4 de marzo de 2019

LA CASA QUE PARA MI QUIERO



En la casa para uno mismo, el arquitecto tiene su penúltimo pecado y su penitencia.
Por mi parte, y ya puestos a sufrir ese infierno, preferiría la más simple de ellas. Como esa que para sí hizo Marco Zanuso… Porque para hacer una casa, aun la más sencilla, más vale estar bien acompañado. Porque allí uno se enfrenta a dos colosales tareas: la primera averiguar qué es una casa, la siguiente, averiguar quién es uno mismo. 
Hacer una casa significa conocer qué es eso exterior, antagonista y hostil y ponerle nombre. Para, una vez dado, y sabiendo que consistiría siempre en un tipo específico de “afuera”, enfrentarle la casa como un escudo. “Al descubrir el mar a lo lejos los griegos se sentían en casa. En una enfermedad, cuando la hostilidad de la naturaleza ha penetrado en nuestro interior, la casa no llega a cubrir ni nuestra propia piel: la naturaleza hostil está dentro. Allí donde la persona se encuentre en su ámbito, ahí está su casa,” dice Quetglas (1). Aunque no le perdono la vaguedad, la imprecisión, de usar la palabra “ámbito”. Porque no es un ámbito sino, cuanto menos, algo semejante a un círculo… El mejor de los círculos que un hombre puede trazar en torno a sí mismo. 
Si tuviese que hacer una casa - dejadme oir un mar y darme cuatro muros - copiaría esa casa inversa a la de Palladio, con cuatro esquinas ocupadas y con una terraza con su palio de ramas. Y si alguien me preguntase “¿cómo se construye una casita?”, solo sabría responder entonces: “Se construye con un material al alcance de cualquiera: con cariño”, como también dice Quetglas. Aunque esta vez no le quitaría razón. Mientras el mar se escucha desde el patio de la casa que en mi habita. Hasta que se hiciera tarde. Tras la puesta de sol. 

 (1) Quetglas, Josep. Restos de arquitectura y crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 56

25 de febrero de 2019

LA DECADENCIA DEL PASILLO


Aunque vivimos rodeados de ellos, poco a poco, los pasillos se han ido relegando al catálogo de las habitaciones del pasado. ¿Quién añora los sustos y sorpresas que escondían? ¿Acaso el mercado inmobiliario es capaz de preservar un espacio que no aloja más que puertas? 
Si el pasillo fue un invento muy apreciado en el pasado para separar el maremagnun social que deambulaba por casas donde invitados, niños, habitantes y servicio se cruzaban sin orden ni concierto, llegados al siglo XIX tuvo su momento de mayor esplendor(1). Fue entonces cuando en los pasillos se empezaron a guardar los objetos de la casa desplazados de las habitaciones, funcionando casi como almacenes, a la vez que los cuartos empezaron a ser “habitaciones para uno mismo”. Gracias a esos tubos con puertas, durante mucho tiempo las habitaciones se enganchaban al resto de la casa como hacen las ramas de un árbol con su tronco. Tras esas puertas se escondían ya no antecámaras y alcobas, sino dormitorios, despachos, baños y adolescentes. 
Sin embargo y desde entonces el pasillo ha sufrido una lenta pero evidente regresión. Cada vez más estrechos, cada vez más oscuros, al final se han vuelto incapaces de ofrecer experiencias sustanciosas para un habitar doméstico irremediablemente empequeñecido. Por eso, desde mediados del siglo XX, en casas cada vez más pequeñas, ese lugar, desproporcionado como un apéndice, parecía destinado a extinguirse. O al menos, a evolucionar hacia nuevas formas. 
Georg Simmel dejó alguna de las claves para descubrirnos su esencia y por tanto su posible futuro. En su texto "puentes y puertas" distinguía en éstas últimas la misteriosa multidirecionalidad que contenían. Tras cada puerta se abría un abanico de direcciones a seguir. Sin embargo y si bien con el pasillo ocurría algo semejante, durante mucho tiempo se ha obviado esa evidente relación de consanguineidad entre ambos elementos. Solo ante los rescoldos del pasillo hemos descubierto que no pertenecen al mundo de las habitaciones, sino al de las puertas
El pasillo, en su ensoñación, es hoy una puerta alargada y profunda; una puerta a cámara lenta. Y ahí precisamente tenemos una señal de su posible evolución. Imagino que el cuello de las jirafas o los picos de algunas aves comenzaron en algún momento a cambiar de forma por motivos parecidos. Lo cual es otra prueba más de la destacable pero poco atendida ciencia del darwinismo espacial. 

(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

18 de febrero de 2019

LA MAGIA DE ORDENAR LA CASA


Guardamos todo tipo de cosas. Almacenamos desechos y porque les atribuimos un valor sentimental. Y esto no solo sucede con viejos pantalones o unos apuntes del bachillerato. No nos desprendemos de los restos ni de la cultura.
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?  
Al recorrer cualquier ciudad podemos ver los objetos de la modernidad triunfante desperdigados por doquier. Sus mejores piezas han hecho de nuestro paisaje diario un lugar memorable. Pero hay un lugar donde sus piezas rotas y sus restos menos útiles quedan abandonados y donde los conservamos por motivos semejantes a los que nos impiden librarnos de una vieja tostadora. Ese cuarto trastero de la modernidad es la casa
En la casa guardamos todo tipo de baratijas superadas por la ciencia y el arte. En la casa recolectamos técnicas abandonadas hace tiempo por la industria. Entre sus paredes acumulamos azulejos, plásticos y papeles pintados no solamente pasados de moda, sino ajenos al mismo concepto de moda. Tanto es así que la llegada de un invento a la casa equivale a certificar de su falta de actualidad. La casa es, pues, el final de la cadena trófica del futuro. Su retaguardia.  
Por eso lo que queda de la modernidad no es la posmodernidad, sino un residuo solido que se deposita en la casa de un modo parecido a como lo hace el polvo. 
La casa es el gran cubo de basura de la cultura de una época. La casa, por ser el lugar de lo insignificante y de lo invisible diario, se ha convertido en un lugar donde los restos de la modernidad se popularizan. Esa modernidad de la cocina optimizada de principios del siglo XX, está en las casas contemporáneas trasformada y digerida en islas cocina, muebles colgados y el mundo de los electrodomésticos. Mantenemos en la casa un bidé o una bañera, y hasta un tendedero cuando la vida ya ni los usa. Y así, todo. 
Por eso si la casa es un almacén de cosas, y clamamos por profetas que nos ayuden a librarnos de memorables calzoncillos, viejas sudaderas y vestidos sin estrenar, tal vez debamos pedir más bien que nos libren de esos otros objetos que lastran la casa.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.

11 de febrero de 2019

ARTILLERÍA DE BOLSILLO


Andamos sin prestar mucha atención a lo que nos rodea. Caminamos absortos en nuestros pensamientos o sumidos en nuestro personal rectángulo iluminado, mientras, las cosas y las ciudades apenas reclaman nuestra atención. Quizás deba ser así. Pero hay veces que nos encontramos con esas cosas y nos devuelven, algo así como la mirada. Como un extraño en el autobús, o un animal abandonado. A veces ese cruce de miradas se da con la arquitectura.
El leve sobresalto de encontrar una temperatura inesperada en un asiento, la extrañeza que se produce al entrar a un lugar con una altura inhabitual, o el situarnos ante el horizonte cuando solo cabía esperar otra calle, pueden ser detonantes de una sensación semejante a la de sufrir un ligero traspiés o la salpicadura de un charco, aunque sin su connotación negativa.
Incluso el leve hundimiento en el pomo de una puerta puede ser el detonante de una de esas extrañezas escondidas en lo cotidiano. Lo maravilloso es que esas sorpresas no solo son fruto de la casualidad o el azar sino que existe una reducida estirpe de arquitectos que las proyectan y esconden con cuidado desde tiempos inmemoriales. Son una callada minoría que se reúnen clandestinamente para adorar al diosecillo de las pequeñas cosas.
Uno camina tranquilo con sus preocupaciones diarias y de repente recibe una de esas pequeñas descargas que resetean la atención. De improviso, el contacto con lo inesperado abre una línea de fuga ante nosotros. Entonces la capacidad de un simple rebaje en el pomo de una puerta, despierta, no solo el sentimiento de algo parecido a una leve incomodidad, o a un recuerdo, sino la reconexión con una dimensión que permanecía hasta ese momento fuera de nuestro radar sensitivo.
Cabe pensar que esa especie de cortocircuitos es una de las mejores bazas que la artillería de la arquitectura lleva escondida en sus bolsillos. Una de las más eficaces en tiempos convulsos como los que vivimos. Porque es una munición casi invisible, que no trata con una imagen de riqueza o de pobreza, ni con la arquitectura como problema exclusivamente formal o háptico, sino cultural, histórico y simbólico. Porque remite a un modo de relacionarnos con el mundo alternativo a la lisa, brillante y muda suavidad del vidrio de la pantalla del smartphone que nos mantenía caminando por el mundo, algo zombies.

*La feliz frase de "artillería de bolsillo" pertenece a Navarro Baldeweg y llega a través de José María Mercé. El pomo de la puerta con esa sorpresa rebajada es de 6a Architects.

4 de febrero de 2019

EL AMARGO REGUSTO DE LO PRIMITIVO

Entre estos dibujos sólo median cuatro mil años. A la vista de los hechos, la arquitectura doméstica no parece haber avanzado mucho en este periodo. O lo que es más vertiginoso: lo sucedido entre ese paréntesis no parece haber supuesto más que un rodeo despreciable.
Sin embargo entre la vieja planta trazada sobre terracota y la planta contemporánea – que puede considerarse genérica por la multitud de proyectos actuales que tocan el mismo tema-, se hace evidente un entendimiento de la habitación como núcleo estructurante de la casa. Bueno, de la habitación y de su primitivo modo de unión. 
Porque si la habitación parece no haber pasado de moda como centro del habitar, ¿por qué volver, sin embargo, a una disposición de cuartos encadenados, cuando el pasillo era una solución óptima desde todo punto de vista? Precisamente en el gusto por la planta de habitaciones sin pasillo parece intuirse algo más que un mero problema compositivo en la arquitectura contemporánea. De hecho puede que sea un síntoma, un viraje, en el significado del habitar. 
Efectivamente si estudiamos las diferencias entre ambos dibujos podemos ver hay varios matices diferenciales, y no sólo por la colocación de sus puertas y el uso del espacio central. Las más notables tratan sobre el tamaño de las salas y sus modos de relación. Con todo, es posible su lectura en paralelo, lo que remite a un regusto actual por lo anacrónico. Las proporciones, los pasos y las relaciones entre cuartos permiten entrever seres humanos habitando rincones y una jerarquía de las privacidades. O dicho de otro modo, en esta arquitectura de habitaciones podemos intuir un gusto primitivo por lo funcional antes de que lo funcional existiese. 
En la planta contemporánea de habitaciones encadenadas, cada una se enhebra con la siguiente, pero en esa célula elemental, curiosamente, no se aspira a la jerarquía. Cada estancia vale para todo dependiendo de su posición respecto a las demás. En el discurso de una arquitectura de cuartos, cada uno es intercambiable a pesar del dibujo de sus muebles y sus usos. No es que sean habitaciones sin función sino que son estancias cuya disposición aspira a ofrecer privacidades alternativas. Es decir, la casa de habitaciones manifiesta un esfuerzo dirigido a fabricar espacios de reguardo, quizás porque se intuye una forma de vida en la que el habitante está sobre expuesto, sin posibilidad alguna de protección. 
Este fenómeno resulta clave para el entendimiento de multitud de casas que vemos en este comienzo del siglo XXI. Aunque lo importante de este fenómeno es que delata un cambio de sensibilidad: construimos rincones que simbolicen el ansia de resguardo, a la vez que exhibimos nuestra privacidad, sin pudor. Tiempos esquizofrénicos que tienen la casa como campo de batalla.

28 de enero de 2019

GRANO Y ARQUITECTURA


El "grano", en fotografía, era un accidente analógico que aparecía debido a unas diminutas partículas de placa metálica que se depositaban en las imágenes en blanco y negro y que hacían de ellas casi una textura. El grano era una cuestión de química y dependía de la rapidez de la película, pero en realidad producía un extraño efecto que hacía de la imagen algo casi tangible. El grano era una imperfección, pero podía ser muy expresiva en las manos adecuadas. Es decir, el grano aportaba un suplemento de significado al mensaje de la propia fotografía. Sin embargo no tenía fuerza suficiente como para constituirse en un mensaje por sí mismo.
Pero el convertir la imagen en algo palpable no es poco. Tocar con los ojos resulta instructivo y eficaz. Hoy, sin embargo, pasada la época de la química fotográfica esa cualidad del grano se finge. El mundo digital lo ha hecho innecesario y como mucho se puede sustituir por algo que en realidad no es ni parecido: el ruido.
Esta larga digresión sobre el grano está directamente relacionada con las cualidades visuales y cómo estas son capaces de hacernos soñar con el tacto de las cosas. Y el modo como sucede es muy  semejante en arquitectura. En concreto el "grano" de la arquitectura se percibe de forma especial en el mundo del detalle. A veces coincide con lo que se ha llamado ornamento, pero en la mayor parte de las ocasiones, con lo que conocemos por la materia vista de cerca. El grano es esa cualidad por la que imaginamos la temperatura de la madera, o la aspereza del granito desbastado, antes de que lleguen a nuestras manos. El grano permite tocar antes de tocar. El grano da el tono material al espacio y, sumado al resto de sus cualidades, hacen que éste tenga significado.
Porque tampoco el grano en arquitectura tiene significado propio. Aunque añade un suplemento, que completa una de sus dimensiones físicas. La arquitectura, gracias al grano, se acerca al cuerpo, baja la escala de las ideas y apela a nuestra dimensión sensorial. El grano no se da en la arquitectura del vidrio ni de lo blanco sin fin. Porque hace señas a un habitar de cerca. Dicho de un modo más prosaico, los problemas de presbicia y el grano pertenecen a la misma dimensión perceptiva.
En fin, se trata de un tipo de ornamentación que nos acerca a un sentido hoy perdido de este término. Porque tiende un puente y acerca la arquitectura al habitante y su necesidad de sentirse involucrado física y psicológicamente en el espacio que ocupa.
  

21 de enero de 2019

TÁCTICAS SALVAJES


Aquí parece que cada habitante parece estar condenado a cumplir con las estrictas reglas impuestas por el edificio. Tras el vidrio uniforme y repetido como una celda, todos los inquilinos deberían desarrollar una existencia semejante. Sin embargo algo sucede en medio de esa retícula monótona que trata de ser trasgredido. Es el escenario de una batalla. Y es que los seres humanos no tienen remedio. A la mínima, customizan todo.  
Si las estrategias de poder parecen imponer al habitante un modo de vida, con sus tácticas de ocupación, los habitantes ejercen una especie de rebeldía callada que puede resultar de lo más creativa. En el fondo, porque nadie respeta las reglas del habitar. O en el fondo, porque puede que la arquitectura no haya nacido para imponer reglas a nadie, sino para cumplir las suyas. Puede que porque las reglas, en realidad, estén constantemente redefinidas. Por eso y una vez que hay un habitante, comienza el festival del habitar.
Aquí unos rebeldes han arrimado sus muebles al vidrio, o sus percheros. Otros han matizado la fachada con filtros improvisados, plásticos o telas. Algunos parecen haber cambiado hasta las bombillas o incluso han acumulado montañas de papeles junto al vidrio. El resultado es una sección de individualidades y casos particulares.
Si aparentemente nada debiera escapar al control de lo edificado, con el uso y con esa serie de tácticas particulares, de escamoteo, de apropiación, o de acumulación, cada habitante muestra su propia circunstancia. Hasta los uniformes se particularizan por el modo de llevarlos, con sus desgastes, con sus parches o con la altura a la que se corta un bajo de pantalón...
En resumidas cuentas, en cada habitante hay un intérprete de lo cotidiano. En cada habitante hay, antes que un seleccionador nacional de fútbol, un arquitecto, no en potencia, sino en acto. En cada habitante hay un hacker oculto. Aunque solo sea de una estantería billy, de inventarse recetas de cocina o de cruzar la calle fuera del paso de cebra.
Cualquier arquitecto debería saber que esa forma de apropiación es la mejor parte de su oficio.

14 de enero de 2019

CRíTICO PARANOICO

“El paranoico siempre da en el clavo, con independencia de donde golpee el martillo”. La paranoia se basa en un tipo de pensamiento que redirige cada hecho para confirmar los propios prejuicios. Por eso el paranoico, siempre tiene razón. Su desconfianza, su incapacidad de autocorrección y la creencia de sentirse elegido para una importante misión salvadora conforman los ingredientes de una actividad que ata todos los cabos sueltos. O mejor, que no ve cabos sueltos.
Sin embargo gracias a la capacidad para unir acontecimientos sin vínculo, y a la vez que era diagnosticada como enfermedad mental, la paranoia fue considerada como una refrescante posibilidad creativa. 
La paranoia fue un camino extraordinario para coser la realidad difusa e inconexa a la que tuvo que enfrentarse el comienzo del siglo XX. Dalí, soñador de formas, fue el inventor de un sistema basado en este trastorno que denominó método "crítico paranoico". Lo describió como un “método espontáneo de conocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes”. Lo cual era estar muy metido en el papel.
En el fondo, el método crítico paranoico suponía la posibilidad de vincular lo imposible. Era, pues, un pegamento inmejorable. Tal era su capacidad adherente que era posible coser el fondo con la figura, las formas con sus durezas o texturas, y las imágenes con sus sombras…Sin embargo y a diferencia del collage, la veta paranoide tenía la potencia de un explosivo incontrolado. Bastaba la proximidad aleatoria de dos ideas inconexas para inflamar el aire alrededor. Ni siquiera el control crítico podía hacer de extintor o ejercer labores de doma. Por eso no resulta extraño que hubiera que esperar tantos años hasta que fue aplicado a la arquitectura. 
Fue Rem Koolhaas, en 1978, cuando lo rescató en su "Delirious New York" a través de esta ilustración de una blandura amorfa, sustentada por una muleta de palo. Las conjeturas flácidas e indemostrables debían sustentarse con el bastón de la crítica racionalidad cartesiana, argumentaba allí Koolhaas. En realidad el método crítico paranoico suponía una terapia para la arquitectura y un modo de revisar incluso su propia historia. Además, evitaba hablar de coherencia. Era como hacer trampas “en un solitario que se resiste a salir, o como forzar una pieza en un rompecabezas de modo que encaje, aunque no cuadre”. 
Claro, que una vez que la paranoia empezaba, no había quien la parase: ¿Acaso esa forma blanda no era la del hormigón y ese soporte de madera no era el encofrado? ¿No era ese diagrama un retrato del mismo Le Corbusier maestro de esa sustancia pastosa, gris y moderna? ¿No era incluso la doble representación del cansancio del parloteo moderno (representado por esa lengua con bastón), y una metáfora de la separación entre cerramiento y estructura?… 
Los éxitos del método crítico paranoico hoy parecen casi olvidados. Casi. Porque hoy se hace difícil explicar alguno de trabajos contemporáneos, (Brandlhuber+, Olgiati, Johnston Marklee y hasta Smiljan Radic) sin ver aparecer algunos de esos gestos críticos paranoicos, aunque, eso si, en miniatura.
Por eso, cuando vemos esos breves estallidos sinsentido, o ciertas locuras en una esquina, hay que fijarse bien, porque puede que no sea ya el brillo de una simple cita o un descuido con gracia, sino la pequeña deflagración producida por el viejo invento crítico paranoico. Que asoma ahora como un gnomo malhumorado aunque inofensivo. 

7 de enero de 2019

EL DIABLO CELESTE


La escena es conocida. Una rebelde Andrea Sachs, el personaje de Anne Hathaway en "El diablo viste de Prada", se enfunda un vulgar jersey tratando de mostrarse al margen de la frivolidad de la revista de moda donde trabaja. Entonces la inmisericorde editora jefe, encarnada por Meryl Streep, lanza su aguijón…

“Tú vas a tu armario y seleccionas, no sé, ese jersey azul deforme porque intentas decirle al mundo que te tomas demasiado en serio como para preocuparte por la ropa. Pero lo que no sabes es que ese jersey no es azul, ni es turquesa, ni marino, sino celeste. Tampoco eres consciente del hecho de que en 2002, Oscar de la Renta presentó una colección de vestidos celestes y luego creo que fue Yves Saint Laurent, quien presentó chaquetas militares celestes, ¿no? Y más tarde el azul celeste apareció en las colecciones de ocho diseñadores diferentes; y después se filtró a los grandes almacenes; y luego fue hasta alguna tienda de ropa deprimente y barata, donde tú, sin duda, lo rescataste de algún cesto de chollos (…) Es cómico que creas que elegiste algo que te sitúa fuera de la industria de la moda cuando de hecho llevas un jersey que fue seleccionado para ti por personas como nosotros...”

Fin del asunto. No se puede ser crítico siendo ignorante. Por eso si esa escena es memorable no es por la trasformación del personaje a partir de ese momento, ni por hacer visible la sociedad de clases también en el mundo de la moda, sino por la brutal pérdida de inocencia que representa. Ninguna profesión, ni siquiera la de aquel que quiera llamarse arquitecto puede permitirse el no saber. Ser ignorante inhabilita a cualquiera para ejercer su oficio con verdadera libertad. Ser ignorante convierte al arquitecto en una marioneta. 
A partir de esa toma de consciencia frente al no saber, (que conviene acabar descubriendo por nuestro bien y por el de nuestros conciudadanos), toca la placentera pero dura conquista del conocimiento representado por aquel azul celeste. (¿Cuáles fueron los hechos y las personas determinantes para el comienzo de la modernidad, o de la arquitectura orgánica, o del rascacielos, o de la vivienda mínima, o de la participación, o del funcionalismo o de la posmodernidad…?) Para, a partir del esos hechos, preguntarnos por qué el presente es como es... 
Luego, vendrá otro esfuerzo. El de intentar recuperar esa inocencia perdida. El de restituir algo parecido a la frescura, en una segunda espontaneidad, donde no se adivine el conocimiento, la experiencia, los recursos, ni los apoyos.

31 de diciembre de 2018

LA MAGIA DE ABRIR


Las llaves sirven para dejarnos entrar o salir, para abrir o cerrar cualquier cosa. La arquitectura ha mostrado siempre cuidado y placer por las llaves, porque de ellas pende el misterio de toda habitación y la magia del umbral. Las llaves, por eso mismo, evocan una tensión, entre el dejar o no pasar, la de prohibir o admitir, que obliga a diseñarlas como un símbolo. Porque quien sabe cómo acceder a un lugar, se convierte en el guardián de todo su misterio. 
Por eso me gusta tanto la llave que representa esta imagen. 
Aparentemente cuesta distinguir su forma y su sentido. Pero se trata de una llave maestra, sin muescas ni aparente forma de llave. Es el acceso a una conocida y mítica casa a la que, en origen, solo se podía acceder por barco. 
Si se fijan, esa cerradura está construida y dibujada con un cariño infinito. Aunque con forma de embarcadero, esa cerradura tiene todos los matices de un hueco dispuesto para que su encaje con la llave sea limpio y sin ruido. Las rocas, el lugar del amarre, las líneas de la vegetación y los peldaños hacen las veces de ese milimétrico ojo de la cerradura por el que la barca “Nemo propheta in patria” debía deslizarse.
Alvar Aalto abría su casa de Muuratsalo con esta llave mágica. Igual que lo hacía la vieja diosa Cibeles con su llave enterrada desde el invierno, Aalto abría la tierra cada primavera, para que todo rebrotase y floreciera gracias a esa llave.

24 de diciembre de 2018

HUERFANOS DE OIZA


Tras lo sucedido durante el año del centenario de Francisco Javier Sáenz de Oiza, colmado de sentidos homenajes, y soberbios libros y exposiciones, se hace evidente que no podemos aun hablar de Oiza. 
Despedimos su año, pero increíblemente esa persona nacida en Cáseda y aficionado a las seguetas, Mallorca y el juego de la contradicción, acaba recluida en la frase “yo conocí a Oiza”. Continuamos siendo testigos sentimentales de Oiza, y a la mínima ocasión de hablar de su obra, acabamos balbuceando nuestra orfandad, incapaces de emitir juicios ponderados sobre su lugar en la historia de la arquitectura. Tal vez siga siendo así hasta que no desaparezca hasta el último de sus fieles, sus rendidos amigos y sus haters. Porque en un país donde todos conocimos a Oiza, y donde llegó a hacernos sentir la modernidad como un codiciado artículo de importación, todos le debemos, en realidad, una forma de entender la arquitectura. Porque Oiza marcó el rasero con el que se medía toda la profesión. Él era el nivel, (aunque no la brújula).
Hasta que llegue el momento de hablar de Oiza de otro modo, como autor de esas dos obras maestras que son sus torres madrileñas, seguirá confiscado entre las fronteras de alguna aduana desconocida hasta saltar a la historia. (Porque nadie dude que a Oiza nos lo descubrirá algún americano dentro de treinta o cuarenta años, mientras los que queden de nosotros nos miramos atónitos).
¿Qué murió con él? ¿De qué maravillas o naderías se despidió el mundo con su ausencia? “Hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?”, se preguntaba Borges. Ese misterio está presente cuando se piensa en Oiza. De su obra podrá hablarse de otro modo cuando desaparezca la costra de su dimensión mítica, o quizás cuando sucumban los últimos oídos que oyeron su voz. Por el momento lo único posible es ser sus testigos...

***

Recién acabada la carrera, y junto con varios amigos, alquilamos un piso para empezar a hacer pequeñas obras y concursos en la calle General Arrando de Madrid. A veces, por la ventana, intrigados, veíamos pasar a Oíza. Por entonces, no sabíamos que a pocos metros tenía su estudio. Nunca cruzamos palabra con él. Oiza, aun anciano, era una presencia imponente.
Fue en el invierno de 1998 cuando apareció la oportunidad del encuentro. Un amigo algo más veterano, a quien había echado una mano haciendo algún concurso, Jokin Lizasoain, amigo a su vez de sus hijos, me había recomendado. Recibí una llamada para concertar una entrevista con Oíza. Puede imaginarse la alegría y la velocidad con la que crucé la calle.
Aquel encuentro fue inevitablemente un monólogo de Oiza minusvalorando su trabajo. Finalmente, más debido a mi silencio que a mis méritos, empecé a trabajar en aquel sótano espacioso y de techos altos. Se trataba de un concurso al que la empresa Telefónica había invitado a participar a Oiza y a un grupo de estudios, variopintos, pero todos importantes. Recuerdo los meses siguientes plagados de las anécdotas memorables y de los íntimos aprendizajes que todo aquel que ha tenido ocasión de su encuentro ha disfrutado.
El periodo pasado junto a aquel anciano Oiza fue un regalo. Abandoné mi propio estudio para dedicarme a ese trabajo con ganas. Pasó el tiempo y el concurso con él. Acabé la tesis al otro lado de la calle. A ratos cruzaba de nuevo...
"Denomino maestro", dijo Platón,"a aquel que puede efectuar un cambio en alguno de nosotros". Oiza podía. Increíblemente creo que aun hoy no ha perdido esa rara capacidad.

17 de diciembre de 2018

VENTAJAS DEL MALENTENDIDO


A pesar de su encanto, en el día a día usamos los malentendidos de una manera deshonrosa. Nos excusamos por ellos cuando en realidad han sido agrias discusiones donde no había malentendido alguno. Tal vez por eso los malentendidos están poco valorados en todos lados, también en arquitectura. Sin embargo a todos ellos les debemos no solo innumerables momentos de alegría sino verdaderas oportunidades para acercarnos a lo profundo de la vida. Tal vez incluso a lo más perdurable. De hecho, las mejores obras de arquitectura son aquellas que no se entienden del todo, las que levantan ampollas en nuestra imaginación y nos espolean. Y las más prescindibles son las que se entienden a la primera, las que no ofrecen resistencia y eliminan todo esfuerzo. 
Por eso "el malentendido es la salsa del conocimiento" e incluso, como decía Lacan, constituye la forma idónea de entender (1). Los malentendidos surgen, no en la lectura de los edificios, sino de interpretar sus espacios intermedios. Es decir, en arquitectura se producen cuando leemos algo con dos sentidos pero no podemos elegir, sino que mantenemos ambos flotando, en suspenso y sin aclararnos. Esos cambios de dirección mental, sus oscilaciones, son de la misma familia que la de los errores de la percepción que encantaban a Gombrich. Y a ellos pertenecen los juegos en blanco y negro de copas que son amantes y niñas que son ancianas... 
Sin embargo el verdadero malentendido es una delicia que desgraciadamente cuesta encontrar. Porque un mal proyecto no es fruto de un malentendido, sino de un perfecto entendimiento. Curiosamente el campo del malentendido no es puramente coincidente con el de lo "complejo y lo contradictorio". Pero los reconocemos de inmediato con una mueca parecida a una sonrisa. Aparece en la Galería del Palacio Spada de Borromini, por ejemplo, pero no cuando vemos que Borromini nos ha engañado con su juego, sino cuando vemos que se ha recreado en un procedimiento que abre una brecha en la concepción del mundo impuesta por la perspectiva renacentista, pero no ofrece alternativa, sino solo su abismo
Hoy existen arquitecturas que se recrean de nuevo en el malentendido como uno de los signos más preclaros de nuestro tiempo. Podemos encontrarlas en las obras de Tom Emerson, en las de Kersten y Van Severen, en las de Vylder, Vinck y Taillieu… Basta mirarlas y, felizmente, entender poco a primera vista.

(1) Citado por Vicente Verdú, que a su vez cita a Estrella de Diego, que a su vez cita a Lacan. Un maravilloso ejemplo de malentendido. Seguro que Lacan nunca pensó en decir semejante brillantez.

10 de diciembre de 2018

HARTOS DE RECIBIR GOLPES


Todo sucede aproximadamente en medio segundo. Sus primeras milésimas están invadidas por la sensación de sorpresa, pero, de pronto, algo estalla. Solo sentimos un gancho, que llega directo a la mandíbula, y que alude a la torpeza de esos mili-segundos sin entender que hemos sido noqueados. Entonces caemos en la cuenta. Pero desde el suelo. Ya es demasiado tarde… 
Cuando nos golpea una imagen, y somos conscientes de que es imposible, aquí por su falta de peso pero puede deberse a cualquier otro motivo, aparece un levísimo sentimiento de culpabilidad. Curiosamente, y por un momento, no acusamos al autor, sino a nosotros mismos... Pero, todo ha sucedido tan rápido. De hecho, nuestro dedo pulgar ya ha pasado a la siguiente imagen
Si hasta hace menos de diez años las imágenes de arquitectura llegaban a nosotros con cierta lentitud y las acusábamos de superficialidad, hoy los algoritmos que nos proveen de ellas han acelerado el proceso de noqueo hasta volverlo sistemático e invisible. El caso es que en este tiempo se ha basculado de la imagen seductora a la ultrapopular, por medio de estos mecanismos de sorpresa ininterrumpida. 
No hay en esas imágenes ni un ápice de humor, ni un golpe de ingenio que el fotógrafo quiera compartir de un modo cómplice con el espectador. Pero no porque el fotógrafo no lo desee, sino porque ya no hay tiempo para el ingenio, ni los matices. No importa siquiera que sean o no reales. El algoritmo funciona bajo la premisa de secuestrar la atención un instante más. Ya ni siquiera es un problema de superficialidad de lectura sino de otro orden. 
Sin embargo y si cada imagen ha perdido la capacidad de ser leída de modo individual, si es posible hacerlo con el conjunto, aunque desde fuera. Interponer un filtro entre ellas y nuestro dolorido cerebro resulta útil. Seguiremos viendo imágenes aceleradas y hasta produciéndolas a pesar de que en este tipo de ciclos no quepa encontrar la arquitectura más puntera, la que ofrezca novedades o verdaderos avances disciplinares. Pero mirarlas en sus gestos generales, en sus tonos, como con los ojos entornados, se ha vuelto el último modo de captar el espíritu de los tiempos.

3 de diciembre de 2018

CONFORMARSE CON LAS PAREDES


Nos conformamos con las paredes. Y sin embargo, ¡son tan poca cosa! 
Las paredes son como los muros, pero no llegan a serlo. Son, de hecho, sus parientes pobres. Su versión low cost. En realidad las paredes no soportan nada, porque han perdido su masa y su capacidad portante. Las paredes solo separan y, la verdad sea dicha, no lo hacen bien del todo. Gracias a la pérdida de materia, inevitablemente dejan pasar algo de la vida del otro lado. Es decir, son una especie de membranas osmóticas de la privacidad. Una membrana imperfecta pero tolerable. 
Desde que el movimiento moderno tuvo la sagacidad y la capacidad técnica de exfoliar el muro en sus diversos componentes, dejando que la estructura se convirtiese en pilares y el cierre se decapara en aislamientos de todo tipo, cámaras de aire, cierres, barreras de vapor y filtros varios, lo cierto es que su antigua capacidad unitaria se ha perdido irremediablemente. Pero no hay nostalgia posible hacia el muro como elemento separador integral. Entre otros motivos porque ya no hay quien pague uno o porque ha adquirido connotaciones nada positivas. Sin embargo, junto con la desaparición del muro se ha dado la desaparición de una de sus fuerzas psicológicas más poderosas que lo sostenían: su capacidad de construir un “fuera”, de excluir lo que quedaba al otro lado. Los únicos muros que se erigen hoy en día se refuerzan miserablemente con alambradas de espino, soldadesca y cámaras de vigilancia. Porque los muros hoy son fronteras, y principalmente contra la pobreza. Ajena, me refiero. El muro representa lo infranqueable y traspasarlo es saltar a otro universo psicológicamente diferente.  
Por eso mismo y si tradicionalmente el muro era una estructura fuerte, la pared, como decíamos, se ha convertido en un filtro menor. Las paredes no aíslan completamente, y solo sirven para separar algo las cosas. Al otro lado de la pared se escuchan conversaciones y gemidos. Al otro lado de la pared no está, pues, un enemigo, sino alguien molesto, que da fiestas hasta altas horas de la madrugada, que se pelea a gritos con su futura expareja, pero que hay que saludar en el ascensor como si no hubiésemos sido testigos ciegos de su vida. Las paredes, por tanto, permiten la convivencia entre animales humanizados sin que el otro sea un enemigo declarado. 
Sabemos que existen los vecinos, les oímos, pero al menos nos queda el consuelo de no verles. Su olor no nos llega completamente, sino solo de modo ocasional, cuando los guisos se cuelan por las rendijas de las puertas o entran por el patio. Pero mientras y al menos, la pared impide la amenaza de que nos rocen o nos toquen. Por todo ello, la pared es el emblema de la ciudad y el símbolo de la civilización: vivimos juntos gracias a las paredes, no a los muros
Hasta que encontremos como reconstruir la intimidad perdida, las paredes son su bandera. La divisa de una intimidad amenazada, pero no hundida.

26 de noviembre de 2018

LA CASA DE LA MEMORIA. LOS ALMACENES DEL TIEMPO.


Nuestra memoria se debilita. Ese órgano, antes soporte de todo conocimiento, se ha vuelto frágil debido a la facilidad de acceso a cualquier información en cualquier lugar y momento. Hemos delegado en dispositivos electrónicos los números de teléfonos de nuestros seres queridos y cómo llegar a los sitios. No intentamos ya recordar datos, ni fechas, ¿Para qué si están a un solo "click" de distancia? Tampoco poesía, ni canciones, a pesar de que intuimos que gracias a ellas construimos el tono del lenguaje y del pensamiento que habitamos. Parece que la memoria se ha retraído tanto que ha llegado a atrofiarse…
Y sin embargo y paradójicamente, la casa no ha dejado de ser un depósito creciente de objetos y de sus recuerdos asociados. Almacenamos cosas, sin cesar, entre sus paredes, en sus estantes y trasteros. Y no solo lo hacemos debido a la presión consumista de la sociedad contemporánea. La propia casa, en cada uno de sus rincones, gracias a sus luces o atardeceres, gracias a sus materiales o tamaños particulares, ha llegado a representar para nosotros momentos concretos del pasado y sirve para rememorarlos de una forma vívida. Gracias a la múltiple apropiación simultánea que representan la visión, el tacto, el olfato y los sentimientos asociados al espacio habitado, misteriosamente, hemos vinculado a ellos un pedazo de memoria. Gracias al espacio, recordamos el tiempo.
Lo digital ha sido capaz de anestesiar nuestra memoria, es cierto. Pero enredados en las redes y bajo un tsunami imparable de datos, no hemos dejado de ser organismos de carne y hueso que se cobijan en construcciones materiales cargadas de recuerdos. Ese quizá eso sea uno de los pocos signos de esperanza que quedan para una profesión que desde su nacimiento era ya anciana, y que ha estado siempre guiada por valores despreciados, como son la continuidad y la historia. Una profesión que, a pesar de todo, tendrá futuro siempre que sea capaz de fabricar un especial tipo de asperezas, de rincones o lugares, un tipo distinto de casas, que sirvan de recipiente de esa valiosa sustancia que son los recuerdos.
Porque no solo habitamos en el espacio, también habitamos el tiempo.  

19 de noviembre de 2018

FABRICANTES DE RINCONES



Ni filósofos, psicólogos ni la mayoría de los arquitectos aman los rincones, porque en ellos solo se percibe la simpleza conceptual de lo reservado, de lo cejijunto y de un primitivismo insustancial. Sin embargo Bacherlard, su gran teórico, ya recordaba que pensar en esos lugares no es una tarea inútil porque “el rincón es el casillero del ser”(1). La casilla de salida. 
Hoy, en la sociedad de sobreexposición y del mercadeo extremo del espacio, ya no es posible encontrar buenos rincones. Cuando no hay sombras donde protegernos de la red wifi que todo conecta, cuando nuestros gustos más profundos permanecen inevitablemente a la vista, cuando todo rincón tiene que ser optimizado para alquilar, el fabricar un nuevo tipo de rincones se ha vuelto necesario. Y un difícil deber profesional. Es cierto que el rincón se ha entendido a menudo de un modo negativo y algo pobre: el rincón vivido reniega del afuera, del universo, reclama la soledad y solo parece construir una dialéctica del dentro y del afuera. Sin embargo “los rincones están encantados.”(2) 
La primera dificultad para el arquitecto fabricante de rincones es que aparentemente éstos no se hacen, sino que se encuentran. Es el habitante el que los produce: “se construye una cámara imaginaria alrededor de nuestro cuerpo que se cree bien oculto cuando nos refugiamos en un rincón. Las sombras son ya muros, un mueble es una barrera, una cortina es un techo”(3). Hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX, para encontrar la generación de los grandes fabricantes de rincones de la arquitectura moderna, (En la primera mitad del siglo los maestros solo fueron grandes fabricantes de esquinas): Aldo Van Eyck fue muy sensible a esos mediocuartos y tal vez el gran maestro de ellos. Indudablemente existen tipologías donde es necesario trabajar el rincón como elemento constitutivo fundamental. Principalmente donde los habitantes sean seres frágiles o estén, de algún modo, quebrados. Refugios, lugares de acogida, orfanatos, colegios o residencias, deben atender a los rincones como si fuesen sus altares. 
Para un arquitecto detectar rincones a veces requiere de una especial perspicacia, pero existe un método infalible para encontrarlos: miren donde se refugia un niño triste o enfadado. Porque nadie ama los rincones tanto como los niños.
Laugier contó un chiste cuando dijo que la arquitectura nació en una cabaña primitiva hecha de palos, porque cualquier ser humano, hasta el niño más inocente, sabe, que la arquitectura comienza en un rincón. Y digo bien, la arquitectura “comienza” en un rincón, y no “comenzó”, porque en cada rincón empleado como tal, ésta se actualiza y rejuvenece.


(1) Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 173. (Ed. Or. La poétique de l´espace, París, 1957), (2) Ibídem, pp. 175, (3) Ibídem, pp. 175.


12 de noviembre de 2018

COSAS QUE SE VEN AUNQUE (CASI) NO ESTÁN


De todos los cuadros de Vermeer, “la encajera”, es el más pequeño. No mayor que un folio, su formato y tamaño reducido intensifican una reacción de cercanía, de intimidad incluso, con la acción relatada. O casi. Porque en realidad es imposible penetrar en esa intimidad. Los ojos de la costurera permanecen absortos en la tarea del bordado y el cuadro deja sistemáticamente fuera al espectador. Por eso, por mucho que lo intentemos, no podemos averiguar qué borda. 
Si nos acercamos, entre sus manos se encuentra el secreto del cuadro. Muy delicadamente, entre las puntas de los dedos, aparecen dos hilos, finísimos. ¿O acaso los soñamos? Sobre esas dos líneas, tensas y extraordinarias, reposa todo. Todo se dirige hacia esos dos trazos que en realidad no sabemos si existen, porque no se ven completamente, sino parcialmente iluminados. El resto, es fruto de la imaginación. No sabemos si existen por completo porque se pierden entre la textura del propio lienzo. 
Vermeer sabía bien que el cerebro fabrica sus propias ficciones. Las teorías de la Gestalt tardaron muchos años en decir lo mismo: la mente completa lo que falta cuando está bien alimentada. 
En realidad se trata de algo muy semejante a cuando vemos en escultura las riendas de los caballos sostenidas por sus jinetes. Las cinchas que unen los carros y sus tiros se hacen presentes aun no estando. Pero el escultor sabe, como lo sabía Vermeer, que lo invisible es, en ese punto, más preciso que lo real. Y por eso prescinde de ellas. 
Igualmente en arquitectura es necesario saber cuáles son las prerrogativas que tienen que tener las cosas no construidas para, realmente, aparecer. Lo que hace la mejor arquitectura es precisamente eso: lograr que lo invisible sea cierto. Y por eso mismo, cuesta tanto ver y explicar la fuerza de esas ausencias.
Aunque sea tan palpables, o más, que lo realmente construido.

5 de noviembre de 2018

LA HABITACION DEL OFICIAL MEDICO


A Hannes Meyer siempre se le ha tachado de minimalista. Pero injustamente. Y todo porque su arquitectura tenía rasgos de dureza maquinista. O porque se ha interpretado esta habitación espartana del Co-Op, que realizó como escenografía para la obra de teatro “el obrero cooperativo”, como si fuese un autorretrato. En cualquier caso, lo cierto es que esa habitación ha supuesto la excusa perfecta para relanzar un alegato al “menos es suficiente” y para dejar a Meyer como un profeta de la austeridad. Pero, ¿de qué austeridad? 
Indudablemente, aquella habitación forrada en tela del Co-op, de techos bajos y de muebles misteriosos, tenía su encanto. Un encanto parvo, de tienda de campaña de un oficial del ejército, que recuerda mucho a aquel que hiciera Schinkel en el Palacio de Charlottenhof cien años antes. Las sillas plegables, típicas de un habitar provisional, la cama, sustentada de un modo inverosímil y precario, sin almohada, ni sábanas, pero de una tela tensa, y un gramófono, soportado también por una ligerísimas patas plegables, son todo el lujo necesario para un oficial cultivado de un ejército desconocido. Los botes de vidrio con sustancias desconocidas son la confirmación de que algo de boticario tiene el inquilino. Pero, ¿de verdad constituye la imagen de un habitar estoico? De hecho, ¿es posible habitar entre esas paredes? 
Por lo pronto, en la segura campaña militar en que está instalada esta habitación, no hay un campo embarrado en sus afueras. En la batalla que se está librando en el exterior de ese cuarto, el oficial lucha con un armamento que se nos escapa. Pero batalla de un modo que hace innecesario ningún salvaje enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Esta habitación en guerra es contra unos enemigos que no son físicos. Es una batalla que se libra en el campo de la moral- ¿cuál no lo es?- Pero no es una simple guerra contra la maldad del capitalismo o una batalla química, sino de un orden que pertenece a lo intangible. Y sin embargo, se trata de una batalla donde los medios empleados para la derrota enemiga son salvajes. Porque lo cierto es que el único modo de recuperar la humanidad tras la batalla es la música. 
Sin embargo el ejército en el que se ha alistado nuestro inquilino ejerce un tipo de presión inhumana sobre sus propios soldados. No hay posibilidad de caer derrotado al llegar a la habitación, puesto que la cama no permite dejarse caer sin más. Impone al cuerpo un esforzado depositarse. No hay nada relajado dentro de este espacio donde en cualquier momento puede entrar alguien requiriendo nuevas urgencias. Ni quitarse la ropa es posible. Ni almacenarla siquiera, puesto que no hay armarios. No hay vida cotidiana en la habitación de Meyer. Porque todo dice que nos encontramos en una situación excepcional. Hay tensión en cada esquina y detalle. Es una habitación resorte. Y como tal, en ella no cabe un verdadero habitar ni el descanso. 
No duden que el oficial médico está deseando volver a casa.

29 de octubre de 2018

HABITACIONES SIN ARISTAS PERO CON RINCONES


Heinrich Tessenow, maestro despreciado por la modernidad y los modernos, lo era, en gran medida, por la incierta ventaja saber hacer arquitectura de hermosas habitaciones. 
Tessenow  trazaba la vida diaria dentro de cuartos sin límites. Adivinaba en ellos una vida recién salida por la puerta. Mientras, él como dibujante, había permanecido dentro, ya sin sujeto aparente a quien hacer el retrato. Tessenow entonces nos acercaba a lo más elemental del espacio, y se recreaba en cuartos con rincones, pero sin aristas. Dibujaba muebles apoyados en paredes sin materia, colgaba cuadros y espejos sobre un blanco intachable, y usaba ese mismo blanco del papel como superficie delimitadora y neutra. Todo como si lo que le importase de verdad fuese precisamente la magia de lo que no estaba dibujado. 
Entre los objetos trazados destacan las ventanas, que son en sus manos más que un punto de fuga del paisaje. Con visillos, cortinas y plantas a su alrededor, la pared se perfora y se convierte allí en lugar. Pero conviene señalar que sus ventanas no son culpadas de dejar en sombra la pared donde se recortan, cosa que si hacía le Corbusier, sino que gracias a ellas la estancia vive bajo una luz universal, neutra y blanca, que todo parece limpiar
Hoy sus dibujos siguen siendo hipnóticos, además, porque las paredes y los techos que no alcanzamos a ver, sin embargo, están presentes. Porque percibimos en esas habitaciones cualidades materiales sin tenerlas. Porque vemos que los suelos brillan y que los objetos son útiles o significativos para sus habitantes. Y hasta porque los muebles ligeros se muestran precisamente de ese modo. Porque hasta el espacio está contenido y medido a pesar de no verlo por completo. En fin, porque reconocemos en esos cuartos a personas viviendo y como el espacio ha sido modelado según esa vida. 
Nada se esconde en las habitaciones de Tessenow. Todo está a la vista. Aparentemente no hay misterio y sin embargo parecen contarse allí el secreto arte de habitar dentro de una habitación, que no es moderna, ni lo contrario.

22 de octubre de 2018

ESTAFADORES


Cualquier comentarista de la obra de Mies Van der Rohe en algún momento ha empleado su aspecto elegante y distinguido, la seda de sus corbatas y sus zapatos italianos como el código más seguro para descifrar su trabajo. Mies sabía atrapar la atención con esas cosas. Y sabía bien como construirse a sí mismo como una marca perfecta, de funcionamiento semejante al de esos artilugios atrapa moscas. Sin embargo aquí, al contrario que de costumbre, y lejos de mostrarse con uno de sus elegantes trajes confeccionados en la sastrería vienesa Knize, usa otro tipo de trucos. Enigmáticos, indudablemente. Pero preparados y orquestados como un discurso que no llegamos a descifrar fácilmente. ¿Qué significa Mies en pantuflas? 
Mies van der Rohe cómodamente retratado, sin tensión ni testigos, en una escena doméstica es algo impensable. Porque Mies y la intimidad de lo doméstico son ideas incompatibles. O dicho de otro modo, no es que la modernidad no fuera cómoda, cosa que la señora Farnsworth ya había denunciado, era que el ideario de la casa de vidrio moderna no ofrecía ningún resquicio a esa apacible forma de vida que parecía disfrutar el propio Mies en esa imagen. El proponer a los demás habitar en una urna de cristal era una declaración de guerra al mismo concepto occidental de intimidad, pero el hecho de no someterse uno mismo a esa terapia, tenía otro nombre. Y estaba cercano al de hipocresía. 
A mediados del siglo XX el movimiento moderno había descubierto y silenciado una grave fractura en sus principios, que no estaba solamente motivada por la crisis intelectual provocada por la gran guerra. Entre la forma propuesta por la arquitectura de acero, hormigón y vidrio y la vida, era clamoroso un malentendido. Si la imagen de Mies con su batín de seda dejaba traslucir algo de la autoconsciencia posmoderna respecto a esas limitaciones, no es que esa pose fuese ridícula en si misma, sino que era, más bien, clarividente. Porque era el retrato de la vida de cualquier persona. Por mucho que se mostrase allí un personaje enfundado en seda y fumando carísimos puros habanos, el sujeto de la fotografía no era Mies. Era lo doméstico. 
El espacio que abría Mies en esa imagen en pantuflas era la del espacio sin ironía y sin la aspereza impuesta a los habitantes de su propia arquitectura. Esa imagen significaba que cada espacio, incluso el de la casa Farnsworth, podía ser un espacio legítimamente plantado con geranios, cubierto por cortinas y adornado con esculturas de leones de piedra, gracias a la fuerza moral que otorga el habitar diario. La señora Farnsworth, por mucho rencor y pleitos interpuestos a Mies por construirle una casa inhabitable, fue, en buena medida su coautora. Y no simplemente por el mero hecho de haber realizado el encargo a Mies o haber sufragado el experimento, sino por el modo en que llenó aquellas plataformas blancas de acero y vidrio con su vida. La ocupación de la arquitectura y el uso que hizo de ese espacio aparentemente inhabitable durante veintiún años revelaron muchos más matices que los previstos por Mies en su proyecto
Hoy sabemos que la arquitectura surge precisamente en el intersticio entre un proyecto sistemáticamente frustrado y su roce con la vida. La arquitectura se nos aparece, pues, como un malentendido. O mejor dicho, la arquitectura puede que surja al convertir ese malentendido en arte. 

15 de octubre de 2018

CUANDO EL TAMAÑO DEJA DE SER UN ASUNTO PRIVADO


Aunque leguleyos, políticos y filósofos se empeñen, las diferencias entre lo público y lo privado no se fundan en la política, el uso o en el concepto de propiedad. Para comprobarlo basta dejarse sorprender por la visión de una ciudad cualquiera, esté viva o muerta, sean sus ruinas o el más vulgar plano turístico, para ver que lo privado puede ser distinguido de lo público, antes que nada y de manera intuitiva, por una mera cuestión de tamaño. Lo pequeño es privado, además de hermoso. 
Por eso no cuesta diferenciar lo particular de la ciudad como espacio cuarteado, semejante a la escritura o a una argamasa que todo lo cose: sean manzanas o chalecitos. Porque lo privado ofrece una escritura y una caligrafía de pequeños espacios que finalizan en sí mismos.
Tal es la capacidad del tamaño de la arquitectura para describir lo doméstico, que aunque el uso de cada cuarto sea incierto o perdido, simplemente por medio de sus dimensiones somos capaces de distinguirlo como “propiedad particular”. 
Es cierto que el tamaño de la casa es compartido con tumbas, capillas y otros usos. Y es cierto, igualmente, que no todo lo privado encaja en un tamaño nítido: encontramos entre sus márgenes desde el palacio al refugio. Pero hay un álgebra primitiva en lo doméstico relacionada con el tamaño que proviene de lo que alcanzamos con los brazos y la mirada, un tamaño de la construcción en relación al cuerpo, semejante al que hace que ante las sillas, los vestidos, y algunos otros objetos, los reconozcamos en espera de un cuerpo ausente.
Desde antiguo se cree que el hogar tiene su origen en el fuego, como un centro que irradia física y espiritualmente. Pero quizás si entendiéramos la casa desde el mero problema de su tamaño, podríamos decir mejor que la casa es más una distancia a ese fuego primitivo. Una distancia que alcanza a influir en su espacio inmediato y construirlo. Porque el tamaño hace la habitación, y tras ella, lo que íntimamente significa la casa. La habitación se encuentra entrelazada con el hombre por medio de una sutil red de costuras que llamamos escala, al igual que se encuentran vinculados el agua y un vaso por medio de una sustancia aparentemente invisible pero cierta. Por eso la habitación, por sus dimensiones, es  la primera homotecia del hombre. 
Hemos dicho en otra ocasión que los cambios en el tamaño de la casa determinan cambios sociales. La cuestión del tamaño determina incluso sus fundamentos políticos. Por eso cuando el mundo de la especulación inmobiliaria trata de cambiar el tamaño de la casa por motivos en apariencia sólo económicos, tal vez convenga recordar que aun es posible ejercer cierta resistencia por medio del tamaño. Porque quien lucha por un tamaño, lucha para mantener la idea de lo que es la casa misma. Y no se debe aspirar a una casa que por lo menos no tenga un tamaño intimamente infinito. 

8 de octubre de 2018

DE LA "CAMA CALIENTE" A LA "CASA CALIENTE"


La utilización continúa de la cama sin dejar tiempo a que se enfríe en un relevo de cuerpos incesantes, aunque sin viso alguno de lujuria, dio pie a lo que se conoce desde antiguo como sistema de “cama caliente”. La cama siempre ocupada, como lugar de sobreexplotación laboral, se relaciona desde entonces con la pobreza. Dormir en una cama ajena y en un horario intempestivo ha sido un síntoma de que el descanso y el hogar no tienen por qué estar vinculados. De hecho, hasta se ha convertido en el símbolo de un hogar lejano. 
Hoy el viejo sistema de “cama caliente” se ha extendido y trasformado de una manera inimaginable. Gracias a fenómenos como Airbnb, cada casa vacía, sea por días o por vacaciones, puede ser alquilada a un extraño. El tiempo vacío de la casa es sujeto de ganancia y explotación. La casa es ahora un hotel. Y los vecinos, simples extraños. Por eso la casa hoy es un horario alquilable antes que un refugio de intimidad. Un horario marcado por el de los vuelos Low cost y sus despegues y aterrizajes. Las casas se llenan de inquilinos con un jet-lag dominguero y los portales se desgastan y ensucian con el traqueteo incesante de maletas. 
Sin embargo el sistema de “cama caliente” reformulado desde la vieja sobreexplotación laboral al actual mundo del turismo, y propiciado por el mundo de la hiperconcetividad, no se detiene en la casa, ni se reduce a la cama. En realidad la casa en si misma se puede ahora compartimentar y lotear. Sin fin. Distintas plataformas en red nos permiten ofrecer un puesto de trabajo en el salón de nuestra casa por horas, alquilar nuestra cocina, o incluso nuestro baño… 
Cualquier casa puede ser convertida potencialmente en una “casa caliente” si para ello reúne unas condiciones de contorno favorables. Es decir, si su exterior está bien localizado. Porque no hay “casa caliente” posible en la periferia o en un lugar sin un claro interés de mercado, sea turístico o cultural. Consecuentemente, la arquitectura ha dejado de importar, puesto que no aporta valor en esa transacción. El valor de la casa se concentra ahora en la limpieza, valorada con un número de estrellas, likes o comentarios en un portal de internet, y en el emplazamiento. 
Así pues, la “casa caliente” se construye para ser limpiada con facilidad y para que sus estancias puedan ser instagrameables. La cocina, el balcón y los baños, con sus azulejos gresificados de falso terrazo, todo con un agradable aire vintage, son el nuevo exterior. Porque la exterioridad-exterior no existe en el mundo de la casa caliente. La arquitectura se ve reducida a una geolocalización y a un interior convertido en fachada. 
Así las cosas, no es que barrios enteros pierdan sus inquilinos, sus comercios y su identidad, sino que ese desplazamiento se produce de manera masiva y simultánea. Cualquiera que conozca Madrid sabe que el barrio de Lavapiés, como vecindario y cuerpo de relaciones sociales, ya no está en Lavapiés. Ha migrado en bloque a Arganzuela. O dicho de otro modo, hoy Arganzuela es más Lavapiés que esa porción de suelo que sigue apareciendo en los planos turísticos llamada Lavapiés. Y así sucede en Berlín, Londres o París. El nombre que se emplee para describir ese fenómeno poco importa. Lo cierto es que tiene su origen en un cambio radical en la concepción misma de la casa, donde Europa se ha convertido en su paraíso. La vieja Europa explota con tal ímpetu su encantador pasado por medio de las “casas calientes” que hasta ha llegado a constituirse ella misma como el “continente caliente”. 
Mientras tanto la casa para el europeo medio es un mero alojamiento temporal. Porque nadie asegura al inquilino su permanencia, y que no tenga que embalar pronto sus cosas para una nueva mudanza. Esta nueva forma de nomadismo trae aparejada una nueva concepción de la casa para los habitantes sin propiedad. En cada cambio el nuevo nómada deberá afrontar un refugio con menor superficie disponible y más tiempo de desplazamiento a sus empleos. Menos mal que, al menos, podrá ir de vacaciones a Berlín o a Londres. Porque allí hay unos pisos de alquiler en el centro, de lo más cucos. 
Ya mismo puede sacar los billetes por Ryanair.

1 de octubre de 2018

LA ARQUITECTURA SEGÚN UN FABRICANTE DE ASPIRADORAS


“Hemos hecho un pacto entre los seres humanos y nuestro entorno, y a eso le llamamos casa.”(1) 
El autor de esta esplendorosa definición de la casa es uno de los mejores conocedores de lo que es hoy el hogar contemporáneo, el fabricante de aspiradoras Colin Angle. Que la definición provenga del inventor de un robot que escanea los espacios de nuestros hogares y nuestras costumbres con la excusa de la limpieza automática del polvo no es de extrañar. Hoy las aspiradoras aspiran más que suciedad, aspiran a conocernos mejor que nosotros mismos… 
Pero ese es otro asunto. 
Volvamos por ahora a esa hermosa definición. En ella se reconocen dos partes conscientes y capaces de llegar a un objetivo compartido: el hombre y el entorno, y un pacto deseado que es a la vez la conclusión y el símbolo que llamamos casa. Efectivamente desconocemos los términos de dicho acuerdo, pero se requiere inteligencia para comprender los deseos de un entorno que aun se muestra silencioso, o al menos difícil de descifrar. El entorno puede que sea enigmático pero ya no agresivo y se comunica en un lenguaje inteligible. 
Hoy el entorno quiere llegar a un acuerdo tanto como nosotros. El entorno es, pues y claramente, civilizado, y le reconocemos no solo consciencia sino capacidad de llegar a un pacto cierto, o dicho de otro modo, una inteligencia propia. Como se ve, el entorno ya no es la salvaje naturaleza del pasado que gobernaba a su antojo nuestro destino. Dado que hay casas, parece claro que hemos llegamos a comprenderlo siquiera mínimamente, (y él a nosotros). Incluso fuera de la casa ese pacto se mantiene, porque nuestra posición relativa respecto a la casa no es trascendente para el acuerdo. Es decir, la casa no es ya refugio, sino que es el símbolo de un entendimiento. 
Que distinta es esa otra definición de la casa de Camilo José Cela y tan admirada por Oiza: “Fruto del amor del hombre con la Tierra, nace la casa, esa tierra ordenada en la que el hombre se guarece, cuando la tierra tiembla -cuando pintan bastos- para seguir amándola”. Que distinta, porque en ella la casa es un hijo amado que nos protege de una madre imprevisible, trémula pero amada, una madre tan gigantesca que en ocasiones es amenazante por su propio tamaño. 
Indudablemente ambas coinciden en señalar que la casa ocupa papel mediador, cosa que es trascendente. La consciencia de que el entorno ha cambiado de escala también lo es. El entorno se ha empequeñecido o el hombre lo ha civilizado casi todo, tanto da. En medio, la casa se muestra como lugar de diálogo y terreno neutral entre el afuera y nosotros. Y eso es un descubrimiento. Para aquellos amantes de lo que significa la casa, esa definición parece un regalo mayor que el de los propios robots de limpieza.

(1) Romero, Rubén, “entrevista a Colin Angle”, En El país. Retina, número 9, Septiembre de 2018, pp. 40.