Todos los ascensores, todos los auditorios, aulas y salas de conferencias, todos los espacios de uso simultáneo, baños incluidos, arrastran tras de si algo semejante a una gran bolsa invisible de espacio ausente. Esta perogrullada, que medio de guasa, como siempre se dice en un aula, supone el enunciado de un incierto “teorema del espacio ausente”, significa que delante de esos espacios existe un espacio de espera, un espacio de entrada, unos pronomios ocultos que les dan sentido pleno.
Este juguetón e improvisado teorema, que por cierto haría las delicias de cualquier escultor digno de ese nombre, tiene por corolario su aplicación a armarios, muebles, algunas sillas y otros interesantes casos...
Una conocida casa de muebles, por ejemplo, comercializa una estantería con una muesca para acoplarse al rodapié allá donde se instale. En realidad ese rodapié no encaja en ninguna habitación, sino que en si mismo significa una habitación ausente. Llevándolo más lejos, incluso la propia estantería presupone el módulo capaz de configurar esa habitación imaginaria. Para aquel arquitecto que use la estratagema de doblar rodapiés para convertirlos en tapajuntas de puertas, recurso fácil, también hablaría de las puertas ausentes y sus encuentros...
Al igual que sucede al dibujar el hueco de un ascensor, comprar una estantería a veces supone adquirir su habitación ausente. Hay muebles que salen caros.