8 de julio de 2019

LA ÉPICA DEL PEGAMENTO


Cada generación ha crecido manteniendo las cosas juntas de diferentes modos. Los años cuarenta sobrevivieron uniendo malamente las cosas con cuerda, cinta aislante y masilla. La siguiente generación empleó pegamentos de contacto y papel celo para reconstruir papeles rotos o arreglar sus zapatillas. La cinta americana es un invento con el que se repararon miles de retrovisores golpeados y cosas que no importaban en exceso, porque el plateado de fondo era indisimulable. Una leyenda urbana que dice que ante la inminencia de una catástrofe espacial la NASA empleó chicle como adhesivo. Su capacidad pringosa salvó la vida a toda una tripulación y el orgullo a la humanidad. 
Cola blanca, pegamento de barra y hasta fracasos adhesivos, como eran en origen los post-it, son hoy parte de nuestro paisaje visual y cultural. Hemos visto nacer incluso los superpegamentos. El violento e indomable “superglue” apareció para unirlo todo y al instante. Pero siempre, en medio, quedaron nuestros dedos, solidificados con el trozo en cuestión… Gracias al cianacrilato - nombre que muestra un vínculo innegable con alguna deidad griega - se han perdido más dedos que con todos los accidentes producidos con hachas, cuchillos y serruchos en la historia del hombre. 
De hecho podría resumirse el siglo XX y lo que llevamos de XXI, no como los siglos de las grandes guerras o los descubrimientos atómicos, sino como la era del pegamento. Y es que a pesar de su creciente peligro y toxicidad, habitamos aceptablemente gracias a ellos. Porque, como sabemos, en el mundo todo está roto en mil pedazos y el manteneros juntos se ha convertido en la principal tarea contemporánea. 
Una tarea, por cierto, compartida por traumatólogos, físicos y filósofos y a la que también los arquitectos dedican gran parte de sus energías desde tiempos inmemoriales. Porque la arquitectura pertenece desde sus inicios a esa misma tradición del mantener las cosas mágicamente unidas. Puede que incluso sea la vicedecana de esa viejo hacer por partes. 
Al principio la arquitectura lograba soldar sus pedazos gracias a ese pegamento natural que nos brinda el universo: la fuerza de la gravedad. Luego por su desarrollo de las estructuras, la construcción e incluso la composición, logró incluso proveer una idea de falsa unidad al conjunto. 
Si se piensa de ese modo, la arquitectura es en realidad un arte de la pura pegatoscopia. Un arte del mantener juntos elementos disímiles, donde cada época y arquitecto tiene el deber de inventar su propio modo de costura. Es decir y resumiendo: la arquitectura es el gran arte del collage. (Y eso sin llegar a hablar siquiera de la importancia del cemento y de la silicona para lograrlo...)
He ahí su futuro.

1 de julio de 2019

EL DEBER DE ADAPTARSE


A veces el diseño se empeña en que seamos de un modo diferente a como somos. Ese papel educador, un poco como de institutriz impaciente y mandona, ha sido durante mucho tiempo concedido también a la arquitectura.
Es la gente la que no se adapta a la forma propuesta por la bonhomía del diseño. La arquitectura es perfectamente hermosa, funcional y lógica, pero lo cierto es que, inexplicablemente, duele. Duele al andar, y roza y hace ampollas. Y entonces pensamos que la culpa es nuestra y esperamos que el uso ablande su forma, como de hecho sucede, a la vez que, hasta la piel enrojecida se endurece y hace callos.
Al igual que la horma de los zapatos tiene repercusión en nuestros pies y nuestro andar, la arquitectura, acaba deformando al habitante y su vida. Un invisible y lento día tras día, hace aparecer los juanetes del habitar. Las casas que hemos vivido nos han moldeado. Somos parte de esas fundas y como los pies vendados de las mujeres orientales, o de las bailarinas que caminan sobre las puntas de los dedos, cambian nuestro modo de relación con el mundo. Por eso, ¿cuándo tendremos una arquitectura que no sea imperativa? Que no deforme nuestros metatarsos o que nos produzca punzantes dolores al caminar. Nadie pide que sea cómoda, palabra sospechosa de los males morales del capitalismo doméstico contemporáneo, pero si activa y pendiente de lo que sucede en su interior.
O al menos, que no esté tan presente. Que sea algo más maternal que una institutriz, vamos.

24 de junio de 2019

LA DENIGRADA ZONA DE CONFORT



Cuando los vendedores de felicidad espiritual nos animan a salir de nuestra zona de confort, porque lo más valioso está fuera, porque las experiencias más estremecedoras y ricas se encuentran más allá de sus límites, el único remedio es resistir y rezar, y mucho, para no caer en esa tentación.
Con lo que ha costado a la humanidad construir eso que ahora se desprecia: la zona de confort. ¡Menudo inventazo!. Mucho más importante que la patata o la penicilina. Porque la denigrada zona de confort ha salvado más vidas que el tubérculo y Alexander Fleming juntos. 
Una casa caliente, bien ventilada, una casa donde no se hacinen sus habitantes. Una casa separada de la humedad del suelo, con paredes secas y sin mohos. Una casa limpia y con puertas que protejan su interior... Como para que ahora nos digan que la zona de confort es el mayor de nuestros males… 
Plegarias sin fin a quienes contribuyen a conservar las amenazadas zonas de confort, es lo que deberíamos hacer. Y junto a esas manifestaciones públicas de fe, debiéramos cultivar las jaculatorias privadas a los radiadores, a los pasillos, a los felpudos y a las cortinas. Rogad por nosotros, objetos de culto que construís las valiosas zonas de confort que son las casas. Porque sin ellas dedicaríamos nuestra vida diaria a sobrevivir de mala manera. ¿Saben por qué? 
Porque las zonas de confort son los lugares de partida, porque en ellos no existe la tensión del teatro público, y porque nos permiten ahorrar energías para otras cosas. Quizás más importantes. Por ejemplo, soñar.

17 de junio de 2019

GUARDIANES DEL AIRE


Los tabiques son un invento maravilloso a pesar de no ser más que unos muros pobres y delgados. En su origen la palabra árabe “tashbik” significaba entramar o fabricar redes, cosa que le hubiese encantado saber a Semper dado su esfuerzo por localizar el origen de la arquitectura en lo ligero y lo trenzado de las ramas y los tejidos vegetales. Pero hoy los tabiques apenas conservan ese significado. Tan solo los llamados tabiques palomeros (o conejeros) mantienen ese aspecto aéreo debido a la celosía que forman sus huecos entre ladrillos. Aunque, eso sí, nadie los ve. Porque los tabiques palomeros se usan para dar forma a las cubiertas inclinadas. 
Por cierto, la historia de esos tabiques perdidos que no separan personas sino que construyen la geometría de una cubierta, es una particularidad interesante de la familia de paredes. Si en algún momento lo fueron, hoy los tabiques palomeros no son ya refugio de palomas. Son tabiques que sirven cómo cámara de aire y para adaptar la forma del exterior al interior. Es decir, pertenecen a un tipo de soluciones constructivas que permanecen ocultas, y cuyo fin es el mero fabricar huecos intermedios. Pero aun con eso, aun con ser una mera tramoya, forman las necesarias tripas de la arquitectura. Esos huecos perdidos, transfuncionales, o sea, que en apariencia sirven para muchas cosas pero que al final no sirven para casi nada, juegan un importante papel en las casas, porque son los que construyen, en buena medida, el confort interior. Por eso y aunque no se vean, son un símbolo de esa capacidad de las casas de proveer cierto sentido de refugio. 
Los insignificantes tabiques palomeros no son poca cosa. Porque aunque modestos, cuando llueve o hace frío, sustentan la pendiente de una cubierta para expulsar el agua hacia el exterior, o hacen las veces de guardianes del aire intermedio. Pero todo, como sin esfuerzo, y sin presumir de estar ahí. Sin esperar recompensa.