9 de julio de 2018

EL TIMO DE LA MATERIA HUECA


La materia de la construcción está, en su mayor parte, hueca. Desde una torre a un ladrillo, la lógica de los huecos ha hecho de la arquitectura un prodigio de la buena disposición de los agujeros antes que de la buena colocación de la masa construida. 
En realidad, y como nos enseñaba ya la antigua física atómica, la materia es tan solo un hueco agitado por cargas eléctricas. Cuando tocamos a nuestra familia o las paredes de nuestra habitación, no hay más que un vacío impenetrable gracias a la movilidad de sus electrones y de su estable núcleo interno. Pero una cosa es intuirlo de lo infinitamente pequeño y otra pensarlo del día a día que habitamos. 
Pocas personas son conscientes de esta revolución secreta de la construcción. Y sin embargo escuchamos a los vecinos sin distinguir su conversación, o podemos habitar a trecientos metros del suelo gracias a la depurada técnica de la colocación de esos agujeros invisibles
Hoy, desde las estructuras alveolares a los falsos techos, el control climático de nuestras casas, de sus vidrios y carpinterías, y hasta de los ascensores mismos, son lo que son por el tamaño y la precisión de los huecos que dejan en sus intestinos. De hecho, hoy el vacío es más determinante que lo macizo. Cuanto mejor dispuestos están los huecos, más tecnológica es la materia. 
En el pasado, a base de poner y poner piedra, y masa, la arquitectura gozaba de estabilidad climática y física. Pero la inercia que provee lo macizo es costosa e inaccesible para la economicista mentalidad contemporánea. Por eso, paradójicamente, la ecuación “a más peso, más precio”, se rompió en algún momento en el mundo de la construcción. Hoy, construir con huecos no ha abaratado nada y esos agujeros se pagan, cada vez más, a precio de oro. Porque se pueden colocar a distancias cada vez más precisas. Aunque, como en el queso Gruyère, no hay descuento por sus agujeros. Se debe a que pagamos por su correcta y milimétrica colocación y por el cuidadoso relleno de gases inexplicables.
Menudo timo. O tal vez no…

2 de julio de 2018

CUIDADO CON LAS ESQUINAS


Si los rincones de la arquitectura están protegidos por su propia forma, no sucede lo mismo con sus aristas hacia el exterior. Desde los zócalos a las piezas esquineras, la arquitectura es muy sensible al desgaste en esos frágiles lugares. De ahí que en esas líneas se cambie y refuerce la dureza y la elección de la materia. Porque aunque construir una línea recta y que esa línea se mantenga en el tiempo parece un problema menor, la vida diaria demuestra que no lo es, en absoluto. 
Las ciudades de calles estrechas acaban devorando esas esquinas por el roce incesante. En primera instancia, cerca de las esquinas, las paredes solo se ensucian. Tras la aparición de un número creciente de manchas, generalmente perpendiculares a la arista, se pasa a los arañazos. Y con el paso del tiempo, y ya sin testigos y sin un autor cierto, la geometría de esa arista se difumina y multiplica, se abre y curva hasta desaparecer como tal. 
La vida es una gran autora de esas esquinas mordisqueadas, como hacen los cachorros de las mascotas domésticas con los sillones. Y por mucho que se blinden con piedra o materiales específicos, las esquinas, como los padres, sufren por el hecho de serlo. A pesar de eso, y aun siendo una parte de la arquitectura capaz de contener algo del dolor que supone todo acto de autodefensa, eso no las dota de un carácter huraño ni negativo. Los perfiles “guardavivos”, hablan de su vitalidad. Mantener viva una arista representa casi un objetivo terapéutico y preventivo para la totalidad de la obra. Porque ofrece la idea de una obra cuidada y juvenil. 
Si nuestro símbolo del envejecer son las arrugas, el de la arquitectura no son simplemente las fisuras, o las goteras, sino la más inmediata pérdida de nitidez de sus aristas.

25 de junio de 2018

SIN VENTANAS NI PUERTAS, NO HAY HABITACIONES

Cada ventana son siempre mil ventanas. Porque por ellas atraviesan las luces del amanecer y del crepúsculo, porque por ellas aparece la primavera y la bruma exterior y porque por ellas cambia cada día la habitación a la que pertenecen. 
Del mismo modo, cada puerta son siempre mil puertas. Porque cada puerta es una bienvenida diferente y un lugar que conecta con un exterior siempre cambiante. Porque tras cada puerta nos espera una rutina ligeramente deformada y porque gracias a ellas cambia la habitación a las que pertenecen. 
Por eso, cada habitación son mil veces mil habitaciones. Desde esa perspectiva, no todo depende de sus habitantes, sino del ligero cambio que suponen sus agujeros. De ese modo se puede comprender que no haya una verdadera habitación que no disponga de estos dos elementos esenciales. Como no hay una cara sin ojos ni boca que logre expresar algo.
Cuando Louis Kahn decía, “No hay una habitación que no tenga luz natural” se refería de un modo indirecto a la necesidad de su apertura y su fuga. Porque una habitación sin puerta ni ventana puede ser un cuarto, pero nada más. Tal vez esa interdependencia se deba a que gracias a la ventana sabemos de la forma de la habitación, (y no simplemente porque deje pasar la luz para verla, sino por su lógica esencial); y gracias a esa puerta conocemos su tamaño (y no sólo porque sepamos que las puertas son un eco de las personas). Así visto, puertas y ventanas conllevan habitaciones tras de sí. Y viceversa.  
Aparentemente las habitaciones son sólo los espacios entre tabiques destinados a un uso. Pero debido a esos huecos que superan lo epitelial de los tatuajes o lo extraño de los injertos, puesto que son parte de sus entrañas - pero que paradójicamente no incluye ninguna definición del diccionario - las habitaciones son un delicado mecanismo del ser: estamos en el mundo gracias a las “estancias”, del mismo modo a que somos gracias a tener “esencias”.

18 de junio de 2018

UN ACTO DE BIENVENIDA ELEMENTAL: EL FELPUDO


Como todo el mundo sabe, el felpudo es esa alfombra generalmente raída y algo descuadrada respecto a la puerta de la casa, cuya función primordial es la limpieza de los pies antes de entrar. Sin embargo sabemos, por el habitual convivir con esos rectángulos de fibra de coco, que sobre ellos reflexionamos fugazmente algunas cuestiones de nuestra más íntima existencia: allí buscamos las llaves y sobre ellos dudamos dónde hemos aparcado el coche o si nos habrán perdonado los habitantes del interior el último descuido o enfado. 
Pero además el felpudo es un signo de cómo se construyen las sociedades en relación a la propiedad privada. Son un signo de la confianza en el prójimo, puesto que es el único objeto privado de la casa que se deja al exterior, a pesar del riesgo de dejar de serlo. También es el único signo permanente de la singularidad de quien habita el interior: el felpudo es un retrato de los habitantes, que en este objeto horizontal, se muestran sociables, anónimos, juveniles o descuidados. Y todo ello aunque en primera instancia, conviene insistir, el felpudo sólo cumple con la función de la limpieza antes de cruzar el umbral de la casa y es, por tanto, la encarnación del gesto de entrar. (Y solo de entrar, porque al salir salimos purificados del hogar y con las suelas de los zapatos limpias). 
La historia del felpudo es la de un trozo de “felpa”, es decir, de un tejido. Pero coincide en su función con la del primer escalón, de piedra o de madera, dispuesto como umbral antes de acceder al interior. Así pues, su misión no está vinculada a la ligereza y a lo provisional del tejido sino a la simple necesidad purificadora que requiere entrar a cualquier hogar. Porque antes de entrar se debe limpieza a los habitantes o, mejor dicho, se debe limpieza al “interior”. En todos sus sentidos. El felpudo reúne, por tanto, una misión simbólica y una práctica sobre las intenciones de quien entra, por mucho que mensajes como “welcome”, “cuidado con el perro“, “o bienvenido a la república independiente de tu casa” lo banalicen como objeto…