Ese rabo de cerdo era y sigue siendo el símbolo de la arquitectura mendicante. De la arquitectura necesaria.
24 de febrero de 2014
SOBRE EL CERDO DE ERSKINE
“Aunque la gacela es un animal eficaz que corre a sorprendente velocidad”, decía Erskine, ”Dios también creó al cerdo con un hocico que parece un enchufe con ojos, de color de rosa, aunque al mismo tiempo con un encantador rabo en espiral. Los edificios también pueden ser pesados y poco elegantes aunque eficaces, siempre que cuenten con el equivalente a ese rabo de cerdo para granjearse las simpatías de los habitantes" (1). A raíz de eso se entiende mucha de la arquitectura de los años cincuenta y sesenta. En realidad el "brutalismo" con su rechazo consciente a todo aquello que resultara exquisitamente pulido y hermoso, no tenía en su programa más que la renuncia a hacer arquitectura como algo extraordinario, a aceptar las limitaciones de la vida. A mancharse de barro.
A la búsqueda de ese rabo de cerdo se pasó toda aquella generación. ¿Cómo hacer de las instalaciones algo con lo que acercarse a los habitantes?. ¿Cómo extirpar de los materiales todo atisbo de dulzura a cambio de que ellos pudiesen hacerlos suyos?. Ante esas preguntas puede considerarse la exhibición del hormigón en bruto, la desproporción de gárgolas y la exposición impúdica de los conductos de climatización como la única conmiseración hacia el habitante verdaderamente genuina en todo el pasado siglo.
Ese rabo del cerdo de Erskine es la metáfora de una arquitectura posible, vital. La que suplicaba ser habitada a costa de soportar un peso y una falta de elegancia insufrible a la vista de algunos de los más puristas y estirados padres de lo moderno.
Ese rabo de cerdo era y sigue siendo el símbolo de la arquitectura mendicante. De la arquitectura necesaria.
Ese rabo de cerdo era y sigue siendo el símbolo de la arquitectura mendicante. De la arquitectura necesaria.
(1) COLLYMORE, Peter, Ralf Erskine, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1983, Título original, The Architecure of Ralf Erskine, 1982. pp 41
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17 de febrero de 2014
LA CALIGRAFIA DE LA ARQUITECTURA
Dada la tendencia a la escritura de temática predominantemente futbolística o sexual que existe sobre las paredes de cualquier obra, aquellos trazos ilegibles de cal sobre las ventanas que dan a la rampa de la villa Saboya, de Le Corbusier, no dejan de ser un gesto realizado con exceso de celo.
Sobre aquellos vidrios se extienden manchas como los signos de una vieja costumbre de la arquitectura. Cualquiera que haya vivido lo suficiente sabe que se trata de las marcas de cal que se emplearon durante años para dar cuerpo a los vidrios de una obra y saber de su presencia. Hoy, dada su trabajosa limpieza, han sido sustituidas por signos de otro orden, desde cinta adhesiva a marcas de cera aun más leves. Sin embargo, en la imagen, esos bucles blancos son una forma de texto, pautado y firme. No son trazos enigmáticos ya que no esconden un secreto. Simplemente son trazos vagos y conservan maravillosamente el gesto de la caligrafía aunque sin su sentido práctico. Un garrapateo vulgar que hace alusión al campo de la escritura sin serlo.
No hay nada escrito sobre esos vidrios, sin embargo el propio ventanal y la propia Villa Saboya aparecen como un receptáculo perfecto del acto de la escritura. Aquella villa era el soporte óptimo de un graffiti, también de todo lo que se pudiese decir de la modernidad.
En la imagen y a medio camino de la rampa aparecía Christian Zervos, impulsor de la revista Cahiers d’art y editor de muchos de los libros de Le Corbusier, de Picasso y de Lacan. Allí el mecenas y entendido en arte se retrata como si considerase inconscientemente el acto de aquella escritura un logro mayor que la propia arquitectura que visitaba. Claro que todo esto es llevar demasiado lejos una simple fotografía que ya de por sí y sin malicia es rica.
Sin más explicaciones se trata de una obra sobre la que generaciones escribieron y seguirán escribiendo. Y esa imagen quizá sea la mejor metáfora que se pueda encontrar sobre ello.
Sobre aquellos vidrios se extienden manchas como los signos de una vieja costumbre de la arquitectura. Cualquiera que haya vivido lo suficiente sabe que se trata de las marcas de cal que se emplearon durante años para dar cuerpo a los vidrios de una obra y saber de su presencia. Hoy, dada su trabajosa limpieza, han sido sustituidas por signos de otro orden, desde cinta adhesiva a marcas de cera aun más leves. Sin embargo, en la imagen, esos bucles blancos son una forma de texto, pautado y firme. No son trazos enigmáticos ya que no esconden un secreto. Simplemente son trazos vagos y conservan maravillosamente el gesto de la caligrafía aunque sin su sentido práctico. Un garrapateo vulgar que hace alusión al campo de la escritura sin serlo.
No hay nada escrito sobre esos vidrios, sin embargo el propio ventanal y la propia Villa Saboya aparecen como un receptáculo perfecto del acto de la escritura. Aquella villa era el soporte óptimo de un graffiti, también de todo lo que se pudiese decir de la modernidad.
En la imagen y a medio camino de la rampa aparecía Christian Zervos, impulsor de la revista Cahiers d’art y editor de muchos de los libros de Le Corbusier, de Picasso y de Lacan. Allí el mecenas y entendido en arte se retrata como si considerase inconscientemente el acto de aquella escritura un logro mayor que la propia arquitectura que visitaba. Claro que todo esto es llevar demasiado lejos una simple fotografía que ya de por sí y sin malicia es rica.
Sin más explicaciones se trata de una obra sobre la que generaciones escribieron y seguirán escribiendo. Y esa imagen quizá sea la mejor metáfora que se pueda encontrar sobre ello.
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10 de febrero de 2014
LA ARQUITECTURA COMO SIMBOLO
La primera obra del futurismo fue, según el vehemente Marinetti, la fábrica de automóviles Fiat en Turín, del desconocido pero importante arquitecto Giacomo Matte Trucco.
La única obra reseñable de Matte Trucco centró la atención de la modernidad de tal modo que nadie que se considerase moderno dejó de subirse a su cubierta con el mismo ánimo con que se recibe un auténtico bautismo. La pista de pruebas de los Fiat y la fábrica bajo ella fue tremendamente influyente para Le Corbusier, quien se retrató allí conduciendo con la fe y el entusiasmo de un frenético héroe moderno. Y eso que sobre esa pista apenas se pudo circular nunca a más de 60 Km por hora dado lo apretado de sus curvas.
Ningún otro edificio logró representar con mayor plenitud la modernidad que encarnaba el automóvil y los nuevos tiempos que aquella fábrica de automóviles. A pesar de la innegable familiaridad y la mayor eficacia espacial lograda para la fabricación de los modelos Ford, por parte de Albert Kahn, en Detroit.
Quizás ese remate superior, igual que la corona de laurel con que se encumbraba a los héroes clásicos, -citando malévolamente lo dicho ya por Banham y Persico-, hacía de aquella construcción algo más que una fábrica: la fabulosa imagen de la modernidad. El edificio pasó de inmediato a los manuales de la historia de la arquitectura. Y junto a él, el mito del automóvil como signo puro, como bisturí con el que extirpar las formas, los capiteles y los órdenes del pasado.
Desde esa recién despertada sensibilidad del automóvil cabe entender las propuestas de Ludwig Hilberseimer, o del mismo Le Corbusier y el plan Voisin, la coincidencia de los nombres de los automóviles Citroen y de sus casas Citrohan, o incluso el acceso curvado de la Villa Saboya... El automóvil de 1900 era algo tan hermoso como “la victoria de Samotracia”; algo tan hermoso como el Partenón.
Hoy las imágenes de aquellos automóviles parecen reliquias y objetos de museo, passé, mientras que la arquitectura ha envejecido con elegancia... Contemplado con la perspectiva del tiempo, aquella fábrica y esa pista de pruebas de Matte Trucco representan aun, no ya tanto una imagen del lento automóvil o de su antigua modernidad, sino de la fastuosa capacidad de la propia arquitectura para producir los símbolos con que retratar una época, (y como Robert Venturi mintió sin tapujos cuando proclamó como una conquista de la posmodernidad "el simbolismo olvidado de la forma arquitectónica").
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3 de febrero de 2014
AGUJEROS COMO VENTANAS
El busto del Cardenal Scipione Borghese, de Bernini, sin llegar a ser una completa obra maestra, es un ejemplo canónico de la carnalidad y la viveza barroca. Por lo demás en sus detalles se esconde un tipo especial de habilidad difícil de enmascarar. Y de percibir.
Pero existe un lugar donde disimular el talento es imposible, incluso para Bernini; un problema de imposible solución para la escultura: la mirada y, en concreto, el ojo. ¿Cómo representar una mirada con piedra? y lo que aun es más complejo, ¿cómo hacer que esa materia tenga algo de vitalidad precisamente en ese punto?.
Sin entrar en profundidad en la historia completa de esa imposibilidad, que hizo que la estatuaria antigua insertara piedras preciosas y materias nobles en esos puntos, o que se recurriera a pigmentos para imprimir algo de realismo a la mirada, ese problema estuvo presente en el trabajo diario del maestro napolitano, quien probó en ocasiones a dejar los globos oculares en blanco, a marcar el iris y la pupila mediante leves líneas o perforaciones, e incluso, a duplicar los agujeros en cada ojo como signos de una pupila dilatada en la oscuridad de una sala, como en el caso del busto de Gabrielle Fonseca. Porque Bernini ofrece siempre una respuesta en relación al lugar donde va a situarse la pieza.
El caso es que resulta paradójico que para resolver dicho problema recurriese en todas sus esculturas a la sofisticación de un agujero y sus bordes prácticamente en los mismos términos que la arquitectura lo hace con sus ventanas.
Igual que cada ventana absorbe y emite una mirada para lograr que sea una representación fiel de lo que eso significa, Bernini necesita de una especial oquedad con una sombra y un brillo rodeados de un borde preciso. Esos ojos-hueco tienen la vocación de ser reversibles y bidireccionales, igual que una ventana representa una línea que atraviesa la arquitectura en dos sentidos. Como una lanza de dos puntas, esos vacíos son un lugar de acogida y de emisión de luz. Cada ventana matiza, además, el carácter del resto de la obra, del mismo modo que aquellas lágrimas incorporadas a la pupila hablan del carácter acuoso del Cardenal Scipione Borghese.
Al finalizar aquel retrato, Bernini vio aparecer, de improviso, una fisura que atravesaba de lado a lado toda la pieza, dispuesta a arruinar todo su trabajo. A los dos días, es leyenda, tenía lista una copia. Otros dicen que tardó quince.
No es inverosímil soñar que la fisura apareciera precisamente al tallar aquellos agujeros. Al hacer ventanas, ya se sabe, la materia se trastoca.
Pero existe un lugar donde disimular el talento es imposible, incluso para Bernini; un problema de imposible solución para la escultura: la mirada y, en concreto, el ojo. ¿Cómo representar una mirada con piedra? y lo que aun es más complejo, ¿cómo hacer que esa materia tenga algo de vitalidad precisamente en ese punto?.
Sin entrar en profundidad en la historia completa de esa imposibilidad, que hizo que la estatuaria antigua insertara piedras preciosas y materias nobles en esos puntos, o que se recurriera a pigmentos para imprimir algo de realismo a la mirada, ese problema estuvo presente en el trabajo diario del maestro napolitano, quien probó en ocasiones a dejar los globos oculares en blanco, a marcar el iris y la pupila mediante leves líneas o perforaciones, e incluso, a duplicar los agujeros en cada ojo como signos de una pupila dilatada en la oscuridad de una sala, como en el caso del busto de Gabrielle Fonseca. Porque Bernini ofrece siempre una respuesta en relación al lugar donde va a situarse la pieza.
El caso es que resulta paradójico que para resolver dicho problema recurriese en todas sus esculturas a la sofisticación de un agujero y sus bordes prácticamente en los mismos términos que la arquitectura lo hace con sus ventanas.
Igual que cada ventana absorbe y emite una mirada para lograr que sea una representación fiel de lo que eso significa, Bernini necesita de una especial oquedad con una sombra y un brillo rodeados de un borde preciso. Esos ojos-hueco tienen la vocación de ser reversibles y bidireccionales, igual que una ventana representa una línea que atraviesa la arquitectura en dos sentidos. Como una lanza de dos puntas, esos vacíos son un lugar de acogida y de emisión de luz. Cada ventana matiza, además, el carácter del resto de la obra, del mismo modo que aquellas lágrimas incorporadas a la pupila hablan del carácter acuoso del Cardenal Scipione Borghese.
Al finalizar aquel retrato, Bernini vio aparecer, de improviso, una fisura que atravesaba de lado a lado toda la pieza, dispuesta a arruinar todo su trabajo. A los dos días, es leyenda, tenía lista una copia. Otros dicen que tardó quince.
No es inverosímil soñar que la fisura apareciera precisamente al tallar aquellos agujeros. Al hacer ventanas, ya se sabe, la materia se trastoca.
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27 de enero de 2014
"UNA SIMPLE IDEA NUEVA EN ARQUITECTURA"
Bentham fue el inventor del “utilitarismo” y el primero en aplicarlo como tal a la arquitectura. Cualquier arquitecto que haya pronunciado la palabra “util”, por no hablar de los términos “funcional” y “funcionalismo” como son entendidos por lo común, de algún modo le rinde homenaje, malgré lui.
El caso es que al genial Jeremy Bentham le fue encargada la nada fácil tarea de una reforma penitenciaria en la Inglaterra de Jorge III. Tiempo, como todo el mundo sabe, en que cualquier ciudadano inglés, por negocios, vicios o carácter, debiera haber residido por temporadas en habitaciones tan prestigiosas. El resultado del complejo encargo culminó en la propia ruina económica del filósofo pero también en la invención de un modelo arquitectónico de cárcel, “una simple idea nueva en arquitectura” como denominó el mismo, y que llamó Panóptico.
Bentham describió su invento con precisión: "Los aposentos de los presos formarían el edificio de la circunferencia con una altura de seis pisos. […] Una torre ocupa el centro: es la vivienda de los inspectores; […] A su vez, la torre de inspección está circundada por una galería cubierta con una celosía transparente, la cual permite que la mirada del inspector penetre en el interior de las celdas y que le impide ser visto, de manera que con una ojeada ve la tercera parte de sus presos y, al moverse en un reducido espacio, puede ver a todos en un minuto. Pero, aunque estuviese ausente, la idea de su presencia es tan eficaz como la presencia misma […] El conjunto de este edificio es como una colmena de la cual cada celda es visible desde un punto central. El inspector invisible reina como un espíritu; pero ese espíritu puede, en caso necesario, dar inmediatamente la prueba de una presencia real. Esa prisión se llamará panóptico, para expresar en una sola palabra su ventaja esencial: la facultad de ver, con sólo una ojeada, todo lo que allí ocurre”.(1)
El panóptico suponía un modelo de cárcel, en la que Foucault verá una perfecta “máquina de desconfianza total”. Sobre el pensamiento de ese modelo el propio Foucault ha construido su grandeza como filósofo, demostrando la capacidad multiuso del invento de Bentham. Y eso por no incidir en el uso múltiple e indiferenciado que llegó a hacerse del panóptico: desde hospitales, residencias, escuelas, etc...
Hoy que vivimos rodeados de una multitud de miradas que pesan sobre nosotros, parece que el sentirse vigilado no hace que seamos capaces de cambiar un ápice nuestro comportamiento. Sin embargo el modelo de Bentham supone, aun, una transformación en la utilización de la arquitectura no como instrumento puro de la representación del poder sino como un aparato ideológico, social, político y ético. Lo que aumenta el ya por si amplio espectro de complejidad de la arquitectura.
En ocasiones, todavía hoy, se saca en procesión el cuerpo embalsamado de Jeremy Bentham por el University College de Londres para que presida el claustro de profesores, dicen que con voz, pero sin voto.
(1) Carta del señor Jeremy Bentham al señor J. Ph. Garran, diputado ante la asamblea nacional. Por Jeremías Bentham, Dover Street, Londres, a 25 de noviembre de 1791.
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20 de enero de 2014
ARQUITECTURA, AL PUNTO
Desde una Roma echada a las llamas a manos de un Nerón más cuerdo de lo que la historia nos ha hecho pensar, ¡cuantas obras de arquitectura no habrá mejorado el fuego!. Verdaderamente, el fuego ha sabido preservar para el futuro algunas arquitecturas mejor que sus propios habitantes o sus restauraciones, ya que la memoria de las obras es a veces más nítida con la ausencia que con una presencia inapreciada.
Poca gracia tiene que una biblioteca en llamas pierda su contenido, o que una antigua iglesia se deshaga como una pira, pero hoy poco se quema la arquitectura si lo comparamos con lo mucho que el fuego hizo por el urbanismo, los arquitectos y su trabajo en el pasado. Londres, San Sebastián, o la misma Roma no serían las ciudades que son hoy sin ese fuego que las consumió hasta sus cimientos y que obligó a sus habitantes a repensar su futuro de un modo decidido y valiente.
Esta profunda relación entre hogueras y arquitectura, siempre a medio camino entre el drama de la pira funeraria o de las fallas y sus petardos, es la que Zumthor tuvo bien presente a la hora de pergeñar la capilla del hermano Klaus. O la que sufrió Koolhaas en su torre de China y que definitivamente mejoró, y mucho, la obra cercana que permaneció en pie. También esas llamas purificadoras son las que Marco Casagrande ha empleado para destruir su obra y convertirla en símbolo de la arquitectura como ser vivo, con un nacimiento y una muerte.
Aunque de todos los fuegos posibles existe uno que no consume la arquitectura sino que permanece en su interior como un fuego constante: es el que ayuda a que el acero aflore como material entre lingotes incandescentes o que el ladrillo adquiera su consistencia y utilidad constructiva. Ese fuego contenido en la arquitectura, como la chimenea en el centro del hogar, sigue irradiando algo del calor secreto de su materia. De todas las hogueras, de vanidades, colosos en llamas y fuegos fatuos, esa hoguera interna es la que más calienta.
Poca gracia tiene que una biblioteca en llamas pierda su contenido, o que una antigua iglesia se deshaga como una pira, pero hoy poco se quema la arquitectura si lo comparamos con lo mucho que el fuego hizo por el urbanismo, los arquitectos y su trabajo en el pasado. Londres, San Sebastián, o la misma Roma no serían las ciudades que son hoy sin ese fuego que las consumió hasta sus cimientos y que obligó a sus habitantes a repensar su futuro de un modo decidido y valiente.
Esta profunda relación entre hogueras y arquitectura, siempre a medio camino entre el drama de la pira funeraria o de las fallas y sus petardos, es la que Zumthor tuvo bien presente a la hora de pergeñar la capilla del hermano Klaus. O la que sufrió Koolhaas en su torre de China y que definitivamente mejoró, y mucho, la obra cercana que permaneció en pie. También esas llamas purificadoras son las que Marco Casagrande ha empleado para destruir su obra y convertirla en símbolo de la arquitectura como ser vivo, con un nacimiento y una muerte.
Aunque de todos los fuegos posibles existe uno que no consume la arquitectura sino que permanece en su interior como un fuego constante: es el que ayuda a que el acero aflore como material entre lingotes incandescentes o que el ladrillo adquiera su consistencia y utilidad constructiva. Ese fuego contenido en la arquitectura, como la chimenea en el centro del hogar, sigue irradiando algo del calor secreto de su materia. De todas las hogueras, de vanidades, colosos en llamas y fuegos fatuos, esa hoguera interna es la que más calienta.
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13 de enero de 2014
A CIEGAS
Hay algo de aislamiento y de violencia en esa cabeza cubierta delante de una pizarra, con unas manos que parecen arrastrar a su dueño por el encerado, encabritadas e incontrolables.
Esas manos pertenecen al profesor Aulis Blomstedt, sobrio arquitecto, maestro de notables arquitectos fineses y contemporáneo de Alvar Aalto. Aunque Blomstedt, dedicado la extraña conjunción de la teoría y la práctica, inventor del “modulo 60” en curiosa coincidencia con los intereses de Hans Van Der Laan o Juan Borchers al otro lado del mundo, mostró con su obra un apego a la forma racional claramente divergente a la sensualidad con que Aalto trató la suya.
No obstante ahí, encapuchado, renunciando al sentido de la vista, no estudia nada que tenga que ver con modulación, ni con aritmética, sino con algo diferente. Parece que las manos hubiesen cobrado vida propia e hicieran que lo dibujado merodeara muy cerca de aquella tan aaltiana forma fluida. Permitir que las manos tracen por si mismas, tiene que ver con el automatismo de los surrealistas, con una declaración de la arquitectura contraria a lo puramente visual y con una teatralidad de la docencia muy cercana a lo lúdico. Y quizás con más cosas aun.
El secuestro a que voluntariamente se somete Aulis Blomstedt, trata de librarse de una prisión a la que suelen estar sometidos los requerimientos retinianos de la arquitectura. De hecho, el imperativo de lo visual ha dictado la mayor parte de la historia de la arquitectura. ¿Cómo librarse de los ojos al hacer un proyecto?. ¿Por qué librarse de ellos como si fueran más una esclavitud que una ventaja?. Un discípulo de Blomstedt, Juhani Pallasmaa, ha respondido después a esta cuestión de una manera personal dando preeminencia a la mano: ojos en la piel.
Lo cierto es que esa imagen que “traza sin ver”, habla por encima de todo de la renuncia en si misma. Como si ese acto fuese una necesidad arquitectónica primaria y la capucha su metáfora. Porque la arquitectura es, después de todo, una sofisticada forma de renuncia.
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6 de enero de 2014
LOS VINCULOS ENTRE CUERPO, MENTE Y ARQUITECTURA
La moderna neurociencia subraya hoy la continuidad entre cuerpo y mente de maneras impensables para generaciones pasadas. Recientes estudios confirman las intuiciones de artistas, cómicos y zapateros desde hace siglos: el cuerpo y el uso que hacemos de las herramientas y el espacio habitable configuran nuestro desarrollo mental.
De este modo, y tras unos cuantos milenios, hoy podemos afirmar que la arquitectura es capaz de transformar nuestra mente y nuestra concepción del mundo.
Aun sin saberlo, Galileo o Einstein o Hitler debieron algo de su carácter a la arquitectura que habitaron. En algo dependieron, si no como individuos, si al menos como sociedad, de las ciudades en que fueron habitantes. Lo cual no les exonera ni de sus logros ni de sus responsabilidades personales. Como las grandes instituciones de la humanidad, parece que la ciencia también suele llegar algo tarde a estos descubrimientos. A veces hay que esperar largo tiempo para que se demuestre lo que el sentido común ordena.
Tal vez ahora no sea necesario probar el interés de la arquitectura per se. Bastarán unos pocos estudios poblacionales para que algún estadista descubra que resulta más barato hacer buena arquitectura que lo que la sociedad invierte en procesos judiciales, prisiones y demás. Del mismo modo que con el tabaco descubrieron que los gastos sanitarios eran mayores que los ingresos por los impuestos que se recaudaban con cada cajetilla... Quizás un día cercano se descubra que las personas rodeadas de arquitectura decente son capaces de pensar mejor, ser más dichosas o más efectivas con su vida en sociedad. Quizás se demuestre algún día la influencia mefítica de esos cojines bordados con forma de corazón, los maceteros absurdos, las sillas y su cruel diseño, los platos sobre la balda o las cortinas floreadas, en Hitler...
No somos seres civilizados, exclusivamente, porque exista la arquitectura. Sin embargo la arquitectura sirve de escenario esencial para la vida de cada ser humano y por tanto a ella se vincula mucha de nuestra significación y de nuestro carácter.
La arquitectura es esa parte de nosotros fuera de nosotros. Somos lo que un día habitamos.
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30 de diciembre de 2013
LOS FANTASMAS DEL PROYECTO DE ARQUITECTURA
Versión tras versión, cuando ya todo dibujo adquiere nombre de final y de término, cuando aparece la cruel y falsa nomenclatura de “definitivo”, y tras esa la de “definitivo último” o “definitivo bueno”, y más tarde aun la de “versión buena definitiva final”, y se demuestra que no hay final posible y que todas son versiones de algo que difícilmente encajará nunca con nada que no sea un borrador, los archivos de arquitectura se nos aparecen como un listado de fantasmas.
Reflexionar sobre este curioso fenómeno, que puede conducir sin dificultad hacia los campos de la teología o la metafísica gracias a los efectos del insomnio prolongado con que semejantes nominaciones suelen acompañarse, haría más queridos y familiares para nosotros esos archivos perdidos, que son en definitiva los verdaderos ancestros del triunfante proyecto de arquitectura que saldrá a la luz.
Aparentemente poco ha cambiado la forma de trabajo del arquitecto en milenios, sin embargo, la tecnología ha multiplicado ese sinnúmero de fantasmas que habitan y acarician las húmedas entrañas de la forma arquitectónica. Las versiones que atraviesa el proyecto se han centuplicado y la locura de imprimir cada cambio, y renombrar y copiar archivos se hace exponencial cuanto más se acerca el plazo de entrega, aun sabiendo que nunca se encontrará la que culmine la serie. Por ello la futura tarea del historiador de la arquitectura será bien diferente y compleja, ya que tendrá que reconstruir todos esos borradores para poder desentrañar algo del proceso del proyecto digno de estudio.
Tras años de discusión sobre si lo que se ve sobre una pantalla es o no considerado suficientemente digno y por tanto merecedor de autoridad y fijeza, hoy esas versiones fantasma hablan de un lugar en el que el arquitecto puede ensañarse y mostrar su ferocidad crítica porque eso que se ve entre píxeles siempre está tan lejano que, efectivamente, es de otro.
Mientras, esos fantasmas se reproducen, peligran, se pierden, una vez abiertos contienen menos líneas y soluciones de lo que nuestra optimista memoria recuerda, pero ¡ay! sin ellos, apenas se podría acabar algo. Apenas podría edificarse nada si antes el arquitecto no hubiese lanzado sobre la obra esa multitud de ectoplasmas como habitantes primigenios.
A esos fantasmas habría que dedicar algún altar. Igual que Voltaire dedicó una iglesia a Dios.
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23 de diciembre de 2013
ARQUITECTURA DE RISA
En una conocida afirmación de Alejandro de la Sota hay un enigma, al menos para mi, de un calibre persistente e insondable: “La emoción de la Arquitectura hace sonreír, da risa. La vida no”.
Cualquiera que haya tenido la dicha de experimentarlo sabe que la arquitectura, como la música, o el cine, es capaz de provocar algo semejante a una sonrisa. Pero afirmar abiertamente que se trata de risa, a la vista de lo poco que los ciudadanos se ríen con la arquitectura, es una provocación.
Sin embargo y a este respecto, si hubo un instante en que la risa de la arquitectura llegó a dar nombre a un interesante mecanismo: el “Ha-Ha”.
El Ha-Ha es un murete que servía de cerca a las grandes extensiones de césped inglés. Un desnivel que terminaba en uno de sus lados en un muro e impedía que el ganado escapase y sin embargo proveía a los dueños del terreno de una continuidad de vistas sin obstáculos. Con el Ha-Ha todo el territorio estaba disponible a la mirada y bajo control.
Aunque se trata de un viejo invento defensivo, el paisajismo inglés, muy dado a este tipo de sutilezas, lo empleó con placer en el siglo XIX. El cambio de nombre, del originario “salto del lobo” al de “Ha-Ha”, es discutible pero fidedigno. Unas fuentes atribuyen su origen a una legendaria onomatopeya pronunciada por un descendiente de Luis XIV. Aunque según La theorie et la pratique du jardinage, el nombre proviene de la sorpresa que provocaba en los visitantes según se acercaban a tan inesperada zanja. El caso es que en el Ha-Ha hay una carcajada verdaderamente arquitectónica. Tal vez esa admiración del ingenio sea la risa de la arquitectura a la que se refería de la Sota. Y poco tiene que ver con las sorpresas sin gracia, o con las carcajadas debidas a la falta de profundidad de algunas obras.
“Aquí se invierte la función de la risa, se la eleva a arte, se le abren las puertas del mundo de los doctos, se la convierte en objeto de filosofía.”(1)
Cualquiera que haya tenido la dicha de experimentarlo sabe que la arquitectura, como la música, o el cine, es capaz de provocar algo semejante a una sonrisa. Pero afirmar abiertamente que se trata de risa, a la vista de lo poco que los ciudadanos se ríen con la arquitectura, es una provocación.
Sin embargo y a este respecto, si hubo un instante en que la risa de la arquitectura llegó a dar nombre a un interesante mecanismo: el “Ha-Ha”.
El Ha-Ha es un murete que servía de cerca a las grandes extensiones de césped inglés. Un desnivel que terminaba en uno de sus lados en un muro e impedía que el ganado escapase y sin embargo proveía a los dueños del terreno de una continuidad de vistas sin obstáculos. Con el Ha-Ha todo el territorio estaba disponible a la mirada y bajo control.
Aunque se trata de un viejo invento defensivo, el paisajismo inglés, muy dado a este tipo de sutilezas, lo empleó con placer en el siglo XIX. El cambio de nombre, del originario “salto del lobo” al de “Ha-Ha”, es discutible pero fidedigno. Unas fuentes atribuyen su origen a una legendaria onomatopeya pronunciada por un descendiente de Luis XIV. Aunque según La theorie et la pratique du jardinage, el nombre proviene de la sorpresa que provocaba en los visitantes según se acercaban a tan inesperada zanja. El caso es que en el Ha-Ha hay una carcajada verdaderamente arquitectónica. Tal vez esa admiración del ingenio sea la risa de la arquitectura a la que se refería de la Sota. Y poco tiene que ver con las sorpresas sin gracia, o con las carcajadas debidas a la falta de profundidad de algunas obras.
“Aquí se invierte la función de la risa, se la eleva a arte, se le abren las puertas del mundo de los doctos, se la convierte en objeto de filosofía.”(1)
(1) ECO, Umberto: El nombre de la Rosa, Editorial Lumen. 1987.
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16 de diciembre de 2013
UNA VEZ POR SEMANA
Una vez por semana aquel patio oscuro relatado por Sánchez Ferlosio en “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, inesperadamente, se iluminaba. Una vez por semana aquel lugar sucio estrecho y gris adquiría la súbita luz de una visitación periódica. Como si un ser sobrenatural se detuviese repentinamente en aquel rincón.
“Coincidía que todos los vecinos colgaban sus sábanas a la vez, quedaba el patio todo espeso de láminas, del suelo al cielo, como un hojaldre. Entonces sí que llegaba luz abajo, porque las sábanas más altas la tomaban del sol, la que venía resbalando por el tejado y pasaban el reflejo a las del penúltimo piso: éstas a su vez se la daban a las del antepenúltimo. Y así venía cayendo la luz, de sábana en sábana, tan complicadamente, por todo el ámbito del patio, suave y no sin trabajo, hasta el entresuelo ¡Cómo se dejaba engañar la luz por las sábanas y, entrando a las primeras, no podía ya salirse del resbaladero y se iba de tumbo en tumbo, como por una trampa, hasta el fondo, tan a disgusto, por aquel patio sucio, estrecho y gris!”.
Existe una especialísima impertinencia capaz de transformar toda arquitectura en algo significativo. Un desaliño en la rigidez de las formas al que animaba Alvar Aalto al ofrecer “una vulgaridad del día a día como factor esencial de la arquitectura”. Para denominar esos accidentes, ese especial tipo de concreción que vuelve palpable la vida y caracteriza al individuo, Duns Escoto, inventó el término “ecceidad” hace más de nueve siglos. Esas sábanas tendidas son la porción de “ecceidad” que espera la arquitectura para ser resucitada de lo genérico. La arquitectura, cualquier arquitectura, está llamada a ser una vasija trascendente de la vida cotidiana. Cualquier patio deja de ser un patio cualquiera gracias a esa especial huella de la vida que vuelve único lo indiferenciado.
¿Dónde queda pues el mérito del arquitecto si cualquier lugar es en potencia capaz de acoger esas maravillas?. Su mérito está en ofrecer un trabajo dispuesto a amplificar, sin estridencias ni distorsiones, las huellas concretas del habitar. En hacer de la arquitectura un instrumento mayúsculo de la “ecceidad” de la vida.
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9 de diciembre de 2013
UNA ANOMALIA
No sé si observaron una anomalía en la pasada imagen, en el retrato del equipo de arquitectos que trabajaron junto a Le Corbusier para erigir el Capitolio de Chandigarh.
Sí, el arquitecto no está solo, pero intriga y una vez visto no es posible olvidarlo, ese minúsculo y casi inapreciable pájaro negro posado sobre la cubierta de aquel barracón de obra, casi invisible, pero cierto.
Un pájaro negro, tal vez un córvido, insignificante, inmóvil como un especial signo del Espíritu Santo exactamente encima de Le Corbusier.
El arquitecto trabaja siempre acompañado, pero, ¡ay!, ese pájaro negro. Ese pájaro negro quita el sueño porque vino a posarse precisamente sobre la cabeza de ese maldito pintor suizo y no sobre nadie más en aquella foto. Ese pájaro negro quita el sueño porque es el que trajo loco a Salileri y al protagonista de Thomas Bernhard cuando hizo decir en su “Malogrado”: “Si no hubiera conocido a Glenn Gould, probablemente no habría renunciado a tocar el piano y me habría convertido en virtuoso del piano y quizá, incluso, en uno de los mejores virtuosos del piano del mundo”.
“¿Por qué él y no yo? Si es un miserable y un ególatra. Si huele mal”, preguntaba Salieri en su oración al Altísimo, del insoportable Mozart.
¿Por qué precisamente ese pájaro negro vino a posarse sobre la cabeza de alguien como Le Corbusier, justo cuando compartía la modestia anónima de formar parte de un gran equipo?. Quizás la diferencia, la sutil anomalía diferencial está en que “el pianista ideal es el que quiere ser piano, y la verdad es que todos los días me digo, al despertar, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser”, como había dicho Glenn Gould.
Quizás simplemente le Corbusier fue el único que deseó siempre, ferozmente, sin pensar que era un juego, ser arquitectura. Y esa fue su mayor y más verdadera virtud.
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2 de diciembre de 2013
LA FINGIDA SOLEDAD DEL ARQUITECTO
El arquitecto nunca está solo. “El arquitecto no hace él solo ni la caseta del perro”, decía Javier Carvajal. Ambas fórmulas encierran una verdad acuciante: por mucho que algunos de los protagonistas de la arquitectura de todos los tiempos hayan aparecido ligados a la historia con sus nombres bramantes y poderosos, erguidos frente al mundo como monumentos al genio creador, solos no habrían construido ni un refugio de podencos. Ni Palladio, ni Fischer von Erlach, ni Loos, ni Koolhaas, ni mucho menos, Le Corbusier.
Ahí, en la imagen anda precisamente Le Corbusier, perdido entre personas, cercano al centro, cercano a su primo y mano derecha, perdido entre todo el personal que colaboró en la construcción del edificio del Capitolio de la ciudad de Chandigarh. La fingida soledad del arquitecto, producto de una mentalidad renacentista que hacía de cada artesano alguien nacido bajo el signo de Saturno, está cada vez más lejana de aquel padre mitológico. Nuevos mitos han ido ocupando con el paso de las décadas esa incómoda paternidad. La tecnología, la normativa y la complejidad de la vida han puesto cada vez más de manifiesto que, el del arquitecto, es un trabajo cercano al del confesor, al del obrero de la fábrica de automoción, al del pastor de ganado y al del psiquiatra forense.
El papel del arquitecto se haya entre engranajes cada vez más complejos y hace depender su labor de una especial forma de diálogo. Nada está ya supeditado a su voluntad, ni acaso a la de su cliente o a la de los participantes en la obra, sino a la pura y simple consecución coherente de algo superior. Poco queda del arquitecto como general al mando de un ejército. Poco de aquel arquitecto-director de una cacareante orquesta. Poco depende ya la arquitectura de un arquitecto que mande, organice o dirija, porque al mando de todo se encuentra, siempre fue así, algo superior a él llamado Arquitectura. Y es sabido que de no obedecer sus órdenes calmas, por mucho que se la conjure a gritos, no hará acto de presencia.
Ahí, en la imagen anda precisamente Le Corbusier, perdido entre personas, cercano al centro, cercano a su primo y mano derecha, perdido entre todo el personal que colaboró en la construcción del edificio del Capitolio de la ciudad de Chandigarh. La fingida soledad del arquitecto, producto de una mentalidad renacentista que hacía de cada artesano alguien nacido bajo el signo de Saturno, está cada vez más lejana de aquel padre mitológico. Nuevos mitos han ido ocupando con el paso de las décadas esa incómoda paternidad. La tecnología, la normativa y la complejidad de la vida han puesto cada vez más de manifiesto que, el del arquitecto, es un trabajo cercano al del confesor, al del obrero de la fábrica de automoción, al del pastor de ganado y al del psiquiatra forense.
El papel del arquitecto se haya entre engranajes cada vez más complejos y hace depender su labor de una especial forma de diálogo. Nada está ya supeditado a su voluntad, ni acaso a la de su cliente o a la de los participantes en la obra, sino a la pura y simple consecución coherente de algo superior. Poco queda del arquitecto como general al mando de un ejército. Poco de aquel arquitecto-director de una cacareante orquesta. Poco depende ya la arquitectura de un arquitecto que mande, organice o dirija, porque al mando de todo se encuentra, siempre fue así, algo superior a él llamado Arquitectura. Y es sabido que de no obedecer sus órdenes calmas, por mucho que se la conjure a gritos, no hará acto de presencia.
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25 de noviembre de 2013
DESGASTAR
El paso del tiempo deja huella sobre la materia. La arquitectura envejece y los años la completan con la pátina del tiempo. Un recubrimiento que es de más alcance que esa especial costra que el hombre llama historia.
La forma de aceptar el paso del tiempo y de los seres humanos pasando sobre la arquitectura se muestra de muchos modos pero uno de los más hermosos es el desgaste. El desgaste no coincide con la simple erosión sino que representa el inesperado suplemento de vida de la arquitectura. El desgaste no corresponde a la fatiga ni al cansancio sino a una extensión de la forma como algo dinámico y vivo.
Creo recordar que era Quetglas, - siempre que la anécdota es fascinante uno tiene la malsana costumbre de atribuírsela -, quien hablaba de unos pequeños agujeros en los peldaños, junto a las jambas de los portales de algunas casas de Barcelona. Eran las huellas que dejaron el castañeteo prolongado años de unos zapatos de tacón esperando su clientela a la intemperie, quizás en el barrio de Gracia. El desgaste sobre la arquitectura toma cuerpo y goza de mayor dignidad que la huella casual de los obuses en los viejos monumentos.
Se trata de una erosión que conecta la vida con la forma. Algo así se percibe igualmente en esos viejos peldaños de la casa rehabilitada por Fernando Távora, en Villa Nova de Cerveira, que permanecen como un monumento a la eternidad. El ascender prolongado, el sentarse en medio de esos tramos de granito durante años, el incesante caer de la lluvia del alero, el peso de los años y de los cuerpos ascendiendo sobre esas piedras, son un signo más de cómo la arquitectura no es, a fin de cuentas, más que el molde de los hombres en el tiempo.
PE: Me hace llegar mi querido Angél Martínez García-Posada la referencia de esas marcas del taconeo profesional en los soportales barceloneses atribuida a Juan José Lahuerta y publicada en la Vanguardia el 11 de Septiembre de 2002. Es tan buen origen como el de Quetglas. ¡Gracias, Ángel!
PE: Por otro lado, Chus, nos envía las huellas de ese taconeo en la Rambla... ¡Muchas gracias también!
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18 de noviembre de 2013
DESDE DÓNDE SE DIBUJA UN PROYECTO
¿Dónde se sitúa alguien cuando dibuja?, ¿se trata de una distancia o de un tiempo?, se pregunta John Berger. Una cuestión que para nosotros deriva en otra aun más específica, ¿dónde se sitúa el arquitecto al proyectar?, ¿sobre el papel?, ¿por delante y lejos de la superficie de dibujo?, ¿o detrás y dentro de las cosas para extraer su forma?. Preguntas que pueden tener aire de innecesario misticismo pero que contienen en sus posibles respuestas los diferentes modos de dibujo del ser humano. Quizás sus distancias a la vida. Por eso poco tiene de metafísico.
Desde Altamira a Picasso, la postura de ese ser dibujante frente a la superficie de dibujo hace que habite en regiones de existencia extremadamente diferentes.
Proyectamos sobre la punta del lapicero, del mismo modo que la bailarina lo hace sobre la dolorida punta de sus pies. Cada trazo anticipa una forma. El dibujo acaba estando ahí, sobre el papel o la pantalla, con sus líneas más o menos logradas, pero para llegar a ese instante el arquitecto pasea por otra línea invisible que atraviesa perpendicularmente la superficie de papel. De ese modo el que proyecta no está solo a un lado de la realidad con sus ensoñaciones, o en su envés, a una distancia demiúrgica, sino que recorre esa línea y pasa, como Alicia a través del espejo, de la realidad a la ensoñación y a la inversa para poder sacar su trabajo adelante. Un recorrido lleno de peligros puesto que en ese trasiego corre el riesgo de caer de un lado del papel, o lo que es aun peor, de quedar atrapado en él.
Esa ida y vuelta, portando líneas que se depositarán sobre el plano, como el que acarrea a ciegas una vasija llena de agua por un terreno accidentado y sabe que algo del contenido será derramado, trata de llenar con algo más que signos esa superficie para hacer brotar de los viajes algo con sentido. Para que luego, en algún momento, el conjunto pueda llegar a tomar cuerpo de arquitectura.
Ese modo de pensar, semejante a extraer de un saco oscuro la forma precisa, tanteando con las manos pero sin apenas ver, recorriendo con las yemas de los dedos la rugosidad, el calor y los contornos de la forma, es el dibujo para el arquitecto. Nada metafísico. Nada de poesía. Solo cosa de un oficio que piensa con las manos mientras dibuja.
Desde Altamira a Picasso, la postura de ese ser dibujante frente a la superficie de dibujo hace que habite en regiones de existencia extremadamente diferentes.
Proyectamos sobre la punta del lapicero, del mismo modo que la bailarina lo hace sobre la dolorida punta de sus pies. Cada trazo anticipa una forma. El dibujo acaba estando ahí, sobre el papel o la pantalla, con sus líneas más o menos logradas, pero para llegar a ese instante el arquitecto pasea por otra línea invisible que atraviesa perpendicularmente la superficie de papel. De ese modo el que proyecta no está solo a un lado de la realidad con sus ensoñaciones, o en su envés, a una distancia demiúrgica, sino que recorre esa línea y pasa, como Alicia a través del espejo, de la realidad a la ensoñación y a la inversa para poder sacar su trabajo adelante. Un recorrido lleno de peligros puesto que en ese trasiego corre el riesgo de caer de un lado del papel, o lo que es aun peor, de quedar atrapado en él.
Esa ida y vuelta, portando líneas que se depositarán sobre el plano, como el que acarrea a ciegas una vasija llena de agua por un terreno accidentado y sabe que algo del contenido será derramado, trata de llenar con algo más que signos esa superficie para hacer brotar de los viajes algo con sentido. Para que luego, en algún momento, el conjunto pueda llegar a tomar cuerpo de arquitectura.
Ese modo de pensar, semejante a extraer de un saco oscuro la forma precisa, tanteando con las manos pero sin apenas ver, recorriendo con las yemas de los dedos la rugosidad, el calor y los contornos de la forma, es el dibujo para el arquitecto. Nada metafísico. Nada de poesía. Solo cosa de un oficio que piensa con las manos mientras dibuja.
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11 de noviembre de 2013
LA AMENAZA OCULTA DE LOS OBJETOS
¿Por qué resulta tan inquietante la imagen de Peter Menzel?. ¿Por la intemperie?, ¿Por el exceso?. Tal vez, también, porque la mera exhibición de los objetos al exterior deja la arquitectura como una carcasa vacía.
Curiosamente el estuche de la casa occidental es desde hace tiempo la funda de esos muebles y no de sus habitantes. Tanto que ni siquiera los habitantes son ya usuarios de los objetos sino que sucede más bien a la inversa: superado el empacho visual de esa exhibición, superada la incomprensible sonrisa de sus inconscientes prisioneros, cada objeto reclama un cuerpo del que nutrirse. Los electrodomésticos con sus mandos a la altura precisa, la blandura de los juguetes de colores infantiles, las resplandecientes y entalladas bicicletas, todo se comporta como un molde, no solo funcional sino métrico, de esos seres felices.
Curiosamente el estuche de la casa occidental es desde hace tiempo la funda de esos muebles y no de sus habitantes. Tanto que ni siquiera los habitantes son ya usuarios de los objetos sino que sucede más bien a la inversa: superado el empacho visual de esa exhibición, superada la incomprensible sonrisa de sus inconscientes prisioneros, cada objeto reclama un cuerpo del que nutrirse. Los electrodomésticos con sus mandos a la altura precisa, la blandura de los juguetes de colores infantiles, las resplandecientes y entalladas bicicletas, todo se comporta como un molde, no solo funcional sino métrico, de esos seres felices.
La acumulación tal vez sea el último reducto del habitar moderno. Y por eso puede que la exhibición a la intemperie del mobiliario sea tan poderosa. Porque significa el desahucio más de los objetos que de sus inquilinos. Mientras, la arquitectura, ajena a todo, podría dar cabida a otros moradores sin inmutarse. Como si la arquitectura no hubiese sido nunca capaz de ser, hasta el extremo, una funda precisa de seres humanos. Como si toda teoría funcionalista tuviese su verdadero rango de validez en los objetos.
¿Por qué resulta tan inquietante la imagen?. Porque los objetos sin relación convierten todo en objeto, y no, como cabría esperar, en un fiel retrato de sus dueños.
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4 de noviembre de 2013
UNA DELGADA LINEA NEGRA
De Álvaro Siza cabe admirar su talento, su facilidad, la alegría de su arquitectura, y, como les sucede a los grandes, su suerte.
En el pabellón de Carlos Ramos, en Oporto, puede verse un ejemplo de ese especial tipo de fortuna. Al dibujar sus alzados, en algún momento, inexplicablemente, Siza “olvidó” borrar una línea negra que no correspondía con forjados, ni con despieces, ni cambios de materia, ni resaltos. Una línea perdida y sin sentido que el constructor se vio en la necesidad de dar cuerpo a pesar de no poder entender su motivo. Aunque si la obra era de un maestro, pensó, algún sentido tendría. Y la interpretó.
Sobre un lateral del pequeño pabellón Carlos Ramos en Oporto una línea negra, delgada y de pequeñas teselas vitrificadas en negro, recorre horizontalmente su fachada. Inexplicablemente hermosa. Como un acento arquitectónico.
De ese descuido cabe un aprendizaje inmediato para cualquier arquitecto durante su formación: toda línea se construye. Todo lo dibujado acaba y tiene como finalidad una realidad física y tangible. En el caso de Siza cabe aludir a la suerte. Para el resto de los mortales esa línea sería un error irremediable, un horror.
Aunque en arquitectura esa suerte, la suerte de una buena interpretación, hay que ganársela - igual que un militar se gana el respeto en el campo de batalla- con otras miles de líneas con probado sentido. Tal vez por eso no se trate de suerte sino de algo parecido a un especial estado de atención que hace que cualquiera que participa en una obra maestra sepa, a priori, que cada dibujo es cosa seria. Porque para el arquitecto todo dibujo, cada línea, es intencionada y no cabe apenas nada fuera de esa vocación. Hay que recordarlo.(1)
(1) Cuantas veces no habremos hablado de esa línea perdida con P. Saiz.
En el pabellón de Carlos Ramos, en Oporto, puede verse un ejemplo de ese especial tipo de fortuna. Al dibujar sus alzados, en algún momento, inexplicablemente, Siza “olvidó” borrar una línea negra que no correspondía con forjados, ni con despieces, ni cambios de materia, ni resaltos. Una línea perdida y sin sentido que el constructor se vio en la necesidad de dar cuerpo a pesar de no poder entender su motivo. Aunque si la obra era de un maestro, pensó, algún sentido tendría. Y la interpretó.
Sobre un lateral del pequeño pabellón Carlos Ramos en Oporto una línea negra, delgada y de pequeñas teselas vitrificadas en negro, recorre horizontalmente su fachada. Inexplicablemente hermosa. Como un acento arquitectónico.
De ese descuido cabe un aprendizaje inmediato para cualquier arquitecto durante su formación: toda línea se construye. Todo lo dibujado acaba y tiene como finalidad una realidad física y tangible. En el caso de Siza cabe aludir a la suerte. Para el resto de los mortales esa línea sería un error irremediable, un horror.
Aunque en arquitectura esa suerte, la suerte de una buena interpretación, hay que ganársela - igual que un militar se gana el respeto en el campo de batalla- con otras miles de líneas con probado sentido. Tal vez por eso no se trate de suerte sino de algo parecido a un especial estado de atención que hace que cualquiera que participa en una obra maestra sepa, a priori, que cada dibujo es cosa seria. Porque para el arquitecto todo dibujo, cada línea, es intencionada y no cabe apenas nada fuera de esa vocación. Hay que recordarlo.(1)
(1) Cuantas veces no habremos hablado de esa línea perdida con P. Saiz.
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28 de octubre de 2013
LOS ARQUITECTOS EN TELEVISIÓN
Jacob Berend Bakema, arquitecto algo olvidado pero notabilísimo artífice de mucho de lo mejor del Team X, tuvo un programa de televisión a finales de los años 60 de gran éxito y mayor repercusión. El resultado de aquellas emisiones fue recogido en un libro titulado “Del peldaño a la ciudad. Una historia sobre la gente y el espacio”. Aquel programa logró difundir la arquitectura a una generación entera de holandeses. Tal vez incluso logró hacerla más accesible.
A John Summerson, la cadena BBC le encargó seis charlas para ser retransmitidas en directo. Luego fueron trascritas en otro libro que pasó a formar parte de la bibliografía de cualquier escuela de arquitectura que se preciase de tener raices. “El lenguaje clásico de la arquitectura” se convirtió en un clásico a la altura del lenguaje clásico sobre el que versaba.
Wright apareció en concursos televisivos como estrella invitada y hoy da cierto apuro ver su grandeza como arquitecto arrastrada sobre un plató televisivo en un torpe blanco y negro.
A este lado del mundo, una generación debe su vocación a haber presenciado los aspavientos entusiastas de Sáenz de Oíza hablando de arquitectura en una pantalla telefunken antes de saber siquiera quien era Sáenz de Oíza y la misma arquitectura. De esos programas interesaba la exudación de arquitectura en cada gesto del viejo maestro más que su, para muchos, aún desconocida obra.
A raíz de lo expuesto queda claro, pues, que la arquitectura se ha apoyado de esta fuerza del medio televisivo mucho antes del actual e inmisericorde peregrinaje del arquitecto por los programas de sobremesa. Sorprendentemente en el pasado esa exhibición no sólo fue para la exaltación de su figura, sino que fue sentida como una responsabilidad pedagógica hacia lo que significaba la ciudad y su disciplina.
Aunque, si todos ellos sabían bien que “el medio es el mensaje”, ¿acaso la arquitectura no es en sí un medio de suficiente musculatura?. ¿No está más cerca de explicar correctamente lo que es arquitectura cualquier edificio de Oiza, Bakema o Wright por sí mismo que un mando a distancia apuntando a una pantalla?.
En un momento en el que es tan sencillo llegar a ver arquitectura en vivo, cuando los archivos de los mejores arquitectos están a un golpe de ratón, o cuando el acceso a lo último construido en cualquier rincón del mundo es publicado de inmediato, cabe preguntarse si la profundidad del lenguaje arquitectónico estuvo nunca tan lejano a ser comprendido. Porque si aceptamos que el medio es el mensaje, el de la arquitectura es arquitectura. Sin más.
Aun hoy eso, misteriosamente, hay a quien desespera. Y a quien entusiasma.
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21 de octubre de 2013
LO GRAVE DE LA GRAVEDAD
En arquitectura, lo grave de la gravedad es que no podemos escapar a su preciosa influencia. Frente al resto de las artes, libres de está penosa limitación, la arquitectura ha hecho del lastre gravitatorio su primera virtud.
Debido a esta fuerza extraña y no bien explicada aún por la física -puesto que los gravitones son todavía el equivalente de un flogisto inagotable- se han escrito los episodios más notables de la historia de la arquitectura. Los devaneos del hombre con esta línea vertical e invisible permiten reconstruir su grado de civilización más allá de cuestiones meramente estructurales o formales.
Desde una óptica concentrada en la fuerza de la gravedad, hasta los ordenes de la arquitectura clásica podrían ser considerados poco más que una compleja colección de desagües de esa sustancia transparente e inagotable. Cada columna es y ha sido un sumidero de la gravedad. Cada capitel, sea dórico o corintio, debe su forma a la recogida de una carga desde una altura superior. El abombamiento en el último tercio del fuste de la columna que llamamos éntasis, significa el esfuerzo de ese canalón por resistir como resiste un saco cargado. Cada plinto, escocia y toro, más que molduras son anillos que embridan los golpes de sifón de esa sustancia al aterrizar contra el estilóbato.
La arquitectura es el embudo civilizatorio de la fuerza de la gravedad, también su símbolo: la más sofisticada y exquisita plomada descubierta por el hombre.
La arquitectura es el tributo del ser humano a la gravedad. Un tributo que esta fuerza, constante, ciega e impertérrita, acaba tarde o temprano derribando, sin esfuerzo y sin percatarse, para gloria de la naturaleza y humildad del arquitecto.
Debido a esta fuerza extraña y no bien explicada aún por la física -puesto que los gravitones son todavía el equivalente de un flogisto inagotable- se han escrito los episodios más notables de la historia de la arquitectura. Los devaneos del hombre con esta línea vertical e invisible permiten reconstruir su grado de civilización más allá de cuestiones meramente estructurales o formales.
Desde una óptica concentrada en la fuerza de la gravedad, hasta los ordenes de la arquitectura clásica podrían ser considerados poco más que una compleja colección de desagües de esa sustancia transparente e inagotable. Cada columna es y ha sido un sumidero de la gravedad. Cada capitel, sea dórico o corintio, debe su forma a la recogida de una carga desde una altura superior. El abombamiento en el último tercio del fuste de la columna que llamamos éntasis, significa el esfuerzo de ese canalón por resistir como resiste un saco cargado. Cada plinto, escocia y toro, más que molduras son anillos que embridan los golpes de sifón de esa sustancia al aterrizar contra el estilóbato.
La arquitectura es el embudo civilizatorio de la fuerza de la gravedad, también su símbolo: la más sofisticada y exquisita plomada descubierta por el hombre.
La arquitectura es el tributo del ser humano a la gravedad. Un tributo que esta fuerza, constante, ciega e impertérrita, acaba tarde o temprano derribando, sin esfuerzo y sin percatarse, para gloria de la naturaleza y humildad del arquitecto.
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14 de octubre de 2013
CONCIERTO DE ARQUITECTURA
La ciudad es el instrumento musical por antonomasia de la modernidad. Esto ha sido probado antes incluso de que la modernidad existiese como tal. Los “intonarumori” (entonaruidos), fueron los inventos de Luigi Russolo y Ugo Piatti para recrearlos.
Esto bastaría para probar la constante relación de la arquitectura con la música, más allá incluso de la equivalencia “congelada” entre ambas.
Esa música arranca desde la construcción de la arquitectura, donde ya provee interesantes conciertos. El lento ascenso de la cubierta de la Galería Nacional de Berlín, fue atendida como una sinfonía por Mies Van der Rohe y toda una multitud que acudió a escuchar los quejidos de la estructura al elevarse. El esfuerzo de la losa negra de acero ascendida por majestuosos gatos hidráulicos fue un acto con más efectos musicales que constructivos o formales, pues en realidad a Mies sólo le importó siempre una precisa distancia del suelo a techo y no sus gradientes.
El concierto allí presenciado debió estar a la altura de alguno de los mejores de Stockhausen.
Toyo Ito, por su parte en la Mediateca de Sendai hablaba de los chasquidos de la estructura de acero al contraerse y retorcerse después de ser soldada. Chirridos nocturnos de parto, quizás mejor que ese prolongado ruido de fondo que es el 4,33´´, de John Cage.
La propia arquitectura se encarga de emitir a diario los crujidos de suelos, los golpes de sus desagües y los de sus ascensores intempestivos.
Los conciertos de la arquitectura son permanentes y son tanto mejores que los de sus habitantes. Los inaguantables ruidos, llantos y gemidos de las paredes vecinas llegan a nosotros a través de una arquitectura siempre demasiado débil.
Porque puestos a elegir es preferible contar con la arquitectura como proveedora de música que sus habitantes (cuando no son profesionales): “En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde…” (1)
(1) CORTÁZAR, Julio. Un tal Lucas. Madrid: Ediciones Alfaguara, 1979.
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7 de octubre de 2013
LA DISTANCIA DE LA ARQUITECTURA
Sobre la isla de Utterö, en un peñasco poco más grande que un huerto del archipiélago de Estocolmo, Sigurd Lewerentz erigió la tumba Bergen el año 1929. La intención del arquitecto sueco pasaba por la sacralización de ese insignificante terreno y dotarlo de algo del simbolismo necesario para hacer de el un lugar memorable. Empleó como únicos elementos para lograrlo, un camino, una lápida, un asiento y una cruz.
Desde el embarcadero nacía un sendero que se adentraba en línea recta hasta el interior y que se interrumpe como se interrumpe una vida. En un claro entre los abetos y álamos, colocó una lápida de piedra. La proximidad de la tumba al camino provee de un momento de silencio, de pie. Más lejos pensó en un banco pequeño y rudo del mismo material que la losa, dispuesto a una distancia extraordinaria, casi lejana. Incómoda.
Tal vez por eso la separación que aparecía entre tumba y banco en el plano de Lewerentz hoy se ha perdido, aproximada por el tiempo o las circunstancias. Apenas es posible ya reconocer siquiera el sendero de piedra.
Sin embargo ese punto que supone la tumba, ese sumidero y centro, construía su carácter sagrado más que por su geometría o su forma, por esas distancias precisas al banco y al camino, como si la arquitectura fuese allí, antes de nada, un arte de la distancia exacta.
Gracias a una distancia recorrida hasta al tumba se reconfigura el perímetro de la isla. Gracias a una distancia precisa tenía sentido una cruz, clavada como una estaca sobre un pequeño resalto a la espalda del banco y que hacía las veces de contra-punto a la losa horizontal. Esas distancias reclamaban un tipo de atención sorda más allá de lo que impone la forma, la materia y la métrica de los propios objetos. Esas distancias construyen límites sin nombrar sus perímetros.
Sobre el plano de Lewerentz, dibujada en el interior de la propia isla, aparecía otra cruz, que con sus brazos abiertos hacia los puntos cardinales permanecía señalando una última distancia a considerar: la del norte inalcanzable.
Puede que todo proyecto deba contener todas ellas.
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30 de septiembre de 2013
TEOREMA DEL PEQUEÑO PUNTO BLANCO
Veermer hizo aparecer un pequeño punto blanco sobre una perla y sobre ese gesto y poco más, aún hoy se extiende su fama. Ese pequeño punto blanco no era ninguna novedad pero si una declaración estética. Fue costumbre durante el siglo XVI que los pintores flamencos colocaran esa pequeña pincelada de blanco sobre los jarrones y las frutas de sus pinturas. Derain lo recuerda emocionado y hace una brillante observación sobre su falta de veracidad. Ese punto blanco no sólo era innecesario, sino que en realidad no pudo ser percibido por ellos. No existe como tal ningún color ni una luminosidad semejante sobre ningún objeto. Esa pincelada era prescindible incluso desde el punto de vista de la composición. No obstante su importancia es capital.
André Bretón apostilla, “si enciendo una vela por la noche y la alejo de los ojos hasta que no pueda distinguir la llama, la forma de esa llama y la distancia que me separa de ella se me escapan. Sólo es un punto blanco. El objeto que pinto, el ser que está ante mí, sólo vive si hago aparecer en él ese punto blanco”.
Ese recurso del punto blanco fue rescatado conceptualmente por Barthes para la fotografía como el punctum: “ese azar que en ella me despunta” y que es capaz de hacer que una imagen adquiera suficiente consistencia como para clavarse como un dardo en nosotros. Ese mismo caso del pequeño punto blanco se da en literatura. “¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!”, gritaba exhausto Nabokov a sus alumnos.
En arquitectura este punto blanco se concentra en labrar un pequeño detalle, en un gesto leve, en un giro o en un matiz suficientemente denso que hace que la obra, de improviso, cobre “vida”. Ese pequeño punto blanco puede encontrarse en las Termas de Peter Zumthor bajo una profunda grieta de luz inútil. En el leve giro de la casa Stennas de Asplund, en el primer peldaño de la casa de Frank Gehry en Santa Mónica o en un pilar aparentemente prescindible de Lewerentz. La casa japonesa concentra un minúsculo brillo en medio de la sombra con idéntica sensibilidad. Un reflejo dorado es capaz de introducir luz al fondo de la casa, un punto blanco que se constituye en un conocido “elogio de la sombra”.
Descender hasta esos detalles es lo importante. Hurgar en ellos como hurga un animal en una herida. Profundizar hasta que brille al fondo, efectivamente. En arquitectura no son los detalles lo que cuentan, sino ese maldito detalle que hace de punto blanco.
André Bretón apostilla, “si enciendo una vela por la noche y la alejo de los ojos hasta que no pueda distinguir la llama, la forma de esa llama y la distancia que me separa de ella se me escapan. Sólo es un punto blanco. El objeto que pinto, el ser que está ante mí, sólo vive si hago aparecer en él ese punto blanco”.
Ese recurso del punto blanco fue rescatado conceptualmente por Barthes para la fotografía como el punctum: “ese azar que en ella me despunta” y que es capaz de hacer que una imagen adquiera suficiente consistencia como para clavarse como un dardo en nosotros. Ese mismo caso del pequeño punto blanco se da en literatura. “¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!”, gritaba exhausto Nabokov a sus alumnos.
En arquitectura este punto blanco se concentra en labrar un pequeño detalle, en un gesto leve, en un giro o en un matiz suficientemente denso que hace que la obra, de improviso, cobre “vida”. Ese pequeño punto blanco puede encontrarse en las Termas de Peter Zumthor bajo una profunda grieta de luz inútil. En el leve giro de la casa Stennas de Asplund, en el primer peldaño de la casa de Frank Gehry en Santa Mónica o en un pilar aparentemente prescindible de Lewerentz. La casa japonesa concentra un minúsculo brillo en medio de la sombra con idéntica sensibilidad. Un reflejo dorado es capaz de introducir luz al fondo de la casa, un punto blanco que se constituye en un conocido “elogio de la sombra”.
Descender hasta esos detalles es lo importante. Hurgar en ellos como hurga un animal en una herida. Profundizar hasta que brille al fondo, efectivamente. En arquitectura no son los detalles lo que cuentan, sino ese maldito detalle que hace de punto blanco.
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26 de septiembre de 2013
EL ARTE DEL COLLAGE EN ARQUITECTURA
El collage es la confluencia de un estado de la civilización y uno biográfico. “El collage es pobre. Durante mucho tiempo se seguirá negando su valor. Se tiene por reproducible a discreción. Todo el mundo cree que puede hacerlo”, decía Louis Aragón. Desgraciadamente nada es fácil en el campo de la forma.
El collage sabe de un mundo demasiado anciano como para producir verdaderas novedades, por eso para el bricoleur, que es su autor para Levi Strauss, sólo cabe la opción de hablar a través de la forma ya usada y despreciada. El mundo del collage es el de la pos-producción (más que el de la posmodernidad). El “copy-paste”, los links en la red y el sampling son sus parientes cotidianos; la cita, el homenaje y la copia, los egregios.
El collage es para la arquitectura una de las estrategias fundamentales de su pensamiento. Por eso el aprovechar fragmentos de otras arquitecturas ha dependido no solamente de la escasez de los medios disponibles sino de un especial temperamento. El empleo de fragmentos robados y formas intrusas ha supuesto una verdadera fuente de vitalidad. La mezquita de Córdoba, ya un collage por si mismo por el trabajo de reciclaje de sus estructuras y capiteles, se revitaliza con la inclusión de una catedral en su seno. Otro tanto cabría decir de El palazzo de Té, de Giulio Romano, donde la colisión de fragmentos del renacimiento adquiere una nueva lógica gracias al mérito de su disposición alterada…La lista no es infinita, tampoco precaria.
Hoy, en un momento histórico donde la arquitectura concentra todo su ser en el encuentro sublime, el collage se muestra como detalle de primera magnitud. Un trabajo que no depende, al contrario de lo que se cree, del simple pegamento o las tijeras, sino del criterio y la sabiduría del que recorta. En realidad el pensamiento de la arquitectura es fragmentario y la ilusión de unidad siempre se ha logrado por mecanismos artificiales y forzados.
El golpe de las tijeras está siempre presente y es por siempre una herida abierta. Por eso mismo sin el collage no puede entenderse la vitalidad de la obra de Koolhaas, del último Le Corbusier, ni de Lubetkin, Sostres o Gehry. Tampoco el porqué de sus desacuerdos ni la mezcla de ese aire de ancianidad y de renovado optimismo que adquieren muchos proyectos de la modernidad, a pesar de la falta de novedades que aparentemente contienen.
A estas alturas de la civilización, donde lo roto y fragmentario no ha encontrado nada que lo mantenga unido, donde ni la ciencia ni la filosofía han dado con un sistema unitario y coherente, tan sólo las figuras de Schwitters, Tinguely y Duchamp nos escoltan iluminando con sus obras hacia ese lugar demasiado lleno de oscuridad que es el futuro. En este panorama, el collage es de las pocas estrategias que mantiene inagotado el optimismo de la arquitectura.
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22 de septiembre de 2013
EL PRINCIPAL PROBLEMA DEL ARQUITECTO
El principal problema del arquitecto, - sin tratar el de su supervivencia-, tal vez sea el de evitar la tentación de juntar materiales para hacer una obra. Recuerda Sábato que fue Claudel quien dijo que no fueron las palabras las que hicieron la Odisea, sino al revés. En la obra, una placa de yeso, un paño de vidrio o un perfil de acero, de algún modo dejar de serlo, para descubrirse como yeso, acero y vidrio, en un sentido auténtico. Y se descubre ese estado aun más universal y profundo desde una disposición combinatoria precisa y no otra. Por tanto no importa la materia en bruto sino el proyecto que lleva a que en verdad aflore como sustancia densa. En realidad en la construcción los materiales deben dejar de serlo para transustanciarse en otra cosa mayor. El problema del arquitecto no es colocar un perfil de acero junto a otro, sino el que ese conexión, a la vez que responde a algo mayor, logre hacerse acero intemporal. (Y se dice no en su duración, sino en su sentido).
Podemos hablar de los problemas infinitos de la casa Farsnworth de Mies Van der Rohe, de sus fallos constructivos y de su pésima climatización, ya que en efecto es una obra plagada de problemas de todo orden. Se compara con la obra de un Philip Johnson sin problemas, y está bien. Dejando de lado el pequeño detalle de que el conjunto de toda la obra de Philip Johnson no equivale a un sólo pilar de aquella casa, se olvida que esas fallas son precisamente su fuente de vitalidad, su grandeza y su amplitud. Esos problemas son una puerta abierta a algo aun mayor respecto a lo que es el simple vidrio y el acero.
Ningún purista habría permitido en esa obra que el acero de un pilar y la losa de cubierta se encontrasen por su exterior con semejante falta de lógica constructiva y estructural. (Al igual que ningún purista vio con agrado que la torre del Seagram escondiese su estructura de acero en una camisa de hormigón para luego hacerla aparecer de bronce al exterior).
Llegados a un punto, el principal problema del arquitecto tal vez sea el bizantinismo de preguntar ante todo por el “cómo” y no por el “qué”, desligando unas preguntas que en realidad deben ser idénticas.
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16 de septiembre de 2013
LOS TIEMPOS INTERMEDIOS
Está probado que las inspiraciones místicas resultan a menudo peligrosas. Javier Gomá nos ha recordado que el creador es un ser raptado por las musas: mousóleptos. Cuando la musa se aproxima y nos susurra, su aliento es cálido y deslumbrante. Pero también abrasador.
Lorca empezó a escribir poesía “obedeciendo a unas órdenes categóricas del espíritu”. Sin embargo se encargó bien de diferenciar entre esas musas y el hispánico aliento del duende. Goethe definió algo parecido a ese duende lorquiano mientras estaba escuchando a Paganini: “poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”.
Desgraciadamente esos seres mitológicos pronto se desvanecen. Es probada su inconstancia pues no persisten en la llamada en ese rapto ni en los sujetos sobre los que insuflan su breve aliento. Tal vez por eso las musas no deben dejarse pasar sin más. Tras su rapto inconsistente deber ser agarradas brutalmente por la cabellera, como se hace con una bestia encabritada y salvaje para no caer al suelo.
No soltar esa cabellera hirviente es la verdadera tarea del creador. Si los instantes iniciales de la arquitectura están mitificados, pues algo rozan que desborda lo humano, es en los estadios intermedios donde se pone a prueba el oficio y la técnica y una extraña fidelidad a ese aliento irrenunciable.
A las dos horas en que Frank Lloyd Wright pergeñó los primeros trazos de la Casa de la Cascada siguieron años en que cada uno de los detalles fueron afinándose sobre el papel y construyéndose con ayuda de cuidadosos artesanos. Si esa obra es empleada para hablar de la excepcionalidad de un comienzo abrumadoramente veloz, sin ese espacio intermedio donde la arquitectura se pule y desbasta, no existiría hoy tal como la conocemos.
La historia de las catedrales es la historia de esos estadios intermedios. Las musas no visitaron las viejas catedrales góticas ni a sus constructores, que no conocieron el instante inicial de una obra que heredaron comenzada y que dejaron sin concluir a sus descendientes. Sin embargo su oficio de arquitectos, persistentes y fieles a una misión asumida como propia, les permitió esos relevos con energías y talento.
La breve construcción del monasterio del Escorial, apenas veintiún años, prácticamente no tuvo más que algún breve momento de inspiración. Juan de Herrera asumió la obra de Juan Bautista de Toledo y puso su mucho talento al servicio constante de la musa de su predecesor. La sabiduría de cada una de las decisiones para la consecución de la mejor obra posible no resta ni un ápice a su autoría ni a su altura como maestro.
Desde los pasos iniciales a la obra construida la cronología se interrumpe por escalones, en ocasiones insalvables y contrarios al creador, por obstáculos de todo orden que pueden llevar todo al traste. En ese instante el rapto de las musas queda lejano. Sin embargo las manos cansadas deben permanecer agarradas a aquella larga, larguísima cabellera, como a la estela de un cometa, o como un agricultor a un arado.
Debe existir algún dios invisible y callado de los estadios intermedios. Es el dios lento y constante de la arquitectura. Un dios apenas compartido salvo, quizás, por la agricultura.
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9 de septiembre de 2013
¿POR DONDE EMPEZAR UN PROYECTO?
Los datos iniciales del proyecto de arquitectura son una maraña que conviene no desembrollar sino levemente. Frente a la aparente intuición de que para resolver el ovillo basta encontrar el principio y luego deshacer sus nudos y sus dificultades, el proyecto de arquitectura exige otro orden de actuación, cercano al del científico: añadir líquidos, tintar, calentar, cultivar y esperar. Se trata más bien de lanzar hipótesis sobre esa madeja incomprensible para probar cuales de esos tejidos cruzados son constituyentes imprescindibles y cuales pueden ser descartados.
Curiosamente ese enredo y las reacciones que provoca al dibujarlo hace que las preguntas que se han lanzado, más pronto que tarde, hagan aparecer un resultado sospechoso, una muestra que reclama atención por su viveza. De esas hipótesis descabelladas, o infantiles o evidentes pero no comprobadas, como de un destello invisible surgido desde el interior de alguno de esos dibujos, aparece la anomalía que justifica el aparente desorden de la madeja primaria. Entre el dibujar experimental, de pronto, alguno contiene la totalidad de la maraña de un modo que la trasciende. La mirada especializada y atenta ve de entre todos esos trazos, un nuevo y leve desarrollo y prueba una nueva tinción, o quizá la necesidad de un nuevo cultivo.
De entre todas esas soluciones que aparecen en mitad de un proceso imparable, alguna cobra carácter autónomo y crece en riqueza y complejidad sólo con volcar un poco de cuidado sobre ella. Pronto se hace innecesario recurrir a las temperaturas precisas, ni la desinfección exquisita y controlada de ese especial laboratorio, porque ya el proyecto crece y se desarrolla por si mismo. Entonces sólo resta alimentar la arquitectura con más y más trabajo, dejando que se desarrolle sin otra intervención que no sea la del buen criador. Bastará con procuran el nutriente justo, ni excesivo ni parco, para que sus diferentes órganos adquieran el tamaño justo, a la velocidad precisa, sin adelantar ni forzar su crecimiento, sin violentar su vocación como ser autónomo.
Luego dejarlo marchar y volver a empezar, con la incertidumbre y la alegría de descubrir una nueva madeja sobre la que no sirven precisamente los mismos experimentos aunque si la misma actitud expectante, el mismo modo de hacer, la misma pulcritud y la misma mirada atenta, ya más experta y mejorada.
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2 de septiembre de 2013
ARQUITECTURA DE CUIDADO
Con el cuidado de una extraña danza conocida sólo por él, ver manejar a un maestro vidriero su material, con sus bruscos aspavientos, los leves giros de su hueco bastón de mando sobre una sustancia ardiente y pastosa, las pinzas de cirujano que hacen las veces de dedos metálicos y los ojos vigilantes dirigidos sin descanso a la obtención de una forma, en realidad siempre irrepetible, es, de por si, un espectáculo digno de veneración.
Mientras, en la escena aparece otro personaje, que con su cuerpo parece estar interpretando la misma tensión del vidriero aunque diferida y anticipada. Un cuerpo que contiene la intranquilidad de un director de orquesta, o de un padre al ver dar unos primeros pasos de su hijo. Una postura que reclama cuidado sobre el trabajo que otro realiza. Un cuidado solícito y temperado que se dirige hacia el propio objeto que se ve aparecer, tratando que no se malogre. “Con cuidado, con cuidado...”, parece decir todo, la chaqueta y la nariz irrepetible de Carlo Scarpa. Todo, por favor, con cuidado.
Hay un gesto en la vida de los hombres que significa la totalidad de su existencia, al completo, dice Borges. Sería casual que la fortuna nos hubiese dado la ocasión de verla plasmada en una imagen. Por eso cabe pensar que Scarpa repitió este gesto en multitud de ocasiones y esta imagen es solamente una de tantas: “Con cuidado, cuidado, por favor”.
El joven Scarpa pasó en Murano veinte años solicitando ese cuidado, lejos de la arquitectura, en un exilio voluntario pero cierto. Veinte años son muchos para que ese solicitar y prestar cuidado no tuviesen consecuencias en su arquitectura.
En la Arquitectura.
Mientras, en la escena aparece otro personaje, que con su cuerpo parece estar interpretando la misma tensión del vidriero aunque diferida y anticipada. Un cuerpo que contiene la intranquilidad de un director de orquesta, o de un padre al ver dar unos primeros pasos de su hijo. Una postura que reclama cuidado sobre el trabajo que otro realiza. Un cuidado solícito y temperado que se dirige hacia el propio objeto que se ve aparecer, tratando que no se malogre. “Con cuidado, con cuidado...”, parece decir todo, la chaqueta y la nariz irrepetible de Carlo Scarpa. Todo, por favor, con cuidado.
Hay un gesto en la vida de los hombres que significa la totalidad de su existencia, al completo, dice Borges. Sería casual que la fortuna nos hubiese dado la ocasión de verla plasmada en una imagen. Por eso cabe pensar que Scarpa repitió este gesto en multitud de ocasiones y esta imagen es solamente una de tantas: “Con cuidado, cuidado, por favor”.
El joven Scarpa pasó en Murano veinte años solicitando ese cuidado, lejos de la arquitectura, en un exilio voluntario pero cierto. Veinte años son muchos para que ese solicitar y prestar cuidado no tuviesen consecuencias en su arquitectura.
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26 de agosto de 2013
AL FINAL DEL DIA
Saarinen está probando el último modelo de la terminal de la TWA. Imagina pasear, con la mirada, mientras la enorme maqueta, seccionada e instrumental permanece atenta a los cambios que ese modo de mirar producirá sobre ella. Hay algo latente, como si la mirada simple y penetrante de Saarinen pudiese ver a su través, a través del tiempo, hacia el futuro.
Por las paredes cuelgan los tanteos previos, como conchas y caparazones. Como trofeos.
La terminal de la TWA supuso una revolución en la anquilosada historia del purismo moderno. De pronto, la esencia figurativa y la capacidad simbólica de la arquitectura reapareció en acción. Sin esa actitud compleja, tal vez sin Saarinen mismo de por medio, tampoco hubiese llegado a nosotros la Ópera de Sydney.
Hay un gran número de imágenes conservadas de Saarinen con los cientos de maquetas de este proyecto, en alguna aparece engullido por una, como si se tratase de un tiburón que ha atrapado un suculento bocado. Pero de entre todas, ésta muestra una especial tensión. El lazo deshecho de la corbata, el cabello alborotado al final del día, y sobre todo, los pliegues enroscados de las mangas de la camisa, que concentra el punctum de la imagen. El remangarse extremo ante el trabajo.
Esa camisa replegada da cuenta del respetuoso paso atrás de su ayudante.
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19 de agosto de 2013
PUENTES, PALABRAS Y ARQUITECTURA
Un puente de palabras es una aspiración de literato o de artista, porque como todo el mundo sabe, -hasta los propios escritores-, los puentes están hecho de otras materias. Aunque dados los antecedentes de Claes Oldemburg, no es de extrañar que detrás de esta ocurrencia estuviese un equipo de ingenieros capaz de llevarla a cabo.
El caso es que en el fondo no es un desatino completo porque no cabe preguntarse por su sentido estructural. La H como pilón, es de una evidencia palmaria, ya que se trata de una de las formas con mayor estabilidad del abecedario. Y tras ellas el tablero y los anclajes en los puntos de los márgenes a conectar. Una lógica aplastante.
Una suerte para Philadelphia tener dos haches en su nombre. Una suerte disponer de la buena caligrafía de Oldemburg. Una suerte tener un cartel de entrada a una ciudad que tuviera esa doble o triple función.
Lo que maravilla es el poder de unos signos abstractos, como es el lenguaje escrito, para hacerse construcción. Lo que maravilla es un puente fruto de una mentalidad capaz de lograr una combinación inusitada entre ingeniería, caligrafía y arte.
Aunque parece ya que no estamos hablando sólo de Oldemburg...
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12 de agosto de 2013
ALGO LIGERO
No se trata de una demostración de fuerza, sino de un enorme flotador empleado para distraer la atención del enemigo en un tiempo en que la guerra era un asunto visual. Esos flotadores, tan veraniegos, daban idea de la existencia de tropas donde no las había y su ligereza coincide con la del gusto barroco por lo inesperado.
Lo ligero es barato y es más fácil de trasladar. Y aunque carece del prestigio de lo perdurable y de lo sólido, no deja de ser una cualidad más que digna de consideración. Lo ligero pertenece a la órbita positiva de lo flexible.
Lo leve es hermoso, pues se opone a la pesantez de la vida. Lo ligero es un sueño de la técnica que sabe que el mundo, en realidad, es aire entre esas nubes eléctricas aturulladas en lo micromilimétrico.
Sin embargo, en arquitectura hay ligerezas y ligerezas. Está la ligereza de preguntar, “¿cuánto pesa su edificio?” y esa otra de llegar a levantar una silla “superligera” con una sola mano. Una es retórica y otra es la ligereza trabajosa de soltar lastre, tarea que ennoblece el resultado.
Aunque sea una ligereza decirlo.
Lo ligero es barato y es más fácil de trasladar. Y aunque carece del prestigio de lo perdurable y de lo sólido, no deja de ser una cualidad más que digna de consideración. Lo ligero pertenece a la órbita positiva de lo flexible.
Lo leve es hermoso, pues se opone a la pesantez de la vida. Lo ligero es un sueño de la técnica que sabe que el mundo, en realidad, es aire entre esas nubes eléctricas aturulladas en lo micromilimétrico.
Sin embargo, en arquitectura hay ligerezas y ligerezas. Está la ligereza de preguntar, “¿cuánto pesa su edificio?” y esa otra de llegar a levantar una silla “superligera” con una sola mano. Una es retórica y otra es la ligereza trabajosa de soltar lastre, tarea que ennoblece el resultado.
Aunque sea una ligereza decirlo.
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