24 de diciembre de 2018

HUERFANOS DE OIZA


Tras lo sucedido durante el año del centenario de Francisco Javier Sáenz de Oiza, colmado de sentidos homenajes, y soberbios libros y exposiciones, se hace evidente que no podemos aun hablar de Oiza. 
Despedimos su año, pero increíblemente esa persona nacida en Cáseda y aficionado a las seguetas, Mallorca y el juego de la contradicción, acaba recluida en la frase “yo conocí a Oiza”. Continuamos siendo testigos sentimentales de Oiza, y a la mínima ocasión de hablar de su obra, acabamos balbuceando nuestra orfandad, incapaces de emitir juicios ponderados sobre su lugar en la historia de la arquitectura. Tal vez siga siendo así hasta que no desaparezca hasta el último de sus fieles, sus rendidos amigos y sus haters. Porque en un país donde todos conocimos a Oiza, y donde llegó a hacernos sentir la modernidad como un codiciado artículo de importación, todos le debemos, en realidad, una forma de entender la arquitectura. Porque Oiza marcó el rasero con el que se medía toda la profesión. Él era el nivel, (aunque no la brújula).
Hasta que llegue el momento de hablar de Oiza de otro modo, como autor de esas dos obras maestras que son sus torres madrileñas, seguirá confiscado entre las fronteras de alguna aduana desconocida hasta saltar a la historia. (Porque nadie dude que a Oiza nos lo descubrirá algún americano dentro de treinta o cuarenta años, mientras los que queden de nosotros nos miramos atónitos).
¿Qué murió con él? ¿De qué maravillas o naderías se despidió el mundo con su ausencia? “Hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?”, se preguntaba Borges. Ese misterio está presente cuando se piensa en Oiza. De su obra podrá hablarse de otro modo cuando desaparezca la costra de su dimensión mítica, o quizás cuando sucumban los últimos oídos que oyeron su voz. Por el momento lo único posible es ser sus testigos...

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Recién acabada la carrera, y junto con varios amigos, alquilamos un piso para empezar a hacer pequeñas obras y concursos en la calle General Arrando de Madrid. A veces, por la ventana, intrigados, veíamos pasar a Oíza. Por entonces, no sabíamos que a pocos metros tenía su estudio. Nunca cruzamos palabra con él. Oiza, aun anciano, era una presencia imponente.
Fue en el invierno de 1998 cuando apareció la oportunidad del encuentro. Un amigo algo más veterano, a quien había echado una mano haciendo algún concurso, Jokin Lizasoain, amigo a su vez de sus hijos, me había recomendado. Recibí una llamada para concertar una entrevista con Oíza. Puede imaginarse la alegría y la velocidad con la que crucé la calle.
Aquel encuentro fue inevitablemente un monólogo de Oiza minusvalorando su trabajo. Finalmente, más debido a mi silencio que a mis méritos, empecé a trabajar en aquel sótano espacioso y de techos altos. Se trataba de un concurso al que la empresa Telefónica había invitado a participar a Oiza y a un grupo de estudios, variopintos, pero todos importantes. Recuerdo los meses siguientes plagados de las anécdotas memorables y de los íntimos aprendizajes que todo aquel que ha tenido ocasión de su encuentro ha disfrutado.
El periodo pasado junto a aquel anciano Oiza fue un regalo. Abandoné mi propio estudio para dedicarme a ese trabajo con ganas. Pasó el tiempo y el concurso con él. Acabé la tesis al otro lado de la calle. A ratos cruzaba de nuevo...
"Denomino maestro", dijo Platón,"a aquel que puede efectuar un cambio en alguno de nosotros". Oiza podía. Increíblemente creo que aun hoy no ha perdido esa rara capacidad.

17 de diciembre de 2018

VENTAJAS DEL MALENTENDIDO


A pesar de su encanto, en el día a día usamos los malentendidos de una manera deshonrosa. Nos excusamos por ellos cuando en realidad han sido agrias discusiones donde no había malentendido alguno. Tal vez por eso los malentendidos están poco valorados en todos lados, también en arquitectura. Sin embargo a todos ellos les debemos no solo innumerables momentos de alegría sino verdaderas oportunidades para acercarnos a lo profundo de la vida. Tal vez incluso a lo más perdurable. De hecho, las mejores obras de arquitectura son aquellas que no se entienden del todo, las que levantan ampollas en nuestra imaginación y nos espolean. Y las más prescindibles son las que se entienden a la primera, las que no ofrecen resistencia y eliminan todo esfuerzo. 
Por eso "el malentendido es la salsa del conocimiento" e incluso, como decía Lacan, constituye la forma idónea de entender (1). Los malentendidos surgen, no en la lectura de los edificios, sino de interpretar sus espacios intermedios. Es decir, en arquitectura se producen cuando leemos algo con dos sentidos pero no podemos elegir, sino que mantenemos ambos flotando, en suspenso y sin aclararnos. Esos cambios de dirección mental, sus oscilaciones, son de la misma familia que la de los errores de la percepción que encantaban a Gombrich. Y a ellos pertenecen los juegos en blanco y negro de copas que son amantes y niñas que son ancianas... 
Sin embargo el verdadero malentendido es una delicia que desgraciadamente cuesta encontrar. Porque un mal proyecto no es fruto de un malentendido, sino de un perfecto entendimiento. Curiosamente el campo del malentendido no es puramente coincidente con el de lo "complejo y lo contradictorio". Pero los reconocemos de inmediato con una mueca parecida a una sonrisa. Aparece en la Galería del Palacio Spada de Borromini, por ejemplo, pero no cuando vemos que Borromini nos ha engañado con su juego, sino cuando vemos que se ha recreado en un procedimiento que abre una brecha en la concepción del mundo impuesta por la perspectiva renacentista, pero no ofrece alternativa, sino solo su abismo
Hoy existen arquitecturas que se recrean de nuevo en el malentendido como uno de los signos más preclaros de nuestro tiempo. Podemos encontrarlas en las obras de Tom Emerson, en las de Kersten y Van Severen, en las de Vylder, Vinck y Taillieu… Basta mirarlas y, felizmente, entender poco a primera vista.

(1) Citado por Vicente Verdú, que a su vez cita a Estrella de Diego, que a su vez cita a Lacan. Un maravilloso ejemplo de malentendido. Seguro que Lacan nunca pensó en decir semejante brillantez.

10 de diciembre de 2018

HARTOS DE RECIBIR GOLPES


Todo sucede aproximadamente en medio segundo. Sus primeras milésimas están invadidas por la sensación de sorpresa, pero, de pronto, algo estalla. Solo sentimos un gancho, que llega directo a la mandíbula, y que alude a la torpeza de esos mili-segundos sin entender que hemos sido noqueados. Entonces caemos en la cuenta. Pero desde el suelo. Ya es demasiado tarde… 
Cuando nos golpea una imagen, y somos conscientes de que es imposible, aquí por su falta de peso pero puede deberse a cualquier otro motivo, aparece un levísimo sentimiento de culpabilidad. Curiosamente, y por un momento, no acusamos al autor, sino a nosotros mismos... Pero, todo ha sucedido tan rápido. De hecho, nuestro dedo pulgar ya ha pasado a la siguiente imagen
Si hasta hace menos de diez años las imágenes de arquitectura llegaban a nosotros con cierta lentitud y las acusábamos de superficialidad, hoy los algoritmos que nos proveen de ellas han acelerado el proceso de noqueo hasta volverlo sistemático e invisible. El caso es que en este tiempo se ha basculado de la imagen seductora a la ultrapopular, por medio de estos mecanismos de sorpresa ininterrumpida. 
No hay en esas imágenes ni un ápice de humor, ni un golpe de ingenio que el fotógrafo quiera compartir de un modo cómplice con el espectador. Pero no porque el fotógrafo no lo desee, sino porque ya no hay tiempo para el ingenio, ni los matices. No importa siquiera que sean o no reales. El algoritmo funciona bajo la premisa de secuestrar la atención un instante más. Ya ni siquiera es un problema de superficialidad de lectura sino de otro orden. 
Sin embargo y si cada imagen ha perdido la capacidad de ser leída de modo individual, si es posible hacerlo con el conjunto, aunque desde fuera. Interponer un filtro entre ellas y nuestro dolorido cerebro resulta útil. Seguiremos viendo imágenes aceleradas y hasta produciéndolas a pesar de que en este tipo de ciclos no quepa encontrar la arquitectura más puntera, la que ofrezca novedades o verdaderos avances disciplinares. Pero mirarlas en sus gestos generales, en sus tonos, como con los ojos entornados, se ha vuelto el último modo de captar el espíritu de los tiempos.

3 de diciembre de 2018

CONFORMARSE CON LAS PAREDES


Nos conformamos con las paredes. Y sin embargo, ¡son tan poca cosa! 
Las paredes son como los muros, pero no llegan a serlo. Son, de hecho, sus parientes pobres. Su versión low cost. En realidad las paredes no soportan nada, porque han perdido su masa y su capacidad portante. Las paredes solo separan y, la verdad sea dicha, no lo hacen bien del todo. Gracias a la pérdida de materia, inevitablemente dejan pasar algo de la vida del otro lado. Es decir, son una especie de membranas osmóticas de la privacidad. Una membrana imperfecta pero tolerable. 
Desde que el movimiento moderno tuvo la sagacidad y la capacidad técnica de exfoliar el muro en sus diversos componentes, dejando que la estructura se convirtiese en pilares y el cierre se decapara en aislamientos de todo tipo, cámaras de aire, cierres, barreras de vapor y filtros varios, lo cierto es que su antigua capacidad unitaria se ha perdido irremediablemente. Pero no hay nostalgia posible hacia el muro como elemento separador integral. Entre otros motivos porque ya no hay quien pague uno o porque ha adquirido connotaciones nada positivas. Sin embargo, junto con la desaparición del muro se ha dado la desaparición de una de sus fuerzas psicológicas más poderosas que lo sostenían: su capacidad de construir un “fuera”, de excluir lo que quedaba al otro lado. Los únicos muros que se erigen hoy en día se refuerzan miserablemente con alambradas de espino, soldadesca y cámaras de vigilancia. Porque los muros hoy son fronteras, y principalmente contra la pobreza. Ajena, me refiero. El muro representa lo infranqueable y traspasarlo es saltar a otro universo psicológicamente diferente.  
Por eso mismo y si tradicionalmente el muro era una estructura fuerte, la pared, como decíamos, se ha convertido en un filtro menor. Las paredes no aíslan completamente, y solo sirven para separar algo las cosas. Al otro lado de la pared se escuchan conversaciones y gemidos. Al otro lado de la pared no está, pues, un enemigo, sino alguien molesto, que da fiestas hasta altas horas de la madrugada, que se pelea a gritos con su futura expareja, pero que hay que saludar en el ascensor como si no hubiésemos sido testigos ciegos de su vida. Las paredes, por tanto, permiten la convivencia entre animales humanizados sin que el otro sea un enemigo declarado. 
Sabemos que existen los vecinos, les oímos, pero al menos nos queda el consuelo de no verles. Su olor no nos llega completamente, sino solo de modo ocasional, cuando los guisos se cuelan por las rendijas de las puertas o entran por el patio. Pero mientras y al menos, la pared impide la amenaza de que nos rocen o nos toquen. Por todo ello, la pared es el emblema de la ciudad y el símbolo de la civilización: vivimos juntos gracias a las paredes, no a los muros
Hasta que encontremos como reconstruir la intimidad perdida, las paredes son su bandera. La divisa de una intimidad amenazada, pero no hundida.