29 de diciembre de 2024

MI PATRIA ES LO IMPERFECTO

Uno de los más bellos problemas de ser arquitecto, como por otro lado también lo es de ser alfarero, ebanista o pintor, es el de reconocer cuándo detener el trabajo. El instante en el que hay que parar la máquina de la coherencia porque, de seguir, podría llevarse a tal extremo que empeorara el conjunto. Desde luego, esto no es una invitación a rendirse ante cualquier problema que distorsione la obra, sino más bien a diferenciar aquello que hay que dejar pasar porque verdaderamente resulta insustancial.
Un ejemplo: el filósofo Ludwig Wittgenstein, fascinado por la arquitectura, construyó una famosa casa para su hermana Margaret en la que un milímetro de más en un detalle de la cerrajería estuvo a punto de hacerle abandonar la obra. Tardó un año en diseñar los tiradores de las puertas. A esto se sumó que, una vez que todo estuvo acabado, forzó la demolición de un techo por un error de tres centímetros...
En todo oficio existe un punto donde aparece el abismo del fetichismo narcisista. Un arquitecto emperrado, como un niño malcriado, en exigir por encima de todo el sobrecoste de una solución intrascendente, por mucho que parezca asomarse al abismo de lo heroico, lo hace al del puro estiércol y al desprecio por lo que en verdad significa la Arquitectura. Porque tras el capricho del hormigón H-1000 viene el de la colocación de un acero corrugado moldeado por argenteros, o una piedra africana de una cantera extinta que se hace imprescindible reabrir. La diferencia entre Sáenz de Oiza y alguno de sus discípulos es de este orden.
Lo imperfecto admite mejora y nos acoge. Para la arquitectura, ese margen es el territorio en el que asume que el trabajo con lo contingente es un material más valioso aún que el acero inoxidable y el mármol. Para cualquier arquitecto que se precie de serlo, el verso de Wallace Stevens resuena como las campanas de una catedral: "mi patria es lo imperfecto". La perfección no es un horizonte ni una opción. La perfección no es siquiera parte de la ecuación. Porque se trata siempre de algo de mayor alcance que la perfección misma.

One of the most beautiful challenges of being an architect—much like being a potter, carpenter, or painter—is recognizing when to stop striving for the task. The moment when the machinery of coherence must be halted, because pushing it further might take things to an extreme that worsens the whole. Of course, this is not an invitation to surrender to any problem that distorts the work, but rather to discern what should be let go because it is truly inconsequential.
An example: the philosopher Ludwig Wittgenstein, fascinated by architecture, built a famous house for his sister Margaret where a millimeter too much in a locksmithing detail nearly led him to abandon the project. It took him a year to design the door handles. To this, one can add that, once everything was completed, he insisted on demolishing a ceiling over a three-centimeter error...
In every craft, there is a point where the abyss of narcissistic fetishism appears. An architect stubbornly, like a spoiled child, demanding at all costs the overexpenditure for an insignificant solution, might seem to be staring into the abyss of heroism, but instead plunges into the mire of arrogance and disdain for what Architecture truly means. Because after the whim of H-1000 concrete comes the insistence on placing corrugated steel shaped by silversmiths, or sourcing an African stone from a long-closed quarry that must be reopened at all costs. The difference between Sáenz de Oiza and some of his disciples lies precisely here.
Imperfection welcomes improvement and embraces us. For architecture, this margin is the space where it acknowledges that working with the contingent is a material even more valuable than stainless steel or marble. For any architect worthy of the title, Wallace Stevens’ verse rings like the bells of a cathedral: “My homeland is the imperfect.” Perfection is neither a horizon nor an option. Perfection isn’t even part of the equation. Because it is always about something greater than perfection itself.

22 de diciembre de 2024

ARQUITECTURA DE LA BUENA ESPERANZA

En Grecia, pero puede encontrarse el mismo fenómeno en varios lugares del Mediterráneo y en Latinoamérica, muchas edificaciones rurales construidas de modo precario con estructura de hormigón “rematan” sus cubiertas dejando asomar los armados. Ese acero que asoma, como los pelos de un niño despeinado, es un signo optimista de una economía familiar que confía en poder ampliar la casa hacia arriba en un futuro nunca inmediato (1). Las armaduras en espera son allí más que un doble símbolo y hacen las veces de antena del futuro.
Este tipo de signos aparece de otros modos en cada disciplina. En la antigua iconografía cristiana existía una forma de representación denominada “etimasía”, en la que una simple silla vacía, de la que colgaba un manto o en ocasiones cercana a una cruz, representaba un tipo de espera no muy distinta. Esa silla era la nítida representación de alguien que no estaba, de alguien que no había llegado todavía. Ese hueco es un espacio latente que en absoluto equivale a la nada y a la desocupación. Todo lo contrario, alude a una expectación.
Esta misma forma de espera cruza el campo de la arquitectura a varios niveles: la arquitectura, como conjunto de profesionales y de obras, está a la espera de esa construcción que ofrezca indicaciones sobre cómo enfrentarse al problema de la sostenibilidad (o el de la diversidad, o el colonialismo), dependiendo de cada momento histórico. Cada territorio, cada solar, cada lugar, está a la espera de una obra de arquitectura que le ayude a comprenderse, a mirarse con ojos nuevos y a darle sentido. Esta actitud de espera es tan propia de la arquitectura que puede decirse que un arquitecto es viejo precisamente cuando toma consciencia de no llegar a ver ya esas obras. Cuando se hace consciente de que no será él o ella quien dé cumplimiento a ese tipo de esperas. La espera, como vemos, es propia de la juventud.
Menos mal que estas fechas, por cierto, están regidas bajo este mismo principio de la esperanza.


(1) El término griego de este fenómeno es “panosikoma”. En México se llaman "varillas de la esperanza" porque si se dejan asomando la normativa permite ampliar la edificación con una nueva planta. Debo este último dato a Arturo Franco. Otra explicación a este fenómeno es que los propietarios no pagan los impuestos correpondientes al municipio gracias a no haber concluido la "obra". Este dato es debido a Sergio A. Fernández.

In Greece, though the same phenomenon can be found in various parts of the Mediterranean and Latin America, many rural buildings, precariously built with concrete structures, “top off” their roofs by leaving rebar exposed. That steel, sticking out like the messy hair of a child, is an optimistic sign of a family economy that trusts it will someday expand the house upward though never in the immediate future (1). Those waiting reinforcements are more than just a dual symbol; they act as antennas for the future.
Similar signs appear in other disciplines. In ancient Christian iconography, there was a form of representation called “etimasia,” where a simple empty chair, draped with a mantle or sometimes placed near a cross, represented a kind of waiting not so different. That chair was the clear representation of someone absent, someone who had not yet arrived. That empty space is a latent presence, far from being nothingness or mere vacancy. Quite the opposite, it speaks of anticipation.
This same form of waiting crosses into architecture at various levels. Architecture, as a body of professionals and works, waits for that building that will provide guidance on how to address issues such as sustainability (or diversity, or colonialism), depending on the historical moment. Each territory, each plot, each place awaits an architectural work that will help it understand itself, see itself with new eyes, and give it meaning. This attitude of waiting is so intrinsic to architecture that one might say an architect grows old when they realize they will no longer see such works come to fruition—when they become conscious that they won’t be the one to fulfill those kinds of expectations. As we see, waiting is a quality of youth.
Fortunately, these days, by the way, are governed by this same principle of hope.


(1) The greek term for this phenomenon is “panosikoma”. In Mexico, they are called "rods of hope" because if they are left exposed, the regulations allow for the building to be expanded with an additional floor. I owe this first piece of information to Arturo Franco. Another explanation for this phenomenon is that homeowners avoid paying the corresponding municipal taxes by not finishing the "construction." This insight is thanks to Sergio A. Fernández.

15 de diciembre de 2024

ABRIR LA TIERRA


La tierra, vocacionalmente, permanece sólida y ensimismada. Ve nacer sobre su superficie hierbas, arbustos y árboles. Sin inmutarse, tras la lluvia ve correr el agua por su pendiente y, en verano, siente cómo su piel se reseca y agrieta con el calor.
Pero, para construir un edificio, hay que abrirla en canal. Y contra eso, frente a la naturalidad con que la tierra disfruta de ver a los topos o a las hormigas horadar su piel, muestra una rebeldía callada pero constante. La herida infligida acumula piedras, barro y fatiga. Sea un edificio grande o pequeño, salir de ese hueco requiere un trabajo que roza lo sobrehumano. En ese orificio, la tierra parece tirar hacia dentro como una venganza por la herida abierta sin su permiso.
Siempre al borde de la extenuación, los constructores luchan por salir de esa trinchera cuanto antes, porque permanecer mucho tiempo sin que asome la obra resulta desmoralizador y tremendamente costoso. El asomar de la obra por ese hueco abierto, para que la arquitectura vea la luz, requiere enjugarse el sudor sin descanso. Solo cuando los primeros muros o pilares sobresalen puede hablarse propiamente del trabajo de la arquitectura.
A partir de ese momento, todo es coser y cantar –construir y cantar–, y el necesario sudor es entonces de otro tipo: uno impregnado de polvo y hollín, pero no de barro. Pueden consultarse entonces, con más calma, los papeles llenos de precisas líneas. Mientras tanto, la tierra, ya domesticada, puede que asuma esa nueva carga y hasta establezca buenas relaciones con ella, si ve en la forma de trato la educación y el respeto debidos.   
 
The earth, by its very nature, remains solid and self-contained. It watches as grasses, shrubs, and trees grow upon its surface. Unperturbed, it sees water running down its slopes after the rain, and, in summer, feels its skin dry out and crack under the heat.
But to build a structure, the earth must be split open. And against this act, in stark contrast to the ease with which it tolerates moles or ants tunneling through its skin, it shows a quiet but constant defiance. The wound inflicted gathers stones, clay, and fatigue. Whether the structure is large or small, emerging from that hollow requires an effort that borders on the superhuman. From within that cavity, the earth seems to pull inward, as though seeking revenge for the wound inflicted without its consent.
Always teetering on the edge of exhaustion, builders fight to emerge from that trench as quickly as possible, for lingering too long without the structure breaking ground is both demoralizing and tremendously costly. For architecture to see the light of day, the act of rising out of that open hollow demands relentless toil and sweat. Only when the first walls or pillars rise can the work of architecture truly begin.
From that moment onward, it’s all smooth sailing—building and rejoicing—and the sweat that follows is of a different kind: one tinged with dust and soot, but no longer with mud. Only then can the meticulously drawn plans, filled with precise lines, be consulted with greater calm. Meanwhile, the earth, now tamed, might accept this new burden and even establish a kind of harmony with it, provided it recognizes in the treatment the care and respect it is due.
 

8 de diciembre de 2024

ADOPTA UNA TERRAZA

Christopher Alexander, “Un lenguaje de patrones”, imagen de terraza de seis pies, p. 167
Cuando Paul Valéry decía que lo más profundo es la piel, no se refería a la piel de un edificio, (aunque bien podría haber estado pensando en ello). Sin embargo, Christopher Alexander dio las medidas exactas de esa profundidad: un metro ochenta centímetros. Una fachada debía tener ese fondo para ser un lugar vivo. Si los balcones son los puntos de contacto entre lo interior y lo exterior, un balcón estrecho es, en todos los casos, un espacio malversado. Sin profundidad física, una terraza es solo un decorado, un apéndice.
La profundidad de una casa no se mide en metros de fondo, sino en el alma de estos elementos más pequeños que conectan la casa con el mundo. Si lo profundo es la piel, desde luego es en los lugares donde esta se repliega, en las puertas, ventanas y terrazas, donde encontramos su mayor concentración de sentido.
Hace años una famosa empresa de muebles sueca hizo una campaña, #AmigosDeLasTerrazas, en la que se invitaba a ver esos lugares no como un trastero de polvo urbano y bicicletas oxidadas, sino como un reducto para tomar el sol o comer al aire libre. Bastaba con comprar un banco y un par de plantas, para disfrutar del murmullo de la calle abajo y de la brisa que se cuela entre los barrotes. Pero parece que no fue suficiente. Las terrazas se convirtieron en el objeto de deseo años después, cuando los virus acechaban en los portales y las escaleras de todo el mundo. Hoy todo eso se ha olvidado, y estos apéndices de la fachada siguen recubiertos por policarbonato y aluminio anodizado. Sin embargo, y por mucho que esos intentos por poner en valor las terrazas se hayan disuelto, las casas siguen mereciendo seis pies al aire libre.
Sigue siendo Christopher Alexander quien más razón tenía. Un balcón que no mide de fondo al menos lo mismo que una persona tumbada está condenado a ser un trastero. En menos espacio no cabe la vida: ni una conversación con los pies descalzos, ni un desayuno con el periódico abierto, ni siquiera el lujo de sentarse sin parecer un vigilante urbano en un palco de tercera categoría. Nos merecemos balcones donde, además de poder mirar hacia afuera, se dé el consuelo de sentarse mirando hacia la propia casa. Resucitemos la campaña #AmigosDeLasTerrazas, o aún mejor, #AdoptaUnaTerraza. Hagamos de ellas lo que siempre debieron ser: una habitación con una porción de cielo.
 
When Paul Valéry said that the deepest thing is the skin, he was not referring to the skin of a building (although he might well have been thinking about it). However, Christopher Alexander gave the exact measurements of that depth: one meter eighty centimeters. A façade needed that depth to become a meaningful space. If balconies are the points of contact between the interior and the exterior, a narrow balcony is always, without exception, a dead space. Without physical depth, a terrace is just decoration, an appendage.
The depth of a house isn’t measured in feet but in the soul of these smaller elements that connect it to the world. If the deepest thing is the skin, then surely it is in the places where the skin folds, in windows, doors and balconies, where its greatest significance resides.
A long time ago, a well-known Swedish furniture company once launched a campaign, #FriendsOfBalconies, inviting people to see these spaces not as dusty urban storage rooms filled with rusty bikes but as sanctuaries for sunbathing or dining outdoors. All it took was a bench and a couple of plants, and you could enjoy the murmur of the street below and the brezze filtering through the railings. But it wasn’t enough.
Balconies became coveted spaces years later, when viruses lurked in stairwells and doorways worldwide. Today, all of that has been forgotten, and these appendages of the façade remain covered in polycarbonate and anodized aluminum. Yet, despite these failed attempts to elevate balconies, homes still deserve their six feet of open air.
Christopher Alexander remains the one who got it right. A balcony that isn’t at least as deep as a person lying down is doomed to become storage. In less space, life simply doesn’t fit: not a barefoot conversation, nor breakfast with an open newspaper, nor even the simple luxury of sitting without looking like an urban watchman in a third-tier box seat.
We deserve balconies where, in addition to gazing outward, we can find the comfort of sitting and looking inward, toward the home itself. Let’s revive the campaign #FriendsOfBalconies or even better, #AdoptABalcony and turn them into what they were always meant to be: a room with a slice of sky.

1 de diciembre de 2024

ENCABALGAMIENTO

Le Corbusier, Weissenhofsiedlung
Le Corbusier hablaba del encabalgamiento como uno de los fenómenos más específicos de la arquitectura moderna. Una habitación no acababa donde lo hacían sus cuatro paredes, sino que se encontraba solapada con la siguiente porque alguno de sus muros, muy probablemente, asomaba fuera de sus bordes. El tiempo de la habitación roja y la sala azul se había acabado con el siglo XIX, decía. Y no le faltaba razón.
El encabalgamiento era un fenómeno hermoso y propio de la poesía desde tiempos ancestrales. El efecto de no terminar un verso en su sitio, sino hacer que montase sobre el siguiente, encabritando su métrica, introduce el misterio y la urgencia en la lectura. La poesía que se deja guiar por el ritmo de los versos y su tonalidad encuentra en el encabalgamiento tensión y efectos inesperados. El encabalgamiento despierta, a otra escala, la incertidumbre del “¿qué pasará?” en que se fundan el final de los episodios de una serie televisiva o de las viejas novelas por fascículos.
Curiosamente, este fenómeno del encabalgamiento se dejó en el cajón por mucho tiempo. Lo más cerca que se estuvo de su análisis fue aquel famosísimo escrito sobre la transparencia literal y fenomenal. Pero a pocos se les ocurrió que el encabalgamiento era uno de los ejes constituyentes de la arquitectura moderna misma. Dicho de otro modo, que en el uso de una silla estaba implícito su empleo ocasional como escalera, o que un cuadro purista era un solape contaminado de formas en interacción antes que un juego de transparencias entre botellas y guitarras.
El encabalgamiento explicaba la plástica moderna y encontraba su culmen en el paseo arquitectónico, en el que cada espacio estaba contaminado por el anterior. El fenómeno del encabalgamiento nos recuerda que ninguna forma se encuentra encapsulada. Para bien, la realidad de la arquitectura se encuentra permanentemente inmiscuida por lo que le rodea. Por mucho que una pared pueda desempeñar varios papeles sin perder su integridad, el conjunto de todas las piezas de una obra se encuentra barajado como un mazo de cartas.
Le Corbusier spoke of enjambment as one of the most specific phenomena of modern architecture. A room no longer ended where its four walls did; instead, it overlapped with the next because one of its walls, most likely, extended beyond its boundaries. The era of the red room and the blue salon had ended with the 19th century, he claimed. And he wasn’t wrong.
Enjambment was a phenomenon both beautiful and inherent to poetry since ancient times. The effect of not ending a line where it "should" but letting it spill over into the next, unsettling its rhythm, introduces mystery and urgency to the reading. Poetry guided by the rhythm and tonality of its verses finds in enjambment a tension and unexpected effects. At another scale, enjambment evokes the uncertainty of “what will happen next?” on which the finales of TV episodes or serialized novels are built.
Curiously, this phenomenon of enjambment was left in the drawer for a long time. The closest it came to analysis was that famous essay on literal and phenomenal transparency. Yet few realized that enjambment was one of the very pillars of modern architecture itself. Put differently, that the use of a chair implied its occasional function as a ladder, or that a Purist painting was an interplay of overlapping forms rather than merely a transparent arrangement of bottles and guitars.
Enjambment explained modern plasticity and reached its apex in the architectural promenade, where every space was infused with traces of the one before. This phenomenon reminds us that no form exists in isolation. For better or worse, the reality of architecture is perpetually entangled with what surrounds it. No matter how many roles a wall might play without losing its integrity, the entirety of a work’s pieces is shuffled together like a deck of cards.

24 de noviembre de 2024

MONSTRUOS DESDE CERCA

Herbert List, Imagen de una modelo en Bomarzo
Hay monstruos que son más espeluznantes en su cercanía que contemplados a cierta distancia. Aunque uno se aproxime a ellos y se descubran matices que suavizan el malhumor de sus formas, algo parece no encajar: sus dientes se vuelven menos afilados y hasta ofrecen una mirada casi amable. Pero en ese momento de proximidad, y precisamente por esa inmediata debilidad, seguramente sintamos el escalofrío de una monstruosidad aún más espeluznante. No hay más que recurrir a los cientos de ejemplos que se ha encargado de proporcionarnos el cine para comprobarlo. Desde Frankenstein al Joker, cuando el monstruo se pone tierno es cuando más ganas dan de correr.
Con todo, no hace falta ir a una sala de proyecciones o ponerse ante la parrilla de Netflix para experimentar este fatal encuentro con el terror de lo cercano. Sin necesidad de ir más allá del jardín de Bomarzo, podemos percibir este efecto. El giboso monstruo de este jardín, por su cara visible, es intimidante, ciertamente, pero lo es más aún desde su interior. Su aspecto reblandecido, sus ojos huecos como los de una calavera iluminada cuya mirada no es un pozo sino un faro, producen auténtico pavor.
Hay arquitectura a la que le sucede lo mismo. Existe arquitectura que intimida y se vuelve monstruosa a una distancia corta. Le sucede a las pirámides de Egipto desde la distancia y cuando uno se aproxima a la dentadura afiladísima que son sus piedras cercanas. Le sucede al estadio olímpico de Múnich de Frei Otto donde un tornillo podría aplastarnos, y a San Pedro de Roma cuando uno toca las heladoras columnas de Maderno. A veces la mera cercanía hace de los edificios seres terroríficos. Mejor, en esas obras, no acercarse mucho. No sea que acabemos engullidos. 
Some monsters are far more unsettling up close than they are from a distance. Even as we approach and notice details that soften the grimness of their forms, something feels off: their teeth seem less sharp, and their gaze almost kind. Yet in that moment of closeness, precisely because of their apparent weakness, we might feel the chill of an even more horrifying monstrosity. Cinema has provided countless examples to illustrate this: from Frankenstein to the Joker, the moment the monster shows tenderness is often when we feel the strongest urge to flee.
Still, you don’t need to step into a theater or scroll through Netflix to experience this fatal encounter with the terror of nearness. The garden of Bomarzo offers a perfect example. The hunchbacked monster of this garden is intimidating enough from the outside, but it becomes truly terrifying when you step inside. Its softened features, hollow eyes glowing like a skull’s—less like a bottomless pit and more like a lighthouse—provoke genuine fear.
Architecture, too, can have this effect. Some structures intimidate and grow monstrous as we draw near. The pyramids of Egypt loom dauntingly from afar, but it’s up close, among the razor-sharp stones, where their menace is most palpable. Frei Otto’s Munich Olympic Stadium can make a simple bolt feel as though it might crush you, and St. Peter’s Basilica in Rome reveals its chilling grandeur when you touch Maderno’s icy columns. Sometimes, proximity alone can turn buildings into terrifying creatures. Best to keep your distance from such works—lest you be swallowed whole.

17 de noviembre de 2024

LOS VÍNCULOS ENTRE LAS FORMAS

Alberto Durero, vier bucher von menschlicher, Proporcion, 3, 1528
El mundo de las formas se mantiene unido con líneas tan pegajosas como la miel. Casi invisibles, salen de los cuerpos y describen una trayectoria perfecta hasta clavarse en otros como balazos incruentos. El conjunto de esas constelaciones de vínculos constituye una red que no es ni frágil ni permanente pero real como es real la propia forma que vemos.
Hay que decir, en honor a su fragilidad y a su carácter invisible a los ojos no entrenados, que esas líneas son, antes que líneas como tales, hilos delicadísimos de trayectorias tensas. No configuran a priori catenarias sino que, de aflojarse, simplemente caen y desaparecen como una finísima línea de agua trazada en un suelo al sol.
Esas trayectorias que conectan las formas son las que sostienen las ciudades y las que hacen de ellas un instrumento de continuidad. Esas líneas son las que traza la arquitectura cuando comienza su construcción, que como una araña, lanza su tela con la misma ansia que tienen esos animales frágiles, que saben que en solitario, sin una rama o un rincón que les acoja, están perpetuamente en peligro. Esas líneas son lo más parecido a la amistad que se despacha en el mundo de la forma. El trazado de esas líneas es lo difícil en arquitectura y no el poner ladrillos, cemento y barras de acero y vidrio sobre un solar. Esas líneas invisibles son las que no se dibujan sobre el papel, y que sin embargo se debe aspirar, absolutamente, a construir.
 
The world of forms is held together by lines as sticky as honey. Almost invisible, they emerge from bodies and trace a perfect trajectory until they lodge themselves in others like bloodless bullets. This set of constellations connects forms as a web that is neither fragile nor permanent but as real as the very forms we see.
To honor their fragility and their invisibility to untrained eyes, it must be said that these lines are, before anything else, delicate threads of taut paths. They do not naturally form catenaries; rather, if they loosen, they simply fall and vanish like a thin line of water drawn across sunlit ground.
These paths that connect forms are what sustain cities, making them instruments of continuity. These lines are the ones traced by architecture as it begins its construction, casting its web like a spider, driven by the same urgency felt by those fragile creatures who know that, without a branch or corner to cling to, they are perpetually at risk. These lines are the closest thing to friendship that exists in the world of form. The true challenge in architecture is tracing these lines, not laying down bricks, cement, steel bars, and glass on a plot. These invisible lines are the ones that are never drawn on paper, but must, absolutely, be built.

10 de noviembre de 2024

VENTAJAS DE LA GUILLOTINA

Cate Blanchett by Robin Sellick, 1994
La inquietud que provoca la imagen no proviene de la mirada perdida de una jovencísima Cate Blanchett a medio camino entre el quicio de la ventana y la amenazante oscuridad del exterior, sino de un lugar desapercibido. Las ventanas de guillotina son un mal lugar. Para posar y para vivir. Solo su nombre, fruto de una metáfora cuyo origen es el invento francés del médico Joseph-Ignace Guillotin (y cuya única aspiración era mejorar las condiciones de vida de los condenados a muerte de finales del siglo XVIII), merecería por sí misma una revisión profunda.
La ventana de guillotina, que heredó ese nombre por la semejanza que tenía el mecanismo de desplazamiento en vertical de sus vidrios con la cuchilla de un patíbulo, es desde entonces un tipo de hueco que amenaza la intrínseca continuidad que debe poseer cada apertura en una fachada. La ventana de guillotina no cierra como tal el paso al viento o a las miradas, sino que las decapita. La brusquedad de ese corte repentino no puede ser eliminada psicológicamente de esas inocentes hojas de vidrio.
El justificado éxito de este tipo de ventanas se debe a la perfecta estanqueidad que ofrecen frente al resto de las ventanas correderas, a lo poco que ocupan y al hecho de que triunfaron en la arquitectura anglosajona posterior, evidentemente, a la Revolución Francesa, fuera cual fuera la clase social que las empleaba. Es difícil entender el siglo XIX en Inglaterra sin este tipo de huecos que fuerza al cuerpo a estar en una peligrosa inclinación medio asomado al exterior y que, sin embargo, sitúa en medio de los ojos un inevitable montante de madera que se solapa a la línea del horizonte y la sustituye como una mala copia.
Con todo, lo más inquietante con diferencia de esos huecos es esa secreta amenaza a la que parecía asomarse Blanchett: del mismo modo a como no es posible recoser cabezas separadas de un cuerpo, la separación entre el interior y el exterior en estas ventanas es definitiva e irremediable. En cada ventana de guillotina, por tanto, existe no un inocente habitante, sino un verdugo ocasional. Ojo con ellas y, sobre todo, ojo con esos asesinos potenciales.   
The unease provoked by the image does not stem from the lost gaze of a very young Cate Blanchett, caught halfway between the window frame and the ominous darkness outside, but rather from an unnoticed place. Guillotine windows are a bad place. For posing, and for living. Their very name, born of a metaphor rooted in the French invention by physician Joseph-Ignace Guillotin (whose sole aspiration was to improve the lives of those condemned to death in the late 18th century), deserves a thorough re-evaluation all on its own.
The sash window, which could be imagined as a ‘guillotine window’ due to the resemblance of its vertical sliding panes to a scaffold blade, has since represented a type of opening that threatens the intrinsic continuity that every opening in a facade should possess. The sash window does not merely close off the passage of wind or gaze—it decapitates them. The abruptness of that sudden cut cannot be psychologically erased from those innocent sheets of glass.
The justified success of this type of window is due to the perfect seal it offers compared to other sliding windows, to how little space it occupies, and to the fact that it became popular in post-French Revolution Anglo-Saxon architecture, regardless of the social class using them. It’s hard to understand 19th-century England without this type of opening, which forces the body into a dangerous leaning position, half hanging out of the exterior, yet places an unavoidable wooden muntin in the middle of the view, overlapping the horizon line and replacing it like a poor copy.
Even so, the most disturbing thing about these openings, by far, is that subtle menace Blanchett seemed to lean into: just as it’s impossible to sew heads back onto bodies, the separation between inside and outside in these windows is definitive and irreversible. In every hung window, then, resides not an innocent inhabitant but an occasional executioner. Beware of them, and above all, beware of these potential killers.

3 de noviembre de 2024

SI HUBIESE QUE SALVAR UNA OBRA...

Frank O. Gehry, Winton Guest House, Wayzata, Minnesota, 1983-1986
Las piezas reposan como caídas de una caja de juguetes, aun sin jugar. Sin embargo, el juego ha terminado. Ese misterio de las formas desencajadas, cada una con su materia, sonido y dureza, que se tocan como por accidente, pero con naturalidad, es inagotable.
Frank O. Gehry es un nonagenario del que todo se ha dicho. Además de ser el reformador de lo que significa la tipología del museo en el último cuarto del siglo XX, Gehry ha hecho todo.
Pero si su obra, por un fatal cataclismo, desapareciese, o si solamente hubiese un edificio que rescatar de su producción, como el que salva un cuadro de un incendio en un museo, antes que decantarme por su obra de Bilbao o sus grandes edificios americanos, incluso frente a su propia casa, trabajos indudablemente meritorios y memorables, me quedo con esta otra, que es casi nada. Unos pabelloncitos bien convenidos. No mayores en tamaño que San Pietro in Montorio o San Carlo alle Quattro Fontane, y tal vez igual de bien paridos. Esta obra explica las demás y es un perfecto resumen de cuanto tiene su trabajo de gusto por la fragmentación de los programas, de "buena construcción" y de obra de arte.
Obra que haría las delicias del pintor Morandi, por disponer bien las cosas en su aparente caos, en ella resuena la hermosura del bodegón, del género de la vanitas, a menudo ignorado, pero que aquí es palpable. Nada más se necesita para entender su poética. Para explicar a Gehry no es necesario reconocer su beta artística, o su dependencia de las técnicas de CAD aeroespacial, sino su gusto por el disponer frutas, vasos y botellas sobre una mesa, pero no como lo haría un viejo cubista, sino más bien como un tortuoso Arcimboldo renacido arquitecto.
The pieces lie as if they’ve tumbled out of a toy box, still untouched, yet the game is over. That mystery of disjointed forms—each with its own material, sound, and solidity—that seem to touch accidentally but naturally, is endless.
Frank O. Gehry is a nonagenarian about whom everything has been said. In addition to being the reformer of what museum typology means in the last quarter of the 20th century, Gehry has done it all.
But if his work were to disappear in some fatal cataclysm, or if only one building could be saved from his production, as one rescues a painting from a museum fire, rather than choosing his work in Bilbao or his major American buildings—even over his own home, undoubtedly meritorious and memorable projects—I would choose this other one, which is almost nothing. A few well-arranged pavilions. No larger in size than San Pietro in Montorio or San Carlo alle Quattro Fontane, and perhaps equally well-conceived. This work explains the others and is a perfect summary of everything in his oeuvre: the love for programmatic fragmentation, for “good construction,” and for creating works of art.
A work that would delight the painter Morandi, with its careful arrangement of objects in their apparent chaos, it echoes the beauty of a still life, of the vanitas genre, often overlooked but here, tangible. Nothing more is needed to understand his poetics. To explain Gehry, it is not necessary to recognize his artistic vein or his reliance on aerospace CAD techniques, but rather his taste for arranging fruits, glasses, and bottles on a table—not as an old Cubist would, but more like a tortuous Arcimboldo reborn as an architect.

27 de octubre de 2024

GRADACIONES INVISIBLES

Alejandro Guichot, 1910. Hipótesis sobre la evolución de la Giralda. fuente de la imagen Alejandro Guichot
El universo siente predilección por las gradaciones. Las cosas poseen diferentes niveles de importancia: desde las necesarias a las de un orden secundario y las que rozan lo prescindible. La expresión de esas diferencias establece una escala de valores.
La lectura del más simple periódico, anuncio o página web esconde un sistema de jerarquías inevitable. Por sutil que sea una disonancia, el ser humano se vuelve sensible a su influjo.
En el Kioto medieval, la diferencia entre la residencia del emperador y la de un ciudadano normal era mínima, pero perceptible. El palacio era ligeramente más refinado en su construcción, los materiales empleados eran algo más nobles y hasta la madera de cedro ofrecía sus propias fragancias distintivas.
La sociedad, desde su origen, se ha fundado en el establecimiento de jerarquías. La pintura y la arquitectura no solo las han dado forma, sino que las han perpetuado. La jerarquía propiamente dicha se ha convertido en la forma de expresión natural de estas disciplinas desde el momento en que el sistema de percepción del ser humano no es capaz de leer todo de una sola vez. El viaje de los ojos por un cuadro, o del cuerpo humano por un espacio, se ordena por medio de un sistema fundado en lo que es más o menos importante. A veces, el tamaño ayuda a señalarlo, como sucede en la pintura gótica, donde la escala y la posición de los personajes o la organización del paisaje o los objetos permiten diferenciar las figuras protagonistas de las secundarias. Incluso la falta de jerarquía que existe en una sala hipóstila o en una pintura de Pollock habla de ella de otro modo. Es decir, cualquier intento por evitar la jerarquía convierte este impulso en lo principal y, por tanto, todo se subordina a ello en un renovado sistema jerárquico.
La lucha contra las jerarquías sociales ha dado pie a revoluciones, guerras y teorías políticas. Sin embargo, la lucha contra la jerarquía en arquitectura nunca ha sido tan virulenta, y por motivos razonables. Priorizar, diferenciar, clasificar, organizar, estructurar, categorizar, distribuir, ordenar y evaluar son acciones que engendran jerarquías y sin las que se hace difícil construir nada. Tal vez, de hecho, proyectar sea imposible si no prevalece el proyectar frente a no hacerlo. (Y porque proyectar es elegir, incluso el no proyectar sería nuevamente jerarquizar y establecer un orden de prioridad).
Este sistema atañe a la representación de la arquitectura y sus líneas gruesas o de puntos. Aplica al orden de colocación de la materia en un muro y hasta al propio funcionamiento de una obra y sus "órdenes". La jerarquía facilita, como lo hace un andamio. Simplifica, como lo hace una escoba y una papelera, y ofrece la posibilidad de avanzar en el proceso dejando atrás cuestiones de orden subalterno.
Las escalas de valores puede que tengan mala prensa, pero sin ellas ni las escalas ni los valores son posibles. Y menos, aludir a su trascendencia.
The universe has a preference for gradations. Things possess different levels of importance: from the necessary to those of a secondary order and those that border on the dispensable. The expression of these differences establishes a hierarchy of values.
Reading even the simplest newspaper, advertisement, or webpage hides an inevitable system of hierarchies. However subtle the dissonance may be, human beings become sensitive to its influence.
In medieval Kyoto, the difference between the residence of the emperor and that of an ordinary citizen was minimal yet perceptible. The palace was slightly more refined in its construction, the materials used were a bit more noble, and even the cedar wood offered its own distinctive fragrances.
Society, since its origin, has been founded on the establishment of hierarchies. Painting and architecture have not only shaped them but also perpetuated them. Hierarchy itself has become the natural form of expression for these disciplines, ever since the human perception system proved incapable of grasping everything all at once. The journey of the eyes across a painting, or the movement of the human body through a space, is ordered through a system based on what is more or less important. Sometimes size helps to highlight this, as in Gothic painting, where the scale and position of the characters or the arrangement of landscapes and objects help distinguish the main figures from the secondary ones. Even the absence of hierarchy that exists in a hypostyle hall or in a Pollock painting speaks of it in another way. In other words, any attempt to avoid hierarchy makes this impulse the main feature, and thus everything else becomes subordinate to it in a renewed hierarchical system.
The struggle against social hierarchies has sparked revolutions, wars, and political theories. However, the fight against hierarchy in architecture has never been so virulent—and for good reason. Prioritizing, differentiating, classifying, organizing, structuring, categorizing, distributing, ordering, and evaluating are actions that generate hierarchies, and without them, building anything becomes difficult. Indeed, perhaps designing itself would be impossible if designing didn't take precedence over not doing so. (And because designing is about choosing, even the act of not designing would once again involve establishing a hierarchy and an order of priorities).
This system applies to the representation of architecture and its thick or dotted lines. It applies to the arrangement of materials in a wall and even to the very functioning of a structure and its “orders.” Hierarchy facilitates, much like scaffolding. It simplifies, as a broom and a trash can do, offering the possibility of progressing in the process by leaving behind matters of subordinate order.
Value scales may have a bad reputation, but without them, neither scales nor values themselves would be possible, let alone the ability to allude to their transcendence.

20 de octubre de 2024

ENTRE DOS AGUAS

Junya Ishigami, Zaishui Art Museum

Caminar sobre las aguas es un acto divino. Caminar por debajo es un ejercicio más o menos profundo de submarinismo. Entre estas aguas, las que aluden a los lugares intermedios no son muy claras. Estar entre dos aguas supone, de hecho, navegar en las procelosas corrientes de la indecisión.
Las inundaciones sumergen las ciudades en un paisaje de casas despojadas de raíces. El agua en una crecida de un río borra los vínculos de la arquitectura con las calles, los jardines y las aceras, haciendo de los edificios enormes picatostes que flotan sobre una fría y repugnante sopa marrón. Cuando el río Fox inunda la casa Farnsworth, se convierte de pleno en un ruinoso barco fantasma.
El agua dentro de los edificios provoca innumerables problemas y por ello la sensatez invita a no adentrarse en terrenos tan pantanosos. Sin embargo, el enfrentarse a esos retos ha dado a la humanidad ocasiones para mostrar su ingenio. Venecia es una buena prueba. Otra es la obra de Scarpa o, como en la imagen, de Ishigami.
Caminar bajo un pantalán a punto de mojarnos los pies puede considerarse una idea infantil. Lograr que el agua no destruya ni el edificio ni su contenido requiere de una energía y una madurez que desborda lo que se considera la veteranía y la solvencia profesional. El agua y la arquitectura nunca han guardado buenas relaciones. El hormigón acaba sucio y corroído, el acero se pudre y los vidrios y el aluminio se recubren de una insoportable costra calcárea de suciedad blanca. El único remedio imaginable para poder pasear por el interior de obras que dejan pasar el agua con esta candidez es un ejército de limpieza armado con recogedores limpiafondos de lodo y hojas, y horas y horas de mantenimiento. En ocasiones, en pocas ocasiones, rinde la ganancia.
Walking on water is a divine act. Walking beneath it is a more or less deep exercise in diving. Somewhere in between, things become less clear. Being between two waters, in fact, means drifting in the treacherous currents of indecision.
Floods drown cities in a landscape of houses stripped of their roots. When a river rises, it erases the ties architecture has with streets, gardens, and sidewalks, turning buildings into giant croutons floating in a cold, repulsive brown soup. When the Fox River floods the Farnsworth House, it becomes a full-blown ghost ship.
Water inside buildings causes countless problems, which is why common sense suggests steering clear of such murky waters. Yet, facing these challenges has given humanity a chance to show its ingenuity. Venice is a good example. So is the work of Scarpa or, as in the image, Ishigami.
Walking under a pier, just about to get your feet wet, might seem like a child’s game. Preventing water from destroying both the building and its contents requires a level of energy and maturity that far exceeds what’s considered professional expertise and reliability. Water and architecture have never been on good terms. Concrete ends up dirty and corroded, steel rusts, and glass and aluminum get coated with an unbearable crust of white grime. The only imaginable solution for strolling through structures that let water in so candidly is an army of cleaners armed with skimmers, mud scoops, and leaf collectors—plus hours and hours of maintenance. On rare occasions, just very rare occasions, it pays off.


13 de octubre de 2024

TRES PASOS

Pesdestal egipcio con dis pies. Imagen fuente desconocida
Un pequeño paso a veces cambia la perspectiva con la que vemos las cosas. Esos momentos se denominan umbrales, o si se prefiere, esos pasos dan lugar a puertas. No es necesario un marco, un hueco en un muro, ni siquiera una hoja con un tirador para que el tránsito de un mundo a otro se produzca.
Existen también otro tipo de pasos, los ordinarios e invisibles que nos llevan al trabajo, a recoger la cena del salón, o hacia la panadería. Esos pasos son un acto repetido e inconsciente, como la respiración o como el latido del corazón. Sin embargo, entre ambos modos de caminar no se agota la totalidad de los pasos posibles. Existe una tercera y crucial manera de mover las extremidades que es la que retratan estos dos pies arcanos: un paso del pie izquierdo, tradicional en la escultura egipcia, inmortal. Un paso que sostiene una postura pero que no pertenece ni al universo de lo invisible ni al de los umbrales. Fuera de su propia simbología, es un paso capaz, sin más, de retratar el pasear mismo y a todo lo que queda más allá del pasear.
Creo que esta clasificación aplica de pleno derecho a la arquitectura. Hay arquitectura que señala la particularidad del mundo, otra cuya vocación es la invisibilidad, y que a la postre forma parte natural de la ciudad o del paisaje, y luego está tercera, rara, por poco habitual, que habla de la arquitectura absolutamente. Una arquitectura que contiene toda la arquitectura. Una que dice que la arquitectura es el mundo. A veces la vida ordinaria del arquitecto le hace olvidarse de esta última posibilidad y diluye su trabajo entre las miserias cotidianas olvidando que de hecho esta última es la única aspiración que legitima su oficio.
A small step can sometimes change the way we see things. These moments are called thresholds, or if you prefer, these steps lead to doors. There's no need for a frame, an opening in the wall, or even a door with a handle for the transition from one world to another to occur.
There are also other kinds of steps, the ordinary and invisible ones that take us to work, to pick up dinner from the living room, or to the bakery. These steps are a repeated and unconscious act, like breathing or a heartbeat. However, between these two ways of walking, not all possible steps are exhausted. There is a third and crucial type of step, the one captured by these two ancient feet: A step of the left foot, traditional in Egyptian sculpture, immortal. A step that holds a posture but belongs neither to the realm of the invisible nor to that of thresholds. Beyond its own symbolism, it is a step capable, simply, of capturing the act of walking itself and everything that lies beyond walking.
I believe this classification fully applies to architecture. There is architecture that points to the specificity of the world, there is architecture whose vocation is invisibility, and that eventually becomes a natural part of the city or the landscape, and then there is another kind, rare and uncommon, that speaks of absolute architecture. An architecture that contains all architecture. One that declares that architecture is the world. Sometimes the everyday life of the architect makes them forget about this last possibility, and their work gets diluted in the daily struggles, forgetting that, in fact, this is the only aspiration that truly legitimizes their craft.

6 de octubre de 2024

FONDO DE ARMARIO

El mundo de los suplementos dominicales y de moda califica como 'fondo de armario' al sistema indumentario que, generación tras generación, se ha mostrado invulnerable a cualquier revolución en la moda. La camisa blanca, la gabardina que viste igual a oficinistas que a modelos, un traje azul marino o unos vaqueros, más que prendas de ropa, son ideas-símbolo que se asoman a lo inmutable.
Evidentemente, cada disciplina tiene su fondo de armario. Los huevos fritos o la pasta son los 'básicos' de la cocina. Otro tanto sucede con la arquitectura. Por supuesto, cada arquitecto debe construir su propio repertorio. Pero, puestos a elegir un invariante, de esos que nunca pasan de moda, no habría mejor recomendación inicial que la que simboliza el vetusto dolmen. En realidad, cuatro piedras bien dispuestas son a la arquitectura lo que un par de zapatos negros a la vida diaria: algo elemental, imprescindible y sin alardes. 
Habrá quien diga que, a estas alturas, un sistema adintelado es aburrido, que le falta gracia sociopolítica o complejidad. O incluso habrá quien se pregunte si esto no es un mal chiste. (La verdad es que lo mismo podría decirse de los arcos o los muros). Pero esa es precisamente su fuerza. Este sistema de elementos, en su dimensión más básica, fue el primer abrigo arquitectónico erigido por la humanidad; es el prototipo de todos los templos, de las construcciones de piedra o madera más ancestrales y de cada sala hipóstila. Es el jersey de lana que nos salvará el crudo invierno de los colores pastel y fluor. No hay intención de presumir, de dejar a nadie boquiabierto con lo adintelado. 
Pensar la arquitectura desde un elemental fondo de armario es entender que todo lo demás —lo espectacular, lo que brilla en Instagram— no tiene sentido. Siempre se vuelve, de una manera sofisticada, culta o tosca, a esos prototipos esenciales por medio de variaciones sin fin, a esa camisa blanca que nos recuerda el lugar de la identidad disciplinar a la que se acude cuando existe una especie de zozobra ambiental en la que no se sabe hacia dónde ir. Sobre ese fondo de armario han construido lo mejor de su obra arquitectos como Valerio Olgiati, Mies Van der Rohe, Leo von Klenze, o como en esta imagen, Souto de Moura. No hace falta desfilar por "Dezeen" para ser imprescindible. La cosmopolítica, como lo fue lo rizomático, o la siguiente tendencia, no construye ni construirá nunca un fondo de armario, porque, como sucede con todo lo trendy, pasará. Por el contrario, a lo básico le basta con estar ahí, quieto, esperando la inevitable llegada del siguiente invierno. 
The world of Sunday supplements and fashion magazines refers to a 'wardrobe staple' as those clothing items that, generation after generation, have proven invulnerable to any revolution in fashion. The white shirt, the trench coat that suits both detectives and models, a navy-blue suit, or a pair of jeans—these are more than mere garments; they are symbolic ideas that hint at the unchanging.
Evidently, every discipline has its own wardrobe staples. Fried eggs or pasta are the 'basics' of cooking. The same applies to architecture. Of course, every architect must build their own repertoire of basics. But if we had to choose one invariant, one of those that never go out of style, the best recommendation would be what the ancient menhir represents. In reality, four well-placed stones are to architecture what a pair of black shoes are to everyday life: elemental, indispensable, and without pretense. 
There will be those who claim that, at this point, a post-and-lintel system is boring, lacking in sociopolitical grace or complexity. Or even some who might wonder if this is not a bad joke. (The truth is that the same could be said of arches or walls). But that is precisely its strength. This system of elements, in its most basic form, was humanity’s first architectural shelter; it’s the prototype of all temples, of the oldest stone or wooden constructions, and of every hypostyle hall. It’s the wool sweater that will save us from the harsh winter of pastel and fluorescent colors. There’s no intention of showing off, of leaving anyone in awe with the post-and-lintel system. There’s no intention of showing off, of leaving anyone in awe with the lintel system.
Thinking about architecture from an elemental wardrobe staple means understanding that everything else—the spectacular, the Instagram-worthy—makes no sense. One always returns, whether in a sophisticated, cultured, or rough manner, to those essential prototypes through endless variations, to that white shirt that reminds us of the place of disciplinary identity we turn to when there's an ambient sense of uncertainty, not knowing where to go. On that foundational wardrobe, architects like Valerio Olgiati, Mies Van der Rohe, Leo von Klenze and, as in the image, Souto de Moura, have built the best of their work—. You don’t need a runway on "Dezeen" to be essential. Cosmopolitics, like the rhizomatic before it, or whatever the next trend might be, will never build a wardrobe staple, because, like all things trendy, it will pass. In contrast, the basics only need to be there, still, waiting for the unavoidable next winter to arrive.

29 de septiembre de 2024

UN BOSQUE PERDIDO


Leonardo da Vinci, Sala delle Asse del Castello Sforzesco di Milano, imagen fuente desconocida

Hace mucho tiempo Leonardo da Vinci, pintó un techo con el único objetivo de que sus inquilinos sintiesen estar bajo un bosque de moreras. La historia de esa Sala, conocida como delle Asse y situada en el maltratado Castello Sforzesco de Milán, ha pasado, como todos los bosques, por momentos de tala, de destrucción y de reforestación. Las ramas de su pintura, entrelazadas con una geometría casi equivalente a la de las bóvedas de crucería de muchas iglesias medievales, pertenece a dos mundos. El renacimiento y el gótico están presentes en ese intento híbrido y hoy descolorido en el que indirectamente se sostiene, a su vez, una teoría de la arquitectura. Hegel dijo que al entrar en una catedral no piensas inmediatamente en la solidez de la construccion y el significado funcional de las columnas y la bóveda que soportan, sino que "tienes la impresión de estar entrando en un bosque, ves una enorme cantidad de árboles cuyas ramas se curvan y juntan, formando un techo natural". Leonardo pinta esa idea y con ello explora el arquetipo de la catedral gótica mucho antes que lo hiciese Viollet le Duc
Ese bosque de Leonardo se asoma al balcón del pasado y a la rompiente proa del futuro.  Mira desde el oscuro verde pintado en el techo al bosque que Abraham plantó en Bar Sheba, inicia un debate en Milán que Bramante continúa con la loggia de la basílica de San Ambrosio y sus cuatro columnas talladas como cuatro troncos de árbol, apuntala una vieja conversación con Vitruvio sobre el origen de la arquitetcura en la madera y ampara, bajo su sombra, la historia completa de las bóvedas de crucería y lo que será la hipótesis de Laugier sobre cabaña primitiva.
El bosque de Leonardo interpela a todos ellos desde el húmedo sótano de un castillo. El mirar en dos direcciones y no desmerecerlas, como un ángel de la historia alternativo,  no me parece poco mérito para un techo hoy cochambroso y sujeto, como todo jardín, a una interminable restauración.
 
  
A long time ago, Leonardo da Vinci painted a ceiling with the sole purpose of making its residents feel as if they were beneath a mulberry forest. The story of this room, known as the Sala delle Asse and located in the battered Castello Sforzesco in Milan, has, like all forests, gone through periods of felling, destruction, and reforestation. The intertwined branches of his painting, with a geometry almost akin to the ribbed vaults of many medieval churches, belong to two worlds. Both the Renaissance and the Gothic are present in this hybrid and now faded attempt, which, indirectly, upholds an architectural theory. Hegel once said that upon entering a cathedral, you don't immediately think about the solidity of the construction or the functional significance of the columns and vault that support it. ´Initially, you have the impression of entering a forest; you see a vast number of trees whose branches curve and join, forming a natural ceiling.' Leonardo painted that very idea, exploring the archetype of the Gothic cathedral long before Viollet-le-Duc would.
Leonardo’s forest peers out from the balcony of the past and the prow of the future. It gazes from the dark green painted on the ceiling to the forest that Abraham planted in Beersheba, sparking a debate in Milan that Bramante would continue with the loggia of the Basilica of Sant'Ambrogio and its four columns carved like tree trunks. It reinforces an age-old conversation with Vitruvius about the origins of architecture in wood and shelters, under its shade, the entire history of ribbed vaults and what would become Laugier's hypothesis on the primitive hut.
Leonardo's forest calls out to all of them from the damp basement of a castle. Looking in two directions without diminishing either, like an alternative angel of history, seems no small feat for a ceiling now dilapidated and subject, like every garden, to endless restoration.


22 de septiembre de 2024

LA RECONSTRUCCIÓN INFINITA

Varsovia en ruinas tras la Segunda Guerra Mundial - Escena de la película El Pianista

El nacimiento de una ciudad es un fenómeno misterioso. Pero más aún su incansable pervivencia a lo largo del tiempo. Por mucho que pensemos con nostalgia en Babilonia, en Troya, en Knossos o en Pompeya como metáforas de nuestra inevitable extinción, lo cierto es que la capacidad de sobrevivir de las ciudades es mayor que la del resto de los inventos humanos (salvo el misterio que supone la palabra escrita, a pesar de la fragilidad de su soporte). Destruir una ciudad requiere de unas energías y de una persistencia inhumanas. De las ciudades fundadas antes del año cero, sobreviven cerca de la mitad. De las fundadas hace mil años, solo ha desaparecido el diez por ciento. Esto debiera suponer una interesante lección para el ser humano a la hora de buscar los mejores medios para preservar su nombre. Sabedor de lo efímero de la historia, Alejandro Magno garantizó su inmortalidad gracias a la fundación de Alejandría. 
Las ciudades persistentemente destruidas han resurgido de sus cenizas, alimentadas por energías que manan de lugares ignotos. Con una constancia que está por encima de su belleza, multitud de ciudades han sobrevivido a volcanes, inundaciones, subidas del nivel del mar y terremotos. Ni la guerra, ni los saqueos, ni los motines, ni las epidemias han sido capaces de aniquilar Bagdad. Hasta hoy, Roma es eterna. El exterminio de Varsovia, incendiada distrito por distrito y luego demolida a conciencia por equipos profesionales de nazis, fue ejecutado con la misma diabólica inhumanidad que la destrucción de vidas en los campos de concentración. Varsovia, sabemos, se reconstruyó por completo y goza hoy de la misma mala salud de hierro que el resto de las ciudades, incluida Berlín.
Cualquier intento de destrucción de una ciudad, y esto aplica hoy especialmente a las ciudades de Palestina y de Ucrania, es de una ignorancia, maldad y crueldad estúpidas. Toda ciudad, sabemos, resurge de sus cenizas. Las ciudades estarán aquí cuando nosotros y nuestras imbéciles batallas se hayan ido.  
  
The birth of a city is a mysterious phenomenon. But even more so is its tireless survival through time. As much as we nostalgically think of Babylon, Troy, Knossos, or Pompeii as metaphors for our inevitable extinction, the truth is that cities have a greater capacity to endure than any other human invention (except, perhaps, the mystery of the written word, despite the fragility of its medium). Destroying a city requires inhuman energy and persistence. Of the cities founded before year zero, about half still survive. Of those founded a thousand years ago, only ten percent have disappeared. This should serve as an important lesson for humanity when it comes to seeking the best means to preserve its name. Aware of history’s fleeting nature, Alexander the Great guaranteed his immortality through the founding of Alexandria.
Cities that have been persistently destroyed have risen from their ashes, fueled by energies that flow from unknown places. With a resilience that surpasses their beauty, countless cities have survived volcanoes, floods, rising sea levels, and earthquakes. Neither war, nor looting, nor riots, nor epidemics have been able to annihilate Baghdad. Until now, Rome is eternal. The extermination of Warsaw, burned district by district and then thoroughly demolished by professional Nazi teams, was carried out with the same diabolical inhumanity as the destruction of lives in the concentration camps. Warsaw, as we know, was completely rebuilt and today enjoys the same robust yet unhealthy resilience as the rest of the cities, including Berlin.
Any attempt to destroy a city, and this applies especially today to the cities of Palestine and Ukraine, is an act of ignorance, evil, and stupid cruelty. Every city, as we know, rises from its ashes. Cities will be here when we, and our foolish battles, are long gone.


15 de septiembre de 2024

DISTANCIA, MIERDA Y ARQUITECTURA


Antonio Lopez, El cuarto de baño, 1966, imagen fuente desconocida
La distancia interpuesta entre el ser humano y la mierda ha venido a denominarse civilización. Curiosamente, la industria de los pañales, que por esencia reduce a cero la separación entre los excrementos y nuestro cuerpo, incrementa sus ingresos más de un diez por ciento al año. Así pues, y atendiendo a estas dos premisas, puede concluirse que sufrimos una regresión fecal que nos acerca cada vez más a nuestros ancestros homínidos. Vivimos cada vez más cerca de nuestros detritos, y eso a pesar de los incansables esfuerzos históricos de la arquitectura, la medicina y las leyes para evitarlo.
El resultado, a la vista está, sigue provocando en el mundo multitud de enfermedades y contaminación. El mundo vive en medio de aguas cada vez más infectadas, a pesar de que depuradoras, productos químicos y una avanzada tecnología de nuevas bacterias comecaca son desarrolladas con las mismas energías que se ponen en la lucha contra el cáncer o el crecimiento del pelo.
La aportación del higienismo a la arquitectura supuso una notable mejora en las condiciones de salud a comienzos del siglo XX. Los inodoros, los urinarios y las bañeras de loza hicieron una innegable contribución al progreso de la civilización un siglo antes. Sin embargo, aun de modo más temprano, se había producido el mayor de los avances respecto a las relaciones de la mierda y la habitabilidad con la invención del "retrete". Ciertamente, el retrete sin la tecnología del desagüe, el brillo impoluto de la cerámica y el estudio de la ergonomía, resulta en apariencia un descubrimiento menor. Pero en absoluto lo es. El retrete era, por definición, el cuarto en el que se hacía posible la interposición de una primordial e imprescindible distancia civilizatoria entre el caganchón y las personas que habitaban una casa. El retrete era, de facto, el lugar de retiro. De retirada. La propia palabra retrete hablaba del acto de defecar sin aludir más que a un educado circunloquio. Del latín "retractum", y del verbo "retrahere", solo se refería en origen a un espacio separado, localizado a cierta distancia, antes que a un WC.
Hoy que la palabra retrete se ha vuelto una reliquia, no debemos olvidar que en sus tripas lleva incrustada la definición de civilización misma. La distancia que sugiere tal vez sea poco digna, pero resulta definitoria de lo que somos. Hasta la expresión "vete a la mierda" suena menos mal si pensamos que supone una invitación a viajar a ese lugar privado y alejado donde el ser humano realiza algo que solo puede hacer por si mismo. 
 
The distance placed between humans and excrement has come to be known as civilization. Curiously, the diaper industry, which by nature reduces the distance between excrement and our bodies to zero, increases its profits by more than ten percent each year. Thus, considering these two premises, it can be concluded that we are suffering a fecal regression, bringing us ever closer to our hominid ancestors. We live increasingly near our waste, despite the tireless historical efforts of architecture, medicine, and law to prevent it.
The result, as is plain to see, continues to cause a multitude of diseases and pollution around the world. The world lives amidst increasingly contaminated waters, despite water treatment plants, chemical products, and advanced technology like new feces-eating bacteria, which are developed with the same energy poured into fighting cancer or promoting hair growth.
The contribution of hygienism to architecture led to a notable improvement in health conditions at the start of the 20th century. Toilets, urinals, and ceramic bathtubs made an undeniable contribution to the progress of civilization a century earlier. However, even earlier than that, the greatest advance in the relationship between shit and habitability came with the invention of the "toilet." Certainly, without plumbing technology, the spotless shine of ceramics, and the study of ergonomics, the toilet may seem like a minor discovery. But it is anything but. The toilet was, by definition, the room where a primordial and essential civilized distance could be placed between the turd and the people living in the house. The toilet was, in fact, the place of retreat. Of withdrawal. The very word "retrete" (toilet) spoke of the act of defecation through nothing more than a polite euphemism. From the Latin *retractum* and the verb *retrahere*, it originally referred to a separate space, located at some distance, long before it referred to a WC.
Today, as the word "retrete" has become a relic, we mustn't forget that it carries within its guts the very definition of civilization. The distance it invites us to create may be undignified, but it is definitive of who we are. Even the expression "go take a shit" sounds less harsh if you imagine it as an invitation to that private, distant place where humans do something only humans can do by themself.