Si durante el siglo XX el papel del crítico de arquitectura estaba asociado a conocer de primera mano las obras de la
modernidad y su contexto, en el siglo XXI, esta figura ha visto amputadas incluso sus más elementales obligaciones. Aquellos civilizados barbudos tenían
ojo crítico noche y día, sabían expresarse con una envidiable corrección gramatical, y hasta distinguían razonadamente una obra buena de una que no lo era. Es decir, si bien no estaban intitulados como
críticos - como tampoco lo estaban muchos arquitectos de su generación - al menos ejercían su oficio con una dignidad, valentía y continuidad encomiable. Pero hoy...
En lo que va de siglo hemos visto nacer otra figura que cabría calificar de su decadente derivada: la del
crítico a media jornada. A este sucedáneo le da igual ocho que ochenta pues no tiene tiempo para pararse a pensar entre el turno de mañana y el de tarde. Se repite (por necesidad) pues luego tiene que cambiar su gorra por la de recepcionista, reponedor de supermercado o comisario (todas ellas muy dignas, pero absorbentes). El crítico a media jornada se escuda en una ideología que nunca se somete a juicio. Carece del
tiempo (o talento, o intuición) para tener la
perspectiva histórica de su disciplina necesaria para entender el presente. En decir, a ratos valora a
Calatrava y a ratos no, dependiendo del soplo caprichoso de un viento que huele a vil estancamiento. A ratos hace ruido sin motivo (como un vulgar "trol", y como tal, no tiene repercusión alguna en la marcha de la disciplina) y a ratos no denuncia lo sangrante, arguyendo siempre una y la misma causa, (por algo su mascota doméstica es el chivo expiatorio), con una falta de honestidad que resultaría aberrante para los siempre citados pero malentendidos
Tafuri o Banham.
En la era de twitter el acto de valorar, es decir, poner en valor con razones, resulta peligroso e implica hacer visible las propias
paranoias e inseguridades. El crítico a media jornada, debido a que no ejerce su tarea hasta el final, es, consecuentemente, un medio-crítico, incapaz de ponderar nada de manera fundada (cosa que a menudo se esconde en los matices que solo se abren ante la verdadera dedicación). No tiene energías para el cultivo de la conciencia y pensamiento críticos, y menos para hacer autocrítica. A ello se suma un
miedo bien localizado: ser descubierto en su estafa. Si solo lo políticamente correcto es el eje de su actividad, la arquitectura se vuelve un adjetivo vacío. Aunque claro, si se renuncia a servir a esta exigente disciplina, especialmente en cuanto a sus dimensiones sociales y culturales, en su complejidad y profundidad, ¿para qué se necesita siquiera a alguien a media jornada?
A estas alturas no importa ya que el papel del crítico sea orgánico, positivo, incorrecto,
vociferante o solitario. No importa si hace de lazarillo o de cancerbero impenetrable. O si descubre u oculta algún arquitecto u obra. No importa a cuantos autores entreviste (hasta se le puede perdonar que repita las mismas preguntas conduciendo toda conversación hacia su tema preferido: la mucha razón que tiene siempre). Ni siquiera si se decide o no a ofrecer un canon en una época sin cánones. Importa, más que nunca, la dedicación y compromiso con el pensamiento de su disciplina, y entender que su tarea es solo una modesta "actividad instintiva de la mente civilizada"* condenada a ser un servicio a los demás antes que a sí mismo.
Seguramente, la crítica no le dará para vivir. Pero no hacer de la crítica una forma de vida es la peor de las estafas.
* Conocida definición de esta actividad del crítico a jornada completa T.S. Eliot.
PS: Este texto es un breve extracto de otro más extenso sobre las patologías de la crítica de arquitectura en el siglo XXI, próximamente destinado a ocupar las estanterías de las librerías en la categoría de autoayuda.