6 de mayo de 2019

NACIDOS PARA MORIR


Pocas veces somos conscientes que, al igual que los seres vivos, los edificios nacen para morir. Por el camino, como nosotros, sufren transformaciones que no hacen sino prolongar su existencia. De lo contrario es inevitable que tarde o temprano se conviertan en una pura ruina
Ser conscientes de eso nos evitaría algún disgusto, no solo como arquitectos. También haría que, cuando caminamos por una ciudad, sintiésemos su compañía y su envejecer como propio, aunque con un ritmo más lento e invisible, un poco como sucede con algunos árboles.
Cuando contemplamos un edificio, de hace siglos o solo décadas, por muy esplendoroso que se muestre, es habitual olvidar que dista mucho del que se edificó originalmente. Ver la catedral de Reims o de León con ojos embelesados en sus fachadas o sus interiores, pensando en los siglos transcurridos ante nuestros ojos, nos aleja de la realidad de que todo allí está retocado, modificado, reconstruido, ampliado y demolido. Hasta extremos que harían que ninguno de los viejos ciudadanos que las vieron erigirse, las reconociesen.Y lo mismo sucede con la más pequeña de las casas.
La arquitectura conserva su osamenta, apenas sus formas y proporciones, casi nunca sus interiores o sus decoraciones. Aparentemente no existen leyes inmutables en esa sucesión imparable de cambios. A veces se incorporan nuevas piedras. En ellas se perciben la riqueza recién adquirida pretendiendo dejar su huella en la obra. Otras veces se sustituyen partes porque sus remates provocaban goteras o hacían peligrar la estabilidad del conjunto. Algunas partes pasan a completarse, o incluso aparecen nuevas técnicas que son aplicadas sin pudor. En ocasiones existe incluso una secreta competición con un vecino o con el futuro, o incluso un plan de conservación que trata de congelarlo todo. Hasta el mal o buen gusto de una época o los cambios de modas o de sensibilidad, juegan su papel.
Pero esa sucesión de permutaciones no es sino el signo de su viveza. Y a ella debe la arquitectura su verdadero futuro. En esa poética de la supervivencia de la arquitectura hay algo que no deja de ser fascinante, porque sigue un patrón que ha sido poco valorado: todo se produce con un procedimiento de añadidos sucesivos, formado por capas y pasos como lo haría, digamos, un pintor cubista. Los cambios, en una casa particular, o en una catedral, se rigen por una ley que trabaja por fases y que en pocas ocasiones completa las cosas de una sola tacada. Las mutaciones que provoca la vida en la arquitectura se producen siguiendo una lógica que es capaz de ver el siguiente paso basándose en lo que ya se ha realizado. Pero, cabe insistir, casi nunca de una sola vez.
Si se piensa, se trata de un procedimiento muy conocido por los escolares de cuatro años, (y por los pintores desde principios del siglo XX) con el nombre de collage. El collage habla de ese modo de viveza de las formas de una manera tan escandalosa que extraña que apenas se hable de este raro y precioso fenómeno que une la vida y las obras. Tanto es así que en el collage se da hoy uno de los signos más claros de la vida de la arquitectura. Porque en el collage no hay estilo, ni autoría, ni alta, ni baja cultura. Ni una ética, ni un discurso. Solo una muestra de la vida que pasa dejando su huella.

29 de abril de 2019

VIRTUDES DE UN CIERTO DESORDEN


El “cuarto del arquitecto” es un completo desorden. Con trastos encima de toda superficie, ni la mesa ni la silla pueden ser usadas. No cabe nada más en los armarios. Hasta por el suelo tiene sus cosas olvidadas. El cuarto del arquitecto parece definitivamente instalado en la adolescencia. 
Aparentemente el problema es que el desorden se entiende como una calamidad que afecta a la propia moral de las cosas. Y por eso resulta inaceptable. El orden se ha vuelto una de las penúltimas tiranías del mundo contemporáneo. Perder tiempo en encontrar cosas perdidas atenta contra el dios del rendimiento y la productividad. Lo cual es un pecado grave. 
Y así anda el arquitecto, entre el sentimiento de culpa y la innata necesidad de tener ante su vista su material de trabajo. Porque aun así, manejarse en el desorden, sea simbólico o real, corresponde al propio y específico modo de hacer del arquitecto. 
Basta fijarse en su estancia, para ver que, al menos, sus cosas no andan por ahí de cualquier modo. Aunque desordenadas, todas están puestas en pie. 
Seguramente no hay manera de proyectar sin ese inexplicado desorden. Un caos que mezcla cosas, que establece conexiones casuales y que permite enlazarlas. Quizás porque sin ese específico pero pragmático desorden - pregunten a Bo Bardi que para eso es la autora del precioso dibujo - no habría ciudades tan ricas, a veces incluso tan ordenadas. Ni arquitectura siquiera. 

22 de abril de 2019

SE CUELAN POR LAS FISURAS


El cotilleo no parece ser muy satisfactorio. La joven trata de escuchar a través de la pared pero no se la ve muy contenta con el resultado. Su cara, con la mirada perdida, permanece, a pesar de todo, concentrada en averiguar un secreto. ¿Hablan de ella? ¿Le incumbe esa conversación que se cuela a través de la fisura?
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.

15 de abril de 2019

UN COHETE EN FLORENCIA


La leyenda alrededor de la escalera de la Biblioteca Laurenciana, obra del Buonarroti, es tan enorme que a veces nos impide ver algunos de sus mejores flecos. Por ejemplo, si la escalera es un monumento al desbordamiento de la forma o si el lenguaje allí utilizado anticipa el porvenir del barroco, a menudo hace pasar por alto que es parte de algo aun mayor e inacabado. 
En el actual conjunto, formado por la sala de lectura y la caja de las escaleras, es poco conocido un dibujo de Miguel Ángel que trataba de completar esas dos piezas. El escultor pretendía rematar la gran sala de lectura con un cuarto triangular dedicado a los libros raros de la biblioteca de los Medici. Desconocemos en gran medida su posible funcionamiento y cómo se habría llevado a cabo. El triángulo, como la punta de un diamante, hubiese dirigido la sala, hubiera marcado una dirección, como lo hace una flecha. En su centro, el uso de una pieza circular, a medio camino entre una pila bautismal y un mueble, hubiese dado sentido al final del eje de la sala de lectura. Aunque quizás todo esto no sea una cosa que solo interese a historiadores y a eruditos… 
Lo llamativo es que la inclusión de ese triángulo hubiese cambiado mucho el significado de todo el conjunto. Porque, por lo pronto, la biblioteca se habría convertido en un gran cohete antes de que existiesen los cohetes. Un verdadero proyectil impulsado por ese chorro a propulsión que hubiese sido desde entonces la escalera. Como puede imaginarse, la velocidad que habría adquirido el conjunto habría sido exponencial. Inimaginable. Y la escalera, convertida en escape de gases incandescentes, no la habríamos asimilado en su caída al lento desbordarse de la lava de un volcán con la que los historiadores más sagaces la han identificado… 
Todo un cambio.
Por mi parte, y desde que he visto ese cohete, no puedo ver la biblioteca sino como un antecedente mágico de aquellos primeros intentos por ir a la luna y a Miguel Ángel como un ingeniero de la NASA. Y es que las formas en arquitectura, una vez que se aparecen, simplificadas, casi como una caricatura, no hay quien las borre de la cabeza. 

8 de abril de 2019

UN SIGLO DE FUTURO. UN SIGLO DE BAUHAUS.


Ahora que la Bauhaus ha cumplido un siglo y se llena todo de aniversarios y homenajes merecidos, lo cierto es que con esta celebración parece haber obtenido el definitivo estatuto de reliquia. 
Dentro de poco serán antiguallas también el pabellón de Barcelona, la Villa Saboya y el resto de los posos de la modernidad. Hoy, aquellos que viven del legado de la escuela alemana de manera directa o indirecta, es decir, todo aquel dedicado al diseño, a la arquitectura, al teatro, a la edición, a la moda o a la escenografía, se junta para celebrar congresos, jornadas o festivales. Esas reuniones son, en realidad, los únicos monumentos posibles a la Bauhaus. Porque a partir de la Bauhaus fue imposible erigir monumentos. Allí se destruyó la idea de monumentalidad misma. 
Encumbrar la lógica del mundo moderno con sus objetos funcionales, no dejó hueco para lo puramente simbólico. Por eso mismo su centenario nos deja a todos con la misma dolorosa sensación que deben tener los familiares de los marineros perdidos en el mar: que miran al horizonte con rabia por lo que les ha robado, pero sin poder hacer mucho más. A nosotros solo nos cabe ojear aquella época cargada de optimismo gracias a las miles de fotografías que perviven de por entonces, a sus objetos de ensueño y a la mítica de sus profesores. En su recuerdo aun sentimos muy viva la felicidad no disimulada de sus estudiantes, ataviados de modos que anticiparon la moda del siglo XX, mientras corren por pasillos y balcones de edificios que hoy veneramos como objetos de museo. 
Quizás por eso la Bauhaus sigue siendo la única marca de vanguardia sin fecha de caducidad. Y precisamente por esa misma razón pensamos en esa escuela con algo de nostalgia. Aunque quizás no ya de su modernidad, sino de la evidente alegría que desprendía toda su producción.
Todo en la Bauhaus hablaba de futuro. Todo parecía nuevo. Y eso era incluso mejor que la misma modernidad. He ahí su herencia más imperecedera e irrepetible.

1 de abril de 2019

LOS CAZADORES DE LA CASA


Los arquitectos tienen como sueño hacer la casa. Pero no una casa, sino LA casa. 
Esa casa es la pesadilla que les atosiga, que les quita el sueño y que les persigue, porque la casa se les escapa como una comadreja en un bosque nocturno. La casa es escurridiza y aunque el arquitecto tiende trampas en forma de casas particulares que hacen las veces de sofisticados señuelos, la casa se vuelve a escabullir sin apenas dejar huellas. 
La casa, como una anguila platónica, es inatrapable. Y así vamos los arquitectos por el mundo, con la tristeza de los cazadores furtivos al regresar a su hogar con hambre y sin nada que llevarse a la boca. Y es entonces cuando guisan una casa, con tal o cual ingrediente: una casa blanca, sobre pilotes, con ventanas corridas y todo eso. O una casa de vidrio que parece flotar, o una casa que vuela ligera sobre un salto de agua… 
Y al día siguiente vuelta a la tarea. Hambrientos, un poco malhumorados, pero con la insaciable ambición de los grandes que antes que uno vieron la casa ante sus narices y estuvieron a punto de atrapar, y de los que se siguen cantando leyendas y canciones un poco tristes pero hermosas.

25 de marzo de 2019

PUERTAS VELOCES


En 1970, Marina Abramović y James Franco se plantaron en pelota picada, cara a cara, entre las jambas de una puerta. Dada la estrechez del paso, no había manera de pasar entre ellos sin rozarlos. Una situación incómoda de verdad. Los visitantes de la instalación “Imponderabilia” seguían un patrón de comportamiento semejante al que sentimos al llegar tarde al cine o a un concierto. Pedir perdón y pasar conteniendo la respiración. Tratando de molestar o mínimo y sin saber a quién dar la espalda. 
La performance no solo era una experiencia artística. Ponía de manifiesto que por las puertas, además de pasar, se nos sugiere un tempo. Generalmente lento. Aunque en este caso se jugase precisamente a lo contrario. 
Verdaderamente no somos consciente del natural retardo que se produce en las puertas. Para ello a veces no solo se ornamentan, sino que se incluyen educados traspiés, obstáculos y hasta se juega con bajar la altura de sus dinteles invitándonos con ello a realizar genuflexiones inconscientes. Todo vale con tal de hacernos pasar por ese umbral con mayor parsimonia. (Y parsimonia es una buena palabra para hablar de las puertas habituales porque remite a ahorro y a lentitud). 
El caso es que a veces en las puertas hay quien se empeña en lo contrario. Y que pasemos por ellas a toda velocidad. Pero solo en tiempos tan retorcidos como los que impulsaron a Abramović y a Franco a ventilar su desnudez en público. 
Una de esas puertas veloces, quizás una de las mejores, es la que se inventó Giulio Romano, el gamberro arquitecto y pintor del barroco en el Palazzo de Te de Mantua. Allí, que hay todo tipo de sorpresas, existe una sala donde Romano colocó unos hermosos frescos de unos caballos por las que la sala recibe su nombre. Pero no los dispuso sobre el suelo, como correspondería al sentido común, sino en alto. Sobre la línea del dintel de la puerta de paso. Y sobra decir que nadie en su sano juicio se detiene bajo un caballo. Ni en el siglo XVI ni hoy. Como para no cruzar rápido. 
Por cierto, al otro lado de esa puerta, y de frente, nos espera un titán con un garrote en la mano. Como para aminorar la marcha.
A veces es mejor una puerta veloz que alguien detrás atosigando al personal con el consabido "¡No se detengan!, ¡no se detengan!"

18 de marzo de 2019

LO VERNÁCULO ES HERMOSO


Creo que fue Zagajewski quien dijo que en Bulgaria nunca se producirá una obra maestra literaria. Lo argumentaba aludiendo a la necesidad de un volumen mínimo del idioma y a una historia literaria sobre la que fundar esa obra maestra.
Virginia Woolf en "Un cuarto propio" planteó que, de haber tenido Shakespeare una hermana, tan dotada como él, ésta no hubiese podido escribir nunca obras maestras: "Llevar una vida libre en el Londres del siglo XVI habría significado para una mujer que fuera poeta y dramaturga, un estrés nervioso y un dilema que bien hubieran podido matarla. De haber sobrevivido, cualquier cosa que hubiera escrito habría quedado retorcida y deformada." 
Aun podemos enfocar el asunto de las obras maestras desde otra perspectiva: ¿Cuantos habitantes tenía Florencia cuando se produjo la aparición de Bramante, Donatello y los artistas que revolucionaron el arte del Renacimiento? Se calcula que había por entonces aproximadamente ochenta mil florentinos. Hoy que esa misma ciudad tiene el doble de habitantes, parece que la posibilidad de encontrar el doble de artistas, o al menos un buen puñado, sería fácil. Pero no lo es. En absoluto. 
Por lo visto el arte necesita de un clima cultural, de un contexto, que lo haga posible. Por mucho que Florencia dispusiese hoy de mecenas capaces de requerir lo mejor que el arte pueda aportar, por mucho que su ciudad y su comercio ayudaran a su prosperidad, lo cierto es que la ciudad no volverá a ver una concentración semejante de talento. Quizás porque ya ni siquiera consideramos que el arte sea lo mismo. (Y se dice esto con perdón de los artistas que hoy pululan por las calles de esa hermosa ciudad tratando de rememorar a sus predecesores en el cargo). 
Sin embargo, y es a lo que voy, intuimos que en arquitectura las cosas funcionan de un modo algo diferente. Las ciudades se forman por una colisión de otro orden. Y no necesariamente de talento artístico. Son los contenedores de una continuidad que engrandecen las sucesivas generaciones que las habitan, como si fueran enormes obras incompletas. Las épocas de talentos notables indudablemente pueden cambiar algo su tono por la inserción de piezas imperecederas. Unas gotas de renacimiento o de modernidad trasformaron ciudades de media Europa. Incluso como en el París de Haussmann o la Roma de Sixto V, no todo está dicho con respecto a sus cambios estructurales. Pero si en algo se diferencia la arquitectura de esas otras artes es que existe en ella una condición de anonimato fundado en la continuidad que quizás sea parte de su más profunda esencia.
Se ha creído mucho tiempo que la arquitectura es fruto de un autor, pero antes que nada, lo es de un lugar y un tiempo. Es más dueña de una obra la ciudad que la cobija que su arquitecto. Por eso me pregunto si no será una condición propia de ese arte de la construcción su carácter esencialmente vernáculo. Claro que habría que entender lo vernáculo no como lo pueblerino, ni lo popular, ni simplemente lo pobre, barato o falto de sofisticación.
Saenz de Oiza decía que la única arquitectura verdadera era la vernácula. Quizás se refería a su origen etimológico. La vieja palabra latina vernacŭlus, significaba “nacido en la casa de uno”. Valorar así lo vernáculo sería apreciar una arquitectura que hemos visto crecer, con cariño, en proximidad y lentamente. Casi como los tomates o los hijos.

11 de marzo de 2019

MEJOR QUE EL ÓCULO DEL PANTEÓN


Cualquiera sumergido en esa pelota de aire y luz que es el Panteón de Roma, no es de extrañar que se sienta sobrepasado. Porque es lo más cercano en arquitectura al sentimiento de enfrentarse al mar. 
Aunque a veces, como también sucede con el mar, el clima de los tiempos invite a no fijarse solamente en su grandeza. Hay generaciones, de hecho, para las que el Panteón resulta un espacio extraordinario, pero no tanto por su inmensa redondez, sino por cuestiones que suelen pasar desapercibidas. Así, y aunque doloroso esos mismos tiempos se verían capaces de prescindir de ese descomunal ojo cenital en caso de extrema necesidad. Pero serían incapaces de tapiar su puerta. 
En la puerta del Panteón se ve entonces un mecanismo de una maravillosa delicadeza, no solo formal y simbólica. Sin embargo, cuando se prefiere la puerta al resto de sus misterios, como si hubiera que elegir, podemos ver un cambio en la sensibilidad de lo más significativo. 
Está claro que la puerta, toda puerta, es la muestra de una contradicción no resuelta. Pero poner allí la atención es subrayar la contradicción mayúscula del acto de entrar. Por supuesto que no solo está el problema de penetrar en un espacio central, sino porque en el caso del Panteón, la puerta da sentido a toda la obra, incluso vale para iluminar por si misma todo su interior. (Como también sucede en el Tesoro de Atreo sin ir más lejos). 
En ese sentido las puertas del Panteón contribuyen a la construcción de una penumbra casi inapreciable que resulta muy atractiva para los tiempos que aprecian los matices de lo secundario. En esa puerta se roza un tipo de luz que acompaña al visitante antes de enfrentarle a la sorpresa del rayo de luz interior. La puerta invita a la sorpresa antes que constituirse en la sorpresa misma y he ahí su fuerza invisible. En la puerta percibimos el peso frio del bronce y la masa que rodea al que penetra al interior. Allí, las treinta y dos columnas de casi metro y medio en la base y catorce metros de altura, ocupan más de quinientos metros cuadrados. La luz de norte que entra a través del granito gris y rojo es hermosa y tan necesaria como invisible. A este derroche inapreciable se añade el volumen pesado del pronaos. Es decir, en la puerta se concentra un lujo material desmedido y sin embargo es un lujo que se pasa de largo, que se considera instrumental. 
Esa puerta, quizás como todas, ha nacido para ser dejadas atrás. Y a pesar de su tamaño, es insuficiente para epatar a quien entra por ella. Pero su insignificante papel de guía invisible es hoy quien llama nuestra atención contemporánea. Solo una vez al año, durante unas pocas horas, en abril, el óculo rinde homenaje a esa puerta y la ilumina. Como justo pago a su cotidiana invisibilidad. 
El resto del tiempo, la puerta del Panteón, con su tenue luz del norte, tímida pero cierta, solo acompaña, como un suave fantasma al interior. Luego nos despide con su contraluz de vuelta al bullicio de Roma. Pero ya distintos.

4 de marzo de 2019

LA CASA QUE PARA MI QUIERO



En la casa para uno mismo, el arquitecto tiene su penúltimo pecado y su penitencia.
Por mi parte, y ya puestos a sufrir ese infierno, preferiría la más simple de ellas. Como esa que para sí hizo Marco Zanuso… Porque para hacer una casa, aun la más sencilla, más vale estar bien acompañado. Porque allí uno se enfrenta a dos colosales tareas: la primera averiguar qué es una casa, la siguiente, averiguar quién es uno mismo. 
Hacer una casa significa conocer qué es eso exterior, antagonista y hostil y ponerle nombre. Para, una vez dado, y sabiendo que consistiría siempre en un tipo específico de “afuera”, enfrentarle la casa como un escudo. “Al descubrir el mar a lo lejos los griegos se sentían en casa. En una enfermedad, cuando la hostilidad de la naturaleza ha penetrado en nuestro interior, la casa no llega a cubrir ni nuestra propia piel: la naturaleza hostil está dentro. Allí donde la persona se encuentre en su ámbito, ahí está su casa,” dice Quetglas (1). Aunque no le perdono la vaguedad, la imprecisión, de usar la palabra “ámbito”. Porque no es un ámbito sino, cuanto menos, algo semejante a un círculo… El mejor de los círculos que un hombre puede trazar en torno a sí mismo. 
Si tuviese que hacer una casa - dejadme oir un mar y darme cuatro muros - copiaría esa casa inversa a la de Palladio, con cuatro esquinas ocupadas y con una terraza con su palio de ramas. Y si alguien me preguntase “¿cómo se construye una casita?”, solo sabría responder entonces: “Se construye con un material al alcance de cualquiera: con cariño”, como también dice Quetglas. Aunque esta vez no le quitaría razón. Mientras el mar se escucha desde el patio de la casa que en mi habita. Hasta que se hiciera tarde. Tras la puesta de sol. 

 (1) Quetglas, Josep. Restos de arquitectura y crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 56

25 de febrero de 2019

LA DECADENCIA DEL PASILLO


Aunque vivimos rodeados de ellos, poco a poco, los pasillos se han ido relegando al catálogo de las habitaciones del pasado. ¿Quién añora los sustos y sorpresas que escondían? ¿Acaso el mercado inmobiliario es capaz de preservar un espacio que no aloja más que puertas? 
Si el pasillo fue un invento muy apreciado en el pasado para separar el maremagnun social que deambulaba por casas donde invitados, niños, habitantes y servicio se cruzaban sin orden ni concierto, llegados al siglo XIX tuvo su momento de mayor esplendor(1). Fue entonces cuando en los pasillos se empezaron a guardar los objetos de la casa desplazados de las habitaciones, funcionando casi como almacenes, a la vez que los cuartos empezaron a ser “habitaciones para uno mismo”. Gracias a esos tubos con puertas, durante mucho tiempo las habitaciones se enganchaban al resto de la casa como hacen las ramas de un árbol con su tronco. Tras esas puertas se escondían ya no antecámaras y alcobas, sino dormitorios, despachos, baños y adolescentes. 
Sin embargo y desde entonces el pasillo ha sufrido una lenta pero evidente regresión. Cada vez más estrechos, cada vez más oscuros, al final se han vuelto incapaces de ofrecer experiencias sustanciosas para un habitar doméstico irremediablemente empequeñecido. Por eso, desde mediados del siglo XX, en casas cada vez más pequeñas, ese lugar, desproporcionado como un apéndice, parecía destinado a extinguirse. O al menos, a evolucionar hacia nuevas formas. 
Georg Simmel dejó alguna de las claves para descubrirnos su esencia y por tanto su posible futuro. En su texto "puentes y puertas" distinguía en éstas últimas la misteriosa multidirecionalidad que contenían. Tras cada puerta se abría un abanico de direcciones a seguir. Sin embargo y si bien con el pasillo ocurría algo semejante, durante mucho tiempo se ha obviado esa evidente relación de consanguineidad entre ambos elementos. Solo ante los rescoldos del pasillo hemos descubierto que no pertenecen al mundo de las habitaciones, sino al de las puertas
El pasillo, en su ensoñación, es hoy una puerta alargada y profunda; una puerta a cámara lenta. Y ahí precisamente tenemos una señal de su posible evolución. Imagino que el cuello de las jirafas o los picos de algunas aves comenzaron en algún momento a cambiar de forma por motivos parecidos. Lo cual es otra prueba más de la destacable pero poco atendida ciencia del darwinismo espacial. 

(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

18 de febrero de 2019

LA MAGIA DE ORDENAR LA CASA


Guardamos todo tipo de cosas. Almacenamos desechos y porque les atribuimos un valor sentimental. Y esto no solo sucede con viejos pantalones o unos apuntes del bachillerato. No nos desprendemos de los restos ni de la cultura.
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?  
Al recorrer cualquier ciudad podemos ver los objetos de la modernidad triunfante desperdigados por doquier. Sus mejores piezas han hecho de nuestro paisaje diario un lugar memorable. Pero hay un lugar donde sus piezas rotas y sus restos menos útiles quedan abandonados y donde los conservamos por motivos semejantes a los que nos impiden librarnos de una vieja tostadora. Ese cuarto trastero de la modernidad es la casa
En la casa guardamos todo tipo de baratijas superadas por la ciencia y el arte. En la casa recolectamos técnicas abandonadas hace tiempo por la industria. Entre sus paredes acumulamos azulejos, plásticos y papeles pintados no solamente pasados de moda, sino ajenos al mismo concepto de moda. Tanto es así que la llegada de un invento a la casa equivale a certificar de su falta de actualidad. La casa es, pues, el final de la cadena trófica del futuro. Su retaguardia.  
Por eso lo que queda de la modernidad no es la posmodernidad, sino un residuo solido que se deposita en la casa de un modo parecido a como lo hace el polvo. 
La casa es el gran cubo de basura de la cultura de una época. La casa, por ser el lugar de lo insignificante y de lo invisible diario, se ha convertido en un lugar donde los restos de la modernidad se popularizan. Esa modernidad de la cocina optimizada de principios del siglo XX, está en las casas contemporáneas trasformada y digerida en islas cocina, muebles colgados y el mundo de los electrodomésticos. Mantenemos en la casa un bidé o una bañera, y hasta un tendedero cuando la vida ya ni los usa. Y así, todo. 
Por eso si la casa es un almacén de cosas, y clamamos por profetas que nos ayuden a librarnos de memorables calzoncillos, viejas sudaderas y vestidos sin estrenar, tal vez debamos pedir más bien que nos libren de esos otros objetos que lastran la casa.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.

11 de febrero de 2019

ARTILLERÍA DE BOLSILLO


Andamos sin prestar mucha atención a lo que nos rodea. Caminamos absortos en nuestros pensamientos o sumidos en nuestro personal rectángulo iluminado, mientras, las cosas y las ciudades apenas reclaman nuestra atención. Quizás deba ser así. Pero hay veces que nos encontramos con esas cosas y nos devuelven, algo así como la mirada. Como un extraño en el autobús, o un animal abandonado. A veces ese cruce de miradas se da con la arquitectura.
El leve sobresalto de encontrar una temperatura inesperada en un asiento, la extrañeza que se produce al entrar a un lugar con una altura inhabitual, o el situarnos ante el horizonte cuando solo cabía esperar otra calle, pueden ser detonantes de una sensación semejante a la de sufrir un ligero traspiés o la salpicadura de un charco, aunque sin su connotación negativa.
Incluso el leve hundimiento en el pomo de una puerta puede ser el detonante de una de esas extrañezas escondidas en lo cotidiano. Lo maravilloso es que esas sorpresas no solo son fruto de la casualidad o el azar sino que existe una reducida estirpe de arquitectos que las proyectan y esconden con cuidado desde tiempos inmemoriales. Son una callada minoría que se reúnen clandestinamente para adorar al diosecillo de las pequeñas cosas.
Uno camina tranquilo con sus preocupaciones diarias y de repente recibe una de esas pequeñas descargas que resetean la atención. De improviso, el contacto con lo inesperado abre una línea de fuga ante nosotros. Entonces la capacidad de un simple rebaje en el pomo de una puerta, despierta, no solo el sentimiento de algo parecido a una leve incomodidad, o a un recuerdo, sino la reconexión con una dimensión que permanecía hasta ese momento fuera de nuestro radar sensitivo.
Cabe pensar que esa especie de cortocircuitos es una de las mejores bazas que la artillería de la arquitectura lleva escondida en sus bolsillos. Una de las más eficaces en tiempos convulsos como los que vivimos. Porque es una munición casi invisible, que no trata con una imagen de riqueza o de pobreza, ni con la arquitectura como problema exclusivamente formal o háptico, sino cultural, histórico y simbólico. Porque remite a un modo de relacionarnos con el mundo alternativo a la lisa, brillante y muda suavidad del vidrio de la pantalla del smartphone que nos mantenía caminando por el mundo, algo zombies.

*La feliz frase de "artillería de bolsillo" pertenece a Navarro Baldeweg y llega a través de José María Mercé. El pomo de la puerta con esa sorpresa rebajada es de 6a Architects.

4 de febrero de 2019

EL AMARGO REGUSTO DE LO PRIMITIVO

Entre estos dibujos sólo median cuatro mil años. A la vista de los hechos, la arquitectura doméstica no parece haber avanzado mucho en este periodo. O lo que es más vertiginoso: lo sucedido entre ese paréntesis no parece haber supuesto más que un rodeo despreciable.
Sin embargo entre la vieja planta trazada sobre terracota y la planta contemporánea – que puede considerarse genérica por la multitud de proyectos actuales que tocan el mismo tema-, se hace evidente un entendimiento de la habitación como núcleo estructurante de la casa. Bueno, de la habitación y de su primitivo modo de unión. 
Porque si la habitación parece no haber pasado de moda como centro del habitar, ¿por qué volver, sin embargo, a una disposición de cuartos encadenados, cuando el pasillo era una solución óptima desde todo punto de vista? Precisamente en el gusto por la planta de habitaciones sin pasillo parece intuirse algo más que un mero problema compositivo en la arquitectura contemporánea. De hecho puede que sea un síntoma, un viraje, en el significado del habitar. 
Efectivamente si estudiamos las diferencias entre ambos dibujos podemos ver hay varios matices diferenciales, y no sólo por la colocación de sus puertas y el uso del espacio central. Las más notables tratan sobre el tamaño de las salas y sus modos de relación. Con todo, es posible su lectura en paralelo, lo que remite a un regusto actual por lo anacrónico. Las proporciones, los pasos y las relaciones entre cuartos permiten entrever seres humanos habitando rincones y una jerarquía de las privacidades. O dicho de otro modo, en esta arquitectura de habitaciones podemos intuir un gusto primitivo por lo funcional antes de que lo funcional existiese. 
En la planta contemporánea de habitaciones encadenadas, cada una se enhebra con la siguiente, pero en esa célula elemental, curiosamente, no se aspira a la jerarquía. Cada estancia vale para todo dependiendo de su posición respecto a las demás. En el discurso de una arquitectura de cuartos, cada uno es intercambiable a pesar del dibujo de sus muebles y sus usos. No es que sean habitaciones sin función sino que son estancias cuya disposición aspira a ofrecer privacidades alternativas. Es decir, la casa de habitaciones manifiesta un esfuerzo dirigido a fabricar espacios de reguardo, quizás porque se intuye una forma de vida en la que el habitante está sobre expuesto, sin posibilidad alguna de protección. 
Este fenómeno resulta clave para el entendimiento de multitud de casas que vemos en este comienzo del siglo XXI. Aunque lo importante de este fenómeno es que delata un cambio de sensibilidad: construimos rincones que simbolicen el ansia de resguardo, a la vez que exhibimos nuestra privacidad, sin pudor. Tiempos esquizofrénicos que tienen la casa como campo de batalla.

28 de enero de 2019

GRANO Y ARQUITECTURA


El "grano", en fotografía, era un accidente analógico que aparecía debido a unas diminutas partículas de placa metálica que se depositaban en las imágenes en blanco y negro y que hacían de ellas casi una textura. El grano era una cuestión de química y dependía de la rapidez de la película, pero en realidad producía un extraño efecto que hacía de la imagen algo casi tangible. El grano era una imperfección, pero podía ser muy expresiva en las manos adecuadas. Es decir, el grano aportaba un suplemento de significado al mensaje de la propia fotografía. Sin embargo no tenía fuerza suficiente como para constituirse en un mensaje por sí mismo.
Pero el convertir la imagen en algo palpable no es poco. Tocar con los ojos resulta instructivo y eficaz. Hoy, sin embargo, pasada la época de la química fotográfica esa cualidad del grano se finge. El mundo digital lo ha hecho innecesario y como mucho se puede sustituir por algo que en realidad no es ni parecido: el ruido.
Esta larga digresión sobre el grano está directamente relacionada con las cualidades visuales y cómo estas son capaces de hacernos soñar con el tacto de las cosas. Y el modo como sucede es muy  semejante en arquitectura. En concreto el "grano" de la arquitectura se percibe de forma especial en el mundo del detalle. A veces coincide con lo que se ha llamado ornamento, pero en la mayor parte de las ocasiones, con lo que conocemos por la materia vista de cerca. El grano es esa cualidad por la que imaginamos la temperatura de la madera, o la aspereza del granito desbastado, antes de que lleguen a nuestras manos. El grano permite tocar antes de tocar. El grano da el tono material al espacio y, sumado al resto de sus cualidades, hacen que éste tenga significado.
Porque tampoco el grano en arquitectura tiene significado propio. Aunque añade un suplemento, que completa una de sus dimensiones físicas. La arquitectura, gracias al grano, se acerca al cuerpo, baja la escala de las ideas y apela a nuestra dimensión sensorial. El grano no se da en la arquitectura del vidrio ni de lo blanco sin fin. Porque hace señas a un habitar de cerca. Dicho de un modo más prosaico, los problemas de presbicia y el grano pertenecen a la misma dimensión perceptiva.
En fin, se trata de un tipo de ornamentación que nos acerca a un sentido hoy perdido de este término. Porque tiende un puente y acerca la arquitectura al habitante y su necesidad de sentirse involucrado física y psicológicamente en el espacio que ocupa.
  

21 de enero de 2019

TÁCTICAS SALVAJES


Aquí parece que cada habitante parece estar condenado a cumplir con las estrictas reglas impuestas por el edificio. Tras el vidrio uniforme y repetido como una celda, todos los inquilinos deberían desarrollar una existencia semejante. Sin embargo algo sucede en medio de esa retícula monótona que trata de ser trasgredido. Es el escenario de una batalla. Y es que los seres humanos no tienen remedio. A la mínima, customizan todo.  
Si las estrategias de poder parecen imponer al habitante un modo de vida, con sus tácticas de ocupación, los habitantes ejercen una especie de rebeldía callada que puede resultar de lo más creativa. En el fondo, porque nadie respeta las reglas del habitar. O en el fondo, porque puede que la arquitectura no haya nacido para imponer reglas a nadie, sino para cumplir las suyas. Puede que porque las reglas, en realidad, estén constantemente redefinidas. Por eso y una vez que hay un habitante, comienza el festival del habitar.
Aquí unos rebeldes han arrimado sus muebles al vidrio, o sus percheros. Otros han matizado la fachada con filtros improvisados, plásticos o telas. Algunos parecen haber cambiado hasta las bombillas o incluso han acumulado montañas de papeles junto al vidrio. El resultado es una sección de individualidades y casos particulares.
Si aparentemente nada debiera escapar al control de lo edificado, con el uso y con esa serie de tácticas particulares, de escamoteo, de apropiación, o de acumulación, cada habitante muestra su propia circunstancia. Hasta los uniformes se particularizan por el modo de llevarlos, con sus desgastes, con sus parches o con la altura a la que se corta un bajo de pantalón...
En resumidas cuentas, en cada habitante hay un intérprete de lo cotidiano. En cada habitante hay, antes que un seleccionador nacional de fútbol, un arquitecto, no en potencia, sino en acto. En cada habitante hay un hacker oculto. Aunque solo sea de una estantería billy, de inventarse recetas de cocina o de cruzar la calle fuera del paso de cebra.
Cualquier arquitecto debería saber que esa forma de apropiación es la mejor parte de su oficio.

14 de enero de 2019

CRíTICO PARANOICO

“El paranoico siempre da en el clavo, con independencia de donde golpee el martillo”. La paranoia se basa en un tipo de pensamiento que redirige cada hecho para confirmar los propios prejuicios. Por eso el paranoico, siempre tiene razón. Su desconfianza, su incapacidad de autocorrección y la creencia de sentirse elegido para una importante misión salvadora conforman los ingredientes de una actividad que ata todos los cabos sueltos. O mejor, que no ve cabos sueltos.
Sin embargo gracias a la capacidad para unir acontecimientos sin vínculo, y a la vez que era diagnosticada como enfermedad mental, la paranoia fue considerada como una refrescante posibilidad creativa. 
La paranoia fue un camino extraordinario para coser la realidad difusa e inconexa a la que tuvo que enfrentarse el comienzo del siglo XX. Dalí, soñador de formas, fue el inventor de un sistema basado en este trastorno que denominó método "crítico paranoico". Lo describió como un “método espontáneo de conocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes”. Lo cual era estar muy metido en el papel.
En el fondo, el método crítico paranoico suponía la posibilidad de vincular lo imposible. Era, pues, un pegamento inmejorable. Tal era su capacidad adherente que era posible coser el fondo con la figura, las formas con sus durezas o texturas, y las imágenes con sus sombras…Sin embargo y a diferencia del collage, la veta paranoide tenía la potencia de un explosivo incontrolado. Bastaba la proximidad aleatoria de dos ideas inconexas para inflamar el aire alrededor. Ni siquiera el control crítico podía hacer de extintor o ejercer labores de doma. Por eso no resulta extraño que hubiera que esperar tantos años hasta que fue aplicado a la arquitectura. 
Fue Rem Koolhaas, en 1978, cuando lo rescató en su "Delirious New York" a través de esta ilustración de una blandura amorfa, sustentada por una muleta de palo. Las conjeturas flácidas e indemostrables debían sustentarse con el bastón de la crítica racionalidad cartesiana, argumentaba allí Koolhaas. En realidad el método crítico paranoico suponía una terapia para la arquitectura y un modo de revisar incluso su propia historia. Además, evitaba hablar de coherencia. Era como hacer trampas “en un solitario que se resiste a salir, o como forzar una pieza en un rompecabezas de modo que encaje, aunque no cuadre”. 
Claro, que una vez que la paranoia empezaba, no había quien la parase: ¿Acaso esa forma blanda no era la del hormigón y ese soporte de madera no era el encofrado? ¿No era ese diagrama un retrato del mismo Le Corbusier maestro de esa sustancia pastosa, gris y moderna? ¿No era incluso la doble representación del cansancio del parloteo moderno (representado por esa lengua con bastón), y una metáfora de la separación entre cerramiento y estructura?… 
Los éxitos del método crítico paranoico hoy parecen casi olvidados. Casi. Porque hoy se hace difícil explicar alguno de trabajos contemporáneos, (Brandlhuber+, Olgiati, Johnston Marklee y hasta Smiljan Radic) sin ver aparecer algunos de esos gestos críticos paranoicos, aunque, eso si, en miniatura.
Por eso, cuando vemos esos breves estallidos sinsentido, o ciertas locuras en una esquina, hay que fijarse bien, porque puede que no sea ya el brillo de una simple cita o un descuido con gracia, sino la pequeña deflagración producida por el viejo invento crítico paranoico. Que asoma ahora como un gnomo malhumorado aunque inofensivo. 

7 de enero de 2019

EL DIABLO CELESTE


La escena es conocida. Una rebelde Andrea Sachs, el personaje de Anne Hathaway en "El diablo viste de Prada", se enfunda un vulgar jersey tratando de mostrarse al margen de la frivolidad de la revista de moda donde trabaja. Entonces la inmisericorde editora jefe, encarnada por Meryl Streep, lanza su aguijón…

“Tú vas a tu armario y seleccionas, no sé, ese jersey azul deforme porque intentas decirle al mundo que te tomas demasiado en serio como para preocuparte por la ropa. Pero lo que no sabes es que ese jersey no es azul, ni es turquesa, ni marino, sino celeste. Tampoco eres consciente del hecho de que en 2002, Oscar de la Renta presentó una colección de vestidos celestes y luego creo que fue Yves Saint Laurent, quien presentó chaquetas militares celestes, ¿no? Y más tarde el azul celeste apareció en las colecciones de ocho diseñadores diferentes; y después se filtró a los grandes almacenes; y luego fue hasta alguna tienda de ropa deprimente y barata, donde tú, sin duda, lo rescataste de algún cesto de chollos (…) Es cómico que creas que elegiste algo que te sitúa fuera de la industria de la moda cuando de hecho llevas un jersey que fue seleccionado para ti por personas como nosotros...”

Fin del asunto. No se puede ser crítico siendo ignorante. Por eso si esa escena es memorable no es por la trasformación del personaje a partir de ese momento, ni por hacer visible la sociedad de clases también en el mundo de la moda, sino por la brutal pérdida de inocencia que representa. Ninguna profesión, ni siquiera la de aquel que quiera llamarse arquitecto puede permitirse el no saber. Ser ignorante inhabilita a cualquiera para ejercer su oficio con verdadera libertad. Ser ignorante convierte al arquitecto en una marioneta. 
A partir de esa toma de consciencia frente al no saber, (que conviene acabar descubriendo por nuestro bien y por el de nuestros conciudadanos), toca la placentera pero dura conquista del conocimiento representado por aquel azul celeste. (¿Cuáles fueron los hechos y las personas determinantes para el comienzo de la modernidad, o de la arquitectura orgánica, o del rascacielos, o de la vivienda mínima, o de la participación, o del funcionalismo o de la posmodernidad…?) Para, a partir del esos hechos, preguntarnos por qué el presente es como es... 
Luego, vendrá otro esfuerzo. El de intentar recuperar esa inocencia perdida. El de restituir algo parecido a la frescura, en una segunda espontaneidad, donde no se adivine el conocimiento, la experiencia, los recursos, ni los apoyos.

31 de diciembre de 2018

LA MAGIA DE ABRIR


Las llaves sirven para dejarnos entrar o salir, para abrir o cerrar cualquier cosa. La arquitectura ha mostrado siempre cuidado y placer por las llaves, porque de ellas pende el misterio de toda habitación y la magia del umbral. Las llaves, por eso mismo, evocan una tensión, entre el dejar o no pasar, la de prohibir o admitir, que obliga a diseñarlas como un símbolo. Porque quien sabe cómo acceder a un lugar, se convierte en el guardián de todo su misterio. 
Por eso me gusta tanto la llave que representa esta imagen. 
Aparentemente cuesta distinguir su forma y su sentido. Pero se trata de una llave maestra, sin muescas ni aparente forma de llave. Es el acceso a una conocida y mítica casa a la que, en origen, solo se podía acceder por barco. 
Si se fijan, esa cerradura está construida y dibujada con un cariño infinito. Aunque con forma de embarcadero, esa cerradura tiene todos los matices de un hueco dispuesto para que su encaje con la llave sea limpio y sin ruido. Las rocas, el lugar del amarre, las líneas de la vegetación y los peldaños hacen las veces de ese milimétrico ojo de la cerradura por el que la barca “Nemo propheta in patria” debía deslizarse.
Alvar Aalto abría su casa de Muuratsalo con esta llave mágica. Igual que lo hacía la vieja diosa Cibeles con su llave enterrada desde el invierno, Aalto abría la tierra cada primavera, para que todo rebrotase y floreciera gracias a esa llave.

24 de diciembre de 2018

HUERFANOS DE OIZA


Tras lo sucedido durante el año del centenario de Francisco Javier Sáenz de Oiza, colmado de sentidos homenajes, y soberbios libros y exposiciones, se hace evidente que no podemos aun hablar de Oiza. 
Despedimos su año, pero increíblemente esa persona nacida en Cáseda y aficionado a las seguetas, Mallorca y el juego de la contradicción, acaba recluida en la frase “yo conocí a Oiza”. Continuamos siendo testigos sentimentales de Oiza, y a la mínima ocasión de hablar de su obra, acabamos balbuceando nuestra orfandad, incapaces de emitir juicios ponderados sobre su lugar en la historia de la arquitectura. Tal vez siga siendo así hasta que no desaparezca hasta el último de sus fieles, sus rendidos amigos y sus haters. Porque en un país donde todos conocimos a Oiza, y donde llegó a hacernos sentir la modernidad como un codiciado artículo de importación, todos le debemos, en realidad, una forma de entender la arquitectura. Porque Oiza marcó el rasero con el que se medía toda la profesión. Él era el nivel, (aunque no la brújula).
Hasta que llegue el momento de hablar de Oiza de otro modo, como autor de esas dos obras maestras que son sus torres madrileñas, seguirá confiscado entre las fronteras de alguna aduana desconocida hasta saltar a la historia. (Porque nadie dude que a Oiza nos lo descubrirá algún americano dentro de treinta o cuarenta años, mientras los que queden de nosotros nos miramos atónitos).
¿Qué murió con él? ¿De qué maravillas o naderías se despidió el mundo con su ausencia? “Hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?”, se preguntaba Borges. Ese misterio está presente cuando se piensa en Oiza. De su obra podrá hablarse de otro modo cuando desaparezca la costra de su dimensión mítica, o quizás cuando sucumban los últimos oídos que oyeron su voz. Por el momento lo único posible es ser sus testigos...

***

Recién acabada la carrera, y junto con varios amigos, alquilamos un piso para empezar a hacer pequeñas obras y concursos en la calle General Arrando de Madrid. A veces, por la ventana, intrigados, veíamos pasar a Oíza. Por entonces, no sabíamos que a pocos metros tenía su estudio. Nunca cruzamos palabra con él. Oiza, aun anciano, era una presencia imponente.
Fue en el invierno de 1998 cuando apareció la oportunidad del encuentro. Un amigo algo más veterano, a quien había echado una mano haciendo algún concurso, Jokin Lizasoain, amigo a su vez de sus hijos, me había recomendado. Recibí una llamada para concertar una entrevista con Oíza. Puede imaginarse la alegría y la velocidad con la que crucé la calle.
Aquel encuentro fue inevitablemente un monólogo de Oiza minusvalorando su trabajo. Finalmente, más debido a mi silencio que a mis méritos, empecé a trabajar en aquel sótano espacioso y de techos altos. Se trataba de un concurso al que la empresa Telefónica había invitado a participar a Oiza y a un grupo de estudios, variopintos, pero todos importantes. Recuerdo los meses siguientes plagados de las anécdotas memorables y de los íntimos aprendizajes que todo aquel que ha tenido ocasión de su encuentro ha disfrutado.
El periodo pasado junto a aquel anciano Oiza fue un regalo. Abandoné mi propio estudio para dedicarme a ese trabajo con ganas. Pasó el tiempo y el concurso con él. Acabé la tesis al otro lado de la calle. A ratos cruzaba de nuevo...
"Denomino maestro", dijo Platón,"a aquel que puede efectuar un cambio en alguno de nosotros". Oiza podía. Increíblemente creo que aun hoy no ha perdido esa rara capacidad.

17 de diciembre de 2018

VENTAJAS DEL MALENTENDIDO


A pesar de su encanto, en el día a día usamos los malentendidos de una manera deshonrosa. Nos excusamos por ellos cuando en realidad han sido agrias discusiones donde no había malentendido alguno. Tal vez por eso los malentendidos están poco valorados en todos lados, también en arquitectura. Sin embargo a todos ellos les debemos no solo innumerables momentos de alegría sino verdaderas oportunidades para acercarnos a lo profundo de la vida. Tal vez incluso a lo más perdurable. De hecho, las mejores obras de arquitectura son aquellas que no se entienden del todo, las que levantan ampollas en nuestra imaginación y nos espolean. Y las más prescindibles son las que se entienden a la primera, las que no ofrecen resistencia y eliminan todo esfuerzo. 
Por eso "el malentendido es la salsa del conocimiento" e incluso, como decía Lacan, constituye la forma idónea de entender (1). Los malentendidos surgen, no en la lectura de los edificios, sino de interpretar sus espacios intermedios. Es decir, en arquitectura se producen cuando leemos algo con dos sentidos pero no podemos elegir, sino que mantenemos ambos flotando, en suspenso y sin aclararnos. Esos cambios de dirección mental, sus oscilaciones, son de la misma familia que la de los errores de la percepción que encantaban a Gombrich. Y a ellos pertenecen los juegos en blanco y negro de copas que son amantes y niñas que son ancianas... 
Sin embargo el verdadero malentendido es una delicia que desgraciadamente cuesta encontrar. Porque un mal proyecto no es fruto de un malentendido, sino de un perfecto entendimiento. Curiosamente el campo del malentendido no es puramente coincidente con el de lo "complejo y lo contradictorio". Pero los reconocemos de inmediato con una mueca parecida a una sonrisa. Aparece en la Galería del Palacio Spada de Borromini, por ejemplo, pero no cuando vemos que Borromini nos ha engañado con su juego, sino cuando vemos que se ha recreado en un procedimiento que abre una brecha en la concepción del mundo impuesta por la perspectiva renacentista, pero no ofrece alternativa, sino solo su abismo
Hoy existen arquitecturas que se recrean de nuevo en el malentendido como uno de los signos más preclaros de nuestro tiempo. Podemos encontrarlas en las obras de Tom Emerson, en las de Kersten y Van Severen, en las de Vylder, Vinck y Taillieu… Basta mirarlas y, felizmente, entender poco a primera vista.

(1) Citado por Vicente Verdú, que a su vez cita a Estrella de Diego, que a su vez cita a Lacan. Un maravilloso ejemplo de malentendido. Seguro que Lacan nunca pensó en decir semejante brillantez.

10 de diciembre de 2018

HARTOS DE RECIBIR GOLPES


Todo sucede aproximadamente en medio segundo. Sus primeras milésimas están invadidas por la sensación de sorpresa, pero, de pronto, algo estalla. Solo sentimos un gancho, que llega directo a la mandíbula, y que alude a la torpeza de esos mili-segundos sin entender que hemos sido noqueados. Entonces caemos en la cuenta. Pero desde el suelo. Ya es demasiado tarde… 
Cuando nos golpea una imagen, y somos conscientes de que es imposible, aquí por su falta de peso pero puede deberse a cualquier otro motivo, aparece un levísimo sentimiento de culpabilidad. Curiosamente, y por un momento, no acusamos al autor, sino a nosotros mismos... Pero, todo ha sucedido tan rápido. De hecho, nuestro dedo pulgar ya ha pasado a la siguiente imagen
Si hasta hace menos de diez años las imágenes de arquitectura llegaban a nosotros con cierta lentitud y las acusábamos de superficialidad, hoy los algoritmos que nos proveen de ellas han acelerado el proceso de noqueo hasta volverlo sistemático e invisible. El caso es que en este tiempo se ha basculado de la imagen seductora a la ultrapopular, por medio de estos mecanismos de sorpresa ininterrumpida. 
No hay en esas imágenes ni un ápice de humor, ni un golpe de ingenio que el fotógrafo quiera compartir de un modo cómplice con el espectador. Pero no porque el fotógrafo no lo desee, sino porque ya no hay tiempo para el ingenio, ni los matices. No importa siquiera que sean o no reales. El algoritmo funciona bajo la premisa de secuestrar la atención un instante más. Ya ni siquiera es un problema de superficialidad de lectura sino de otro orden. 
Sin embargo y si cada imagen ha perdido la capacidad de ser leída de modo individual, si es posible hacerlo con el conjunto, aunque desde fuera. Interponer un filtro entre ellas y nuestro dolorido cerebro resulta útil. Seguiremos viendo imágenes aceleradas y hasta produciéndolas a pesar de que en este tipo de ciclos no quepa encontrar la arquitectura más puntera, la que ofrezca novedades o verdaderos avances disciplinares. Pero mirarlas en sus gestos generales, en sus tonos, como con los ojos entornados, se ha vuelto el último modo de captar el espíritu de los tiempos.

3 de diciembre de 2018

CONFORMARSE CON LAS PAREDES


Nos conformamos con las paredes. Y sin embargo, ¡son tan poca cosa! 
Las paredes son como los muros, pero no llegan a serlo. Son, de hecho, sus parientes pobres. Su versión low cost. En realidad las paredes no soportan nada, porque han perdido su masa y su capacidad portante. Las paredes solo separan y, la verdad sea dicha, no lo hacen bien del todo. Gracias a la pérdida de materia, inevitablemente dejan pasar algo de la vida del otro lado. Es decir, son una especie de membranas osmóticas de la privacidad. Una membrana imperfecta pero tolerable. 
Desde que el movimiento moderno tuvo la sagacidad y la capacidad técnica de exfoliar el muro en sus diversos componentes, dejando que la estructura se convirtiese en pilares y el cierre se decapara en aislamientos de todo tipo, cámaras de aire, cierres, barreras de vapor y filtros varios, lo cierto es que su antigua capacidad unitaria se ha perdido irremediablemente. Pero no hay nostalgia posible hacia el muro como elemento separador integral. Entre otros motivos porque ya no hay quien pague uno o porque ha adquirido connotaciones nada positivas. Sin embargo, junto con la desaparición del muro se ha dado la desaparición de una de sus fuerzas psicológicas más poderosas que lo sostenían: su capacidad de construir un “fuera”, de excluir lo que quedaba al otro lado. Los únicos muros que se erigen hoy en día se refuerzan miserablemente con alambradas de espino, soldadesca y cámaras de vigilancia. Porque los muros hoy son fronteras, y principalmente contra la pobreza. Ajena, me refiero. El muro representa lo infranqueable y traspasarlo es saltar a otro universo psicológicamente diferente.  
Por eso mismo y si tradicionalmente el muro era una estructura fuerte, la pared, como decíamos, se ha convertido en un filtro menor. Las paredes no aíslan completamente, y solo sirven para separar algo las cosas. Al otro lado de la pared se escuchan conversaciones y gemidos. Al otro lado de la pared no está, pues, un enemigo, sino alguien molesto, que da fiestas hasta altas horas de la madrugada, que se pelea a gritos con su futura expareja, pero que hay que saludar en el ascensor como si no hubiésemos sido testigos ciegos de su vida. Las paredes, por tanto, permiten la convivencia entre animales humanizados sin que el otro sea un enemigo declarado. 
Sabemos que existen los vecinos, les oímos, pero al menos nos queda el consuelo de no verles. Su olor no nos llega completamente, sino solo de modo ocasional, cuando los guisos se cuelan por las rendijas de las puertas o entran por el patio. Pero mientras y al menos, la pared impide la amenaza de que nos rocen o nos toquen. Por todo ello, la pared es el emblema de la ciudad y el símbolo de la civilización: vivimos juntos gracias a las paredes, no a los muros
Hasta que encontremos como reconstruir la intimidad perdida, las paredes son su bandera. La divisa de una intimidad amenazada, pero no hundida.

26 de noviembre de 2018

LA CASA DE LA MEMORIA. LOS ALMACENES DEL TIEMPO.


Nuestra memoria se debilita. Ese órgano, antes soporte de todo conocimiento, se ha vuelto frágil debido a la facilidad de acceso a cualquier información en cualquier lugar y momento. Hemos delegado en dispositivos electrónicos los números de teléfonos de nuestros seres queridos y cómo llegar a los sitios. No intentamos ya recordar datos, ni fechas, ¿Para qué si están a un solo "click" de distancia? Tampoco poesía, ni canciones, a pesar de que intuimos que gracias a ellas construimos el tono del lenguaje y del pensamiento que habitamos. Parece que la memoria se ha retraído tanto que ha llegado a atrofiarse…
Y sin embargo y paradójicamente, la casa no ha dejado de ser un depósito creciente de objetos y de sus recuerdos asociados. Almacenamos cosas, sin cesar, entre sus paredes, en sus estantes y trasteros. Y no solo lo hacemos debido a la presión consumista de la sociedad contemporánea. La propia casa, en cada uno de sus rincones, gracias a sus luces o atardeceres, gracias a sus materiales o tamaños particulares, ha llegado a representar para nosotros momentos concretos del pasado y sirve para rememorarlos de una forma vívida. Gracias a la múltiple apropiación simultánea que representan la visión, el tacto, el olfato y los sentimientos asociados al espacio habitado, misteriosamente, hemos vinculado a ellos un pedazo de memoria. Gracias al espacio, recordamos el tiempo.
Lo digital ha sido capaz de anestesiar nuestra memoria, es cierto. Pero enredados en las redes y bajo un tsunami imparable de datos, no hemos dejado de ser organismos de carne y hueso que se cobijan en construcciones materiales cargadas de recuerdos. Ese quizá eso sea uno de los pocos signos de esperanza que quedan para una profesión que desde su nacimiento era ya anciana, y que ha estado siempre guiada por valores despreciados, como son la continuidad y la historia. Una profesión que, a pesar de todo, tendrá futuro siempre que sea capaz de fabricar un especial tipo de asperezas, de rincones o lugares, un tipo distinto de casas, que sirvan de recipiente de esa valiosa sustancia que son los recuerdos.
Porque no solo habitamos en el espacio, también habitamos el tiempo.