11 de junio de 2018

BRILLANTE, PULIDO, SIN JUNTAS


Hoy el brillo es el símbolo del lujo. Ante el brillo somos los sujetos de un permanente efecto “black mirror”, también en la arquitectura. La tiranía del brillo y de lo pulido son hoy nuestro nuevo sistema político-arquitectónico. Aunque, eso sí, el brillo no se vota. 
Las cajas espejeadas de Dan Graham, las superficies sinuosas de Anish Kapoor, la arquitectura de Foster y los productos I-phone son la pureza encarnada en objetos que no reclaman ya ser tocados, puesto que su superficie no manifiesta impureza ni sombras. Las aristas de lo pulido se han convertido en un símbolo de la perfección aplazada. Cada junta promete desaparecer en el siguiente modelo y en la siguiente obra. Pero el brillo no se dibuja ni se planifica. Se dicta. Lo pulido se ha vuelto impermeable al pasado y a la memoria. El brillo disuelve la materia. Y con la materia, la gravedad y la construcción. 
Pero, ¿cómo ha llegado a fabricarse esa simbología del brillo y del pulimento como imagen del futuro y de la limpieza?, ¿Cuándo entró el brillo en nuestro vivir cotidiano? ¿Cuándo se llenó la arquitectura de superficies fantasmales? 
El brillo del hogar siempre fue mineral, breve y costoso. El brillo antiguo no aparece en la arquitectura de la casa salvo en objetos, joyas, roblones, tachuelas y pequeñas superficies bruñidas de espejos y metales. En las cocinas, en cazos de cobre, todo lo más, pero con la forma de un pobre reflejo bermellón. Las escenas domésticas del pasado solo contienen brillos como puntos estrellados, y sólo lo religioso se permite en la pintura un brillo agrandado como símbolo de lo sobrenatural. 
Desde el barroco, lo brillante comenzó a invadir la arquitectura gracias a los dorados, aunque fue mucho más tarde cuando llegó a asociarse con el pulimento. Hoy el binomio brillo-pulido encarna el ideal de la arquitectura del futuro. El plástico, glauco y opaco, ya no es capaz que de ofrecerse como una alternativa a esa simbología del futuro que ocupó la casa en los años cincuenta y sesenta. 
Hoy nuestras casas están cada vez más invadidas por azulejos, por pantallas de televisión y por teléfonos sin botones. Convivimos con sus brillos como un espejo sin fin. Nuestras casas brillan gracias a materiales cada vez más grandes, sin tornillos ni soldaduras, a la vez que toda una plétora de productos de limpieza aseguran que el brillo no engaña. 
Proféticamente, Tanizaki, en su “elogio de la sombra” se espeluznaba a principios de siglo cuando en Japón los baños empezaban a parecer espacios tecnológicos repletos de cerámica vitrificada. El brillo era, de hecho, lo más insoportable de lo moderno. Suponía una amenaza contra el pasado y su tradición que depositaba valiosas capas de sucio uso sobre las cosas. Hoy que ese brillo pulido y sin juntas procede en gran medida de sus fabricantes orientales de tecnología, el destino nos ha devuelto el invento como una paradoja agigantada e imparable. 
Sin embargo la casa parece el último reducto frente a esa invasión brillante. Aunque no por una autolimitación de los habitantes o una consciencia de su peligro. Si la pugna está en mantener la casa radiante porque significa que está limpia, en otras estancias, misteriosamente, lo rugoso y lo blando lucha por mantener el derecho inalienable del confort. Por eso hoy la casa encarna el campo de batalla de las tiranías ocultas del brillo y del confort. Luchan a muerte asesina por sus rincones. Y mientras miramos el terciopelo de las cortinas o el cuero del viejo sillón, consultamos las noticas sobre el brillo del plasma, no somos conscientes de los cadáveres que caen a nuestro lado como fantasmas. Pero ¿se imaginan cuando el brillo sea confortable?

4 de junio de 2018

TERRAZAS DESDE DONDE SALTAR


Las terrazas sí que son un invento, (y no los pobres balcones). En las terrazas se nos da la oportunidad de tomar el sol, de leer y hasta de saltar por ellas sin perder el glamour. Saltar desde un balcón es cutre y de mal gusto, incluso como deporte de adolescentes borrachos. Pero hacerlo desde una terraza es otra cosa. Es más que una cuestión de estilo. 
La casa con terraza tiene, psicológicamente al menos, una habitación de más. La terraza es una habitación suplementaria que hace de toda la casa algo aéreo. Porque las terrazas, como las plataformas de despegue de los portaviones, casi parece que permiten a la casa volar por si misma. Las terrazas disparan y proyectan el hogar hacia el cielo y convierten casi cualquier casa en un ático. 
Las terrazas pueden construir la fachada de un edificio, cosa que los balcones no pueden ni soñar hacer. Las terrazas pueden incluso dar razón de ser a un edificio, y si no, basta recordar las Marina City Towers, donde solo la terraza es capaz, ella solita, de dar sentido, profundidad y riqueza a las dos torres gracias a esos pétalos hormigonados. 
Aunque lo más hermoso de las terrazas es que son un muestrario de la vida de las personas que las habitan. En el mobiliario de las terrazas triunfa tanto el plástico como todos los complementos que pondríamos encontrar en un exterior, incluyendo gnomos de cerámica, farolillos y césped artificial. Pero aun así las terrazas no pierden su aura y los matices de quien busca en ellas un jardín o una azotea. 
Esos planos aéreos, como el techo descapotable de los coches, es un “extra”. No sólo son una habitación “extra”, sino una extra-habitación. Un “extra” que es en si mismo un artículo de lujo y ni te cuento si se combina con la palabra “vistas”. Entonces constituyen el lujo supremo: la “terraza con vistas”. 
Quien pillara una, en lugar de un casoplón en la sierra.

28 de mayo de 2018

EL BALCÓN SATURADO



En teoría los balcones, o son extensiones de las habitaciones o prolongación de las ventanas, (a veces de la calle misma). Pero está claro que son espacios incompletos, porque no se sabe si crecen de dentro a fuera, o al revés, y necesitan entenderse como prolongación de algo. A veces son como hernias que les salen a las casas y otras como escenarios donde la calle se mete por ellos. 
El balcón es el lugar del pregón, de la recogida de los trofeos deportivos y del lucimiento de banderas en los edificios públicos, pero los de las casas son tan distintos que puede decirse que no pertenecen a la misma categoría de objetos. Porque los balcones en las casas no son símbolos de casi nada. Si tradicionalmente en España los balcones eran un lugar de exhibición y de cortejo, hoy, cuando no están llenos de tiestos, lo están de bicicletas. O son el último refugio de los fumadores domésticos, que encuentran en ese espacio el único lugar para no atufar al resto de los habitantes de sus malos hedores. 
En la práctica el balcón es, pues, un lugar convertido mayoritariamente en un armario sin trasera, y en un desecho hacia la calle. (Un proceso que, si estudia con atención, antes sufrieron los tendederos). En el balcón se acumula siempre y antes de nada un primer objeto: la polución. Es cuando nos asomamos a ellos cuando descubrimos lo sucias que están las ciudades y es entonces cuando nos preguntamos por la mugre que debe contener cada uno de nuestros pulmones. En el balcón descubrimos, consecuentemente, una aspereza adicional del habitar la ciudad: mirando a la ciudad desde allí nos vemos a nosotros mismos, por dentro, un poco engrisecidos. 
Puede que por eso el balcón se haya ido convirtiendo en un cuarto solamente perteneciente al exterior, un almacén de las cosas que no queremos ver a diario en la casa. El siguiente paso en su escala evolutiva es perpetuarlos como armarios o llenarlos de aparatos de aire acondicionado, pero sin preocuparse mucho del aspecto de los balcones del resto de los vecinos. Lo cual es un signo de la individualidad de sus habitantes, pero de una individualidad de sus trastos, una individualidad no voluntaria y sin sentido estético alguno. 
Es importante señalar aquí que el balcón no ofrece la misma cantidad de cosas que su pariente rica, la terraza. Entre ambas piezas, de hecho, hay un abismo de posibilidades y de diferencias a pesar de que se ocupan del mismo espacio intermedio. Porque en las terrazas se dan fiestas y se puede cenar o tomar el sol, y en los balcones nada de eso. En realidad los balcones siempre van a peor. Y no es por ser negativos. Pero es que los balcones son un asco. O mejor dicho, están siempre hechos un asco.
Puede que por eso se produzca la trasferencia de significado.

21 de mayo de 2018

MALDITOS RODAPIÉS


Los rodapiés son unos inventos de lo más razonable porque protegen el contacto de un suelo y una pared. Pero no porque ese contacto sea agresivo y paredes y suelos se lleven a rabiar. Sino porque los pies de las personas parecen tener la costumbre de manchar las paredes en ese preciso encuentro. Extrañamente los humanos juegan a dar patadas a las paredes en sus partes bajas. Y las paredes emplean ese escudo para parapetarse de nosotros. 
Podría pensarse que la historia del rodapié es tan vieja como la historia del zapato y de las paredes, pero no. La historia del rodapié coincide más bien con la de la limpieza. Cuando una pared aspira a permanecer limpia tiene que recurrir a esa junta. Por eso no es casualidad que podamos encontrar rodapiés en algunas pinturas de Vermeer, (aunque se trate de un solo modelo, un azulejo historiado blanco y azul que no casa con el suelo ni con sus paredes en diseño ni color), pero no en los cuadros de Velázquez. Lo cual es significativo de hasta qué punto el rodapié está ligado a la historia del limpiar la casa y de cómo cada país empieza esa historia en momentos diferentes. 
Y conste que el rodapié no es simplemente una pieza que protege de los humanos a las paredes sino que también sirve para esconder las humedades que ascienden por ellas, como trepando. Silenciosas. Y dejando manchas de moho a la mínima, precisamente en esos lugares. El material de los rodapiés, por eso mismo, trata de ocultar con su dureza o su resistencia al agua, esos desperfectos. El rodapié debe ser más fácil de limpiar que la pared misma. Y cuando crecen sobre la pared y suben por ella, cambian su nombre por uno más sonoro y con mejor fama: “zócalo”. Sin embargo ni zócalos ni rodapiés permiten arrimar ningún mueble a la pared, (salvo la estantería Billy de Ikea gracias a su mordisco con forma de rodapié de su esquina y con la que ningún rodapié real encaja). 
En fin, después de toda esta teoría del rodapié no sería justo olvidar que otra de sus principales razones es la de tapar los fallos de construcción del suelo en su encuentro con la pared. Tal es su éxito para esconder defectos que los rodapiés de esa “indecencia del mal ajuste” han pasado a ocupar lugares donde no hay pies, pasándose a llamar “copetes”. Hoy no hay encimera de cocina sin su copete. Nombre simpático pero que no hace sino distraernos de que en realidad son rodapiés para los ojos. Y entonces sí que son malditos rodapiés, porque no dejan ver la verdad de las cosas.