Porque la frase es seria.
Vivir de accidentes constituye en realidad, y si se piensa, el fondo del trabajo del arquitecto. Aunque no en su sentido obvio. El accidente habla de una profesión de la oportunidad (como ese arte de la ocasión del que hablaba Pareyson al tratar de Kierkegaard). Algo que en nada se asemeja a la suerte. Porque el accidente de la supervivencia del arquitecto no ocurre sólo por mala fortuna. Vivir de accidentes, que no de incidentes, es vivir de reducir los niveles de seguridad, tal vez de confort. Es colocarse a tiro de la ocasión. Dicho así el accidente hay que buscarlo, pero no se provoca. Uno reduce los filtros, se sitúa y reduce los factores de protección para que llegue la maldita oportunidad. Los accidentes, de algún modo, se exigen.
Accidentalmente Le Corbusier fue el mejor arquitecto del mundo porque persiguió esa imposibilidad como el que conduce a ciegas por una carretera. Accidentalmente Brunelleschi pudo dedicarse a elaborar una cúpula revolucionaria por haber perdido un concurso para las puertas del baptisterio de Florencia. Accidentalmente Palladio se encontró con Trissino y viajó a Roma…
Sabemos por los accidentes aéreos que son un cúmulo de circunstancias adversas las que los provocan. Fallan sucesivas medidas de protección, fallan los protocolos superpuestos, fallan los solapes. Otra cosa no sería un accidente sino un suicidio. Se dice “que mala suerte” pero en verdad no se piensa en la suerte sino en la mendacidad de quien ha ido saltándose los avisos, a pesar de la contumacia de la realidad, a pesar de la inaguantable visibilidad lumínica y sonora. A pesar del griterío ensordecedor de advertencias.
Y es que el trabajo del arquitecto es el de la reducción de esos factores para que el accidente recaiga sobre él, como un rayo a alguien que camina por una pradera en medio de una tormenta, jugando con una cometa. ¿Cómo, pues, encontrar esos accidentes?. De un sólo modo: insistiendo.
(1) Trueba, David, Blitz, Barcelona: Editorial Anagrama, 2015.