Sin embargo la escalera de Miguel Ángel no es en absoluto un escenario para meditar con tranquilidad antes de salir. Más bien al contrario, ante ella sentimos en la cara la fuerza del chorro de un cohete a propulsión que proviene de arriba, de la sala de lectura. Buonarroti nos reserva el necesario momento de silencio, pero en otro lugar y de otro modo: mediante un mecanismo inapreciable desde la entrada, porque queda a nuestras espaldas, allí se ofrece, al que sale, la vista de un paño ciego, mudo. Sin nichos, ni decoración. Un paño vacío, de silencio. Es la alternativa al espacio de esas gradas que requería Siza a toda biblioteca antes de salir al mundo. Un lugar en blanco donde ver a través. También de ver a través de nosotros mismos.(1)
13 de mayo de 2019
UN POCO DE SILENCIO
Dice Álvaro Siza que todas las bibliotecas debieran tener, a su salida, grandes escaleras donde poder pensar en lo aprendido, en lo leído en su interior. En la biblioteca, los libros y la lectura crean una atmósfera de intimidad que no es sencillo conciliar con lo cotidiano. Toda biblioteca debe ofrecer, por tanto, una especie de cámara de descompresión.
Miguel Ángel nos legó, ya lo sabemos, una de esas cámaras anecoicas perfectas. El recinto de entrada a la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, podría interpretarse de ese modo. E incluso la escalera que allí se desborda, podría ser leída como ese tipo de mecanismos de silencio reclamados por Siza.
Sin embargo la escalera de Miguel Ángel no es en absoluto un escenario para meditar con tranquilidad antes de salir. Más bien al contrario, ante ella sentimos en la cara la fuerza del chorro de un cohete a propulsión que proviene de arriba, de la sala de lectura. Buonarroti nos reserva el necesario momento de silencio, pero en otro lugar y de otro modo: mediante un mecanismo inapreciable desde la entrada, porque queda a nuestras espaldas, allí se ofrece, al que sale, la vista de un paño ciego, mudo. Sin nichos, ni decoración. Un paño vacío, de silencio. Es la alternativa al espacio de esas gradas que requería Siza a toda biblioteca antes de salir al mundo. Un lugar en blanco donde ver a través. También de ver a través de nosotros mismos.(1)
Sin embargo la escalera de Miguel Ángel no es en absoluto un escenario para meditar con tranquilidad antes de salir. Más bien al contrario, ante ella sentimos en la cara la fuerza del chorro de un cohete a propulsión que proviene de arriba, de la sala de lectura. Buonarroti nos reserva el necesario momento de silencio, pero en otro lugar y de otro modo: mediante un mecanismo inapreciable desde la entrada, porque queda a nuestras espaldas, allí se ofrece, al que sale, la vista de un paño ciego, mudo. Sin nichos, ni decoración. Un paño vacío, de silencio. Es la alternativa al espacio de esas gradas que requería Siza a toda biblioteca antes de salir al mundo. Un lugar en blanco donde ver a través. También de ver a través de nosotros mismos.(1)
(1) Sobre este paño en blanco palabras más precisas pueden ser leídas en la tesis doctoral de Colmenares Vilata, Silvia (2015). Ni lo uno, ni lo otro: posibilidad de lo neutro en arquitectura. Tesis (Doctoral), E.T.S. Arquitectura (UPM).
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6 de mayo de 2019
NACIDOS PARA MORIR
Pocas veces somos conscientes que, al igual que los seres vivos, los edificios nacen para morir. Por el camino, como nosotros, sufren transformaciones que no hacen sino prolongar su existencia. De lo contrario es inevitable que tarde o temprano se conviertan en una pura ruina.
Ser conscientes de eso nos evitaría algún disgusto, no solo como arquitectos. También haría que, cuando caminamos por una ciudad, sintiésemos su compañía y su envejecer como propio, aunque con un ritmo más lento e invisible, un poco como sucede con algunos árboles.
Cuando contemplamos un edificio, de hace siglos o solo décadas, por muy esplendoroso que se muestre, es habitual olvidar que dista mucho del que se edificó originalmente. Ver la catedral de Reims o de León con ojos embelesados en sus fachadas o sus interiores, pensando en los siglos transcurridos ante nuestros ojos, nos aleja de la realidad de que todo allí está retocado, modificado, reconstruido, ampliado y demolido. Hasta extremos que harían que ninguno de los viejos ciudadanos que las vieron erigirse, las reconociesen.Y lo mismo sucede con la más pequeña de las casas.
La arquitectura conserva su osamenta, apenas sus formas y proporciones, casi nunca sus interiores o sus decoraciones. Aparentemente no existen leyes inmutables en esa sucesión imparable de cambios. A veces se incorporan nuevas piedras. En ellas se perciben la riqueza recién adquirida pretendiendo dejar su huella en la obra. Otras veces se sustituyen partes porque sus remates provocaban goteras o hacían peligrar la estabilidad del conjunto. Algunas partes pasan a completarse, o incluso aparecen nuevas técnicas que son aplicadas sin pudor. En ocasiones existe incluso una secreta competición con un vecino o con el futuro, o incluso un plan de conservación que trata de congelarlo todo. Hasta el mal o buen gusto de una época o los cambios de modas o de sensibilidad, juegan su papel.
Pero esa sucesión de permutaciones no es sino el signo de su viveza. Y a ella debe la arquitectura su verdadero futuro. En esa poética de la supervivencia de la arquitectura hay algo que no deja de ser fascinante, porque sigue un patrón que ha sido poco valorado: todo se produce con un procedimiento de añadidos sucesivos, formado por capas y pasos como lo haría, digamos, un pintor cubista. Los cambios, en una casa particular, o en una catedral, se rigen por una ley que trabaja por fases y que en pocas ocasiones completa las cosas de una sola tacada. Las mutaciones que provoca la vida en la arquitectura se producen siguiendo una lógica que es capaz de ver el siguiente paso basándose en lo que ya se ha realizado. Pero, cabe insistir, casi nunca de una sola vez.
Si se piensa, se trata de un procedimiento muy conocido por los escolares de cuatro años, (y por los pintores desde principios del siglo XX) con el nombre de collage. El collage habla de ese modo de viveza de las formas de una manera tan escandalosa que extraña que apenas se hable de este raro y precioso fenómeno que une la vida y las obras. Tanto es así que en el collage se da hoy uno de los signos más claros de la vida de la arquitectura. Porque en el collage no hay estilo, ni autoría, ni alta, ni baja cultura. Ni una ética, ni un discurso. Solo una muestra de la vida que pasa dejando su huella.
Cuando contemplamos un edificio, de hace siglos o solo décadas, por muy esplendoroso que se muestre, es habitual olvidar que dista mucho del que se edificó originalmente. Ver la catedral de Reims o de León con ojos embelesados en sus fachadas o sus interiores, pensando en los siglos transcurridos ante nuestros ojos, nos aleja de la realidad de que todo allí está retocado, modificado, reconstruido, ampliado y demolido. Hasta extremos que harían que ninguno de los viejos ciudadanos que las vieron erigirse, las reconociesen.Y lo mismo sucede con la más pequeña de las casas.
La arquitectura conserva su osamenta, apenas sus formas y proporciones, casi nunca sus interiores o sus decoraciones. Aparentemente no existen leyes inmutables en esa sucesión imparable de cambios. A veces se incorporan nuevas piedras. En ellas se perciben la riqueza recién adquirida pretendiendo dejar su huella en la obra. Otras veces se sustituyen partes porque sus remates provocaban goteras o hacían peligrar la estabilidad del conjunto. Algunas partes pasan a completarse, o incluso aparecen nuevas técnicas que son aplicadas sin pudor. En ocasiones existe incluso una secreta competición con un vecino o con el futuro, o incluso un plan de conservación que trata de congelarlo todo. Hasta el mal o buen gusto de una época o los cambios de modas o de sensibilidad, juegan su papel.
Pero esa sucesión de permutaciones no es sino el signo de su viveza. Y a ella debe la arquitectura su verdadero futuro. En esa poética de la supervivencia de la arquitectura hay algo que no deja de ser fascinante, porque sigue un patrón que ha sido poco valorado: todo se produce con un procedimiento de añadidos sucesivos, formado por capas y pasos como lo haría, digamos, un pintor cubista. Los cambios, en una casa particular, o en una catedral, se rigen por una ley que trabaja por fases y que en pocas ocasiones completa las cosas de una sola tacada. Las mutaciones que provoca la vida en la arquitectura se producen siguiendo una lógica que es capaz de ver el siguiente paso basándose en lo que ya se ha realizado. Pero, cabe insistir, casi nunca de una sola vez.
Si se piensa, se trata de un procedimiento muy conocido por los escolares de cuatro años, (y por los pintores desde principios del siglo XX) con el nombre de collage. El collage habla de ese modo de viveza de las formas de una manera tan escandalosa que extraña que apenas se hable de este raro y precioso fenómeno que une la vida y las obras. Tanto es así que en el collage se da hoy uno de los signos más claros de la vida de la arquitectura. Porque en el collage no hay estilo, ni autoría, ni alta, ni baja cultura. Ni una ética, ni un discurso. Solo una muestra de la vida que pasa dejando su huella.
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29 de abril de 2019
VIRTUDES DE UN CIERTO DESORDEN
El “cuarto del arquitecto” es un completo desorden. Con trastos encima de toda superficie, ni la mesa ni la silla pueden ser usadas. No cabe nada más en los armarios. Hasta por el suelo tiene sus cosas olvidadas. El cuarto del arquitecto parece definitivamente instalado en la adolescencia.
Aparentemente el problema es que el desorden se entiende como una calamidad que afecta a la propia moral de las cosas. Y por eso resulta inaceptable. El orden se ha vuelto una de las penúltimas tiranías del mundo contemporáneo. Perder tiempo en encontrar cosas perdidas atenta contra el dios del rendimiento y la productividad. Lo cual es un pecado grave.
Y así anda el arquitecto, entre el sentimiento de culpa y la innata necesidad de tener ante su vista su material de trabajo. Porque aun así, manejarse en el desorden, sea simbólico o real, corresponde al propio y específico modo de hacer del arquitecto.
Basta fijarse en su estancia, para ver que, al menos, sus cosas no andan por ahí de cualquier modo. Aunque desordenadas, todas están puestas en pie.
Seguramente no hay manera de proyectar sin ese inexplicado desorden. Un caos que mezcla cosas, que establece conexiones casuales y que permite enlazarlas. Quizás porque sin ese específico pero pragmático desorden - pregunten a Bo Bardi que para eso es la autora del precioso dibujo - no habría ciudades tan ricas, a veces incluso tan ordenadas. Ni arquitectura siquiera.
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22 de abril de 2019
SE CUELAN POR LAS FISURAS
El cotilleo no parece ser muy satisfactorio. La joven trata de escuchar a través de la pared pero no se la ve muy contenta con el resultado. Su cara, con la mirada perdida, permanece, a pesar de todo, concentrada en averiguar un secreto. ¿Hablan de ella? ¿Le incumbe esa conversación que se cuela a través de la fisura?
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.
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