3 de septiembre de 2018

POLVO DOMÉSTICO


La limpieza de las casas no arranca con el invento de las escobas y luego de las aspiradoras. Ni siquiera a nivel simbólico. La limpieza es algo más que el mero acto de librarnos de la porquería porque implica a la vez a la sociedad y a nuestra relación psíquica con “lo sucio”. 
Si el felpudo es el símbolo iniciático de la entrada de la casa en relación a la limpieza, en su interior, los rituales no son menores. Desde los actos de purificación de todas las religiones, al bíblico “sacudirse el polvo de los zapatos”, existe un mundo de actos destinados a la idea de lo limpio en el hogar. De todos ellos, los más ancestrales están relacionados con la pureza del dormitorio y de los utensilios de comer.
La limpieza es un acto animal que el hombre ha transformado y trasferido a su habitar diario. Cuando el hombre se hizo ser humano, adecentaba su casa cambiando las hojas secas por otras frescas y sacaba al exterior los restos de alimentación que atraían insectos. Desde entonces esta rama de la limpieza, que no coincide psicológicamente con la de los propios detritos humanos, no es una cuestión de nuestra relación con la pura suciedad sino con algo que penetra en nuestros hogares como un intruso, y que mancha nuestra vida diaria. La suciedad no es sólo el anuncio de la enfermedad sino que en la casa representa otro tipo de amenaza que tiene que ver con la moral.
La suciedad es materia fuera de su sitio. Es decir, la suciedad es un signo de un desorden estructural. De ello se deduce que pasar el polvo, la aspiradora, fregar o barrer provoquen, a la vez que un leve dolor de riñones, una especie de exorcismo de lo oculto. Limpiar la casa es un trabajo de Sísifo que se hace con la secreta furia del que sabe que todo volverá a ensuciarse. 
Incluso el limpiar mismo, paradójicamente, ensucia. Y entonces la arquitectura debe tomar medidas. La limpieza de las ventanas, cuando no es peligrosa, chorrea. El fregar mismo mancha las paredes que necesitan protegerse con rodapiés. Los baños se forran con superficies resistentes, cristalizadas o gresificadas, como cámaras acorazadas a esa sucia humedad que provoca mohos y hace que la pintura se desprenda… Blindamos la arquitectura, pero el polvo se adhiere con sus ventosas a las superficies, deja rastros verticales sobre los radiadores, se acumula en forma de pelusas descomunales que ruedan con las corrientes de aire como seres vivos sin rostro, o se depositan como una costra sobre los muebles inaccesibles… 
Contra la suciedad el único remedio es dar cobijo a un batallón de la limpieza que tiene su propio rincón en la casa. El llamado rincón de la aspiradora o el escobero, oculta, a su vez, la fregona y su cubo, el recogedor y el cepillo, cien trapos viejos, y mil botes rojos, verdes, blancos y azules, especializados como pócimas de amor a la limpieza, aunque, eso sí, clasificados según su PH.
Si se piensa, ese rincón de la limpieza hace las veces del viejo altar que la cultura romana tenía para los dioses lares. Hoy veneramos la limpieza de una manera semejante. Tal vez porque secretamente sabemos que la porquería, el polvo, está formado en gran medida por nuestras propias células muertas. Y limpiar la casa es un poco limpiarnos de ese nosotros que fuimos.

27 de agosto de 2018

VAMOS A LA CAMA


La cama es un mueble que no lo es, porque carece de la necesaria movilidad, y que ocupa generalmente tanto como la habitación donde se encuentra. Su posición relaciona su uso con el de otros muebles de superficie horizontal como son las mesas. Pero nada tiene que ver con ellas. 
Las camas de Thomas Jefferson, la de Felipe II y la de Luis XIV, permitían trabajar, escuchar misa y recibir a los súbditos, respectivamente. La de Le Corbusier estaba elevada a una altura inusual con la excusa de poder ver el paisaje cómodamente recostado. Pero la mayoría de nuestras camas son solamente rectángulos acolchados cuyas simples funciones son las relacionadas con el descanso y otras no menos apreciables, pero en nada relacionadas con la de esos casos ilustres. Entre sus especímenes concretos la “cama de matrimonio” es una de las más destacables. 
Hay quien dice que “la cama de matrimonio” fue una institución inventada en época de Napoleón para documentar una figura social y probar su solidez. El hecho de emplear una cama de matrimonio dota de un estatuto especial a quien duerme en ella y es prueba incluso de la solidez legal de una pareja. De hecho al abandono del lecho conyugal es una prueba de su ruptura. 
En lo que a la arquitectura concierne, lo importante de esas plataformas blandas es que cada uno de sus propietarios posee su lado. Es decir, es un rectángulo dividido pero sin fronteras visibles. La batalla por cada centímetro de sus dos subparcelas y todo lo que las cubre, se da a vida o muerte en función del peculiar clima del dormitorio.
Por eso toda cama de matrimonio, por la mañana, es una topografía de esa lucha a oscuras, donde sus arrugas dejan plasmada la huella de los cuerpos y su actividad. Una batalla que se borra al hacer la cama. Operación que requiere de espacio alrededor y un ahuecado general de todos los aditamentos del maldito rectángulo, porque obliga a bordearla y abrir ventanas y cerrarlas y cambiar sábanas en un trabajo sin fin a base de dejarse los riñones. 
Ahora que lo pienso, en realidad las camas so esos inventos que sirven para descansar de hacer la cama.

20 de agosto de 2018

LA LUZ VIENE DE DENTRO


La luz, como el color del cielo, es un misterio que comienza en el fondo de nuestra retina. Aunque para la moderna psicología y fisiología del ojo, la luz es una sustancia que acaba recolectada en un rincón del cerebro gracias a chispazos neuronales, cualquier arquitecto sabe que es precisamente el camino inverso el que sigue: sale desde un rincón cerebral hasta hacernos entender el universo y lo que nos rodea. 
La luz es una proyección, que se extiende hacia el exterior, por mucho que la realidad diga lo contrario. Por eso y antes de llegar al infinito, el filtro de la arquitectura nos hace comprender sus cualidades más profundas. Aunque cada ser humano posee un modo de ver la luz que es personal, cuando esa sustancia atraviesa el filtro humanizador que supone lo construido, todo cambia. Entonces somos seres humanos con cosas en común, y compartimos algo más que una insulsa genética. 
Es la arquitectura quien toma forma gracias a la luz a la vez que la interpreta, la pondera y nos permite contemplar el mundo de un modo cultivado. Fue el Zaratustra de Nietzsche, quien se levantó con la aurora, “se colocó delante del sol y le habló así: « ¡Oh gran astro!¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras aquéllos a quienes iluminas!”. La luz necesita de la arquitectura tanto como la arquitectura del sol, dice sin modestia. Tal vez solo así se puede comprender lo que representa la luz para el hombre y hasta qué punto no puede sino entenderla como una sustancia humanizada. 
Sólo así cobra sentido la fachada del veneciano Redentore de Palladio, la definición de arquitectura de Le Corbusier o el porqué de las piedras erigidas en Stonehenge. La luz da forma a las piedras y a nosotros mismos con ellas, y tan presente está el binomio de la luz y la arquitectura que se ha convertido en uno de los símbolos predilectos de la humanidad para retratarse en el tiempo y ser conscientes de él.

13 de agosto de 2018

CIUDADES FRÁGILES Y NECESARIAS


Las ciudades son leves accidentes en el tiempo y en la naturaleza. Por mucho que las veamos grandes, inabarcables e irreversibles, por mucho que las comparemos unas con otras y las hagamos competir por su población o tamaño, son de una levedad incomparable. Incluso las nubes, a pesar de su fragilidad y vapor, son más impresionantes y más perdurables.
Cada ciudad está llamada a desaparecer. Porque ni siquiera ellas son ajenas al ciclo de la vida. Nacen, crecen y mueren. Y con suerte, sus esporas se difuminan por otros lugares, gracias a ciclos migratorios, actividades económicas novedosas o fruto de la pura casualidad.
Las ciudades crecen y mueren, lo enseña la historia, y como organismos vivos se encogen o expanden y se reforman con el simple paso del tiempo. Esta capacidad cambiante de las ciudades no deja de ser maravillosa porque esconde la propia relación del hombre consigo mismo.
La ciudad pasa, pero la ciudad es el futuro. El hombre debe a las ciudades y a su fragilidad las enfermedades y su progreso como seres humanos. Hoy, más que nunca antes en la historia, somos conscientes de que gracias a ese invento, el hombre ha llegado más lejos que con cohetes y vacunas. Porque debemos más a la ciudad, como especie, que al invento de la penicilina o el cultivo de la patata. 
El que esté en favor de la defensa de la naturaleza y no lo esté en defensa de las ciudades, como otra más de las especies vivas, se olvida que el hombre depende de ambas para su pervivencia.