Y sin embargo y paradójicamente, la casa no ha dejado de ser un depósito creciente de objetos y de sus recuerdos asociados. Almacenamos cosas, sin cesar, entre sus paredes, en sus estantes y trasteros. Y no solo lo hacemos debido a la presión consumista de la sociedad contemporánea. La propia casa, en cada uno de sus rincones, gracias a sus luces o atardeceres, gracias a sus materiales o tamaños particulares, ha llegado a representar para nosotros momentos concretos del pasado y sirve para rememorarlos de una forma vívida. Gracias a la múltiple apropiación simultánea que representan la visión, el tacto, el olfato y los sentimientos asociados al espacio habitado, misteriosamente, hemos vinculado a ellos un pedazo de memoria. Gracias al espacio, recordamos el tiempo.
Lo digital ha sido capaz de anestesiar nuestra memoria, es cierto. Pero enredados en las redes y bajo un tsunami imparable de datos, no hemos dejado de ser organismos de carne y hueso que se cobijan en construcciones materiales cargadas de recuerdos. Ese quizá eso sea uno de los pocos signos de esperanza que quedan para una profesión que desde su nacimiento era ya anciana, y que ha estado siempre guiada por valores despreciados, como son la continuidad y la historia. Una profesión que, a pesar de todo, tendrá futuro siempre que sea capaz de fabricar un especial tipo de asperezas, de rincones o lugares, un tipo distinto de casas, que sirvan de recipiente de esa valiosa sustancia que son los recuerdos.
Porque no solo habitamos en el espacio, también habitamos el tiempo.