6 de agosto de 2018

PARAR A TIEMPO


No es fácil parar a tiempo. Y menos saber dónde. Entre otras cosas porque el parar, el detenerse, es, en sí mismo, significativo. A veces parar es rendirse, y otras no saber seguir. A veces detenerse habla de lo incompleto y otras significa "sígase como lo hecho hasta ahora", igual que sucede con el musical término “da capo”. Lo inacabado reclama en muchas ocasiones una especie de silencio, pero en otras, solamente pide ser rellenado con la imaginación. Porque el vacío es espacio en espera que debe rellenarse en nuestra mente.
Como un cuaderno de caligrafía incompleto rescatado de la infancia, uno se pregunta por el motivo de su inacabamiento, "¿Se habría terminado el curso?", "¿quién era ese que dejó la tarea a medias?","¿Fue culpa del profesor o de la inconstancia y cansancio del alumno?"...
En arquitectura uno de los más preciosos lugares donde sentir el peso de ese inacabamiento es el ornamento. Porque es en esa decoración prescindible donde se ofrece un tiempo latente, detenido. El ornamento inacabado, aquí de Piranesi, pero fácil de encontrar en toda la historia, desde el elocuente silencio en una de las fachadas del palacio de Carlos V en Granada, a las columnas inacabadas del templo de Segesta, en Sicilia, nos recuerdan que ya otros se comunicaron a través del abandono de las cosas antes de haberlas concluido. Que la rendición en el detalle a veces es distracción, a veces cortesía y otras tareas a descifrar. Que el abandono de la obra, sea causada por la ruina económica, por una falta de medios con los que continuar, es siempre emisor de significado.
Si el abandono del ornamento corresponde a una desaparición del artesano, a la falta de materia, o de las energías, entonces el ornamento no es un delito. Lo que es un crimen del ornamento inacabado es cuando no dice nada de nada. Cuando ni siquiera asoma allí, en el detalle sin concluir, esa debilidad que hace que la arquitectura sea tan humana.

30 de julio de 2018

LAS CARTAS SOBRE LA MESA


Las mesas provienen de un ser vivo enhiesto que se derriba, trocea y desbasta gracias al violento oficio del carpintero, hasta concluirse en otro ser horizontal que se usa para leer, conversar y comer. El cambio entre la horizontalidad de la mesa y la verticalidad del árbol del que proceden sus tableros simboliza un cambio en el universo estético de las cosas. 
La mesa, la inglesa “table”, era una simple “tabla”, porque al principio se empleaba sin patas. La tabla se apoyaba tras la comida en la pared hasta mejor ocasión. Pero desde ese momento y como eco del horizonte mismo, la mesa se convirtió en un plano técnico sobre el que se mueven todos los objetos e instrumentos del ser humano: libros, jarras o platos. Todo lo que se coloca sobre una mesa adquiere el carácter de objeto. Porque la mesa objetiva el mundo. 
Tanto es así que hace lo mismo con todo aquel que la emplea. Secciona en dos al invitado como con una cuchilla: así vemos asomar un tronco y su cabeza por la línea de su horizonte e imaginamos unas piernas que ya no percibimos en continuidad. De ese modo las personas son bustos y los objetos cosas a observar en su mismidad. 
Sin embargo en torno a la mesa se da la convivencia del ser humano, la amistad y las negociaciones. La mesa se ha convertido en un símbolo de lo social y del diálogo. Y basta pensar lo que supone no sentarse a una mesa a comer, el mero comer en solitario de la hamburguesa o del sándwich, para comprobar como desaparece toda conversación. Los modales en la mesa y las buenas maneras, son sinónimos. Ningún otro mueble exige educación a la hora de su uso. Gracias a la mesa tenemos cubiertos y amigos. Nos reunimos en torno a las mesas. Son el centro de discusiones, de operaciones y altares de ofrendas. La mesa organiza un espacio propio y hasta el tiempo en la casa, mucho más que la cama. Pasamos de la mesa del desayuno, a la del trabajo y a la de la comida, para luego reunirnos en torno a la mesa de la cena y reposar las gafas o teléfonos de nuestro cansancio en esas pequeñas mesas que son las mesillas de noche. La mesa articula, como un secreto maestro de ceremonias el quehacer diario y ni lo percibimos. 
Pero de todos los usos posibles de las mesas, los mejores son los que les dan los niños, para quienes son habitaciones dentro de las habitaciones. Y a veces hasta cosas mejores…

23 de julio de 2018

LA LUZ INTRUSA


La luz entra en nuestros hogares por las rendijas de las puertas, por las ventanas, por los huecos abiertos en las paredes y los techos. Percibimos la luz a veces como un ser rectilíneo, violento e intruso, que rompe el tranquilo aire de la casa y lo desgarra como un cuchillo. En esas ocasiones la luz ejerce una intimidación que pasa extrañamente desapercibida en el exterior, pero que, a su paso por la arquitectura, la deja marcada como se marca una bestia con un hierro candente. Sin embargo otras veces su presencia es calmada y difusa, como un líquido lechoso que se cuela e inunda la estancia, hasta borrarse con el paso de las horas. 
En el día a día la luz se burla de nosotros. La vemos, lenta, reptar por el suelo y luego subir por las paredes de las habitaciones hasta desaparecer, como un reptil incansable. Otras sentimos su presencia como un fantasma impreciso, que cobra intensidad y se apaga, en un ciclo repetido y sin fin. Hasta que al día siguiente nos despierta sin amabilidad ni contemplaciones, metamorfoseada, clavándose como un largo alfiler al fondo de nuestras retinas dormidas… 
La luz nos incomoda con su perpetuo deslumbramiento o con una ausencia que nos impide leer y atender a los detalles de las cosas. Siempre sobra o falta luz, y hasta en los postreros momentos, clamamos por ¡más luz!, porque nunca encontramos su cantidad precisa, justa y medida. 
Cabe imaginar, que precisamente por eso, para atenuar y domesticar la intimidación de esa radiación salvaje, o el control de su bruma, el hombre inventó la arquitectura. (Y luego, mucho más tarde, las gafas de sol). Inmanejable, como el tiempo, y con quien tanto tiene que ver, la luz sin embargo, actúa como fluido que debe ser canalizado. La luz hace de la arquitectura un problema de fontanería, de alta fontanería. Desde su comienzo la arquitectura pastoreaba la luz como se hace con diques y canales. Con sus muros y paredes, la luz se logró amansar, se moldeó y se convirtió en algo resonante para la existencia del hombre. Y es importante señalar que la luz fue controlada en la arquitectura antes que la temperatura y el agua corriente. Lo que da idea del orden de prioridades de la historia de la humanidad.

16 de julio de 2018

TEORÍA DEL BULTO EN ARQUITECTURA


En arquitectura, el bulto, como el grano, merece su propia teoría. Una teoría del bulto debiera contemplar esas hinchazones de la arquitectura que sobresalen hacia el exterior como hernias. Le Corbusier fue un maestro en el manejo de estos bultos y podemos contemplar alguno de los mejores en Ronchamp a modo de confesionario. En España el maestro de los bultos disimulados es Alejandro de la Sota. Que hasta los convierte en cajas para que se noten menos. 
Habría que aclarar que los bultos y las jorobas pertenecen a la misma categoría de deformaciones. (Y que en nada se asemejan a las de la escultura y su problemática del bulto redondo). Así, en arquitectura, jorobas y bultos son una alteración, digamos, topográfica de la tersa pared o de la superficie limpia. El bulto, desde el punto de vista de la forma, asoma y no se puede contener. Es decir, en el bulto existe una fuerza latente en una dirección. 
Por ello, los bultos son la manifestación de algo insano: son un síntoma de esa enfermedad interna que llamamos programa. En realidad, el programa no satisfecho en el interior, como no cabe, debe asomar y lo hace en forma de esas mochilas o jorobas. El bulto es, por tanto, un símbolo. El bulto es un sacrificio de la forma, que se vuelve impura, tosca y fea, a cambio de resolver algo que se considera más importante: el uso. Podría pues considerarse la última declaración del funcionalismo en una época donde el funcionalismo es indefendible. (O al menos el último reducto desde donde encontrar la conexión entre el organicismo y el funcionalismo).  
Igualmente, esos montículos son el signo de una dimensión no evidente. Detrás del bulto hay algo que está vivo, y es necesario. Por eso cuando el bulto aparece en la obra de arquitectura puede deberse a la sutileza o a la torpeza. Pero ambas, extremas. 
Trabajar con el bulto y hacerlo con profundidad y conciencia no es sencillo. Tarkovsky hizo un paisaje de bultos, como pistas de motocross, y de puro inquietantes no han dejado de ser un referente a lo surreal. El bulto aparece en todo proyecto de mantas, topografías y montañas. A veces el bulto cobra tal protagonismo que absorbe la totalidad de la obra. Entonces es la obra la que se vuelve un bulto del bulto. De este último caso Gehry es el mayor valedor.