El
pabellón de Barcelona no es una casa. Ni una "casa alemana", ni una "casa moderna", ni siquiera una para los dioses. Su espacio se construyó para permanecer sistemáticamente desocupado y sigue, aun hoy, sin haber acogido ni un solo habitante. Además de ocasionales gatos nocturnos, turistas glotones de modernidad y el inevitable comisario de turno, sus
cortinas, muros de ónice y sus
pilares cromados, están a la espera, no de un morador, sino de presencias de otro orden. Y no hablo de
fantasmas.
En el pabellón de Barcelona hubo nunca posibilidad de dar cabida a actos repetidos, a hábitos, y por tanto, nada hubo que dejase huellas. No existe allí sombra del desgaste (en cuanto algo se deteriora se sustituye de inmediato), ni de
Mies Van der Rohe, ni de la visita de un viejo rey, y menos del equipo que lo reconstruyó.
Hace tiempo
Josep Quetglas dejó escrito: “En la obra están custodiados y abiertos la biografía, la época y el curso general de la historia. Custodiados, abiertos y a la espera... ¿de quién?” Creo que se refería a la presencia de alguien semejante a si mismo. Pocos son los que se han ganado el derecho de ser sus perpetuos inquilinos, (que no habitantes). Él, de hecho, es de los pocos "habituados" a sus secretos y manías autistas. Son pocos los que, legítimamente, pueden caminar por ese lustroso espacio sin puertas sin pedir permiso y sin horario. ¿Por qué? Porque gracias a ellos sabemos que el pabellón solo puede ser habitado con
ojos prestados. La ofrenda de esa actualización, la ocupación delegada que nos brindan, les otorga ese privilegio. Eso es lo más dentro que se puede estar en esta fría y magnífica obra. De hecho, si Quetglas, por un desafortunado casual abandonara Mallorca y tuviese que regresar a Barcelona como un desheredado, igual a como en la edad media los perseguidos tenían derecho “a acogerse a sagrado” bajo el pórtico de una catedral,
el pabellón debiera guardarle el derecho a ocupar sus
sillones, a pasear entre sus estanques, libre de ruidos y amenazas externas. Sin que ningún
turista, catedrático, o viajero interrumpiese su diálogo con los
reflejos y las
sombras de ese lugar. Libre para seguir renegando incluso de
la autenticidad del pabellón. (En esos paseos, podría dialogar con
Robin Evans).
Si la categoría de habitante está vedada a este espacio, la de "inhabitante" permanece abierta (1). Lo sorprendente es que apenas un puñado de personas siente el rumor de esa responsabilidad cuando intervienen entre sus paredes: la de hacer algo que permita soñar su habitación (2).
(1) Quetglas mismo decía: "¿Qué es un inhabitante? Quien habita sin poseer, sin estar, sin hacer, sin poder.". Ver Quetglas, Josep. "Habitar", en Restos de Arquitectura y de crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 26
(2) Entre los últimos, solo Anna y Eugeni Bach, al recubrir esta obra de blanco y privarlo de materialidad, han sido conscientes de lo que estaba en juego. Pocos pueden ser intitulados de inhabitantes de esa no-casa.