2 de abril de 2018
UNA VERDAD INCÓMODA SOBRE LA COMODIDAD
La comodidad, palabra sacrosanta en nuestra vida doméstica y a la que nadie está dispuesto a renunciar, sufre una fractura en cuanto cruzamos el umbral de nuestros hogares. Fuera, la ciudad se muestra hostil y declaradamente contraria al confort.
La ciudad con sus ruidos, contaminación y tráfico es el lugar de la única incomodidad posible en nuestro día a día. Quizás soportamos sus asperezas porque sirve al intangible bien de vivir juntos. Sin embargo de nuestras calles y plazas, de los parques y jardines se ha suprimido toda posibilidad de estar un tiempo sin sentirnos cohibidos por la presencia de los otros o por la creciente reducción de sus bancos, aceras o espacios sin resguardo de sombra o viento.
A tal punto hemos dejado de exigir a la ciudad lo mismo que a nuestros hogares en términos de comodidad que, efectivamente, este mismo concepto es lo que hoy resulta más significativo a la hora de señalar las antiguas diferencias entre lo público y lo privado. Porque hoy lo público es aquello a lo que no exigimos que sea cómodo y lo privado aquello cuya comodidad es irrenunciable.
La claudicación de la comodidad en lo público no solamente se limita al espacio urbano. También sufrimos la progresiva incomodidad de las ciudades en su burocratización. El empleo del espacio público está cada vez más reglado por normativas y por la aparición de elementos que lo esclerotizan. Se hace incómodo cruzar por pasos de cebra dirigidos con vallas, se hace incómodo pasear por las aceras crecientemente ocupadas por escaparates, y se hace incómodo hasta el vagar sin rumbo.
Si se quiere disfrutar de la comodidad de una ciudad solo hay que pagar el canon de ocupar las terrazas de las cafeterías y restaurantes que desplegadas sobre sus aceras, con sus cercas de vidrio y sus sillones tapizados. Es en esa privatización del espacio público donde se nos recuerda que lo privado es cómodo. Y que si queremos sentirnos “a gusto”, volvamos a casa.
Esas islas de comodidad en la ciudad demuestran como lo cómodo es uno más de los mantras del puro consumo. La comodidad es hoy el símbolo de toda relación comercial. Es el tono y el primer requisito que todo espacio mercantilizado debe poseer. Porque en la actualidad nada hay más cómodo que comprar. Por eso cuando nos sumergimos en lo mullido y lo confortable hay que empezar a sospechar qué nos quieren vender. Porque, nadie lo dude, ese es el espacio de venta preferido por el mercado y donde se produce una de las más importantes batallas por su control.
La verdad es incómoda por algo.
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26 de marzo de 2018
LA CASA CEBOLLA
Cada casa es una cebolla.
Sucesivas capas se acumulan sobre ella encerrándola y encerrándonos, a la vez que nos proveen de un cierto sentido de la privacidad. Las primeras capas son las más visibles y están constituidas por la propia arquitectura y sus límites. El umbral es responsable de introducir pieles densas y poderosas. Bajo el término umbral, la casa acumula las veladuras que suponen, el limpiarse los pies en un felpudo, sacar las llaves del bolsillo, dejar un paraguas o el abrigo, y saludar. Las capas del umbral por supuesto contienen también ese objeto que llamamos puerta y nuestras queridas cortinas cercanas a las ventanas.
Luego se construyen y solapan otros estratos menos visibles, como son el paso a paso desde el recibidor, los pasillos, hasta llegar al armario de la ropa ante el que nos desvestimos, la cama, y finalmente un lugar casi sin conexión wifi.
El encontrar el centro de esa cebolla puede ser variable pero está en función de cada habitante. Porque esas capas crecen y crecen hacia dentro como matrioskas. Ese centro sin hueso de la casa supone un hueco que cada persona sigue pelando dentro de si mismo. De ese modo, la casa cebolla se extiende hasta nuestro interior y se completa en algún lugar dentro de cada uno. O dicho de otro modo, la casa cebolla devora a sus habitantes, los engulle en las tripas de sí misma. Las recubre con un vestido invisible tras otro, hasta que el habitante deja de serlo para ser habitado.
La casa cebolla es, en una imagen, la mera tensión hacia el interior que ejerce toda casa. Una tensión introspectiva, casi hipnótica, semejante a la que debe sufrir la materia en su interior debido a la fuerza de la gravedad.
La casa cebolla, como esos cuadros de Frank Stella, se construye como un eco sucesivo de un marco, desde una intangible primera capa, pero hacia dentro, como en abismo. Y nos descubre eso precisamente, que hay una intimidad abismal que la sustenta.
19 de marzo de 2018
LA CASA CORTINA
Es hermoso pensar en las cortinas de una casa como sus unidades mínimas de privacidad. Unos velos que se dejan mecer por el viento y por el habitante, en una reciprocidad y movilidad nada despreciable. Un tipo de objeto que se sitúa en el límite de todo. Son parte de la arquitectura y a la vez de nosotros mismos.
O dicho con otras palabras, el visillo, al igual que la cortina, se asemejan a los párpados y son los primeros vestidos de la casa. La cortina comparte algo del contacto con la piel que tiene también la ropa interior. Por eso cuando una casa carece de esa veladura se ve amenazada por el puritanismo, sea o no religioso. Una casa sin cortinas presume de una pureza fundada en lo trasparente, y con ella, de la intachable moralidad de sus habitantes. Aunque no puede olvidarse que si en la casa todo está a la vista, el sótano está sobrecargado de misterios y traumas.
Hablando de estos ropajes primordiales de la casa es interesante hacer notar que generalmente no se ofrecen con la arquitectura acabada, sino que son parte de las primeras tareas del habitante cuando ocupa la arquitectura. Junto con el instalar lámparas y montar muebles, un primer habitar exige la colocación de estos filtros de la intimidad. Y por eso, cuando la casa se hace cortina o cuando la cortina es el primer recurso para lograr privacidad en una situación extrema, como ha descubierto el arquitecto japonés Shigeru Ban, puede entenderse la propia arquitectura como algo que es cuestión de intimidad y no de otras cosas, y que la arquitectura emana del vestido antes que de ninguna otra necesidad.
En este sentido, la cortina es esa sustancia que protege el roce de nuestra piel y de nuestra mirada con la del otro. O cuanto menos, la simboliza. Sin esa ropa interior no habría erótica, tampoco en el habitar.
Las casas sin cortinas son unas descocadas de las que no cabe esperar nada profundo.
O dicho con otras palabras, el visillo, al igual que la cortina, se asemejan a los párpados y son los primeros vestidos de la casa. La cortina comparte algo del contacto con la piel que tiene también la ropa interior. Por eso cuando una casa carece de esa veladura se ve amenazada por el puritanismo, sea o no religioso. Una casa sin cortinas presume de una pureza fundada en lo trasparente, y con ella, de la intachable moralidad de sus habitantes. Aunque no puede olvidarse que si en la casa todo está a la vista, el sótano está sobrecargado de misterios y traumas.
Hablando de estos ropajes primordiales de la casa es interesante hacer notar que generalmente no se ofrecen con la arquitectura acabada, sino que son parte de las primeras tareas del habitante cuando ocupa la arquitectura. Junto con el instalar lámparas y montar muebles, un primer habitar exige la colocación de estos filtros de la intimidad. Y por eso, cuando la casa se hace cortina o cuando la cortina es el primer recurso para lograr privacidad en una situación extrema, como ha descubierto el arquitecto japonés Shigeru Ban, puede entenderse la propia arquitectura como algo que es cuestión de intimidad y no de otras cosas, y que la arquitectura emana del vestido antes que de ninguna otra necesidad.
En este sentido, la cortina es esa sustancia que protege el roce de nuestra piel y de nuestra mirada con la del otro. O cuanto menos, la simboliza. Sin esa ropa interior no habría erótica, tampoco en el habitar.
Las casas sin cortinas son unas descocadas de las que no cabe esperar nada profundo.
12 de marzo de 2018
LA CASA SIN INTIMIDAD HACIA LA QUE CAMINAMOS
La casa trasparente de Mies constituye una imagen premonitoria de nuestro futuro. Hoy, gota a gota, con un delicado e imperceptible desangrarse, entregamos cada día datos de nuestra intimidad en el mundo intangible de las redes. Hoy los muros que nos rodeaban se acercan a aquellas paredes sin sombra de la casa Farnsworth.
La casa no escapa a la creciente recolección de microdatos que perfilan nuestras costumbres. Y con ellos nuestro más íntimo ser. Grandes ordeñadores de información sin cara ni nombre, gracias a nuestros hábitos con el termostato, a la frecuencia con que reponemos la nevera, a la exponencial exactitud de geolocalización que brindan los móviles que van en nuestros bolsillos, gracias a los horarios y títulos de nuestras series de televisión, sabrán, sin habérselo cedido explícitamente, la distribución y uso de cada uno de los espacios de nuestras casas; si hacemos la cama o la deshacemos, si llevamos una vida sedentaria o saludable, y hasta nuestros gustos menos conscientes.
Lo cierto es que la incesante recolección de datos nos hace pasar progresivamente de habitantes a clientes. El vaciamiento de la casa en cuanto a su capacidad de recoger y resguardar nuestra intimidad es imparable. Nuestros hogares pierden su capacidad de ser espacios de protección para ser escaparates. De hogar a mercado.
Sin embargo, sabemos que el mercado y la intimidad se guían por tensiones contradictorias. La intimidad requiere de una necesaria infraexposición para garantizar una verdadera libertad. Pero ni las leyes, ni nosotros mismos nos protegen de regalar pedazos de autonomía a cambio de los microgramos de dopamina que proveen las redes sociales con cada “like”. Los hogares “cookizados” dejan de serlo. Peor, no late en nosotros el miedo a un ojo que todo lo ve, sino tan solo la consciencia de una inocua y creciente capacidad para coser esos datos, y a nosotros con ellos, ofreciendo, ya no un retrato robot, sino un perfil de ventas personalizado y único. Ese perfil tal vez sea lo que queda del habitante. Es decir, nuestra personalidad privada de la libertad de elegir.
No sentimos la amenaza de la brutal pérdida de libertades que el internet de las cosas y los datos lleva aparejado, ni cuánto este fenómeno sitúa a la casa como su centro de operaciones predilecto. Aunque, si la casa era la última frontera infranqueable, desde que apareció la posibilidad de comprarlo todo sin poner un pie fuera del felpudo de nuestros hogares - fueran libros, comida o masajes, y de conocer nuestros deseos y costumbres - era cuestión de tiempo que nuestro hogar se viese reducido a una mera protección climática y a una inversión inmobiliaria. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Aun así, ¿qué será de nuestras casas cuando dejen de ser un lugar de ensoñación? ¿Podremos soportar que sean lugares sin privacidad? ¿Acaso es esa su esencia?, o por el contrario, ¿Seremos capaces de reformular un nuevo concepto de intimidad y reclamar que la casa sea un lugar de sombra donde pueda germinar un nuevo concepto de protección ajeno al mercado?
La casa no escapa a la creciente recolección de microdatos que perfilan nuestras costumbres. Y con ellos nuestro más íntimo ser. Grandes ordeñadores de información sin cara ni nombre, gracias a nuestros hábitos con el termostato, a la frecuencia con que reponemos la nevera, a la exponencial exactitud de geolocalización que brindan los móviles que van en nuestros bolsillos, gracias a los horarios y títulos de nuestras series de televisión, sabrán, sin habérselo cedido explícitamente, la distribución y uso de cada uno de los espacios de nuestras casas; si hacemos la cama o la deshacemos, si llevamos una vida sedentaria o saludable, y hasta nuestros gustos menos conscientes.
Lo cierto es que la incesante recolección de datos nos hace pasar progresivamente de habitantes a clientes. El vaciamiento de la casa en cuanto a su capacidad de recoger y resguardar nuestra intimidad es imparable. Nuestros hogares pierden su capacidad de ser espacios de protección para ser escaparates. De hogar a mercado.
Sin embargo, sabemos que el mercado y la intimidad se guían por tensiones contradictorias. La intimidad requiere de una necesaria infraexposición para garantizar una verdadera libertad. Pero ni las leyes, ni nosotros mismos nos protegen de regalar pedazos de autonomía a cambio de los microgramos de dopamina que proveen las redes sociales con cada “like”. Los hogares “cookizados” dejan de serlo. Peor, no late en nosotros el miedo a un ojo que todo lo ve, sino tan solo la consciencia de una inocua y creciente capacidad para coser esos datos, y a nosotros con ellos, ofreciendo, ya no un retrato robot, sino un perfil de ventas personalizado y único. Ese perfil tal vez sea lo que queda del habitante. Es decir, nuestra personalidad privada de la libertad de elegir.
No sentimos la amenaza de la brutal pérdida de libertades que el internet de las cosas y los datos lleva aparejado, ni cuánto este fenómeno sitúa a la casa como su centro de operaciones predilecto. Aunque, si la casa era la última frontera infranqueable, desde que apareció la posibilidad de comprarlo todo sin poner un pie fuera del felpudo de nuestros hogares - fueran libros, comida o masajes, y de conocer nuestros deseos y costumbres - era cuestión de tiempo que nuestro hogar se viese reducido a una mera protección climática y a una inversión inmobiliaria. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Aun así, ¿qué será de nuestras casas cuando dejen de ser un lugar de ensoñación? ¿Podremos soportar que sean lugares sin privacidad? ¿Acaso es esa su esencia?, o por el contrario, ¿Seremos capaces de reformular un nuevo concepto de intimidad y reclamar que la casa sea un lugar de sombra donde pueda germinar un nuevo concepto de protección ajeno al mercado?
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5 de marzo de 2018
LA CASA PERDIDA
Cada uno de nosotros tiene su origen en la casa, en una casa. Y desde ese lugar ya lejano de la infancia se produce un acercamiento a toda idea de arquitectura posible. En la casa “tiene lugar” todo lugar. En la casa primordial acaudalamos la confianza necesaria para “estar en el mundo”.
Y sin embargo y a pesar de esa realidad no sabemos exactamente qué es una casa ni cuáles son los mecanismos psíquicos sobre los que se funda. Aunque sepamos reconocer cuando estamos ante una, sea cual sea el momento en la historia del hombre. Identificamos una casa del neolítico o una casa en el más remoto lugar de la tierra sin más que verla. La casa es y la reconocemos como tal aun cuando sólo queden sus raspas.
Por eso cuando apenas queda un rescoldo del habitar, cuando tan sólo quedan los jirones desmembrados de esa función primordial del ser humano, resultan sobrecogedores. Amputar la sagrada función de la concavidad que ofrece la casa, suprimir de este objeto madre su capacidad de acogernos y resguardarnos es privarnos de algo prácticamente más necesario que el alimento. Porque esa topografía de la receptividad es desde donde se funda mucho de lo que es “ser humano”.
“Si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz”, dice Bachelard. Por eso un atentado contra la casa obliga a sus habitantes al esfuerzo por recobrar algo de los sueños no destruidos. El uso de un baño, el escuchar música o jugar entre ruinas en la casa perdida, privada de todo posible resguardo, es reivindicar un regazo desde el que poder continuar soñando la vida e imaginar un futuro.
En esas ocasiones donde se nos muestra la casa como algo perdido nos damos de bruces con más verdad sobre su esencia que lo que a diario vivimos en nuestras casas imperceptibles.
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26 de febrero de 2018
LA RECTITUD DEL ESTILÓBATO
A finales de verano de 1911, durante tres semanas, Le Corbusier realizó un peregrinaje diario a la Acrópolis a contemplar el Partenón. Allí realizó numerosos apuntes. Dibujó sus proporciones, midió su tamaño y los efectos de sus escorzos. Se dejó impresionar por un edificio que había marcado la historia de la arquitectura durante más de dos mil años. Entre los dibujos realizados, dos son prácticamente iguales, y no dejan de llamar la atención. Son el retrato de las columnas de mármol llegando al estilóbato en las fachadas este y oeste del Partenón.
Los peldaños grandiosos y de escala desmesurada de ese templo están curvados hacia sus bordes para compensar el efecto óptico que tendía a combar esa línea en dirección contraria. Una famosa corrección que permitía verlos horizontales cuando se contemplan a distancia y que ha sido la fuente de hermosas leyendas sobre el conocimiento y finura de los griegos sobre el funcionamiento del ojo. Le Corbusier no podía ignorarlo, no podía no verlo y dejar constancia de ello en aquellos dibujos. Aunque le hubiese parecido mucho más hermosa la explicación de esa curvatura como el simple y natural desagüe de la gran superficie de suelo por motivos funcionales, con ese encuadre la curva era imposible de obviar.
Aquellos peldaños fueron retratados por el pintor suizo como exquisitas líneas horizontales, puras, cuya única función era la de oponerse a las verticales de las columnas. Ni siquiera esos peldaños eran el instrumento para domesticar el suelo irregular y convertirlo en un suelo civilizado sino un mecanismo plástico de contraste.
Gracias a esas dos imágenes podemos aún imaginarnos a un Le Corbusier sentado en escorzo, incómodo, acalorado en el agosto griego, buscando la posición de la libreta predominante y preguntándose ¿Dónde se esconde el secreto equilibrio del Partenón? Y dibujar esas oposiciones binarias de tonos rojos y azules, y dudar si girar nuevamente la libreta.
Aún hoy esos peldaños monumentales y las columnas siguen siendo lanzados hacia nosotros como un conjunto indisociable. No existe verticalidad en el templo sin la horizontalidad ficticia de esas escaleras curvas y paradójicas que Le Corbusier se empeñó en dibujar rectas y cartesianas.
PS: seguiremos con las escaleras más adelante... Por ahora, tomémonos un descanso y comencemos una nueva serie.
PS: seguiremos con las escaleras más adelante... Por ahora, tomémonos un descanso y comencemos una nueva serie.
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19 de febrero de 2018
SI TUVIESE QUE ELEGIR UNA ESCALERA EN VENECIA...
Las escaleras de Venecia son infinitas, pero entre todos sus ejemplares hay uno que merece la pena revisitar con los pies, porque a pesar de ser un ejemplar inapreciable por los miles de turistas que se acumulan sobre sus peldaños, su caminar es amable y poderoso. Son las escaleras del Ponte dell'Accademia.
En pocos lugares como en éste se aprecia que uno de los mayores problemas a resolver por las escaleras es el del ritmo. Allí es cómodo, se alternan los pies derechos y los zurdos dejando un sutil descanso entre ellos y eso a pesar de la curva a la que deben adaptarse. Tan bien considerado está el ritmo en esos pasos, que sus peldaños se vuelven invisibles, no necesitan diseño y no reclaman atención.
Acostumbrados a que los peldaños que dejan espacio para pasos intermedios se bajen o suban siempre con el mismo pie, ese pisar repetido nos hace un poco torpes. Igual que un profesor de baile corrige la impericia de sus aprendices, las escaleras que siempre repiten la pisada sobre el mismo lado nos hacen sentir su presencia y a nosotros mismos un poco robotizados e idiotas. Sin embargo en las escaleras del puente de la academia existe una cortesía en la distancia de sus peldaños de lo más civilizada. Se alternan los pies como en un baile invisible y con un ritmo perfecto.
Eugenio Miozzi, un ingeniero hoy casi olvidado, se encargó en 1933 de hacer las escaleras contenidas en ese puente de madera como una solución provisional entre el derruido puente de acero y el futuro puente de piedra. El caso es que lo provisional se hizo permanente. Cuando algo está bien, el tiempo juega a su favor. Y esas escaleras lo están, y las usan millones de personas sin darse cuenta, abstraídas como están por la belleza de Venecia misma.
(Si tuviera que elegir una escalera de Venecia, y sólo una, no sería la de Scarpa).
(Si tuviera que elegir una escalera de Venecia, y sólo una, no sería la de Scarpa).
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12 de febrero de 2018
ESCALERAS QUE SEPARAN
Si por lo general el uso más importante de las escaleras es unir dos espacios, existe una excepción particular a ese objetivo. Porque existen escaleras que han nacido para separar y crear división antes que para comunicar.
Estas escaleras excepcionales tratan, con sus pocos peldaños, de impedir el normal flujo de circulaciones. Es decir, hacen las veces de tuberías o de carriles donde se pretende aislar recorridos o distanciar tráficos diferentes. Generalmente a esas escaleras de un solo peldaño que se extienden por las calles se las denomina con el insustancial nombre de aceras.
Las aceras son un caso particular de las escaleras porque, a pesar de gozar de una pisa y una tabica, como el resto de esos verticales mecanismos, no aspiran a elevarse sino que permanecen apegadas al suelo, como esos pájaros pesados y de alas cortas o como las domésticas gallinas. Escalera sin verticalidad, el peldaño de las aceras es un obstáculo, un leve pliegue del suelo, casi invisible y que sin embargo, al revés de lo que sucede con el solitario peldaño de interiores, no hace tropezar. Ese peldaño nos protege de atropellos y del posible agua que corra por la calzada, delimita los usos del suelo y hasta fabrica un tipo especial de ciudadanos: los peatones. El peatón pertenece a la subespecie de los ciudadanos que caminan por la ciudad, pero que lo hacen protegidos de la feroz brutalidad del tráfico por medio del escudo que son sus aceras.
Las aceras son parte de esa armadura invisible no portátil que ofrece la ciudad a sus moradores y sus peldaños son, por tanto, un burladero y un signo de civilización. Por eso no verán nunca una utopía que dedique una palabra a esos peldaños solitarios, pero su colocación y anchura nos invita a un ejercicio de silenciosa caballerosidad diaria. No está mal para un solo peldaño.
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5 de febrero de 2018
ESCALERAS Y TUMBAS
Bernini yace a los pies de una escalera. Sin una mísera escultura que lo rememore. Invisible para cualquiera que ande distraído por la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma. Enterrado bajo dos peldaños después de haber construido Roma entera. ¿Quién lo diría?
Aunque siendo Bernini alguien tan poco dado al descuido de la forma y del mármol, esas escaleras son un símbolo.
El tiempo pasará, pero ese lugar de piedra donde permanecer arrodillado ante el altar mayor, no será movido de allí. Al contrario de lo que podría suceder con una silla o un mueble, Bernini sabe bien que una escalera tiene mayor capacidad de permanencia.
Dos peldaños de mármol romano son un excelente reclinatorio pero también son un buen un sitio donde esperar sentado. “Juan Lorenzo Bernini, de las artes y de la Ciudad, descansa aquí humildemente”. Esos dos peldaños son un espacio de reposo de lo más discreto donde, como reza la lápida, “la noble familia Bernini, espera la resurrección”. Efectivamente, allí Bernini parece esperar, pero como el que espera a un amigo sentado en unas escaleras, en medio de la ciudad. O como el que espera el paso de un autobús. Esa escalera es, pues, el símbolo de un estar esperando, pero no por mucho tiempo. Esos peldaños anuncian una resurrección inminente. Son, por lo tanto, un acto de fe.
Diariamente nos sentamos en mil escaleras como en un asiento informal y breve. Para esperar de ese modo no se necesitaba ninguna escultura grandilocuente. A fin de cuentas, la eternidad estaba a la vuelta. Y de hecho, ¿para qué más adornos?, cualquiera sentado en esa escalera se hace escultura viva del estar descansando de Roma.
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29 de enero de 2018
PORQUE IMPORTAN LAS ESCALERAS
Las escaleras importan. A pesar de que nadie se ocupe ya mucho de ellas. Y a pesar de ser objetos obsoletos y despreciados. Importan y no por simple caridad. Tampoco por un afán utilitarista, aunque sigan siendo necesarias en caso de incendio. Las escaleras importan porque constituyen el elemento conectivo más elemental de la arquitectura.
Este elemento, que es a su vez un proto-vínculo, simboliza el objetivo último del antiguo arte de la composición y representa la más básica fuente de unión entre lugares disímiles en esta disciplina. Además de poseer una extraña capacidad mágica por la que, siendo en sí un mecanismo espacial, es capaz de unir otros dos diferentes. Es decir, como los puentes hacen en horizontal al atravesar valles o ríos, las escaleras crean espacios en sus dos extremos siendo ellas un espacio particular. Son por ello, el primer y más sencillo sistema de sintaxis en arquitectura.
Al igual que los biólogos sienten pasión por las moscas del vinagre o los genetistas por el Caenorhabditis elegans, un gusano despreciable pero modélico desde el punto de vista de la investigación celular, las escaleras son extraordinarios modelos para el desarrollo de la arquitectura, entendida ésta como problema de relaciones antes que como un problema de imagen.
Verdaderamente las escaleras han perdido protagonismo con el trascurrir del siglo XXI, pero sin embargo, si realizásemos un exhaustivo análisis de su anatomía, darían pie a averiguar cuáles son los sistemas de vinculación primarios entre diferentes situaciones, relaciones y usos en el ecosistema edilicio. Sin estudiar a fondo ese ser unicelular que es la escalera es imposible comprender siquiera hoy lo que significa lo vertical en términos Bachelarianos, ni puede que tampoco, en otro extremo y puestos a especular, el sentido de progreso social.
Si los laboratorios de biólogos, médicos y biotecnólogos están ocupados desvelando el genoma de gusanos, ratones y de la Arabidopsis thaliana, los investigadores de la arquitectura tal vez debieran estudiar más de cerca el genoma, no del parametricismo, o cualquier -ismo que aparezca en el calendario, sino el más útil y a la postre, más productivo, de las escaleras, ¿Por qué?. Porque son más fáciles de manipular, de trabajar y mantener que las obras completas. Porque nada hay tan parecido a la arquitectura con una estructura celular tan sencilla. De su recombinatoria, de su producción y de su cultivo depende en buena medida, como seres testigo que son, el avance y los descubrimientos futuros en campos como el del envejecimiento y genética del desarrollo de la arquitectura.
Por eso nos apasionamos por las escaleras, ¿Acaso valen menos que gusanos o la levadura?
Por eso nos apasionamos por las escaleras, ¿Acaso valen menos que gusanos o la levadura?
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22 de enero de 2018
EL DESCANSILLO NECESARIO
La palabra “descansillo”, empleada en castellano para referirse a esas breves superficies horizontales que interrumpen las escaleras y que proveen cierto sosiego entre las extenuantes subidas y bajadas, difieren en fondo y espíritu de las empleadas en Inglés, donde se denominan “landing”. Curiosamente la palabra castellana habla de las consecuencias que provocan las escaleras en relación cansancio que producen. Las escaleras agotan, y por eso necesitan tramos horizontales, más amplios que los peldaños, donde aminorar la marcha, a veces cambiar de dirección, y permitir a la musculatura que el ejercicio repetitivo de subir o bajar no acabe convertido en un tropiezo.
Sin embargo la palabra británica habla de su relación con el suelo, con el terreno: “land”. Para el mundo anglosajón nuestro descansillo es innecesario, se da por supuesto. O dicho de otro modo, como es evidente que por las escaleras la gente cae, debe ofrecerse un lugar de aterrizaje preferentemente antes de llegar al suelo. Aunque también, y puestos a especular, puede que se deba a algo más prosaico: para cada escalera inglesa existe la obligación de ofrecer una porción de territorio digno de ser contemplado a medio camino de su recorrido, un “landscape”, es decir, un “paisaje”.
Es cierto que también existe en español otra palabra para denominar ese espacio plano “in media res” de las escaleras, “rellano”, que en catalán se denomina “replà”. Ambos términos hacen referencia a porciones horizontales de terreno, pero no de territorio. Aunque ambos poseen la doble connotación de planitud, no llegan a asociarse a un espacio capaz de formar un paisaje, sino más bien remiten a su geometría y al acto de redoblar un plano. El rellano, como el relleno, es una acción doble, que insiste en su reiteración de lo horizontal.
Así pues, y detenidos brevemente en este descansillo, peculiar órgano de la anatomía de lo vertical, pensemos en lo que aún queda por bajar y en el paisaje que nos queda por delante en torno a las escaleras.
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15 de enero de 2018
LA ESCALERA DEL FILÓSOFO
Un anciano medita apenas iluminado por la amarilla luz de una ventana. Sin embargo la protagonista de la escena está a su derecha: una escalera que se enrosca voluminosa sobre sí misma como una brutal serpiente opaca.
La escena aparentemente doméstica por su tamaño, habla de un rincón abuhardillado y tranquilo, pero los ingredientes que acompañan el cuadro hablan del poder de la escalera para sugerir más que ella misma como objeto físico y llenar el conjunto con una extraña sensación de vertical intranquilidad. Porque la escalera sube pero no lo hace hacia la luz, sino hacia un lugar oscuro y desconocido. Y ese subir se contradice con la imagen de las escaleras bíblicas y herméticas que prometían luz y conocimiento en su ascenso. Por lo visto el conocimiento no es nada luminoso.
La escalera de ese filósofo es la escalera de la luz y de la sombra, pero simultáneamente. La luz que entra por la ventana alumbra los primeros peldaños de subida y el envés del siguiente piso, pero el resto es un agujero que se contrapone a la luz dorada de la ventana e incluso a la de la chimenea. La escalera del cuadro de Rembrandt es un personaje que podría ser del mismísimo Caravaggio. O dicho todo lo anterior de otro modo: la luz en esa escalera es una luz que sabe que también es sombra.
El filósofo medita sobre cosas para nosotros imposibles de averiguar si no fuese por ese símbolo de lo vertical. Una escalera que parece decir que todo contiene todo. El anciano habita, de ese modo, en dos mundos: el arriba de esa escalera y el abajo, el error y la sabiduría, la luz y la oscuridad. Pero lo hace a la vez. Y la escalera es una brutal metáfora de esa condición.
La escalera mientras, se enrosca sobre un centro que simboliza aquello que se quiera: dios, un principio, el amor, el arte, la conciencia o el propio ser. Como la serpiente que es, se trata de algo vivo y en movimiento, algo que nos mira y que anuda ambos mundos y resume el drama entero de lo vertical.
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8 de enero de 2018
GESTOS QUE IMPORTAN
Un anciano contempla el dibujo con sumo cuidado. Con su gesto trata de no estropear lo hecho, las manos se alejan y agrupan como en una plegaria, y se apartan entrelazadas para no dañar la pintura fresca de la litografía. Mientras, el cuerpo volcado hacia el resultado mira de cerca para apreciar todos los detalles. Es como el gesto de un abuelo ante un nieto recién nacido. Parece preguntarle, sin palabras, si se encuentra cómodo o tal vez simplemente contempla sus facciones sin querer despertarle.
Es el retrato de un encuentro, donde el dibujo y el hombre se han acercado lo suficiente para iniciar un tipo de conversación que trasciende la de las palabras.
El gesto importa porque habla de un especial cuidado del dibujante ante las cosas que hace. Es un gesto indudablemente prioritario. Importa porque es el signo de una colaboración exenta de prisa, capaz de aislar del mundo y sin embargo capaz de irradiar. En ese instante se describe el hilo comunicante entre un dibujo y quien lo realiza. Es un símbolo de cooperación y de receptividad. No es un gesto autocomplaciente, aunque se podría malinterpretar como tal, sino tan solo atento, expectante, como el de que escucha y espera una respuesta que se va a emitir en voz muy baja, como en un murmullo. No hay nada de narcisismo, tan solo implicación. El gesto importa porque habla de calidad en estado puro.
Como ese anciano Josef Albers debería dibujar cualquiera que quisiera dibujar arquitectura. Dibujar así supone trazar cada línea de modo que suplique ser construida y prestarla oído y escuchar sus rumores y colaborar con cada trazo para que tome cuerpo. Sea con un ratón o con un lapicero.
Que el dibujo que Albers está realizando sea el de una perfecta escalera de tres peldaños, no es casual. No puede ser casual.
(Para quien pensase que esta vez esto no iba a ir de escaleras...)
Que el dibujo que Albers está realizando sea el de una perfecta escalera de tres peldaños, no es casual. No puede ser casual.
(Para quien pensase que esta vez esto no iba a ir de escaleras...)
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2 de enero de 2018
LA ESCALERA NORMATIVA
Debido a la proliferación de rampas, escaleras mecánicas y ascensores que prometen ahorrar esfuerzo y ofrecen, ¡ay!, mayor comodidad, las escaleras se han convertido en objetos inútiles, y lo que es peor, invisibles. Hoy esas agrupaciones otrora misteriosas de peldaños se han arrinconado en recintos, como se hace con los cuartos de calderas.
Pero en realidad, y por mucho que las escaleras hayan querido ser enterradas con normativas de todo tipo, por mucho que se las haya forzado, y con razón, a que sus peldaños no resbalen ni den sorpresas; por mucho que se las haya obligado a que estén contrastados los tonos de sus pisas para que las personas con problemas de visión perciban su forma y aristas con facilidad; por mucho que se haya insistido en que los barrotes de sus barandillas no dejen distancia para que puedan atrapar cabecitas de niños inconscientes; por mucho que se haya obligado a que pudiese girar por su rellano un volumen de dimensiones semejantes a un hombre rígido envuelto en una caja de madera; por mucho que se las haya encerrado como bestias dentro de un recinto resistente al fuego noventa insoportables minutos y mil otras perrerías, (y por mucho que el resultado parezca la única escalera posible), lo cierto es que siguen siendo una ocasión de pensar en el milagro del cuerpo de un ser humano en movimiento y como la arquitectura puede acompañarlo en esa singular coreografía.
Todo este menosprecio a las escaleras comenzó cuando éstas se volvieron el retrato robot normativo de una sola escalera. Una escalera tipo que en realidad solo contiene reglamentos y no personas. (Las personas, como todo el mundo sabe, suben y bajan en ascensor). Estabuladas como los pollos en un corral, de esas escaleras fideicomisarias de oscuras normativas no se puede esperar ya ni un mísero asesinato, ni una grata sorpresa. En las escaleras normalizadas no hay lugar para lo memorable. Nadie se besa furtivamente en esos lugares protegidos con barreras antipánico.
Y sin embargo los arquitectos aún luchan en el exiguo campo de batalla que ofrecen las leves y bizantinas variaciones regulatorias de las escaleras. Se dejan la piel por construirlas y que sirvan de atajo a las rampas, porque éstas consumen una enormidad de sitio, y son lentas y tediosas. Suspiran por hacer escaleras que inviten a llegar a un lugar y hacerlo significativamente diferente. Sueñan con escaleras que enmarquen en su recorrido cosas dignas de ser vistas. Matan por construir, en fin, escaleras que nos aceleren el pulso igual que lo hace el ser amado...
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26 de diciembre de 2017
LA FORMULA PERFECTA PARA HACER UNA ESCALERA
Vitruvio no fue muy preciso a la hora de ofrecer a la posteridad las medidas exactas que debían tener las escaleras. Decir que las huellas de una escalera debían estar entre los 45.7 y 61 centímetros y sus tabicas entre 22.8 y 25.4 centímetros era proponer un margen de una imprecisión y enormidad inaceptable.
Alberti y Palladio no fueron mucho más lejos aunque redujeron su monumentalidad. De hecho, hicieron de las escaleras algo mucho más mundano. Ambos propusieron pisas no menores de 30 centímetros y no mayores de 59 y 52 centímetros respectivamente, y contrahuellas entre 12.7 y 22.9 centímetros, en el caso del primero, y de 11.4 y 17.5 centímetros, en el caso del segundo. El motivo de esta reducción de tamaño era que ni griegos ni romanos habían hecho nada semejante a lo postulado por Vitruvio. La antigüedad es algo mítico hasta que se usa la cinta métrica.
No fue hasta el siglo XVII cuando Francois Blondel en su Cours d´Architecture decidió cambiar la idea por la que una escalera buena era una que copiaba otra del pasado y empezar a referenciar el tamaño de sus partes al paso de un hombre. Postuló, además que la fórmula de la escalera perfecta era resultado de proporcionar dos tabicas por cada huella, dando como resultado una constante de 65 centímetros (2T+H=65).
Tras esa fórmula vinieron otras, pero no más sencillas ni eficaces.
Entre los buscadores del santo grial de la escalera perfecta hay que destacar a Frederick Law Olmsted, que durante más de nueve años se dedicó a medir toda aquella que caía en sus manos con una minuciosidad y nivel de obsesión enfermizo. (Lo cual da idea del cuidado con que proyectó sus paisajes). Con esas medidas trazó curvas y gráficos que sirvieron luego a Ernest Irving Freeze para que presentara dos fórmulas que mostraban muy claramente la deriva del tema: T=9-√ 7(H-8)(H-2) y H=5+√ 1/7(9-T)2+9. Vamos, una pura inutilidad.
Durante el pasado siglo XX en esa búsqueda de la escalera perfecta entraron fisiólogos, estadistas y etiólogos, dando vueltas y más vueltas al tema e introduciendo estudios de consumo de energía, seguridad y mil otros factores, pero no averiguando cosas mucho más sustanciales que las adelantadas por Blondel. Y es que, en resumidas cuentas, no hay una escalera perfecta y si una horquilla de escaleras bien proporcionadas, y una zona de huellas y tabicas razonables. Porque la escalera perfecta es una nube de posibilidades.
El problema de la medida perfecta de las escaleras se ha vuelto un problema semejante a la redefinición del metro, del segundo o la medida de la costa atlántica... Y si se entiende de ese modo, no es de extrañar que uno sienta predilección por esa fórmula no escrita pero si construida por Alvar Aalto, en las escaleras de la escuela de Arquitectura de Otaniemi. Porque ya puestos a no entender las medidas como un problema de números sino de otro orden, mejor incorporar todas sus connotaciones en un objeto cierto: desde la materia, a los descansillos, pasamanos, iluminación, textura y color de sus pisas, y hasta su carga imaginaria. Porque de buscar la fórmula de la escalera perfectamente proporcionada alguien debiera contar con una globalidad que sobrepasa la mera cuestión numérica...
El problema de la medida perfecta de las escaleras se ha vuelto un problema semejante a la redefinición del metro, del segundo o la medida de la costa atlántica... Y si se entiende de ese modo, no es de extrañar que uno sienta predilección por esa fórmula no escrita pero si construida por Alvar Aalto, en las escaleras de la escuela de Arquitectura de Otaniemi. Porque ya puestos a no entender las medidas como un problema de números sino de otro orden, mejor incorporar todas sus connotaciones en un objeto cierto: desde la materia, a los descansillos, pasamanos, iluminación, textura y color de sus pisas, y hasta su carga imaginaria. Porque de buscar la fórmula de la escalera perfectamente proporcionada alguien debiera contar con una globalidad que sobrepasa la mera cuestión numérica...
O dicho de otro modo, y por acabar, en esas escaleras suyas siempre me pareció que una escalera se había comido a las demás, un poco como esa conocida ilustración de la serpiente que se comió al elefante en el "Principito". Y es que las escaleras parecen "sombreros", pero nunca lo son. Las escaleras siempre contienen muchas otras escaleras.
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18 de diciembre de 2017
DEVORAR ESCALERAS
En las viejas escaleras los habitantes del pasado salen de entre sus peldaños a saludarnos. A través del desgaste, en huellas redondeadas y ahora informes, cada antiguo peldaño se asemeja al negativo de cuerpos ausentes. El desgaste de las escaleras constituye algo así como el molde de un gesto, repetido sin descanso, durante años. Un gesto quizás veloz, insustancial o furioso, pero un gesto convertido en hábito.
Esa media de los cuerpos sobre la materia deja señales que pueden ofrecer una lectura romántica o ruinosa del pasado, pero llega a ser un signo aun más profundo si se contempla como tiempo hecho forma.
Curiosamente la vida logra imantar la piedra allí donde ha sido desgastada, de modo que se hace difícil escapar al influjo de su campo magnético. Como si fuésemos por raíles invisibles, los tramos rozados nos conducen y arrastran por el mismo camino, ahondando aún más las huellas. ¿Cómo resistirse a no poner los pies en esos mismos lugares?
Por los peldaños gastados han bajado y subido generaciones. Por eso la forma del desgaste de cada escalera emite mensajes a aquellos que presten oído a sus insignificancias. Porque existe una caligrafía del desgaste. Esas huellas marcan el camino secreto de su trazado de un modo evidente. Pero también si han sido usadas para ascender o descender: si predominantemente se ha bajado por ellas, sus aristas dejan de ser cantos vivos y su línea de borde original se comba y suaviza como una onda. Pero si por el contrario, han sido empleadas mayormente para subir, se forman pequeñas y extrañas bañeras en sus pisas. Es decir, cada modo de desgaste es un signo vivo de su dirección de uso. Incluso son capaces de contar si han invitado a ser usadas preferentemente con el pie diestro o el siniestro…
Con todo, no puede olvidarse que esas piedras carcomidas no son el mero anuncio de una futura reforma. Aunque no tienen el prestigio del desgaste que sufre el pedestal del santo, ni la sencillez que posee la suave erosión de la naturaleza, son la imagen de un desgaste que también es el nuestro. Porque las escaleras se gastan y nos desgastan. La piedra de sus pisas y las suelas de los zapatos se devoran mutuamente, con el ansia de dos amantes furtivos. Aunque solo uno de ellos permanecerá en ese lugar, a la espera de un regreso que no se sabe si se producirá.
Cada peldaño gastado nos recuerda, en fin, y como un espejo, que nosotros envejecemos con ellas.
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11 de diciembre de 2017
LO INDIGNO DE VIVIR BAJO UNA ESCALERA
San Alejo y Harry Potter comparten un espacio indigno como símbolo de su mala posición social: el despreciable espacio bajo la escalera. Ese maltratado espacio, que supuso un refugio básico para la supervivencia del santo del siglo V, del triunfante y joven mago y de muchas bicicletas y trastos sin uso, también ha sido el invernadero de una especie vegetal que de otro modo seguramente se habría extinguido, el ficus.
El chiscón de la escalera es un espacio despreciable y despreciado, porque entre una línea oblicua y la horizontal del suelo no cabe un cuerpo en una posición que no sea torturada. Ese espacio es además estrecho y no ha tenido nunca el estatus de habitación, al contrario de lo que sucede con las codiciadas buhardillas. Por eso es un lugar de los más denostado de la casa, junto a tendederos, y otros no mejores como los que quedan bajo las sillas, mesas y camas y que no hacen más que acumular migas o polvo.
Por eso mismo, el espacio bajo la escalera ha dado pie a construir escaleras que llevan a oscuros sótanos o a ser, sin más, un espacio de trastero, por mucho que las revistas de decoración hayan intentado en ese lugar hacer estanterías, armarios y hasta rellenarlos de secretos e ingeniosos cajones.
Reclamar esos espacios como lugares de ensoñación simbólica es inocente. Sin embargo juegan un papel en la casa, en la infancia y en el crecimiento de las personas. Esos espacios son oscuros, también a nivel simbólico, y toda casa debe tener espacios oscuros para poder sentir los luminosos de un modo diferente.
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4 de diciembre de 2017
SEXO Y ESCALERAS
Hablando de escaleras, circula por ahí un sesudo estudio de un egregio profesor americano sobre sexo y arquitectura que no deja de ser piedra de escándalo (y de marketing). El estudioso en cuestión, de Cornell o Princeton ya ni recuerdo, dedicó su tiempo a investigar el uso del espacio doméstico en diferentes escenas de cine porno, llegando a la interesante conclusión de que de los lugares donde se ruedan esos espectáculos de ciencia ficción, las escaleras son unos de los preferidos, con un 23% de apariciones como fondo (si es que puede hablarse de fondo en ese cine de primeros planos). Más concretamente, descubrió que, de las escaleras, los espacios más filmados son los cinco primeros peldaños de ascenso. Sus conclusiones revelaron que esos peldaños atesoraban la capacidad de comportarse como un lecho. O dicho de otro modo, que esos primeros peldaños antes de llegar al suelo llevaban implícita una condición multiuso, a medio camino entre el mueble y el inmueble. Cosa por otro lado bien evidente y que no necesitaba de la dedicación de un profesor americano para descubrirse.
No querría yo profundizar mucho en sus conclusiones, ni aprovechar para discutir cómo anda la investigación en la academia y en lo fácil que se ha vuelto ser escandaloso pero vacuo, sino reflexionar más bien sobre el incomprensible y reciente erotismo que sostienen las escaleras y tratar de averiguar su origen.
Las escaleras en la modernidad son un símbolo sólido y firme de una sensualidad no disimulada. Ese hecho ha sido explotado mucho antes que por la industria del porno, por el cine clásico, con protagonistas ascendiendo y descendiendo por ellas, en brazos de un galán o un asesino, con gestos desmayados hasta un dormitorio, o reptando por ellas tras haber sufrido un disparo o un desengaño… En resumen, el cine debe casi tanto a las escaleras como a los hermanos Lumière.
Lo más interesante de esa relación entre erotismo y escaleras es que tiene fecha de nacimiento. Fue en Noviembre de 1899, cuando en el libro “Interpretación de los sueños”, Sigmund Freud escribió sin demasiado fundamento que las "inclinaciones empinadas, escaleras y escalones, subiéndolos o bajándolos, son representaciones simbólicas del acto sexual". Desde entonces sus discípulos renegaron de lo directo y explícito de la imagen, pero para las pobres escaleras el daño ya estaba hecho. Desde entonces soñamos mucho más con ellas y su dimensión erótica se ha convertido en parte de la iconografía moderna de modo indeleble. Desde entonces las escaleras han estado un poco menos limpias.
Y es que una vez que se crean conexiones verosímiles entre las cosas, luego no es fácil devolverlas al sótano del subconsciente.
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27 de noviembre de 2017
DESTRUIR LOS PARLAMENTOS
Cuando tras la segunda guerra mundial el edificio que albergaba la sala de los Comunes del Parlamento de Inglaterra iba a ser reconstruido, Winston Churchill insistió en mantener la arcaica posición enfrentada de bancos corridos. Y no precisamente por perpetuar la tradición, cosa que hubiese sido algo muy inglés, ni por una idea nostálgica de democracia nacida a partir de la oposición medieval, más bien poco democrática, entre iglesia y nobleza. No le importó siquiera que el creciente número de políticos llegasen a estar cada vez más apretados dentro de aquella pequeña habitación…
Churchill, que a la vista de los hechos sabía bastante de arquitectura, había descubierto que la forma de la antigua sala hacía que los asuntos del país se trataran en una atmósfera de tensa urgencia de lo más deseable. Allí, señorías, no se debía perder el tiempo. Y la arquitectura debía ayudar con su notable incomodidad.
A nadie se le escapa que una sala con bancos corridos y enfrentados es una forma contradictoria para un parlamento y determina una manera de hacer política en la que la oposición es oposición real, física, incluso. El acto de dirigirse al oponente de modo acalorado sin que la cosa vaya a mayores exige un cierto grado de cinismo o de civilización, llámese como se quiera.
El resto de los parlamentos del mundo emplearon la forma de anfiteatro, de herradura, de círculo o de aula para sus nacientes sistemas políticos. Hoy la del semicírculo se ha impuesto como la forma más moderna para hacer política en democracia a pesar de provenir del ya lejano siglo XIX. Por su parte, los regímenes totalitarios han usado con placer la forma de aula con larguísimas filas paralelas de políticos sincronizados aplaudiendo al líder.
El resto de los parlamentos del mundo emplearon la forma de anfiteatro, de herradura, de círculo o de aula para sus nacientes sistemas políticos. Hoy la del semicírculo se ha impuesto como la forma más moderna para hacer política en democracia a pesar de provenir del ya lejano siglo XIX. Por su parte, los regímenes totalitarios han usado con placer la forma de aula con larguísimas filas paralelas de políticos sincronizados aplaudiendo al líder.
Cuando la política está como está, cabe preguntarse si acaso el modo de renovarla no sea empezando por destruir los parlamentos y construirlos de otros modos. Esos nuevos lugares debieran recuperar esa sensación de incómoda urgencia por resolver los problemas que tan bien supo ver Churchill.
Y según digo lo anterior, me viene a la mente lo incómodo de los últimos asientos de madera diseñados por Miralles&Tagliabue para el parlamento de Escocia, e incluso ese techo que hermosamente amenaza con caerse encima de sus señorías si no resuelven los asuntos de sus conciudadanos con agilidad, y la veo como una alternativa de lo más sana y razonable para una renovación democrática...
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20 de noviembre de 2017
ESCALERAS PARA MATAR
Las estrechas escaleras de caracol de las antiguas fortificaciones ascendían de izquierda a derecha para que los defensores pudiesen blandir espadas y mazos con el brazo diestro desde arriba y que el enemigo no pudiese defenderse con la misma facilidad. Para colmo se intentaba además que no tuviesen pasamanos. Esas escaleras hoy sirven a los turistas que no saben de los muertos que allí se esconden gracias al invisible sentido de esas piedras.
Las escaleras fueron desde tiempos inmemoriales un valioso instrumento de muerte. Por eso hoy, en cada escalera que se proyecta, quedan algunos rescoldos de esa capacidad de huellas y contrahuellas para convertirse en armas mortíferas.
De las escaleras diseñadas para el bello asesinato cabe destacar las familias del peldaño suelto, desnivel homicida que permanece agazapado a la espera de lanzar un tropiezo indigno, y las de esa otra peligrosa familia que tiene la huella oblicua respecto al paso.
Ejemplos insignes de este último caso han tratado de disimular su mala intención con la excusa del dinamismo. Podemos recordar las del pabellón que Melnikov diseñara para la URSS, y lanzadas con el mismo espíritu que las de Odessa en el Acorazado Potemkin: para tener entre sus peldaños muchos cadáveres…
O también cabe recordar el último tramo de la que existe en la casa que hiciera Robert Venturi a su madre: tramo convertido en oblicuo gracias a las paredes en escorzo, y que no es sino una declaración freudiana de rencor y odio. Por mucho que se hablase allí de posmodernidad y de inocentes guiños al pasado…
En fin, el listado de las escaleras mortales merecería un tratado aparte y hasta una especialidad médica específica dentro de los departamentos de traumatología de los hospitales. Por eso cuando se dice que con el título de arquitecto se ofrece una licencia para matar, algunos no se lo toman en serio o piensan que el chiste de esa expresión tiene que ver con una cascada de simples responsabilidades decenales. Pero se equivocan. Es porque los arquitectos se ocupan profesionalmente de la dosificación de ese veneno contenido en las monstruosas e indomables escaleras.
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13 de noviembre de 2017
ESCALERAS PARA MORIR
Desde siempre, las escaleras y la muerte guardan buenas relaciones. Y no hay más que ver estas de Niemeyer para poder imaginar los motivos.
El estudioso del MIT, John Templer en su Studies of Hazards, Falls, and Safer Design, llegó a dolorosas conclusiones respecto a estos seres aparentemente inofensivos: todos sin excepción vamos a tropezarnos en una escalera en algún momento de nuestra vida. De hecho la probabilidad de poner mal el pie en un peldaño es una de cada 2.222 veces, (la de sufrir un accidente leve una de cada 63.000 veces, uno doloroso una de cada 734.000 veces y la de necesitar atención hospitalaria una de cada 3.616.667 veces). Las escaleras son una peligrosa epidemia.
A pesar de todo no parecen tan amenazantes: curiosamente nos solemos culpar a nosotros mismos de los tropiezos al subir o bajar por ellas. A fin de cuentas, qué culpa tiene un ser inanimado de nuestro descuido. Pero lo cierto es que muchos de estos accidentes son provocados por un diseño asesino.
Entre los datos más llamativos de esos accidentes provocados por las escaleras cabe destacar que los solteros se caen más que los casados (cosas de la confianza en uno mismo), que los tres primeros peldaños y los tres últimos atesoran la mayoría de los traspiés y que es mucho más peligroso bajarlas que subirlas.
Los arquitectos saben que los pasamanos son unos salvavidas extraordinarios, pero a veces hay quien se resiste a usarlos. Cabe imaginar motivos malditamente esteticistas en la mayor parte de los casos, pero en otros, tal vez no.
No se me ocurre ninguna buena excusa para que Niemeyer evitase un pasamanos en la suya del Palacio de Itamaraty que la de hacer una labor “pedagógica” y mostrar que las escaleras hay que usarlas con cuidado. Que solo cabe bajar despacio y en tensión. Que las escaleras matan. Y que en la suya hay que poner los pies con un cuidado extremo. Quien baja por una escalera así se vuelve extraordinariamente frágil y desvela la imagen de una heroicidad cotidiana que habitualmente permanece oculta. Es decir, lo hermoso de esas escaleras son los seres humanos que las emplean.
Porque de lo contrario, hablar exclusivamente de la belleza de esos peldaños volados es de una frivolidad nada tranquilizadora.
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6 de noviembre de 2017
EL COLOR BASURA
Hoy que asistimos atónitos a una exportación del uso del color como único remedio a la austeridad, lo invisible, lo cutre y lo pobre, se hace difícil apartar los ojos del hecho de que, en realidad, la pintura fue para la arquitectura siempre un remedio más bien austero, cutre y pobre, porque apenas tuvo nunca trascendencia sobre la forma.
Las arquitecturas pintadas de encantadores tonos pastel, aguamarina o tintes rabiosamente fosforitos, son hoy deliciosamente chic. Sexy, incluso. Pero amenazan con durar lo que dura el breve aleteo de las páginas de una revista de decoración y, lo que es peor, no ser capaces de avanzar, ni un ápice, en ninguna dirección en el pensamiento de la arquitectura y menos en el progreso social. Son, en resumidas cuentas lo que puede denominarse como color basura, porque se trata de pigmentos que están destinados a rellenar pero sin añadir ningún contenido. Solo aparecen con la intención de ser molonamente instagrameables.
Sin embargo las relaciones del color con la arquitectura no siempre fueron así.
Por una discusión sobre el color en la que Fernand Leger sugería que mejor harían los arquitectos en dejar sus paredes de blanco, se enemistó con la mitad de la profesión. Fue tal el lio que incluso Alfred Roth se vio obligado a escribir un libro para tratar de rebatirlo.
Para Le Corbusier sus dos colecciones de colores de 1931 y 1959, y que llamó con el pomposo nombre de Polychromie architecturale, suponían un compendio de posibilidades combinatorias, una historia del Purismo y hasta una auténtica biografía, más precisa aun que la de sus obras completas.
Antes de que Lawrence Herbert se hiciera con la firma Panthone, la historia del color estaba plagada de muertos en combate. Los más recientes por tratar de obtener el “verde Scheele” a partir de una mezcla tóxica de cobre y el arsénico. Lo cual da idea de que se trata de un territorio con el que no conviene frivolizar porque está repleto de cadáveres.
Pero hoy el color ha perdido el peso ideológico, el pasado y hasta su peligro. Este vaciamiento del color que llamamos el color basura, sirve en la actualidad, sin más, como sistema de datación y nos permite ver, como sucede en el mundo de la moda con las hombreras o las solapas exageradas, que son de otra época. Si cada color constituyó siempre una categoría intelectual y un conjunto de símbolos en arquitectura, en la actualidad solo es el registro de una fecha. O tal vez solo un instrumento más de marketing.
En fin, ya no hay peso en el color basura sino solamente un esfuerzo por declarar el (buen) gusto. O su ausencia, es decir, la no pertenencia al círculo de lo que está de moda.
El problema es que si se mira desde esa perspectiva, el mundo de color basura satura nuestra vista e impide que seamos capaces de apreciar el “Azul Jujol” o el “rojo Bo Bardi” como uno de los materiales culturalmente más sofisticados y ricos de que dispone la arquitectura.
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30 de octubre de 2017
LA ALTURA PERFECTA DE LAS COSAS
En arquitectura existe la altura perfecta para cada cosa. Y ese sistema de medidas ha alcanzado una precisión más allá de la tosquedad de los centímetros en no muchas ocasiones. Por mucho que Le Corbusier con su Moludor y hasta el monje Van der Laan y su número plástico se esforzaron en buscar un sistema y una regla para medir bien la arquitectura, comparados con ese otro conocimiento de la altura a la que deben estar las cosas del italiano Carlo Scarpa, aquellas se muestran como meras vulgaridades.
Scarpa sabe de esa altura perfecta y, maravillosamente, nunca falla: una cabeza de ángel, el pomo de una puerta, sus habitantes o una virgen amputada, llegan al suelo con una extraordinaria precisión. La regla seguida por Scarpa, sin embargo, no está basada en simples números secretos, ni en áureas y majestuosas series de Fibonacci, sino en una distancia asentada en la construcción y en la materia en relación al suelo. En ese sentido, en Carlo Scarpa existe una sensibilidad semejante a la de esos pedestales empleados por Brancusi para sus esculturas, y que aún eran más importantes que ellas, pero acrecentada por el íntimo conocimiento de una misteriosa doble realidad que le es propia a la arquitectura.
Porque el mejor modo de conocer la altura perfecta de la arquitectura es sabiendo que su principal misión es acompañar dignamente a los hombres y a las cosas hasta el suelo. Por eso para Scarpa todo es pedestal. Y en ese sentido, para él, el pedestal es la distancia precisa, no sólo a la que se perciben los objetos, el paisaje o las personas, eso lo sabe cualquier mal aficionado al arte, sino a la que la materia soporta la llamada de la tierra, la pesada y densa tierra, que tarde o temprano la recibirá en su seno. Porque ninguno de esos objetos valiosos erigidos contra la lógica del peso, ni siquiera nosotros sus habitantes, somos eternos y acabaremos abrazados a ella, la tierra que nos soporta.
Mientras, esa distancia en la que la tierra y las cosas no se sientan violentadas y en la que el hombre que las vea pueda notar el tenso hilo que las atraviesa, esa será la distancia precisa y la altura perfecta en arquitectura.
Preguntemos por esa distancia siempre a Scarpa antes que a cualquier hermeneuta del milímetro y de la falsa precisión.
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23 de octubre de 2017
PASAMANOS INQUIETANTES
Los pasamanos esconden peligros que, agazapados como los gatos, permanecen habitualmente invisibles. Hasta que los usamos. Mientras son una delicia para nuestros ojos glotones.
Este en concreto, una limpia hendidura en la piedra, es un derroche material que permite también imaginar unos generosos muros tras ellos. La entalladura resulta lujosa porque es pétrea y masiva, como de otro tiempo. Y en principio semejante pasamanos resulta atractivo y admirable. Quizás porque estamos tan exhaustos de la transparencia y de la ligereza barata, lo pesado y sin trucos se ha vuelto digno de consideración. Lo masivo se ve como de una época donde lo espléndido era simplemente fruto de la cantidad y de la nobleza de la materia misma. Si había mucha materia y se había realizado sobre ella un trabajo suficiente y digno, el resultado era notorio. En pocas ocasiones este principio fallaba, porque no se confiaba una materia costosa a manos torpes y sin oficio. Pero hoy ni siquiera lo masivo basta.
Usar un pasamanos con una entalladura sin fondo es una experiencia inquietante. Puede ser porque ante el regazo de una piedra en la que no vemos su final estamos prevenidos, como especie, a no meter la mano bajo riesgo de recibir el picotazo o el mordisco de una alimaña. O tal vez porque tiene algo de canalón a la espera de agua y en ese hueco sentimos una especie de permanente e incómoda humedad.
Por eso y si como dijo el barón de Montesquieu “la mediocridad es un pasamanos”, parece mejor caer escaleras abajo que agarrarse a semejantes agujeros sin fondo.
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16 de octubre de 2017
COSTILLAS ROTAS /BROKEN RIBS
Tres troncos negros atraviesan un techo de costillas blancas. Las costillas los dejan pasar con una especial amabilidad. Igual que nosotros ralentizamos la marcha ante un paso de cebra, algunas de esas piezas de hormigón se detienen en este punto y esperan silenciosamente. La geometría del techo homogéneo se interrumpe y la fuerza de gravedad queda en suspenso. Porque si el objetivo de cada viga de hormigón es soportar algo, desde luego allí no se cumple. Aquí las costillas permanecen colgadas como sábanas en un tendedero. Ese punto es, con mucho, el más brillante de todo el espacio.
La estructura se detiene frente a esas sombras profundas porque esas presencias verticales se han convertido en algo más que simples árboles. Son formas vivas, casi seres humanos, gracias a su verticalidad y a que son tan diferentes entre sí como lo son las personas.
Generalmente las costillas, piezas longitudinales y múltiples, protegen los blandos interiores de los vertebrados y de la arquitectura. Su función es netamente estructural. Sin embargo viven en medio de una paradoja desde el punto de vista de la forma: a pesar de ser piezas repetidas tratan de formar cajas que inevitablemente permanecen abiertas, que resultan imposibles de cerrar. Y romperlas es hablar de algo traumático.
Toda costilla rota recuerda, en fin, aquella historia bíblica del nacimiento de Eva. Y traen a colación la idea de que cada materia puede llegar a ser otra sin ver amenazada su existencia. Bajo esa perspectiva este cruce de líneas verticales y horizontales reúne dos estados de la materia: la madera petrificada en el encofrado, donde el hormigón guarda sus vetas, y esa otra madera viva, que crece desde las raíces clavadas en el suelo del pabellón.
Definitivamente, si este contraste resulta tan resonante es porque todas las formas de la madera allí reunidas permanecen realmente vivas. Son costillas sabrosas. Jugosas.
Todo esto sucede en Venecia gracias a la arquitectura de Sverre Fehn.
Three black trunks quietly cross through a roof made of white ribs. The ribs let them pass through with a special kindness. Just as we all slow down at a zebra crossing, some of those concrete pieces stop at this point and silently wait. There, the geometry of the homogeneous ceiling is interrupted and gravity force is put in standby. Because if the reason to be of each concrete beam is to support something, here that does not make sense. There ribs are hung as blankets on a clothesline from an upper structure, causing that point to be, by far, the brightest of all space.
That the structure stops in front of the deep shadows because those vertical black presences are more than just trees. They are living forms, almost human beings, thanks to their verticality and to that they are as different from each other as people are.
Generally ribs, which are longitudinal and multiple pieces, protect the soft interiors of vertebrates. Its function is clearly structural. However, from the point of view of form, they live in between a paradox: despite being repeated pieces they try to form boxes that inevitably are open ones. Boxes which are impossible to be closed. Talking about breaking ribs are traumatic.
Every broken rib remind us, in short, that biblical story of Eve´s birth, bringing up the idea that matter can transform itself without seeing its existence threatened. In this perspective, these vertical and horizontal crossing lines bring together two states of matter: petrified wood as formwork, where the concrete keeps the veins of wood, and the living wood that grows from the roots nailed to the floor of the pavilion.
Definitely, if this contrast is so resonant, it is because all the forms of wood assembled there remain really alive. They are tasty ribs. Juicy.
It all happens in Venice thanks to Sverre Fehn´s architecture.
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