30 de mayo de 2016
LA ARQUITECTURA SON MUCHAS BIOGRAFIAS
En cada una de las acciones que ejecuta un hombre, por nimias o insignificantes que parezcan, se puede contemplar una biografía completa.
Sin embargo en la arquitectura el solape y la superposición de los actos necesarios para su consecución inevitablemente conforman algo mayor que la suma de sus acciones individuales. Cada obra se vuelve una especie de registro de existencia colectiva donde se hace difícil diferenciar las huellas de cada uno de sus actores.
En los rastros más particulares de los canteros medievales sobre las piedras labradas de las catedrales para contabilizar la tarea realizada o en los laboriosos capiteles de sus columnas, en las marcas de un simple fratasado donde se reconoce el movimiento del brazo del maestro albañil, o incluso en los planos que pone sobre la mesa el más capaz de los arquitectos, hay más símbolos precisos de la vida de la sociedad en que se insertan que de los propios individuos.
La arquitectura se comporta como un coro vital, donde no triunfa ninguna en particular por mucho que exista un empeño por parte de alguno de los actores. Un empeño tremendamente costoso que a la mínima queda falseado, porque con extrema facilidad se vuelve artificial, aparece impostado y pierde la necesaria naturalidad que permite ver aparecer lo individual. Como esos malos actores que nos impiden olvidarnos que estamos ante una representación debido a su exceso de engolamiento.
En el supuesto de que un hombre lograra por si mismo erigir una construcción, resonaría en ella la vida de los que antes fabricaron los útiles, los materiales o la biografía de los que antes erigieron construcciones con la misma intención de hacerlo en solitario. Incluso de lograrlo, hablaría no del hombre que llevo la obra a cabo sino del hombre, a secas; de la ambición genérica y universal de cualquier hombre.
A la arquitectura no le es posible escapar de esta condición coral porque finalmente la obra sobrevive en soledad. Las obras solas no hablan de quienes las parieron como individuos sino que con cierta generosidad se muestran como esfinges, y sólo hablan del ser humano en el tiempo.
He ahí donde aparece la única individualidad posible de la arquitectura: la biografía del hombre en un tiempo.
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23 de mayo de 2016
BENDITAS INSTALACIONES
Nadie es consciente de la belleza o del aire mismo que respira, hasta que falta. Y lo mismo puede decirse de las instalaciones.
En la arquitectura las instalaciones nos proveen de caricias que ya no percibimos. De hecho han adquirido un grado de invisibilidad digno de la ciencia ficción. Queda muy lejos el tiempo en que la relamida y exhausta cultura occidental tenía que ir a buscar agua a diario o debía esforzarse para caldear mínimamente su hogar. El poder eliminar los más inmundos residuos a golpe de bote sifónico, el leer con nocturnidad e incluso el poder limpiar sencillamente las manchas de nuestra colorida indumentaria, son costosos lujos que provienen de las benditas instalaciones y a los que apenas concedemos ya atención.
En la historia del hombre las energías dedicadas a realizar las más sencillas tareas domésticas requerían incluso de una sociedad articulada de un modo bien diferente al actual. La distinción kahniana entre espacios servidores y espacios servidos, tan pedagógica para hacer entender que hay usos que requieren de otros para llegar a funcionar, que existen relaciones de parasitismo y simbiosis entre espacios, sirve también para simbolizar una diferencia mucho más radical de otro orden: En el pasado la diferencia entre servidores y servidos no estaba arraigada en el espacio sino en las propias personas. Un conjunto muy amplio de la población estaba dedicada plenamente y en horario completo a las tareas que hoy hacen las instalaciones. Iluminar, ventilar, proveer de agua o limpiar eran comodidades que consumían vidas.
Puede que por eso el desarrollo de las instalaciones resultara uno de los principales avances emancipatorios. Porque las instalaciones son antes que nada una operación sociopolítica de primer orden. Son su memoria y a veces un símbolo.
Las instalaciones son como los derechos humanos. Todo el mundo debería poder acceder a ellas.
Benditas instalaciones si la vida de las personas es mejor.
Benditas instalaciones si además de su democratización lográsemos hacer inapreciable el recibo de la luz.
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16 de mayo de 2016
MALDITAS INSTALACIONES
Hasta Palladio habría sido peor arquitecto de haber tenido que lidiar con las malditas instalaciones.
Como un goteo incesante de espacios ocupados pero no habitados, no ha dejado nunca de maravillarme que en algún momento de la posmodernidad las instalaciones adquiriesen tan buena fama que todo arquitecto, cuando podía, las enseñaba como una ofrenda a su propia modernidad. Como quien abre la gabardina enseñando sus naderías, como quien luce una medalla, el museo Pompidou de París, con su exuberancia jeroglífica de tubos exteriores fue una de sus imágenes más populares. (Creo que el “efecto Beaubourg” era eso en realidad y no otra cosa).
Desde entonces cabe sospechar de todo arquitecto que enseña sus cuartos de máquinas como el que enseña trofeos de caza. Porque es como el que luce una colección de cuernos de acero inoxidable colgando de la pared y sacando pecho de su extraordinaria y falsa actualidad.
Las instalaciones, como los gases nobles, ocupan más de lo necesario a cambio de la incierta promesa del confort. Verdaderamente estamos frigorizados o calefactados a capricho, pero mientras, el consumo se dispara, el mundo se calienta como una pelota en un microondas y la arquitectura no mejora ni un ápice.
Porque las instalaciones siempre suenan, vibran, nos dan con el chiflete del aire en el cogote en el peor momento de una siesta, siempre consumen de más y siempre requieren una actualización y un mantenimiento imposible.
Las instalaciones son una maldición y son las primeras causantes de haber permitido que el cáncer de la construcción sin fin se haya extendido por doquier, porque gracias a ellas cualquier lugar del mundo se ha vuelto habitable confortablemente. Como las atmósferas que las instalaciones ofrecen son humectadas y temperadas a conveniencia de un simple botón, se puede construir un paraíso en el desierto o en mitad de un glaciar. Mientras, el exterior solo puede contemplarse como en una pantalla de televisión porque el exterior es una parte invisitable y hostil. Vamos, que fuera no hay quien esté.
Es decir, las instalaciones son también las responsables de que la arquitectura y el lugar hayan dejado de estar en perfecta comunión.
Ellas y algún arquitecto malintencionado.
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9 de mayo de 2016
NO HAY DETALLES, SINO TROZOS
Por mucho que a veces se logre disimular, en arquitectura no hay detalles constructivos como tales sino pedazos unidos con mayor o menor habilidad.
Con suerte el detalle constructivo resulta una colisión irregular donde el oficio del arquitecto está presente si todos los sentidos del fragmento logran remitir a un algo superior que ofrezca la idea de integración y de unidad. Es decir, si se logran borrar las uniones o hacer que parezcan naturales o lógicas, el detalle parece consecuencia de algo superior. Aunque eso sea una ficción. Esa habilidad es parte del ingenio ancestral del buen oficio del arquitecto, que coincide con el de cualquier buen artesano (incluidos zapateros, herreros y carpinteros). Es en el saber coser fragmentos -que no en el hacer detalles- donde posiblemente se puede admirar el último reducto donde el arquitecto puede mostrar hoy su talento (ya que cualquiera puede hacer formas a mansalva y sin prácticamente ningún esfuerzo).
Octavio Paz definía el fragmento como una partícula errante, meteórica, que sólo cobra sentido frente a otras partículas. No es nada, afirmaba salomónico, sino es una relación. Son palabras esclarecedoras. Los fragmentos son partes huérfanas, afectadas por una orfandad congénita, porque poseen un pasado.
Tal vez por eso mismo la arquitectura está inmersa en un permanente esfuerzo por mantener unida una cadena de fragmentos a diferente escala: una puerta, una ventana, una barandilla, un suelo, una esquina… Incluso el material mismo de que se compone la arquitectura no ha logrado ser más que una suma de fragmentos. (El hormigón mismo es una argamasa de agua, arena, piedras, cemento y a veces hasta acero o peores aditivos, pero sin forma, ni sentido propio hasta que no ocupa todo su preciso lugar y adquiere solidez)
Es importante señalar que la arquitectura consiste más en una suma de fragmentos que en una suma de elementos constitutivos básicos. El fragmento está sucio, ha sido usado, tiene historia, y la historia mancha y deja huellas sobre las cosas; mientras que la historia del elemento arranca de una limpia abstracción, de una idea intocable. Es decir, los fragmentos por si mismos emiten un mensaje desde tiempos inmemoriales: no hay un detalle constructivo solitario ni un constructor solitario. Todos están conectados por una hermandad despedazada.
El detalle constructivo es, en fin, como cada parte de la arquitectura, un gran arte combinatoria.
Con suerte el detalle constructivo resulta una colisión irregular donde el oficio del arquitecto está presente si todos los sentidos del fragmento logran remitir a un algo superior que ofrezca la idea de integración y de unidad. Es decir, si se logran borrar las uniones o hacer que parezcan naturales o lógicas, el detalle parece consecuencia de algo superior. Aunque eso sea una ficción. Esa habilidad es parte del ingenio ancestral del buen oficio del arquitecto, que coincide con el de cualquier buen artesano (incluidos zapateros, herreros y carpinteros). Es en el saber coser fragmentos -que no en el hacer detalles- donde posiblemente se puede admirar el último reducto donde el arquitecto puede mostrar hoy su talento (ya que cualquiera puede hacer formas a mansalva y sin prácticamente ningún esfuerzo).
Octavio Paz definía el fragmento como una partícula errante, meteórica, que sólo cobra sentido frente a otras partículas. No es nada, afirmaba salomónico, sino es una relación. Son palabras esclarecedoras. Los fragmentos son partes huérfanas, afectadas por una orfandad congénita, porque poseen un pasado.
Tal vez por eso mismo la arquitectura está inmersa en un permanente esfuerzo por mantener unida una cadena de fragmentos a diferente escala: una puerta, una ventana, una barandilla, un suelo, una esquina… Incluso el material mismo de que se compone la arquitectura no ha logrado ser más que una suma de fragmentos. (El hormigón mismo es una argamasa de agua, arena, piedras, cemento y a veces hasta acero o peores aditivos, pero sin forma, ni sentido propio hasta que no ocupa todo su preciso lugar y adquiere solidez)
Es importante señalar que la arquitectura consiste más en una suma de fragmentos que en una suma de elementos constitutivos básicos. El fragmento está sucio, ha sido usado, tiene historia, y la historia mancha y deja huellas sobre las cosas; mientras que la historia del elemento arranca de una limpia abstracción, de una idea intocable. Es decir, los fragmentos por si mismos emiten un mensaje desde tiempos inmemoriales: no hay un detalle constructivo solitario ni un constructor solitario. Todos están conectados por una hermandad despedazada.
El detalle constructivo es, en fin, como cada parte de la arquitectura, un gran arte combinatoria.
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2 de mayo de 2016
EL PRESENTE ETERNO
No resulta fácil catalogar las obras de arquitectura respecto al tiempo. ¿Qué fecha anotar para su datación, la de comienzo del proyecto, la de la finalización de la obra, la del primer croquis realizado o la de la firma de un simple contrato?
El "presente" de una obra es un tiempo que desborda la más fácil datación aparente de una pintura, un nacimiento, un hecho histórico o un poema, cuyas fechas pueden ser suministradas por sus propios padres. Tal vez porque la datación del presente de la arquitectura no es una cuestión de un año concreto sino de al menos un lustro.
Por eso está extendida la costumbre de entender el "presente" de una obra de arquitectura por una ambigua horquilla temporal, (que curiosamente coincide en cuanto al modo de datación con cataclismos como guerras, periodos políticos y hambrunas).
Así pues, no es fácil decir que una obra de arquitectura tenga un “ahora” propio. O dicho de otro modo, el "ahora" de la arquitectura es un conjunto, una construcción invisible que engloba y encierra los “ahoras” de cientos de "presentes" particulares y puramente biográficos. La arquitectura encierra un “ahora” complementario, colectivo, y de mayor espesor que el del mero presente de cada uno de los ciudadanos, proyectistas o promotores que la habitan.
La horquilla temporal que abarca el desarrollo de una obra resulta un extraordinario recipiente de instantes solapados y corales. Un verdadero “presente eterno” y un motivo más para pensar en la imposibilidad de hacer arquitectura como el que hace la fotografía de un instante.
(1) El título hace referencia al título homónimo del clásico estudio de Sigfried Giedion.
El "presente" de una obra es un tiempo que desborda la más fácil datación aparente de una pintura, un nacimiento, un hecho histórico o un poema, cuyas fechas pueden ser suministradas por sus propios padres. Tal vez porque la datación del presente de la arquitectura no es una cuestión de un año concreto sino de al menos un lustro.
Por eso está extendida la costumbre de entender el "presente" de una obra de arquitectura por una ambigua horquilla temporal, (que curiosamente coincide en cuanto al modo de datación con cataclismos como guerras, periodos políticos y hambrunas).
Así pues, no es fácil decir que una obra de arquitectura tenga un “ahora” propio. O dicho de otro modo, el "ahora" de la arquitectura es un conjunto, una construcción invisible que engloba y encierra los “ahoras” de cientos de "presentes" particulares y puramente biográficos. La arquitectura encierra un “ahora” complementario, colectivo, y de mayor espesor que el del mero presente de cada uno de los ciudadanos, proyectistas o promotores que la habitan.
La horquilla temporal que abarca el desarrollo de una obra resulta un extraordinario recipiente de instantes solapados y corales. Un verdadero “presente eterno” y un motivo más para pensar en la imposibilidad de hacer arquitectura como el que hace la fotografía de un instante.
(1) El título hace referencia al título homónimo del clásico estudio de Sigfried Giedion.
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25 de abril de 2016
HOMENAJE A LA LÍNEA DE PUNTOS
Las líneas de puntos crecen junto con las demás como el trigo y la cizaña. Tanto que viven sobre el papel en una realidad esquizofrénica, porque sin cesar se debaten entre lo prescindible y el olvido.
Las líneas discontinuas son prácticamente líneas sin cuerpo. Ninguna parece ser capaz de transmitir la seguridad de que llegue a su destino. Una recta a trazos no es el recorrido más corto entre dos puntos, como pudiera ser el de la todopoderosa línea continua; en la línea de puntos hay contenida una especie de duda, como esos afluentes de los ríos que aparecen y desaparecen absorbidos por la tierra y de los que no tenemos seguridad de su real desembocadura.
Formadas por diferentes gruesos, trazos y ritmos, las líneas de puntos constituyen un morse de señales ambiguas hasta que su contexto no determina su completo significado. Como hormigas enfiladas que pasean por un pentagrama invisible, son los signos empleados para representar lo que queda detrás de las cosas, las partes ausentes, las proyecciones, es decir, son el signo de lo invisible. Un techo, un vacío o una continuidad falsamente interrumpida son algunos de sus usos más nobles.
Pero las líneas de puntos necesitan ser protegidas, como las especies en vías de extinción, porque son frágiles. Las líneas de puntos desaparecen a la mínima. Cuando no es por una manipulación en el dibujo, sea eso la fotocopia o cualquiera de los procedimientos a que se someten las imágenes, es por puro desinterés sobre su importancia como código de representación. Entonces se acaban disolviendo y haciendo invisibles. Y de lo invisible se pasa enseguida a lo prescindible.
Decimos que son las líneas más frágiles y sin embargo ofrecen una riqueza insustituible a lo que un dibujo puede significar como lenguaje ya que ejercen con sus trazos la misma utilidad que los hilvanes con la costura, aunque en el espacio. Los espacios se acaban uniendo gracias a esos pespuntes, tanto es así que suprimiendo algunas de esas líneas veremos sin sentido plantas de catedrales y hasta mucha de la mejor arquitectura moderna.
(Se bien que también están esas otras líneas de puntos, las que tratan de enmascararlo todo como fuegos de artificio gráfico, y que camufladas entre un ejército de más y más cansinas líneas de puntos hacen que, con su uso decorativo, toda su respetable familia pierda valor).
Por eso, a las primeras, a las honestas líneas de puntos va dirigido este sincero homenaje.
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18 de abril de 2016
MONTAJE
Con el paso de los años al arquitecto le ha resultado doloso mantener en funcionamiento la pesada maquinaria del montaje. Porque el montaje es una herramienta correosa en la que se invirtieron fortunas en el pasado, pero tan delicada e incómoda de manejar como las antiguas máquinas de copiar planos de amoniaco. (Nadie sabe ya que máquinas así, junto al del tabaco, conformaban el olor más auténtico de los viejos estudios de arquitectura).
Desde el cine, a las “cadenas de montaje” industriales, al ensamblaje artístico, el primer y substancial sentido de este proceso es equivalente: solo se trata de unir partes mayores y más pequeñas. Sin embargo en arquitectura la máquina de montaje es vista como algo del pasado, porque el montaje es difícil y parece que no ofrece rentabilidad. Aunque sea un arte tan necesario como el de la composición. Aunque los ruidos que se producen en la arquitectura gracias a su olvido o a su perfecto engrase transmitan mensajes valiosos.
Igual que pasa en el cine.
Eisenstein, decía que el montaje de una película no era tanto un problema de una secuencia de segmentos cuanto el logro de su simultaneidad. Tarkosvski decía por su parte que por las características del material ya filmado iba emergiendo el propio montaje. Como si en realidad, cada una de las piezas ya llevase aquel sentido de simultaneidad en su seno. Para uno, el montaje era cuestión de ritmo, para otro, de veracidad. (Igualmente Kahn o Lewerentz dirían que de alguna manera las peculiaridades de esos fragmentos ya están contenidas en las partes que se montan. Le Corbusier incidiría sobre el ritmo espacial de esas situaciones orquestadas como secuencias...)
En realidad no importa el desacuerdo, puesto que para todos era algo inexcusable y central ya que en el montaje se sustanciaba el mensaje global y tomaba cuerpo la verdadera idea de una obra.
La verdad es que la fe en aquella maquinaria del montaje no ofrece, a la vista de la actualidad, una rentabilidad contante y sonante, a pesar de que en la unión, sea de un coche, una película o la misma arquitectura, cualquiera puede ver que el montaje aporta una sensibilidad superior a la lograda por la mera suma de sus partes. O dicho de otro modo, aunque efectivamente ni aporta una cualidad, ni la subraya, simplemente, el montaje la permite aflorar.
Y eso no es poco.
El montaje es una maquinaria de “sacar a la luz”. Valiosa para quien esté interesado en extraer valor de esas profundidades que se producen en las uniones de las cosas, al juntar con oficio materias diversas o al ingletar la vida con la realidad. Es decir, el montaje es una especial maquinaria de trabajo vertical, como lo son las poleas de los pozos o como los ascensores de las minas. Esas máquinas, que son de la familia del mismo proyectar, son las que alimentan a la arquitectura de lo profundo.
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11 de abril de 2016
ENTUSIASMOS Y OLVIDO
Año tras año, un maravilloso y callado entusiasmo aparece entre algunos jóvenes en el aula de proyectos por un motivo en apariencia inocente y menor: el descubrimiento de las extraordinarias posibilidades de una retícula formada por hexágonos. No es de extrañar. Nadie que empiece a entender las razones de la forma puede no entusiasmarse al serle revelada una geometría que con el menor perímetro es capaz es encerrar la mayor superficie y, a la vez, constituir una retícula que no desperdicia huecos.
Se inicia entonces un proceso lleno de previsibles altibajos. Y a la vez que aparecen los hexágonos en el proyecto, con su centro imposible de domesticar y su exuberancia y las dificultades de dotarlos de una estructura o de partirlos o darles un uso razonable, cunde un desapacible desánimo...
Precisamente hasta que alguien, sea un estudiante con más experiencia, su profesor o la casualidad, les pone sobre la pista de una obra construida hace casi sesenta años por los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún para el pabellón de España en la Exposición Universal de Bruselas...
Entonces puede verse resurgir de nuevo aquel arrebato inicial. Y se descubre la inteligencia de aquel viejo proyecto y la perspicacia de la posición dada a los soportes, y la necesaria variedad de la sección y del suelo, y las fotografías de las viejas imágenes del pabellón se vuelven modernas, y rejuvenecen ante unos ojos que las ven de nuevas. Todo se vuelve alegre. Hasta el mero descubrir la correspondencia entre estructura de esos paraguas y sus desagües se vuelve una fiesta.
Precisamente hasta que alguien, sea un estudiante con más experiencia, su profesor o la casualidad, les pone sobre la pista de una obra construida hace casi sesenta años por los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún para el pabellón de España en la Exposición Universal de Bruselas...
Entonces puede verse resurgir de nuevo aquel arrebato inicial. Y se descubre la inteligencia de aquel viejo proyecto y la perspicacia de la posición dada a los soportes, y la necesaria variedad de la sección y del suelo, y las fotografías de las viejas imágenes del pabellón se vuelven modernas, y rejuvenecen ante unos ojos que las ven de nuevas. Todo se vuelve alegre. Hasta el mero descubrir la correspondencia entre estructura de esos paraguas y sus desagües se vuelve una fiesta.
Aunque lentamente las soluciones de esos estudiantes se acaben pareciendo inexorablemente a la ofrecida en aquel pabellón olvidado, todo el proceso y sus altibajos se convierten en una verdadera lección, donde batirse con Corrales y Molezún se vuelve un privilegio de esa cofradía del hexágono, porque en verdad son ellos los que enseñan...
Entre esos jóvenes arquitectos pocos llegan a saber que los motivos de su admiración aun permanecen construidos. Y que el proyecto que tantas enseñanzas les han brindado se extingue lentamente en la casa de campo de Madrid, sin que nada ni nadie, logre reanimarlo.
Si se contabilizaran las enseñanzas que esa obra ejemplar ha consagrado a la sabiduría o la lógica de la forma; si se registraran cuantos arquitectos han sentido la tentación de copiar esa obra, o de profesar a Corrales y Molezún admiración como maestros secretos, al menos en la casa de campo debería haber un altar. Un altar donde poder llevar ofrendas por parte de los que alguna vez se sintieron miembros de esa religión de abejas cuyos sacerdotes aun perviven como justos maestros para muchos.
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4 de abril de 2016
LA DISTANCIA JUSTA
Deberían enseñarse en cualquier escuela de arquitectura que se preciara de enseñar algo, y no más tarde del primer día que se entrara por la puerta, los límites perceptivos del ser humano: el punto a partir del cual no se ven detalles en las cosas; el umbral desde el cual no se percibe el movimiento, o la luz; la distancia a partir de la que no se distingue la identidad de un rostro o un olor. La biología del límite, en fin. Para saber al menos de qué no puede ocuparse un arquitecto.
Se aprendería que el sol no se ve en su movimiento sin una ventana o un gnomon que haga notar su velocidad; se aprendería que no se puede distinguir el color del iris de una persona a una decena de metros, que el detalle constructivo es un problema de distancia y otras centenas de cosas de extrema utilidad en el resto de los estudios... Ya luego, las demás enseñanzas, y los años, servirían para saber de qué sí puede ocuparse un arquitecto. Antes incluso que de la forma, la arquitectura se ocupó siempre de la distancia.
Luego, de lo demás. Porque de la distancia cuelga la magia de la buena medida de las cosas; de la medida se deriva el aprendizaje de las relaciones entre las cosas, de ésta, el concepto de ritmo, y de él, lo que significa una estructura, la construcción y hasta la forma... La historia de la arquitectura es un problema de distancia. El saber reducir, ampliar y dislocar la distancia es la base de esa necesaria empatía del arquitecto con el mundo y del mundo con la arquitectura. La precisa distancia es la base de la cortesía que ofrece la arquitectura para no mostrarse, ni apabullante ni insignificante, con el detalle, con la materia o con su tamaño. Por eso el arquitecto cultiva desde su nacimiento como servicio social el arte de la distancia adecuada - la distancia educada -
Claro que la arquitectura no acapara para sí la disciplina de la distancia, solo se ocupa de la distancia posible, de la infinita, de la real, de la distancia necesaria. Otros oficios se afanan por imponer distancias, hasta las distancias más absurdas...
Se aprendería que el sol no se ve en su movimiento sin una ventana o un gnomon que haga notar su velocidad; se aprendería que no se puede distinguir el color del iris de una persona a una decena de metros, que el detalle constructivo es un problema de distancia y otras centenas de cosas de extrema utilidad en el resto de los estudios... Ya luego, las demás enseñanzas, y los años, servirían para saber de qué sí puede ocuparse un arquitecto. Antes incluso que de la forma, la arquitectura se ocupó siempre de la distancia.
Luego, de lo demás. Porque de la distancia cuelga la magia de la buena medida de las cosas; de la medida se deriva el aprendizaje de las relaciones entre las cosas, de ésta, el concepto de ritmo, y de él, lo que significa una estructura, la construcción y hasta la forma... La historia de la arquitectura es un problema de distancia. El saber reducir, ampliar y dislocar la distancia es la base de esa necesaria empatía del arquitecto con el mundo y del mundo con la arquitectura. La precisa distancia es la base de la cortesía que ofrece la arquitectura para no mostrarse, ni apabullante ni insignificante, con el detalle, con la materia o con su tamaño. Por eso el arquitecto cultiva desde su nacimiento como servicio social el arte de la distancia adecuada - la distancia educada -
Claro que la arquitectura no acapara para sí la disciplina de la distancia, solo se ocupa de la distancia posible, de la infinita, de la real, de la distancia necesaria. Otros oficios se afanan por imponer distancias, hasta las distancias más absurdas...
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28 de marzo de 2016
LEVANTAR UN MURO
Construir un muro es uno de los hechos más elementales que caben esperar de la arquitectura. Por ello la construcción mas sencilla de una tapia consistió siempre en realizarla con lo que se tenía a mano. Generalmente una sucesión de piedras que se apilan sin mortero pero con cierto orden basta. Porque para levantar un muro impera una sencilla lógica de la construcción y del mínimo esfuerzo.
Por lo común y para que el muro no se desmorone se colocan los cantos más gruesos en su base. Luego el muro crece hasta su coronación que cierra la fábrica y la dota de consistencia. De esta sucesión de actos primordiales se deriva el empleo de piedras menores que llamamos ripios para asegurar la traba de las piezas de mayor tamaño y luego la lógica de las sucesivas hiladas horizontales a las que tiende casi todo muro (y hasta la lógica de los sillares cuando la fábrica del muro se vuelve más compleja).
Pero todo esto depende tanto de las condiciones del suelo, de la materia, las costumbres y hasta del tiempo disponible para erigirlo. Por eso la genealogía de los muros es tan amplia como las culturas del habitar. Tan amplia es su familia constructiva que en los muros podemos leer las manos y los hombres que los conformaron.
En este muro de piedra astillada y gris podemos leer un mismo material acumulado con dos criterios o quizás hasta en dos tiempos. Uno ordenado y con una innegable lógica constructiva y otro aparentemente primitivo, que sin pensar se limita a duplicar la altura de la construcción que antes se ofrecía como algo insuficiente.
Puede que entre la parte inferior del muro y la parte superior no haya mas que la distancia de unos padres a unos hijos, pero ahí parece haber una pérdida de algún tipo. Y no solo la pérdida de cierto criterio del orden. En este muro hay dos personas retratadas, dos mentalidades. Nadie dice que en el desorden aparentemente arbitrario de la parte superior del muro no haya estabilidad, o ciertas reglas invisibles, pero exaspera la fuerza bruta necesaria. Las piedras son demasiado grandes para un solo hombre. Menos energía habría supuesto levantar menos esas piedras del suelo. Eso si hubiese sido verdadera sostenibilidad. (Por ahí cerca debe tener sus verdaderos orígenes la arquitectura).
Ya me entienden.
Por lo común y para que el muro no se desmorone se colocan los cantos más gruesos en su base. Luego el muro crece hasta su coronación que cierra la fábrica y la dota de consistencia. De esta sucesión de actos primordiales se deriva el empleo de piedras menores que llamamos ripios para asegurar la traba de las piezas de mayor tamaño y luego la lógica de las sucesivas hiladas horizontales a las que tiende casi todo muro (y hasta la lógica de los sillares cuando la fábrica del muro se vuelve más compleja).
Pero todo esto depende tanto de las condiciones del suelo, de la materia, las costumbres y hasta del tiempo disponible para erigirlo. Por eso la genealogía de los muros es tan amplia como las culturas del habitar. Tan amplia es su familia constructiva que en los muros podemos leer las manos y los hombres que los conformaron.
En este muro de piedra astillada y gris podemos leer un mismo material acumulado con dos criterios o quizás hasta en dos tiempos. Uno ordenado y con una innegable lógica constructiva y otro aparentemente primitivo, que sin pensar se limita a duplicar la altura de la construcción que antes se ofrecía como algo insuficiente.
Puede que entre la parte inferior del muro y la parte superior no haya mas que la distancia de unos padres a unos hijos, pero ahí parece haber una pérdida de algún tipo. Y no solo la pérdida de cierto criterio del orden. En este muro hay dos personas retratadas, dos mentalidades. Nadie dice que en el desorden aparentemente arbitrario de la parte superior del muro no haya estabilidad, o ciertas reglas invisibles, pero exaspera la fuerza bruta necesaria. Las piedras son demasiado grandes para un solo hombre. Menos energía habría supuesto levantar menos esas piedras del suelo. Eso si hubiese sido verdadera sostenibilidad. (Por ahí cerca debe tener sus verdaderos orígenes la arquitectura).
Ya me entienden.
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21 de marzo de 2016
LAS VIBRACIONES ACUMULADAS
Casi inmóvil, Etienne-Jules Marey sujeta el extremo de una suma de curvas producidas por una pértiga en movimiento. Su ocupación no era la de azotador de bestias invisibles, ni la de pescador de tierra adentro sino que profesaba el extraño oficio de cronofotógrafo, una profesión respetable pero tristemente engullida por la modernidad - igual que la de los serenos, telegrafistas o guardagujas ferroviarios – y que trataba de aunar en una sola imagen, con una fe solo entendida posteriormente por el cubismo, fotografía y tiempo.
Hermoso oficio el de cronofotógrafo, que parecía esforzarse en olvidar toda forma en si misma a cambio de interesarse por sus cambios y sus mutaciones. (Como si fuese posible obviar que los procesos de una forma en movimiento son en si mismos una forma tan poderosa como la definitiva).
Cualquiera interesado en la arquitectura, en el cine o en la música, sabe que toda forma es forma en movimiento, forma provisional, que la forma final es algo semejante a aquella bella imagen de Etienne-Jules Marey, porque proviene de la acumulación de un sinnúmero de estados intermedios. Es decir, que aquella imagen no es sino, a fin de cuentas, una extraordinaria metáfora de toda forma.
¿Cuántas formas olvidadas se acumulan en la forma final de los objetos diarios?, ¿acaso no es cada bicicleta, cada obra de arquitectura o un simple botijo la suma de todas las formas provisionales, de todos los esfuerzos previos por lograr una forma final?, ¿o acaso la forma final es algo más que la vibración acumulada de las formas previas?
El retrato de una forma en el tiempo: eso es ni más ni menos que la arquitectura, el recipiente de una forma en el tiempo. Tal vez, por eso, todo arquitecto ejerce un poco de aquel respetable pero denostado oficio de cronofotógrafo.
Cualquiera interesado en la arquitectura, en el cine o en la música, sabe que toda forma es forma en movimiento, forma provisional, que la forma final es algo semejante a aquella bella imagen de Etienne-Jules Marey, porque proviene de la acumulación de un sinnúmero de estados intermedios. Es decir, que aquella imagen no es sino, a fin de cuentas, una extraordinaria metáfora de toda forma.
¿Cuántas formas olvidadas se acumulan en la forma final de los objetos diarios?, ¿acaso no es cada bicicleta, cada obra de arquitectura o un simple botijo la suma de todas las formas provisionales, de todos los esfuerzos previos por lograr una forma final?, ¿o acaso la forma final es algo más que la vibración acumulada de las formas previas?
El retrato de una forma en el tiempo: eso es ni más ni menos que la arquitectura, el recipiente de una forma en el tiempo. Tal vez, por eso, todo arquitecto ejerce un poco de aquel respetable pero denostado oficio de cronofotógrafo.
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14 de marzo de 2016
AL FONDO DE LA CALLE
Lo que los seres humanos vemos al fondo de la calle, sean alegres chorros de agua, obeliscos de piedra y bronce, o monumentos a dioses olvidados, construye nuestro horizonte y secretamente tal vez hasta nuestro futuro.
El eje de un camino que se recorre a diario y que se enfrenta a nuestro paseo, de alguna manera conforma nuestro carácter como ciudadanos. Somos lo que está al fondo de la calle, porque nos dirigimos incesantemente hacia a ello, (al menos lo somos tanto como somos lo que vemos en el salón de nuestras casas).
Por eso, si se hurta a los ciudadanos del horizonte del fondo de sus calles, si de algún modo, esos horizontes están secuestrados, ocluidos, lo están quienes caminan por ellas.
Cuídense mucho, pues, de las ciudades sin horizonte porque de esa privación, está probado, se forjan habitantes dispuestos a luchar por su futuro a la mínima oportunidad. Porque un obelisco colocado como sistema de ordenación de una vía, tal vez dispuesto como un sistema para articular un cambio de dirección, o incluso erigido para ofrecer unidad a una calle caótica, es también una presencia que se interpone. Cada caminante encuentra esa presencia frente a si, imposible de soslayar, a no ser que se camine con la mirada dirigida, humillada, hacia el suelo.
Cuídense mucho, pues, de las ciudades sin horizonte porque de esa privación, está probado, se forjan habitantes dispuestos a luchar por su futuro a la mínima oportunidad. Porque un obelisco colocado como sistema de ordenación de una vía, tal vez dispuesto como un sistema para articular un cambio de dirección, o incluso erigido para ofrecer unidad a una calle caótica, es también una presencia que se interpone. Cada caminante encuentra esa presencia frente a si, imposible de soslayar, a no ser que se camine con la mirada dirigida, humillada, hacia el suelo.
Ocupar el fondo de la calle es un acto que puede convertir cualquier calle en una habitación cerrada. Y en las habitaciones cerradas, siempre huele inevitablemente a eso, a aire reconcentrado. He aquí una conclusión para el urbanismo: también las calles necesitan puertas y ventanas para que ventilen sus horizontes.
He aquí una conclusión para la arquitectura: todo proyecto llega, se quiera o no, al menos hasta la construcción de un horizonte.
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7 de marzo de 2016
COMUNICAR ESTANCIAS: LA ENFILADE
La enfilade nace como una sucesión abismal de habitaciones cuyas puertas permanecen alineadas. El sistema de comunicación de la enfilade triunfa durante el barroco y tiene origen como término en el mundo militar. La enfilade es la organización de un collar de espacios y pasos que homenajea a la perspectiva y al punto de vista: es decir, construye un infinito de interiores. Depende de lo que se coloque al fondo – sea una ventana, un cuadro o un dormitorio – que el efecto dramático cambie el carácter completo a una obra. Los ingredientes fundamentales de esta forma de comunicación son, por tanto, un ojo, una infinitud de puertas y claroscuros y un final prometido aunque puede que inaccesible.
La enfilade constituye una paradoja entre el estatismo de una mirada dispuesta en un punto y su movimiento. Una trayectoria que avanza pero que no descubre nuevos espacios, sino que atraviesa el mismo, repetido sin fin, aunque con ligeras variaciones. La enfilade es, consecuentemente, un sistema de puertas que conducen a un mismo espacio. Caminar a través de la enfilade supone, sorprendentemente, permanecer quieto en el mismo lugar. Puede que por esa impresión de atravesar barreras psicológicas y sin embargo permanecer en un lugar casi reiterado, fuese tan del gusto barroco.
La enfilade "resultaba apropiada para un tipo de sociedad que se alimenta de la carnalidad, que reconoce al cuerpo como la persona y en la que el gregarismo es habitual. (…) Tal era la típica disposición del espacio doméstico en Europa hasta que fue cuestionado en el siglo XVII, y finalmente reemplazando en el siglo XIX por la planta con pasillos, una planta apropiada para una sociedad que considera de mal gusto la carnalidad, que ve el cuerpo como un recipiente de la mente y del espíritu y en la que la privacidad es habitual”(1).
El sistema de la enfilade se vino abajo porque suponía una jerarquía social de proximidades, un protocolo a partir del cual, una visita no podía traspasar más que determinadas puertas si no poseía suficiente grado de distinción social o relación con el habitante principal. Una vez disueltas las jerarquías que una sociedad está dispuesta a soportar, la enfilade se desligó de lo domestico. Sin embargo permaneció, exitosa, ligada a la tipología del museo.
Como puede verse, el modo en que se recorren ambos mecanismos del pasillo y la enfilade es salvajemente distinto. La enfilade se recorre en compañía, en el pasillo, por el contrario, avanzamos en solitario. El pasillo, por mucho que se adentre y retuerza en las entrañas de la arquitectura, como un tubo digestivo, acaba en una puerta siempre privada: el pasillo tiene final, pero su recorrido no supone ninguna gradación. Por muy sórdido que sea un pasillo, por tétrico o amenazante, acaba sin jerarquía con una puerta más, que casualmente es la última, pero que no necesariamente conduce a la zona más íntima de la casa. Con la enfilade no sucede igual. Paradójicamente la enfilade supone y orquesta una jerarquía de lo privado y de la corporeidad.
Por eso, entre ambos modos de disponer puertas, se esconden dos sistemas de relación no sólo entre habitaciones y modos de concebir la arquitectura, sino dos sistemas sociales. Puede que, a fin de cuentas, hasta dos cosmologías.
Que extrañas posibilidades ofrecen las puertas que al desplazar su lugar, cambian la sociedad misma que las da sustento, y eso sin ni siquiera hablar de si están abiertas o cerradas.
(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).
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29 de febrero de 2016
COMUNICAR HABITACIONES: EL PASILLO
Debemos al pasillo y a la enfilade dos de las formas de comunicar seres humanos más sofisticadas que ha dado la arquitectura a la civilización occidental: dos modos de colocar puertas entre estancias que esconden dos momentos históricos, pero también dos formas de relacionarse.
Del pasillo, triunfante modo de comunicación de la modernidad funcionalista, podemos decir que tiene su origen no en la voluntad de unir estancias con una circulación compartida, sino de separarlas para facilitar la privacidad y discriminar la circulación. El pasillo, de hecho, tiene su origen en el esfuerzo para evitar la interferencia entre los señores de una casa y su servicio (1). Una paradoja ésta, la de separar en lugar de comunicar, que aún hoy sigue siendo una poderosa fuente de posibilidades.
Quizás sea una obviedad decir que el pasillo es una habitación cuya función principal es la de contener puertas. Puede incluso que por ser tan poca cosa sean espacios despreciados: hasta el mismo nombre “pasillo” ha perdido su carácter nominal para pasar a ser un adjetivo despectivo si se asocia a otras estancias. Basta pensar que cuando alguien quiere insultar a alguna otra habitación con su estrechez se dice que se trata de una cocina-pasillo o de un dormitorio-pasillo. El mercado inmobiliario es reacio a computar al pasillo como superficie eficaz de la casa porque los habitantes se niegan, con razón, a gastar sus ahorros en habitaciones sin un uso serio como son esas otras del salón, la cocina o los baños. Tal vez por ese poco aprecio, el pasillo suele guardar buena relación con un espacio generalmente también ultrajado, pero donde la casa se juega mucho de su ser: la entrada, el vestíbulo. Allí, cercano al acceso de la arquitectura, nacen miles de pasillos por todo el mundo, como miles de ríos nacen de un manantial inagotable.
El pasillo es, por tanto, una auténtica máquina de escupir puertas, es un almacén de puertas, que son los únicos muebles, los únicos objetos móviles de esos tubos. Sin embargo si se diseña con atención un pasillo puede llegar a poseer una dignidad superior: puede ser la media habitación de más que completa la vida de la casa, sea como tendedero, espacio de carreras infantiles o biblioteca. O como aspiraba Jose Antonio Coderch de los suyos, pueden llegar a ser salones.
El pasillo destronó progresivamente a la enfilade cuando el sistema social de relaciones que lo sustentaba se vino abajo progresivamente hasta el siglo XIX. Desde entonces parece que no hay posible vuelta atrás. La hegemonía del pasillo es hoy tan incuestionable, como dudosos los motivos que lo mantienen…
(1) Para adentrarse en la magnífica historia de los pasillos cabe recomendar el relato del historiador y arquitecto Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).
Del pasillo, triunfante modo de comunicación de la modernidad funcionalista, podemos decir que tiene su origen no en la voluntad de unir estancias con una circulación compartida, sino de separarlas para facilitar la privacidad y discriminar la circulación. El pasillo, de hecho, tiene su origen en el esfuerzo para evitar la interferencia entre los señores de una casa y su servicio (1). Una paradoja ésta, la de separar en lugar de comunicar, que aún hoy sigue siendo una poderosa fuente de posibilidades.
Quizás sea una obviedad decir que el pasillo es una habitación cuya función principal es la de contener puertas. Puede incluso que por ser tan poca cosa sean espacios despreciados: hasta el mismo nombre “pasillo” ha perdido su carácter nominal para pasar a ser un adjetivo despectivo si se asocia a otras estancias. Basta pensar que cuando alguien quiere insultar a alguna otra habitación con su estrechez se dice que se trata de una cocina-pasillo o de un dormitorio-pasillo. El mercado inmobiliario es reacio a computar al pasillo como superficie eficaz de la casa porque los habitantes se niegan, con razón, a gastar sus ahorros en habitaciones sin un uso serio como son esas otras del salón, la cocina o los baños. Tal vez por ese poco aprecio, el pasillo suele guardar buena relación con un espacio generalmente también ultrajado, pero donde la casa se juega mucho de su ser: la entrada, el vestíbulo. Allí, cercano al acceso de la arquitectura, nacen miles de pasillos por todo el mundo, como miles de ríos nacen de un manantial inagotable.
El pasillo es, por tanto, una auténtica máquina de escupir puertas, es un almacén de puertas, que son los únicos muebles, los únicos objetos móviles de esos tubos. Sin embargo si se diseña con atención un pasillo puede llegar a poseer una dignidad superior: puede ser la media habitación de más que completa la vida de la casa, sea como tendedero, espacio de carreras infantiles o biblioteca. O como aspiraba Jose Antonio Coderch de los suyos, pueden llegar a ser salones.
El pasillo destronó progresivamente a la enfilade cuando el sistema social de relaciones que lo sustentaba se vino abajo progresivamente hasta el siglo XIX. Desde entonces parece que no hay posible vuelta atrás. La hegemonía del pasillo es hoy tan incuestionable, como dudosos los motivos que lo mantienen…
(1) Para adentrarse en la magnífica historia de los pasillos cabe recomendar el relato del historiador y arquitecto Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).
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22 de febrero de 2016
MIRAR DESDE ARRIBA
En 1842, Gaspar-Félix de Tournachon, (que ha pasado a la historia con el pseudónimo de Nadar) tuvo la osadía de ascender ochenta metros en un globo aerostático, fotografiar los tejados del encantador pueblecito francés de Petit-Bicêtre e inventar así la fotografía aérea.
Una década después de ese invento se propuso sacarle partido: a los oficios de periodista, escritor, y fotógrafo, agregó el de comandante de una compañía de globos aerostáticos. El objetivo de Nadar era descubrir con la fotografía aérea las posiciones de las tropas prusianas que por entonces sitiaban París. Desde entonces la mirada desde arriba no sólo ha pertenecido a la divinidad y a la arquitectura, sino también a la tecnología militar.
Mirar desde arriba nunca ha estado al alcance de la lógica, de la seguridad, ni del pueblo llano. Tal vez por eso las plantas de arquitectura son un documento tan anómalo e indescifrable, porque nos sitúa lejos de la mirada habitual de las cosas. Mirar desde arriba es hacerlo con una mirada irreal, que en arquitectura tiene sentido puramente instrumental: la mirada desde arriba permite organizar la relación entre las partes y las conexiones entre las personas y los usos que se hace del espacio. El arquitecto ha recurrido a la mirada en planta por el mismo motivo que Dios creo el mundo y lo contempló en planta, para cerciorarse que la creación había sido algo bueno.
El ser humano ha construido torres para elevarse del suelo y ver la globalidad de ese plano que deja atrás. Por eso el elevarse y mirar desde arriba es un procedimiento mágico que hoy, sin embargo, parece condenado a olvidarse.
El dominio del dibujo en planta parece solo pertenecer al campo de preocupaciones de los viejos artesanos de la arquitectura, que hoy queda como una reliquia. Cuando en la actualidad se proyecta el futuro edificio con intangibles modelos digitales, la planta acaba siendo el resultado de una simple sección horizontal. Sin embargo la planta siempre será otra cosa antes que una simple sección paralela al suelo: la planta es una forma de mirar.
Aparentemente el mirar desde arriba es un mirar desde la superioridad, pero en realidad no en una mirada que mantenga una relación jerárquica o de poder sobre lo contemplado, sino de puro orden. Mirando desde arriba se puede anticipar, efectivamente, la buena consecución de los humildes actos de la arquitectura diaria.
Mirar desde arriba nunca ha estado al alcance de la lógica, de la seguridad, ni del pueblo llano. Tal vez por eso las plantas de arquitectura son un documento tan anómalo e indescifrable, porque nos sitúa lejos de la mirada habitual de las cosas. Mirar desde arriba es hacerlo con una mirada irreal, que en arquitectura tiene sentido puramente instrumental: la mirada desde arriba permite organizar la relación entre las partes y las conexiones entre las personas y los usos que se hace del espacio. El arquitecto ha recurrido a la mirada en planta por el mismo motivo que Dios creo el mundo y lo contempló en planta, para cerciorarse que la creación había sido algo bueno.
El ser humano ha construido torres para elevarse del suelo y ver la globalidad de ese plano que deja atrás. Por eso el elevarse y mirar desde arriba es un procedimiento mágico que hoy, sin embargo, parece condenado a olvidarse.
El dominio del dibujo en planta parece solo pertenecer al campo de preocupaciones de los viejos artesanos de la arquitectura, que hoy queda como una reliquia. Cuando en la actualidad se proyecta el futuro edificio con intangibles modelos digitales, la planta acaba siendo el resultado de una simple sección horizontal. Sin embargo la planta siempre será otra cosa antes que una simple sección paralela al suelo: la planta es una forma de mirar.
Aparentemente el mirar desde arriba es un mirar desde la superioridad, pero en realidad no en una mirada que mantenga una relación jerárquica o de poder sobre lo contemplado, sino de puro orden. Mirando desde arriba se puede anticipar, efectivamente, la buena consecución de los humildes actos de la arquitectura diaria.
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15 de febrero de 2016
SALIR
Tan importante como entrar bien en la arquitectura está el buen salir. Cuando se sale por la puerta de un edificio, es la arquitectura misma quien se despide de nosotros.
Las puertas se despiden por su reverso con una cortesía que desborda en muchas ocasiones la que tenemos los hombres entre nosotros mismos. Enfrentados al contraluz del exterior, dejamos nuestra sombra de espaldas, como si esa parte intangible fuese la última en salir del edificio, un poco desfasada de nuestro cuerpo que ya avanza hacia el exterior. Por eso las puertas son siempre diferentes en su envés, porque en el interior de la arquitectura dejamos algo nuestro, (igual que algo recibimos de ella), en un intercambio recíproco e inconcluso que nos transforma siquiera levemente a ambos.
Verdaderamente, entre el acto de entrar y el de salir atravesando la arquitectura, ya no somos los mismos. Lo allí vivido nos ocupa y es en la suma de esas mínimas cesiones mutuas donde se fabrica cada habitante y donde la arquitectura se vuelve intemporal. Es en el acto de salir cuando se completan esos ciclos infinitesimales. No hace falta entonces ya ver los primorosos detalles de la puerta que nos recibió. Al salir no cabe ya entretenerse más de la cuenta sino tan solo salir a buen ritmo. Presto.
Las puertas son las encargadas de cerrarse tras nuestro último paso. Fuera existe un “dromos” invisible hasta la próxima edificación. (Porque todas las obras de arquitectura están conectadas por un invisible y maravilloso cordón umbilical de entradas y salidas). La arquitectura mira entonces de espaldas y en silencio. El habitante mira al frente. Todo sigue igual pero no todo es igual.
En el futuro alguien debiera verificar la ley de la entrada y salida de las puertas - tan diferente de la ley de las puertas giratorias y de la ley de las alternativas puertas abiertas - y que sostendría que el número de veces que se entra y se sale por ellas en la vida es siempre impar. Como aquella ley útil para encontrar la salida de los laberintos. Igualmente debería enunciarse una ley del buen salir.
Mientras, benditas puertas que como navajas multiusos separan el dentro y el afuera y simbolizan un antes y un después en casi todo. En el envés de cada puerta está el pasado, de frente se extienden nuevas puertas por venir.
Las puertas se despiden por su reverso con una cortesía que desborda en muchas ocasiones la que tenemos los hombres entre nosotros mismos. Enfrentados al contraluz del exterior, dejamos nuestra sombra de espaldas, como si esa parte intangible fuese la última en salir del edificio, un poco desfasada de nuestro cuerpo que ya avanza hacia el exterior. Por eso las puertas son siempre diferentes en su envés, porque en el interior de la arquitectura dejamos algo nuestro, (igual que algo recibimos de ella), en un intercambio recíproco e inconcluso que nos transforma siquiera levemente a ambos.
Verdaderamente, entre el acto de entrar y el de salir atravesando la arquitectura, ya no somos los mismos. Lo allí vivido nos ocupa y es en la suma de esas mínimas cesiones mutuas donde se fabrica cada habitante y donde la arquitectura se vuelve intemporal. Es en el acto de salir cuando se completan esos ciclos infinitesimales. No hace falta entonces ya ver los primorosos detalles de la puerta que nos recibió. Al salir no cabe ya entretenerse más de la cuenta sino tan solo salir a buen ritmo. Presto.
Las puertas son las encargadas de cerrarse tras nuestro último paso. Fuera existe un “dromos” invisible hasta la próxima edificación. (Porque todas las obras de arquitectura están conectadas por un invisible y maravilloso cordón umbilical de entradas y salidas). La arquitectura mira entonces de espaldas y en silencio. El habitante mira al frente. Todo sigue igual pero no todo es igual.
En el futuro alguien debiera verificar la ley de la entrada y salida de las puertas - tan diferente de la ley de las puertas giratorias y de la ley de las alternativas puertas abiertas - y que sostendría que el número de veces que se entra y se sale por ellas en la vida es siempre impar. Como aquella ley útil para encontrar la salida de los laberintos. Igualmente debería enunciarse una ley del buen salir.
Mientras, benditas puertas que como navajas multiusos separan el dentro y el afuera y simbolizan un antes y un después en casi todo. En el envés de cada puerta está el pasado, de frente se extienden nuevas puertas por venir.
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8 de febrero de 2016
OCUPAR EL LUGAR
Una de las pocas certezas que tiene hoy la arquitectura sobre el contexto es esta: si una obra no se ocupa del lugar, ya se encarga el lugar de ocuparse de la obra.
Curiosamente, de tanto hablar del espacio donde se asienta la arquitectura parece que se trata de un tema gastado. Sin embargo cada generación tiene que reformular la pregunta y posicionarse respecto a su incesante problemática, sea entendiendo el lugar como algo despreciable, algo sobre lo que es imposible evitar que acabe como un espacio genérico, o por el contrario entender este tema como algo excelso, de lo que pueden extraerse muchas de las energías de la futura obra.
La arquitectura con respecto al lugar es como una de esas piedras encontradas en la playa, que fruto de la erosión y de fuerzas olvidadas apenas dicen nada a nadie, pero que todos en algún momento coleccionamos. Esos cantos gastados atraen nuestra atención por motivos diversos y se guardan con el mismo amor coleccionista que se tiene con las estampas de los viejos familiares y de los recuerdos del verano.
Tal vez nos atraen por su belleza o como objetos de “reacción poética”, (como hacía Le Corbusier con las que recogía el mismo y que tenían ante su mirada a la hora de pintar y proyectar). Tal vez se ve en esas piedras cierta utilidad como pisapapeles o incluso como instrumental de precisión para ablandar correosos filetes... O, tal vez, como Bruno Munari, esas piedras sean lugares ocultos, latentes, donde con un solo gesto, dibujado levemente con tinta negra, se es capaz de convertir un canto en otra cosa. Entonces una piedra se vuelve un paisaje completo, remoto, que abre una ventana a lugares inesperados y que estalla gracias a la mágica combinación de ingenio, tinta y los accidentes y rugosidades específicas de cada simple piedra.
El lugar es eso que está antes que la arquitectura. Pero no es una mera preexistencia ni un soporte mudo, puesto que con la arquitectura es el lugar mismo el que se hace presente.
La arquitectura, cuando interacciona con el lugar, igual que con esas piedras, de alguna manera lo inventa, lo recrea, lo rescata. Con la sorda exclamación de un pequeño “eureka”, la arquitectura nos descubre en el lugar otra cosa que no habíamos visto antes.
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1 de febrero de 2016
EL ANDAMIAJE DEL PROYECTAR
El proyecto de arquitectura, a la hora de su formación, va dejando por el camino decisiones que se desprecian, unas que se transforman, algunas pocas que se fijan y a cada paso salen reforzadas y triunfantes, pero hay otras, de un extraño tipo, que se mantienen en un estado latente, perpetuamente aplazadas.
Sobre esas decisiones, situadas en el limbo de lo provisional recae la misma responsabilidad que sobre los ripios de un muro. Son decisiones que van como a trasmano de la forma. Si el proyecto se encuentra en un estadio intangible, entre lo gaseoso y lo líquido, esas decisiones aplazadas siempre permanecen en el estado más volátil. Son decisiones que toman cuerpo pero de una manera pospuesta respecto a la forma general y que se perpetúan en el hacerse del proyecto por una cuestión de tiempos, por una cuestión de toma de decisiones por venir. El factor de lo provisional, a veces, es parte de problemas que se posponen a la espera de que algún factor pueda darles solución más adelante. Se tienen presentes pero se mantienen en stand-by…”Quizás aparezca una solución mejor que esta mala solución que tiene por ahora”, se dice el arquitecto para sí mismo; medio engañando, medio confiado, porque sabe que aparecerán resquicios para acabar de un plumazo con esa malformación.
En otras ocasiones esos problemas se posponen hasta bien entrada la obra. Porque en el diálogo que supone la realidad de lo ejecutado, tal vez con el oficio concreto que lo llevará adelante, pueda alcanzarse un resultado más eficaz o útil. Limitar el número de estos momentos de lo provisional es limitar el riesgo de que todo colapse por el explosivo de la gratuidad.
Sin embargo hay que decir que no puede verse en esta extrañeza a la hora de tomar decisiones en arquitectura nada negativo, (al menos hasta que no terminan en un fracaso construido) porque permiten el progreso del resto de la forma. Constituye algo semejante a un andamiaje interno, como los rodillos puestos bajo una masa de piedra para que avance reduciendo el rozamiento y el esfuerzo. Un andamiaje que tiende a retirarse porque se entiende necesario para llevar la forma adelante pero no para sostener la forma final. Son los medios auxiliares del proyectar, que tarde o temprano desaparecen de la vista.
Porque en arquitectura las decisiones provisionales dejan siempre, en algún momento, de serlo.
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25 de enero de 2016
CUARTOS SUELTOS
La totalidad de la arquitectura universal se podría clasificar por el modo en que se produce la unión de sus estancias: sueltas, encadenadas o levemente unidas… Esas conexiones son siempre un motivo para que aparezcan curiosas y productivas mutaciones que dan lugar a su vez a nuevas variantes formales. El caso es que cuando la arquitectura tiene más de un cuarto, el simple pensamiento de esta costura puede dar lugar a una idea poderosa porque la unión de estancias requiere de un pegamento particular: puede ser, desde un espacio de transición, una puerta o una leve contigüidad lograda por habilidad en la colocación…
Sin embargo hay que subrayar que no se trata de un problema de estética.
Cada época parece gozar del favor de una familia de esas costuras. (Y ni que decir tiene, cada arquitecto). Cada unión habla de un sistema de relaciones entre las partes de la arquitectura que trasciende los problemas de mera composición, porque bajo él, hay un problema de relación de las personas que habitan esas formas. Así pues, no se trata de un problema de simple forma, sino de sociología.
Kahn acumulaba sus habitaciones como piezas de un dominó monumental y antiguo; Ghery ha empleado la separación de las estancias en cuanto a los usos asociados a ellas como una subversión de la forma libre; en ocasiones Sanaa ha dispersado cada habitación no sólo en planta sino hasta en la propia sección… Puede pensarse así en casi la totalidad de la arquitectura que uno imagine, (menos en Mies que, por simplificar, siempre se encarga de hacer arquitecturas de un sola estancia). Pienso en las habitaciones independientes pero contiguas de Palladio… Pienso que en tiempos de escasez cada estancia no se ha podido independizar de sus vecinas porque tal vez así la obra, sin más, se encarecía…
Tal vez por eso haya detrás de estos sistemas de coser habitaciones un problema no solo sociológico, sino de pura economía.
Tal vez hasta de política.
Sin embargo hay que subrayar que no se trata de un problema de estética.
Cada época parece gozar del favor de una familia de esas costuras. (Y ni que decir tiene, cada arquitecto). Cada unión habla de un sistema de relaciones entre las partes de la arquitectura que trasciende los problemas de mera composición, porque bajo él, hay un problema de relación de las personas que habitan esas formas. Así pues, no se trata de un problema de simple forma, sino de sociología.
Kahn acumulaba sus habitaciones como piezas de un dominó monumental y antiguo; Ghery ha empleado la separación de las estancias en cuanto a los usos asociados a ellas como una subversión de la forma libre; en ocasiones Sanaa ha dispersado cada habitación no sólo en planta sino hasta en la propia sección… Puede pensarse así en casi la totalidad de la arquitectura que uno imagine, (menos en Mies que, por simplificar, siempre se encarga de hacer arquitecturas de un sola estancia). Pienso en las habitaciones independientes pero contiguas de Palladio… Pienso que en tiempos de escasez cada estancia no se ha podido independizar de sus vecinas porque tal vez así la obra, sin más, se encarecía…
Tal vez por eso haya detrás de estos sistemas de coser habitaciones un problema no solo sociológico, sino de pura economía.
Tal vez hasta de política.
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18 de enero de 2016
PUENTE DE CASAS
En la trayectoria de todo arquitecto hay un proyecto iluminador. Un proyecto que es capaz de alumbrar mucho del camino por recorrer, y que a lo largo de las numerosas zonas en sombra que debe atravesar toda profesión, sirve como una luz al final de un túnel. Localizar ese proyecto es trascendente para entender el trabajo de un arquitecto.
En Mies van der Rohe puede hablarse de sus torres de vidrio o en Palladio de la villa Valmarana como proyectos de esa trascendencia vital… No es necesario que sea el primer encargo, tampoco importa que sea el de mayor tamaño. Simplemente debe cumplir con un extraño entretejido entre lo biográfico y lo profesional en cuanto a madurez, dificultades afrontadas y nivel de autoconsciencia.
En el caso de Steven Holl ese proyecto tal vez sea un olvidado puente de casas…
Un puente de casas no era una idea nueva ni siquiera hace treinta y tantos años. El viejo puente de Londres, el Ponte Vecchio de Florencia eran inmediatos y conocidos antecedentes a este otro que proyectara para Nueva York, un Steven Holl recién licenciado con 32 años.
Un puente de casas no era una idea nueva ni siquiera hace treinta y tantos años. El viejo puente de Londres, el Ponte Vecchio de Florencia eran inmediatos y conocidos antecedentes a este otro que proyectara para Nueva York, un Steven Holl recién licenciado con 32 años.
Ni siquiera un puente de casas era una propuesta nueva para la propia ciudad de Nueva York: Raimond Hood había zurcido Manhattan con decenas de puentes edificados como rascacielos en forma de catenaria, allá por los años treinta, hasta transformar la ciudad por completo, hasta dejar que Manhattan dejase de ser una isla.
La propuesta de Steven Holl se emplazaba sobre las vías por entonces recién abandonadas del highline en Chelsea, en Manhattan. Fue publicada en un número 7 de la revista Pamphlet a cargo del propio Holl, e iba precedido por toda esa genealogía de puentes edificados y proyectados de que éste tenía conocimiento. (Incluyendo además el puente edificado de Kreuznachy en Alemania y el de un concurso realizado por el mismo en Australia).
Como se sabe, su proyecto nunca se realizó. Sin embargo además de proporcionarle algo de fama, algunos de los descubrimientos llevados allí a cabo le situaron en el andén de salida de sí mismo.
En 1979, Steven Holl vivía cerca del ferrocarril que recorría el highline: “Yo estaba allí cuando pasó sobre sus vías el último tren lleno de cajas de pavo congelado”(1). El proyecto de sus casas situadas sobre las vías partía, por tanto, de una observación de su realidad cotidiana. Dibujadas en un cortante blanco y negro, cada una de esas casas heterogéneas era un puente que dejaba pasar en su base a las antiguas vías. Las siete casas parecían estar enfrentadas por carácter y por forma. Se fingía para cada una de ellas una historia diferente, incluso contrapuesta: estaba la casa de quien decide; la casa del incrédulo; la casa para un hombre sin criterio; la del enigma; la casa ideal; la casa de las cuatro torres, la de la materia y la memoria…
Sobre el proyecto pesa la evidente influencia de John Hejduk. “Hejduk fue una enorme influencia - era un gran hombre-. La poesía está en el corazón de la arquitectura. Yo estaba fascinado por John.”(1). Desde entonces Holl incorporó a su arquitectura algo semejante a una función poética a la que nunca ha renunciado.
El otro aprendizaje que extrajo de este proyecto se produjo en la construcción de la maqueta donde dio comienzo a una aproximación a la materia cercana a lo háptico que tiene toda su obra posterior: “Ese fue el comienzo de hacer los modelos de los materiales que pudieran ser los construidos. Estuve probando todas las pátinas que ahora utilizo. Probé pátinas verdes, amarillas, rojas, rosas, azules. Probé diferentes aleaciones en el acabado de bronce y con diferentes ácidos para extraer sus colores. Este modelo del puente de casas aun influye en mi trabajo actual.”(2)
Es sorprendente como un proyecto, como un solo gesto, puede resumir la idea de arquitectura de toda una carrera. Desde luego eso simplifica mucho la tarea de hacer unas obras completas y hasta de explicarse a uno mismo.
Claro que a veces descubrir esa obra clave se produce, fastidiosamente, de manera retrospectiva.
(2) Steven Holl, GA Document Extra, número 6, Edición a cargo de Yukio Futagawa. Tokio, 1996, p.18
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11 de enero de 2016
ACOSTUMBRARSE
De tanto admirar la casa Farnsworth, obra maestra de la ligereza y de Mies van der Rohe, encumbrada por encima del suelo y de si misma, hemos dejado de ver su colector. Pero ahí está, disimulado a pesar de ser grueso y excesivo.
Ese tubo habita en la oscuridad de la casa, bajo la plataforma, como un ser deforme, como un atlante contrahecho. Ese tubo vigila sin descanso y con una sonrisa sin dientes a todo el que se acostumbra a las incongruencias que las obras maestras parecen tener que soportar.
No se cuál es el mecanismo por el que uno se acostumbra a esas cosas y de pronto deja de percibir sus dolorosas incorrecciones. La fuerza de la costumbre aniquila ciertas faltas, las hace desaparecer, tal vez por la mera repetición de la mirada sobre ellas. Sin embargo, la mierda sigue allí.
Por mucho que nos pese, por el interior de ese tubo invisible, bajan las aguas fecales de la señora Farnsworth. Mientras, en paralelo a esa heces, asciende el agua limpia y el resto de los suministros de la casa. Aunque invisible, esa proximidad es una guarrería doble. Aunque sea prácticamente teológica, (más que escatológica).
¿Cómo hemos llegado a no verlo? ¿cómo se lo hemos perdonado a Mies? ¿por qué nos hemos olvidado de ese tubo vigilante en sombra?.
Puestos a presumir de transparencia y de ligereza, y puestos a enfadar a la ya enfadada señora Farnsworth, ¿no hubiese sido mejor obviar incluso la necesidad del baño y de cocina de su casa?... Aunque duela plantearlo, ¿acaso no era una mejora la casa de vidrio que hiciera Philip Johnson sobre la idea de Mies?...
Decía Jardiel Poncela que lo peor del infierno son los tres primeros días, es decir, hasta que uno se acostumbra. No, el problema del infierno es que aunque te acostumbres, no puedes olvidarte de que estás en el infierno.
El problema es que una vez que percibes ese tubo maldito ya nunca te olvidas de su presencia. La pérdida de la inocencia es el peaje que toda obra maestra debe poder soportar.
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4 de enero de 2016
LA CARCOMA DE LA ARQUITECTURA
El tiempo, como una carcoma insaciable, va minando sin cesar toda edificación. Nada hay que garantice la pervivencia de la arquitectura, sea eso la forma, la simbología, la materia o la institución que la sustenta. La carcoma del tiempo hace su trabajo, y orada y demuele y derriba y reconfigura su forma hasta exterminarla o trasmutarla en algo muy distinto.
Esa lenta podredumbre comienza con lo que los japoneses, dados a los matices, llaman “saba”, que significa literalmente “roña”. El “saba” es la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello del tiempo sobre las cosas.
El tiempo corroe la arquitectura del mismo modo que el hierro se desmigaja cerca del mar, sin embargo y al igual que hace la carcoma, hay un aprovechamiento de la materia como una especifica forma de alimento de algo superior. De lo viejo perviven inexplicablemente algunas geometrías, algunas líneas de fuerza, algunos bastiones, apenas algunas puertas... Pero la mayor parte de las formas construidas y de los espacios intermedios se canibalizan y se rellenan de una amalgama informe, como un ser vivo que envejece pero da cabida a lo nuevo.
Como los arrecifes de coral.
Esos arrecifes crecidos sobre las raspas de la antigua arquitectura es precisamente lo que conocemos por ciudad: la historia pública y privada traducida a forma, la historia impersonal y la encarnada en individuos, grupos y multitudes. Porque el espíritu plural y único que mueve la ciudad, la fuerza que la anima y la que un día, inevitablemente la destruirá, es el tiempo, encarnado en la historia. Ella es nuestra madre y nuestra asesina: nos engendra y nos devora.
Esa transformación que sufre cada particular pieza de arquitectura hasta extinguirse es el retrato parcial de una ciudad, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de pasado mañana. La ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica. Porque las ciudades son el recipiente óptimo del paso del tiempo.
La ciudad carcomida permite que seamos conscientes del transcurrir de tiempo en una dimensión mayor que la que percibimos en nuestro propio envejecer. La ciudad, en cada esquina, permite contemplarnos injertados en una historia mayor que nuestra propia y particular historia diaria. Por eso la ciudad que habitamos es lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.
Esa lenta podredumbre comienza con lo que los japoneses, dados a los matices, llaman “saba”, que significa literalmente “roña”. El “saba” es la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello del tiempo sobre las cosas.
El tiempo corroe la arquitectura del mismo modo que el hierro se desmigaja cerca del mar, sin embargo y al igual que hace la carcoma, hay un aprovechamiento de la materia como una especifica forma de alimento de algo superior. De lo viejo perviven inexplicablemente algunas geometrías, algunas líneas de fuerza, algunos bastiones, apenas algunas puertas... Pero la mayor parte de las formas construidas y de los espacios intermedios se canibalizan y se rellenan de una amalgama informe, como un ser vivo que envejece pero da cabida a lo nuevo.
Como los arrecifes de coral.
Esos arrecifes crecidos sobre las raspas de la antigua arquitectura es precisamente lo que conocemos por ciudad: la historia pública y privada traducida a forma, la historia impersonal y la encarnada en individuos, grupos y multitudes. Porque el espíritu plural y único que mueve la ciudad, la fuerza que la anima y la que un día, inevitablemente la destruirá, es el tiempo, encarnado en la historia. Ella es nuestra madre y nuestra asesina: nos engendra y nos devora.
Esa transformación que sufre cada particular pieza de arquitectura hasta extinguirse es el retrato parcial de una ciudad, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de pasado mañana. La ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica. Porque las ciudades son el recipiente óptimo del paso del tiempo.
La ciudad carcomida permite que seamos conscientes del transcurrir de tiempo en una dimensión mayor que la que percibimos en nuestro propio envejecer. La ciudad, en cada esquina, permite contemplarnos injertados en una historia mayor que nuestra propia y particular historia diaria. Por eso la ciudad que habitamos es lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.
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28 de diciembre de 2015
DIBUJOS A MEDIAS
Hay dibujos que muestran la esencia misma del dibujar a través de una especial torpeza. Se trata de algo así como dibujos insuficientes. Dibujos que se dan en los cambios de época, que son fruto de la impericia amateur o del aprendizaje. Son esa familia de dibujos que no son correctos ni acabados en el sentido que damos habitualmente a esos términos: ni son claros, ni son plenamente útiles. Sin embargo poseen el encanto que tiene todo esfuerzo empeñado en una búsqueda.
Cuando la técnica de representación no parece depurada, cuando hay inocencia pero también cuando la destreza se queda lejos, aparecen estos territorios intermedios tan productivos. Territorios indecisos incluso desde el punto de vista de su clasificación, como por ejemplo sucede en este caso: donde no puede decirse que se trate de perspectivas, ni alzados, ni acaso secciones.
Se trata de dibujos que no “dicen” pero al menos si “balbucean” algo. Como sucede al expresarse en un idioma apenas conocido o cuando late una inseguridad en la expresión: secciones empeñadas en describir los usos, mostrar el aspecto exterior de la obra y a la vez el modo en que se han construido, pero donde todo falla. Porque la continuidad necesaria de la cuerda empleada para hacer sonar sus campanas y que recorre interiormente la torre, se rompe. Porque no puede ascenderse por unas escaleras donde, hasta los mismos habitantes, parecen estampar sus cabezas contra el techo. Porque las tejas no fueron nunca picudas escamas de dragón. Porque no sería admisible una campana fuera de plomo con el campanario…
Son dibujos sin pericia pero bajo los que late la necesidad de encontrar un modo de expresarse diferente. Sobrevuela en ellos una insatisfacción muy digna de respeto. Claman por una forma de dibujo para poder expresarse y son conscientes de no haberla alcanzado. Son dibujos a medias, pero que gracias a ese inconformismo que asoma, lo tienen todo.
O al menos lo más importante que puede exigírsele a un dibujo de arquitectura.
Cuando la técnica de representación no parece depurada, cuando hay inocencia pero también cuando la destreza se queda lejos, aparecen estos territorios intermedios tan productivos. Territorios indecisos incluso desde el punto de vista de su clasificación, como por ejemplo sucede en este caso: donde no puede decirse que se trate de perspectivas, ni alzados, ni acaso secciones.
Se trata de dibujos que no “dicen” pero al menos si “balbucean” algo. Como sucede al expresarse en un idioma apenas conocido o cuando late una inseguridad en la expresión: secciones empeñadas en describir los usos, mostrar el aspecto exterior de la obra y a la vez el modo en que se han construido, pero donde todo falla. Porque la continuidad necesaria de la cuerda empleada para hacer sonar sus campanas y que recorre interiormente la torre, se rompe. Porque no puede ascenderse por unas escaleras donde, hasta los mismos habitantes, parecen estampar sus cabezas contra el techo. Porque las tejas no fueron nunca picudas escamas de dragón. Porque no sería admisible una campana fuera de plomo con el campanario…
Son dibujos sin pericia pero bajo los que late la necesidad de encontrar un modo de expresarse diferente. Sobrevuela en ellos una insatisfacción muy digna de respeto. Claman por una forma de dibujo para poder expresarse y son conscientes de no haberla alcanzado. Son dibujos a medias, pero que gracias a ese inconformismo que asoma, lo tienen todo.
O al menos lo más importante que puede exigírsele a un dibujo de arquitectura.
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21 de diciembre de 2015
LIGERAS REFLEXIONES
Esta fotografía de un adorno navideño le sirvió a Charles Eames como felicitación a sus amistades al finalizar el año 1950. “La razón por la que hemos hecho la mayoría de las cosas”, confesaba Charles Eames, “es que las queríamos para nosotros mismos o que se las queríamos ofrecer a alguien. Y la manera práctica de hacerlo es fabricar regalos”(1).
Todo el mundo sabe que cuando se hace un regalo, en realidad, se regala al otro parte de uno mismo. Así pues, cada regalo es una especial forma de autorretrato y más aun para los Eames.
En esta felicitación, Charles Eames aparece solo en un reflejo, en el centro de la imagen, ligeramente deformado, empequeñecido y rodeado de sus sillas, lámparas y enseres domésticos, mientras la casa Eames le sirve de soporte. La parte de sí mismo que parece regalar Charles Eames es su propio autorretrato. Un selfie, que hoy no cabe considerar siquiera demasiado ingenioso. Aunque también la imagen funciona simultáneamente como un ojo, y remite a esos otros ojos de Magritte y de Ledoux: ojos que contienen el cielo reflejado en el iris o el Teatro de Besançon, donde se proyectaba el escenario desde la mirada del intérprete.
Aquí cabe hacer una lectura de ese orden, como si la imagen construyese una ventana que se asoma al sentido de la casa Eames. Si se atiende a las miles de imágenes que tomaron de su casa Charles y Ray Eames, puede considerarse que el material de la propia casa es el de un mundo de reflejos y de imágenes hechas jirones a través del vidrio y la luz. Tanto es así que antes que de perfiles de acero aligerado y vidrios, los reflejos parecen ser el único y verdadero material de su casa.
Esta foto es, por tanto y de una manera bastante directa, no solo un autorretrato sino su idea misma de la arquitectura como ligereza y como regalo.
La arquitectura, así entendida, siempre es un juguete a punto de ser descubierto, un don.
(1) Chales Eames, citado en COLOMINA, Beatriz, La Domesticidad en Guerra, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2006, pp. 96
Todo el mundo sabe que cuando se hace un regalo, en realidad, se regala al otro parte de uno mismo. Así pues, cada regalo es una especial forma de autorretrato y más aun para los Eames.
En esta felicitación, Charles Eames aparece solo en un reflejo, en el centro de la imagen, ligeramente deformado, empequeñecido y rodeado de sus sillas, lámparas y enseres domésticos, mientras la casa Eames le sirve de soporte. La parte de sí mismo que parece regalar Charles Eames es su propio autorretrato. Un selfie, que hoy no cabe considerar siquiera demasiado ingenioso. Aunque también la imagen funciona simultáneamente como un ojo, y remite a esos otros ojos de Magritte y de Ledoux: ojos que contienen el cielo reflejado en el iris o el Teatro de Besançon, donde se proyectaba el escenario desde la mirada del intérprete.
Aquí cabe hacer una lectura de ese orden, como si la imagen construyese una ventana que se asoma al sentido de la casa Eames. Si se atiende a las miles de imágenes que tomaron de su casa Charles y Ray Eames, puede considerarse que el material de la propia casa es el de un mundo de reflejos y de imágenes hechas jirones a través del vidrio y la luz. Tanto es así que antes que de perfiles de acero aligerado y vidrios, los reflejos parecen ser el único y verdadero material de su casa.
Esta foto es, por tanto y de una manera bastante directa, no solo un autorretrato sino su idea misma de la arquitectura como ligereza y como regalo.
La arquitectura, así entendida, siempre es un juguete a punto de ser descubierto, un don.
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14 de diciembre de 2015
BAÑO DE LUZ
"Luz, aire y sol" fue el lema empleado en la inauguración del espacio cuadriculado, uniforme y mágico del Stadtbad Mitte, la piscina pública que Heinrich Tessenow erigió en Berlín en 1930 y que aun hoy es toda una lección.
Este espacio, transformado con saunas y todos los aditamentos que se le requieren al baño público actual, pertenece a la familia arquitectónica de las antiguas termas romanas, o a esos salones donde poder relacionarse entre ciudadanos. Sin embargo la gran lección arquitectónica que encierra esta sala está en formar una caja de luz intangible, uniforme y etérea con los medios de la modernidad. Y eso a pesar de que Tessenow no era precisamente un arquitecto que pueda considerarse moderno.
De hecho, Tessenow se había situado en un lugar más bien incómodo respecto a la modernidad no solamente para la crítica y la historia. No encajó nunca bien en un simple esquema hegeliano de evolución histórica. Por eso no fue considerado ni por Giedion, ni por Zevi, ni por Tafuri –por poner ejemplos alejados entre sí desde el punto de vista de la historiografía- digno de aparecer entre sus preferencias. Y no es sólo que Tessenow no fuera un arquitecto moderno, sin más, sino que además no era un arquitecto fácil.
Fue carpintero antes que arquitecto; fue maestro del arquitecto nazi Albert Speer; fue un reputado profesor y el contrapunto a las enseñanzas “vanguardistas” de Poelzig; fue adorado por la generación de Giorgio Grassi en los años setenta por los mismos motivos por los que la posmodernidad vio bien recobrar la arquitectura del pasado; fue vuelto a arrinconar por Michael Hays a comienzo de los años noventa por encarnar de una postura intelectual reaccionaria, capaz de retrasar el avance de toda una disciplina, y todo por no esforzarse en ser de su tiempo… Fue todo eso pero, además, fue buen arquitecto.
Tessenow había defendido los valores y las formas de una arquitectura burguesa. Hoy resultaría chocante calificar así una obra que atiende prioritariamente los vínculos del habitante con lo cotidiano.
La imagen que la mayor parte de los arquitectos guardan en la memoria de Tessenow trae inmediatamente a la mente encantadores tejados a dos aguas, dibujos esencialistas trazados a pluma donde todo se tiñe de algo semejante a la nostalgia, y casas donde parecía vivirse mejor y más plácidamente que en el presente. Los objetos en los espacios interiores de Tessenow son cuidadosamente escogidos y colocados. Y esos lugares, si bien parecen remitir a un tiempo pasado, desde luego lo hacen a un tiempo donde la arquitectura era un recipiente de sensaciones y de cuerpos reales. La arquitectura doméstica de Tessenow posee la escala precisa de la intimidad, que ofrecen las buhardillas, sótanos, setos, chimeneas y ventanas conocidas, aunque con una austeridad sin adornos, ni ornamentos. Sin falsedad.
Por eso las formas de la arquitectura tradicional no importan, porque para Heinrich Tessenow, no era trascendente la forma sino la vida corriente que contenía la arquitectura. Tal vez por eso no era un arquitecto ni moderno ni antiguo. Sólo desde ese modo se puede emplear el lenguaje moderno según se necesitase. Como en esta monumental piscina.
Donde da un baño de arquitectura hasta a la propia y ansiosa modernidad.
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7 de diciembre de 2015
ARQUITECTURA RELLENA
Frente a la fascinante costumbre de intentar epatar en arquitectura con formas ingeniosas, uno no puede sino acordarse de ese pobre animal que tiende a inmolarse en fechas navideñas: los pavos.
Basta ver una feliz forma torsionada, una forma maravillosa o una forma inverosímil, para ver aparecer en la imaginación, como un ectoplasma, al pobre pavo, glugluteando feliz.Porque a pesar de la hambruna de toda una profesión, nuestra época no ha superado la hambruna de forma. Como si la forma, por si misma, aun fuera el motor secreto que alimentara el progreso de la arquitectura. Por eso, tal vez sobrevive una poderosa tendencia que vive de rellenar la forma con aquello que se quiera. Aunque ese procedimiento nace de un malentendido porque, en realidad todo el mundo sabe que la forma en arquitectura cuando se ha rellenado como un pavo de Navidad siempre ha dado sus problemas.
No sobra decir que generalmente las formas más trascendentes de la arquitectura han tenido su origen en la idea de desarrollo, de la formatividad. Igual que crece una criatura, la amistad o el musgo, en la gestación de la arquitectura hay tensiones encubiertas entre los interiores y la forma que asoma. Porque en el desarrollo de la casquería de un proyecto, como en los embarazos, hay fuerzas simultáneas que empujan desde dentro y desde fuera y que reclaman algo semejante a la integridad.
Curiosamente, si la forma parte de la pura exterioridad se rellena de un modo sistemático a través de la planta. En la planta, como mero corte horizontal, se injertan entonces usos, y muebles y más muebles, y personas caminando. Si se hace con talento hasta puede parecer que sea un procedimiento natural, pero no inocente. Porque no es un procedimiento moderno sino posmoderno.
Siempre cabe pensar entonces, no sé por qué, y de nuevo, en el pobre pavo navideño, relleno, con pasas y carne de cerdo y hasta salchichas y ciruelas, inyectado de coñac. Y no puede uno seguir pasando las hojas de una revista o haciendo descender el puntero por la pantalla sin sentirse un poco estragado aunque con hambre, (pero no de formas, sino de “tuétano de formas”).
Y no puede uno no acordarse entonces de Robert Venturi y su pato y su madre, en lugar del pavo de Navidad.
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30 de noviembre de 2015
“A LOS ASTRONAUTAS LES GUSTA MUCHO VOLVER A CASA”
La casa es un organismo reaccionario. Poco tendente a los cambios, la casa es una entidad conservadora, porque roza la esencia más intangible del ser humano y eso, claro, apenas se deja tocar. Por eso tal vez, por defender la casa, como el que defiende a una madre, la humanidad ha estado siempre dispuesta a morir y a matar.
Desde la casa, el hombre se asoma al mundo. La casa es el origen de cada viaje: de todos los viajes. La casa es pues ese invento humano al que uno vuelve, como un Ulises a su Itaca, como un toxicómano reincidente. O como un sonámbulo. Esto se debe a que en la estructura mítica de la casa se encierra el mito de volver a ella. Hasta el punto que se podría definir la casa como aquello a lo que volvemos bajo la implícita promesa de la protección. Sin la casa no hay viaje posible.
Como un caparazón que nos atrae hacia su centro, que nos cautiva e infecta con la sustancia de lo doméstico, la casa nos encadena con una goma elástica invisible, que nos obliga a volver, porque en su interior ofrece el ensueño de descanso, del reposo interior.
Todos somos hijos pródigos, pero de la casa.
Por seguir filosofando, podría decirse que la casa es un punto (mucho más que una línea, o un plano), y que en su centro no está el símbolo del fuego, sea eso una chimenea o una pantalla plana de televisión, sino la promesa de rituales repetidos. Gaston Bachelard dice que la casa tiene una esencia esférica, como un nido. Alessandro Mendini dice que “la casa está quieta mientras la vida se mueve”. Aunque sea eso ya mucha poesía para algo que está vulgarmente cargado con hipotecas, olor a cebolla, desahucios y goteras...
Todo esto me ha dado por pensar al escuchar a Álvaro Siza decir que “a los astronautas les gusta mucho volver a casa”. (Seguro que después de un viaje, Siza mismo vuelve de ese modo a la suya propia). Imagino también, que cuando un astronauta aterriza, el peso y la fuerza de la gravedad, el barro que pisa y el aire que respira, es su casa antes de llegar a su casa.
Desde la casa, el hombre se asoma al mundo. La casa es el origen de cada viaje: de todos los viajes. La casa es pues ese invento humano al que uno vuelve, como un Ulises a su Itaca, como un toxicómano reincidente. O como un sonámbulo. Esto se debe a que en la estructura mítica de la casa se encierra el mito de volver a ella. Hasta el punto que se podría definir la casa como aquello a lo que volvemos bajo la implícita promesa de la protección. Sin la casa no hay viaje posible.
Como un caparazón que nos atrae hacia su centro, que nos cautiva e infecta con la sustancia de lo doméstico, la casa nos encadena con una goma elástica invisible, que nos obliga a volver, porque en su interior ofrece el ensueño de descanso, del reposo interior.
Todos somos hijos pródigos, pero de la casa.
Por seguir filosofando, podría decirse que la casa es un punto (mucho más que una línea, o un plano), y que en su centro no está el símbolo del fuego, sea eso una chimenea o una pantalla plana de televisión, sino la promesa de rituales repetidos. Gaston Bachelard dice que la casa tiene una esencia esférica, como un nido. Alessandro Mendini dice que “la casa está quieta mientras la vida se mueve”. Aunque sea eso ya mucha poesía para algo que está vulgarmente cargado con hipotecas, olor a cebolla, desahucios y goteras...
Todo esto me ha dado por pensar al escuchar a Álvaro Siza decir que “a los astronautas les gusta mucho volver a casa”. (Seguro que después de un viaje, Siza mismo vuelve de ese modo a la suya propia). Imagino también, que cuando un astronauta aterriza, el peso y la fuerza de la gravedad, el barro que pisa y el aire que respira, es su casa antes de llegar a su casa.
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23 de noviembre de 2015
CINCO PASOS
Un estrecho sendero enlosado circunda por completo la villa Imperial de Katsura en Japón. El camino deja el lago de su jardín siempre en el centro. Observar solo cinco de sus piedras, enclavadas en un sendero de guijarros como un cuadro abstracto y moderno, es suficiente para notar que cada una señala la posición de un pie concreto: uno derecho, luego uno izquierdo y así sucesivamente. Pero sin posibilidad de intercambio.
La distancia entre cada una de esas piedras resulta algo escasa para el despreocupado andar occidental, porque está prevista para unos pies calzados con sandalias y un cuerpo ceñido con la rigidez de un kimono. Esas piedras son, por tanto, la coreografía de un cuerpo y de una cultura en el espacio. Y se dice bien: de un solo cuerpo. Dos paseantes de cháchara resultarían inconcebibles en ese camino de musgos y tiempo.
En algún lugar he leído que las piedras que componen ese sendero son solamente 1716. El jardín se recorre por tanto en 1716 pasos. A cada una de esas piedras corresponde una ligera variación en la mirada que hace que se conformen a cada paso 1716 jardines distintos. Si se piensa, proyectar 1716 jardines no es algo excesivo. No es desde luego un número infinito, cosa impensable para la mentalidad oriental.
Los emperadores dispusieron las piedras de ese sendero para que resultase además un calendario de horas y de estaciones, aunque no de todas las horas y de todas las estaciones. Algunas piedras encuentran su razón de ser simplemente en poder mostrar el repentino rojo de un haya en noviembre, otras para ver florecer un melocotonero.
Por eso basta contemplar cinco de estas piedras, para ver un jardín en sí mismo como objeto de reflexión. La disposición de estas losas de piedra en oblicuo representa un atajo a la rectitud del sendero sobre el que se enclavan. Esas cinco piedras escoran su recorrido hacia la izquierda, a la vez que se solapan al sendero recto pero, ¿para qué?, si aquí no existe la prisa. Por mucho que representen un atajo, en el arte nipón ni siquiera el mismo concepto de atajo tiene sentido puesto que ninguna parte debe sacar ventaja a otra.
Ninguno de los dos caminos superpuestos se impone como el más eficaz, simplemente se solapan, cohabitan, como dos formas aceptables de existencia. Lo ortogonal puro que de pronto gira noventa grados inesperados pero se mantiene recto, y lo aparentemente aleatorio, lo informal, lo libre en su angulación y geometría. Aunque sean unas cuantas piedras y unos guijarros, hablan. Aunque no dicen cuál es su verdadera conversación.
Todo se vuelve en este jardín una pura elucubración. "Hay cosas que cuando se quieren explicar demasiado se malogran".
Así, con la arquitectura, tal vez suceda igual.
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