero la palabra “trampa” flotaba en el aire como una sospecha inaguantable. Pocas veces la disciplina de la geometría ocupa una portada en la prensa deportiva.
Los jugadores justificaban la facilidad con que se habían logrado algunos tantos directamente desde el saque de esquina. Excusando que un jugador de fútbol tampoco tiene por qué saber (mucho) de geometría, lo cierto es que resultaba igual de dificultoso lograr un gol desde una esquina en aquel terreno de juego que en otro cualquiera. A fin de cuentas las porterías estaban situadas tan paralelas y centradas respecto a la línea de fondo como en el campo más ortodoxo.
Evidentemente una vez descubierto el fiasco oblicuo, se tuvo que rectificar. No solo se trataba de no ser expulsado de la competición sino de ofrecer una imagen de confianza. Y ahí está la clave del asunto…
Lo oblicuo no era un problema meramente reglamentario, sino de un orden que trasciende la moral. Lo oblicuo es el resultado de una deformación y está en su esencia el soportar la voluntad exterior de rectificarlo. Lo oblicuo no es seguro, no es digno de confianza, es difícilmente mensurable y sin embargo no es fácil de ver en nuestro día a día. ¿Cuántos espectadores, árbitros o jugadores sospecharon de aquella manifiesta irregularidad? Lo oblicuo esconde el insoportable nerviosismo interno de la forma. Cada ángulo, agudo u obtuso, puede que "se sienta libre" pero sabe que, tarde o temprano, su impostura será descubierta. Acumulan por ello una indecible tensión.
Hoy que la humanidad al completo está luchando por torcer una maldita línea oblicua, de enderezarla tirando desde el interior de sus cuartos, la metáfora de ese campo no es insignificante.
Hoy que la humanidad al completo está luchando por torcer una maldita línea oblicua, de enderezarla tirando desde el interior de sus cuartos, la metáfora de ese campo no es insignificante.
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23 de marzo de 2020
LA VIDA EN ALTO
Confinarse es un acto misterioso. Nadie en su sano juicio se retira del mundo a no ser por un motivo elevado. En su doble sentido.
Simón el ermitaño intentó esa vida en soledad en un monasterio del que fue expulsado por sus exageraciones. Trató de apartarse del mundo refugiándose, sin éxito, en una cabaña cerca de Antioquía, luego en una cisterna abandonada y en una minúscula cueva. Abatido por sus intentos de soledad fracasada, se encaramó a una columna. Aunque estar a tres metros del suelo no era bastante, en la altura intuyó la solución. Lo intentó después a siete metros y finalmente se hizo construir una de más de quince. Permaneció sobre aquel capitel sin techo hasta el día de su muerte. Casi cuarenta años.
Anachorein significa replegarse. El anacoreta es alguien animado por un inexplicable deseo de retiro, de retirada. Pero no de soledad. Su anhelo es más bien el de “una rarefacción de los contactos con el mundo” dice Barthes. Simón era visitado por los personajes más diversos por medio de una larguísima escalera. Se hacía llegar la comida con una cuerda y un cesto. Desde las alturas escribió cartas e incluso ofrecía sus enseñanzas… Es decir, en su intento de refugio Simón buscaba una relación con el mundo de otro orden. E hizo del alejamiento de la ciudad una profesión.
Curiosamente el replegarse sobre sí mismo, tuvo consecuencias en la misma ciudad que había abandonado. Siguiendo su ejemplo apareció una sociedad de anacoretas. Algunos encaramados, como él, a una columna; otros decididos a vivir otros tipos de incomunicación. Su ejemplo cundió. Y esa vocación se convirtió en el embrión del novedoso modelo monástico del Monte Athos.
Los ecos de aquel acto solitario todavía resuenan en diferentes círculos, sea el arte o la vida. Italo Calvino empleó la idea del eremita como argumento para que el “Barón rampante” no bajase de un árbol el resto de su vida. En el “Simón del desierto” de Luis Buñuel y en “el Anacoreta” de Juan Estelrich se especula punzantemente sobre aquella decisión de vivir aislado. En la soledad de cada celda, camarote o estación espacial existe una secreta hermandad con aquella vieja columna en el desierto. Hoy millares de casas se han convertido en inesperadas columnas, (de resistencia, de residencia), desde las que miramos en alto la ciudad. Quien lo desee puede llamar a esa constelación de columnas solidarias, ciudad.
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