10 de abril de 2017

NO SE OLVIDEN EL PARAGUAS


Los días en que amenaza lluvia son un incordio. Y no solo por la lluvia misma sino porque, previsoriamente y por si acaso se cumple el pronóstico, acarreamos desde por la mañana con ese techo portátil que es un paraguas.
Aunque este techo olvidadizo y desplegable es abandonado a las primeras de cambio si el sol aparece. Como si un simple rayo entre las nubes tuviese el poder de hacernos abandonar a las primeras de cambio todo objeto añadido a nuestras costumbres. Solo así se explica que los paraguas, los guantes y las bufandas ocupen la mayor superficie entre los estantes de cualquier oficina de objetos perdidos.
Decíamos que esos techos portátiles son un incordio, pero improvisarlos, sabemos que resulta peor remedio: bolsas de plástico, papeles de periódico y hasta el subirse el cuello del abrigo son remedios insuficientes. Porque para estar a cubierto, resguardado, no hay nada mejor que un techo. Por eso un paraguas es una construcción tan hermosa como la cabaña de Laugier, si no más.
La forma de esos techos debe cumplir con una lógica relacionada con la materia y su impermeabilidad, también con el escurrir del agua. Si logran que el habitante no se empape los pies mientras camina o que el viento repentino no amenace su seguridad, el paraguas es un éxito.
Esos techos son, efectivamente, el primer refugio. Y una buena metáfora de como la gravedad y el desagüe son la primera amenaza ante la que la arquitectura debe ofrecer su primordial protección.


3 de abril de 2017

MEZZANINE NO ES UN NOMBRE DE MUJER


La palabra mezzanine es una deliciosa reliquia. Hoy apenas es empleada ni siquiera por los profesionales del ramo que la han sustituido por términos más sencillos de entender como “doble altura”, “entreplanta” o “entresuelo”. Sin embargo se trata de un término que por si solo es capaz de explicar muchas de las argucias de la arquitectura del pasado para ganar espacios y superficies. De origen francés y luego italiano, todos los significados de mezzanine remiten al latino “medianus” y es en lo intermedio y en lo intersticial donde encuentra su razón de ser. 
El espacio en mezzanine es el espacio inesperado desde el que asomarse, es el lugar del balcón interior pero también es el signo del espacio aprovechado al máximo de sus posibilidades. A pesar del lujo espacial que promete, la mezzanine siempre fue un espacio sin nombre. Tanto que ni siquiera entraba en el cómputo de las plantas nobles denominadas por números enteros. ¿Acaso era de recibo decirse viviendo en la planta tres y media o en el piso uno con setenta y cinco? Por eso mismo en la mezzanine se solían alojar el servicio, los almacenes o los usos despreciados. 
Si en la planta el mecanismo del “poché” es el signo del espacio ocupado por el muro y solo habitable en rincones e intersticios, la mezzanine es su equivalente en sección. Pero la mezzanine depende constantemente de un subalterno que la hace posible y sin el que sus espacios se harían inalcanzables: la escalera. A los espacios intermedios de la mezzanine siempre se sube o se baja y por ello se hace imposible no ver su carácter parasitario, ya que constantemente recibe en préstamo un suelo o un techo para poder existir. 
La mezzanine aun hoy conserva un carácter similar al que en el mundo de la gastronomía posee el cocinar con sobras. Con todo y a pesar de su papel secundario y de las connotaciones ligadas al aprovechamiento y la explotación extrema de la sección, la mezzanine parece el más legítimo progenitor del moderno espacio de “doble altura”. Tal es el cambio de mentalidad vivido en torno a la mezzanine, que se ha vuelto cada vez más un espacio transparente y exhibido como una conquista o un trofeo de caza. 
De la mezzanine hoy se presume, como se presume de un bolso de marca o de un coche último modelo. Pero no está mal recordar que, en ocasiones, nuestros lujos provienen de las desventuras y desprecios del pasado. A fin de cuentas, antes tampoco los percebes o un simple cocido eran considerados manjares. Y ya ven hoy.

27 de marzo de 2017

ENTRAR, DEJARSE SEDUCIR


Un oficinista empuja la puerta para acceder al recibidor de su diario lugar de trabajo. Aunque la entrada a la torre donde acude se produce desde más lejos. La plaza previa al edificio de oficinas, espacio regalado a la ciudad, constituía ya el verdadero primer paso. Para conquistar el mismo plano de suelo de la torre, había ascendido tres peldaños desde las calles de Nueva York y luego había cruzado entre dos estanques rotos por chorros de agua, que como esculturas, le habían escoltado hacia la entrada. 
Justo antes de ese suave empujar la puerta, una pérgola le había ofrecido un techo que no era el de la propia torre, puesto que era más oscuro, grueso y pesado de lo imaginable, aunque le permitía plegar el paraguas los días de lluvia. En ese instante, bajo el voladizo de la entrada, podía verse como la fachada de vidrio del hall había reducido sus proporciones hasta convertirse en la pequeña puerta giratoria que ahora empuja. 
El empleado se aproxima cada día a ese paño de vidrio bajo la torre por su eje, sin embargo, aunque lo intente, nunca puede atravesarlo. La puerta giratoria aun siendo de vidrio no le regala siquiera la posibilidad de un último reflejo donde acicalarse antes de entrar al trabajo debido a su curvatura deformante. Tendrá que posponer ese gesto, como poco, al interior del ascensor
Hay arquitecturas a las que se llega arreglado desde casa. 
Mies Van der Rohe sigue ofreciendo en el acceso del Seagram Building una lección inagotada sobre lo que es una puerta y sobre el sentido que toda entrada tiene como mecanismo de seducción. Cada entrada en la arquitectura de Mies ofrece la misma atracción que un ritual de flirteo. Todo está dispuesto sobre un eje que no permite nunca que sea accesible, que no se puede cruzar. Disminuye y acerca el tamaño de la arquitectura hasta hacerla tangible, sin embargo, y siempre en el último momento, no deja a nadie penetrar por el mismísimo eje. Aquí, a modo de parteluz, se encuentra el eje de rotación de la puerta. Tal vez, porque como en las antiguas iglesias, el eje para Mies se dedica a algo sagrado. E innombrable.

20 de marzo de 2017

¿POR QUÉ NOS ESTREMECEMOS ANTE LO CONTRADICTORIO?


Las alfombras son voladoras en los cuentos orientales porque explotan la simbología de la ligereza hasta convertirla en un objeto en sí mismo. Pero en realidad es verosímil que las alfombras vuelen porque son extremadamente ligeros sus más íntimos componentes: la seda y la retícula
La seda, sustancia intangible de hilos inmateriales, tela sin cuerpo, es el propio aire convertido en materia. Tanto es así que la seda necesita del soplido del viento o de la fuerza de la gravedad para tomar forma como tejido. Entonces percibimos como se ondula o vemos su “caída”. 
Por otro lado la retícula, con una urdimbre y una trama que se repite como un salmo, como un ejército de espacios vacíos, es la forma casi sin materia, es su orden más elemental, su grado cero. 
Por todo ello una alfombra hundida en el suelo es una paradoja ante la que se hace difícil no estremecerse. Porque nos enfrenta a una especie de magia inversa relacionada con el peso y con un latente fracaso. Cambiar el nivel del suelo, hundir lo civilizado de esa superficie de rojos y azules bellamente trenzados bajo un paisaje inhóspito y vacío, anuncia un enterramiento. Si se trastoca la ligereza misma como concepto aparece el juego de orden superior: el de lo contradictorio. 
Hay arquitectura que ha flirteado con este espíritu de lo contradictorio como su mayor baza. Operaciones de la forma que se esfuerzan frívolamente en provocar la sorpresa del espectador, o en el mejor de los casos, algo semejante a un respingo intelectual. Sin embargo en lo contradictorio, como en la vida de algunas moscas o mariposas, es imposible no pensar en lo efímero de su efecto. ¿Cuántas generaciones son capaces de percibir la contradicción sin que se agote su mensaje? ¿Por qué estos juegos barrocos no parecen estar llamados a la eternidad sino solamente al instante? ¿Por qué se han mostrado tan fugaces los periodos de lo complejo y lo contradictorio? 
Tal vez los instantes de lo contradictorio no sean tan efímeros, sino que permanecen agazapados, como hacen algunas flores en el desierto, esperando brotar al paso del Giulio Romano o del Robert Venturi de turno. Mientras, lo contradictorio permanece hundido bajo el suelo. Como esa alfombra.

13 de marzo de 2017

DE LA SOSTENIBILIDAD A LA NATURALIDAD


El largo desierto por el que ha atravesado la arquitectura sostenible, transmutado gracias al marketing académico e industrial en atmosférica, y en ecológica de nuevo, no parece tener fin. Lo ecológico no ha finalizado, ni parece que lo hará próximamente, porque ninguna de estas necesarias sensibilidades se ha agotado, aunque esa conciencia no haya despertado al amodorramiento de la forma contemporánea. 
En realidad la debilidad o la falta de entusiasmo que han despertado las teorías "eco" se deben en gran parte a que no ha supuesto más que una filosofía o una moral, en el mejor de los casos, desligada de la forma.
Aun hoy con lo "eco" apenas se sabe qué hacer. Contemplamos las placas solares igual que un simio daba vueltas en sus manos a una piedra con forma de punta de flecha. 
Ni siquiera la estética de lo ecológico se ha logrado imponer porque hasta el momento sólo ha adquirido un carácter epitelial o meramente ornamental. Placas solares, molinos de viento, o muros "trombe", a pesar de su evidente utilidad y la innegable necesidad que sustenta su uso, no han logrado integrarse en la arquitectura transformando la forma de ésta de una manera tan profunda como lo fue el advenimiento del simple hormigón para la modernidad.
El discurso de lo verde, si bien es razonable y en realidad el único moralmente aceptable, no goza de la necesaria naturalidad que se requiere en la arquitectura para que algo llegue a arraigarse. Como si lo "eco" no hubiese aun sido aceptado como un constituyente esencial, libre de cierta sobreactuación. En este sentido la mayor acusación que pudiese sufrir lo ecológico estaría en su falta de naturalidad antes que su precio. (Naturalidad que fue en algún momento suplantada por una falsa oposición entre la propia naturaleza y lo artificial).
Sin embargo tal vez recuperar esa necesaria naturalidad parece un paso ineludible para poder hablar de lo sostenible en términos diferentes. Una naturalidad entendida como capacidad de superación de lo ornamental y de integración. De no vencerse el enfrentamiento entre lo verde y lo esencial de la arquitectura y entenderlo como parte de una disciplina que puede mejorar el lugar que toca, no puede darse esta ansiada naturalidad.
No hay gran actor sobre un escenario que no sea capaz de conciliar la contradicción que supone actuar como si no se actuara. Es en la superación de las fuerzas que no se contradicen, que desbordan esa confrontación simplista entre lo natural y lo artificial, donde tal vez aparezcan nuevos caminos en el futuro. Mientras tiñamos todo de verde salvador. 

6 de marzo de 2017

EL ÉXITO DEL AMOR AL FRACASO


Es bien conocida la historia de los Kintsugi. Desde el siglo XV, los japoneses cuando un recipiente querido se fracturaba, cosían los trozos con una materia más valiosa aun que el propio cuenco. Oro o materias nobles suturaban y embellecían la fisura, de modo que el resultado era aún más precioso que el objeto en su integridad. 
A ese arte de la dignidad de lo roto, que esconde una historia trasera de reciclaje bien entendido, siempre he notado que le faltaba algo. Porque el posar la boca sobre un metal no es lo mismo que sobre la calidez cerámica, porque hay un esfuerzo en el sostenimiento de la continuidad que es en realidad imposible. Es decir, siempre he visto latir en esa hermosa historia japonesa una especie de fracaso, porque al intervenir y coser lo roto, la verdad del objeto es en realidad muy distinta. Aunque la temperatura de ese material añadido sobre los labios o su rugosidad frente al del esmalte o la laca fueran solo ligerísimamente diferentes. 
El arte del Kintsugi, además de embellecer la catástrofe de la rotura, tal vez estaba despojando del uso a la pieza reparada. El arreglo usurpaba el cuenco de la vida diaria para hacerlo reposar en el estante de las cosas valiosas o de los recuerdos familiares. Indudablemente, el objeto sometido a tan hermosa cura deja de ser mirado con la misma complacencia y uso cotidiano que antes tenía. El objeto gracias a esa “carpintería de oro” pasa a un lugar algo más alto y alejado de la vida. Y para cualquier arquitecto, ese vértigo asusta. Porque el uso empieza a ser entonces el simbólico. Y en estado puro. Este objeto querido es parte de un particular pasado biográfico, se convierte en un recuerdo familiar, y por ello debe ser contemplado como un objeto puramente representativo. Y ya sabemos que los objetos simbólicos que no se llenan de la sopa diaria, mueren… 
Sin embargo, tal vez algún tipo de arquitectura pueda sortear ese fracaso parcial.
Algunos arquitectos saben de la pátina del tiempo, que en Japón llaman “saba”, y de esa arquitectura de la reparación que es el Kintsugi. Porque consciente o incoscientemente aplican en sus obras esta ancestral técnica: más que intervenir sobre un lugar de nuevas, actúan como si reparan el paisaje, el suelo, un bosque o una ruina... Carlo Scarpa, Sverre Fehn, o por ejemplificarlo en la pura actualidad, los recientemente condecorados con el premio Pritzker, Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta, saben que lo reparado es aún más valioso con el añadido de su particular "carpintería del acero". 
Tal vez incluso la arquitectura exigente con el lugar siempre trabaje con el espíritu de esa técnica milenaria pero para nosotros incompleta del Kintsugi. Porque cuando lo logra, supera ese hándicap de la mistificación de la memoria y de colocar el resultado en el narcótico estante del museo. Porque devuelve bellamente el uso de las cosas y los lugares sin miedo a que haga su aparición una nueva fractura.

27 de febrero de 2017

ESOS PLACENTEROS MOMENTOS EN LOS QUE ALGUNOS CIERRAN LOS OJOS, (Y OTROS NO…)


Hay tres tipos de arquitectos. Los primeros son los que ante un papel o la pantalla de ordenador permanecen horas sin término a la espera del momento de inspiración. Aquel que proyecta así lo hace desde la nada. No es un erudito, no parte de citas, ni de referencias, ni de sesudos análisis de arquitecturas del pasado. Está sentado delante de un papel en blanco o de una pantalla con los ojos cerrados. Como un ser a la espera de un mensaje, como un médium, o como una antena apuntado a la inmensidad cósmica. Ese arquitecto se halla más cerca de la desdichada Eco y de la astrología que de la arquitectura. A éstos, a veces se les mira con cierta superioridad indulgente desde la universidad o desde el implacable mundo de la promoción inmobiliaria. Ese arquitecto se entrega a entusiasmos sospechosos, a veces fruto de alegrías intempestivas, otras de llantos inconsolables, a veces ríe o canta, indiferente al afuera, encerrado en su cuarto. 
Los del segundo tipo no hacen eso. Estos no cierran los ojos ante el papel o la pantalla. Al contrario, los tienen bien abiertos. De hecho casi no pestañean hasta tenerlos inyectados en sangre o al menos algo enrojecidos. Como Sísifos inagotados, permanecen ante el papel o el ordenador, armados de un lapicero o al menos algo afilado, que mueven y mueven como si en el batir esa sopa de trazos esperasen que todo se condensase en un proyecto. 
Y luego están los últimos, unos poquísimos, de un secreto y extraño tercer grupo, que proyectan con razones dichas con los ojos cerrados. Que cuando los cierran, son sus manos las que miran y cuando los abren no miran el papel sino más allá… Esos, tengan los ojos cerrados o abiertos, parece que miran hacia dentro, como a través del proyectar mismo...
De este último tipo son De la Sota, Bryggman, Navarro Baldeweg, Jujol, Borromini, Serlio, Venturi, Rafael Moneo, Kahn, Giulio Romano, Boullée...Y Francisco Javier Sáenz de Oiza

20 de febrero de 2017

IRRESISTIBLE RESISTENCIA


La arquitectura resiste hasta que deja de hacerlo. Hasta que sus entrañas se rompen por alcanzar un límite elástico fruto del cansancio que todo lo desmigaja. Algo semejante a la fatiga destruye los lazos internos que mantenían la integridad de las partes. Con una lenta deformación o con un repentino chasquido, todo se desmorona. La imagen de puentes y edificios cayendo bruscamente resulta inolvidable. Y atractiva, por apocalíptica. Sin embargo la mayor parte de las desapariciones de la arquitectura se producen de una manera más silenciosa e invisible. Como un anticipo de lo inevitable, cada vez que una obra deviene en ruina es el simple aperitivo de la frágil eternidad de todas ellas. 
A largo plazo, la vocación de permanencia de toda edificación se anula. Entre la fuerza de la gravedad y el inapreciable transcurrir del tiempo que todo lo desgasta, nada está destinado a permanecer en pie. La arquitectura actual, para más inri, trabaja con un horizonte no mayor de la centena de años. Con lo que ya solamente puede resistir más allá del siglo una idea de arquitectura, o si se quiere, incluso su propia representación
Así pues, ¿Por qué el hombre continúa aun empeñado en erigir todo tipo de construcciones para preservar su memoria, representarse u ofrecer una idea de la civilización, si todo va a acabar derruido bajo metros de lodo, arena o entre vegetación? ¿Por qué todavía se atribuye la arquitectura el heroico, simbólico e inútil empeño de resistir? 
Quizás porque la arquitectura es la única que se sumerge en ese río del tiempo con un placer inigualado. Y chapotea como un niño, feliz a pesar de todo. Porque esa sustancia en la que salpica es purificadora y la despojará todo de lo innecesario y lo superfluo. Empezando por la función o sus significados.
Y principalmente porque no hay mayor espejo inventado para tomar consciencia de nuestra frágil individualidad que la existencia más prolongada y mansa de la arquitectura.

13 de febrero de 2017

LA IDEOLOGIA OCULTA EN UNA CASA CON GARAJE



I

Mies van der Rohe, tras el cierre de la Bauhaus por los nazis en 1933, dedicó sus años posteriores a diseñar un conjunto de casas patio que resultaron clave para su futuro. 
Entre todas aquellas casas y sus variantes, una nació con una extraña anomalía. Llena de inhabituales direcciones oblicuas entre sus tabiques, todo su interior parecía estar provocado por los ecos del giro del coche en su acceso al garaje. Nada trascendente parecía estar anclado a lo ortogonal de la retícula, salvo una arrinconada chimenea y un tabique en la entrada. 
Hoy que sabemos que todas las casas de Mies poseen un habitante oculto, nos preguntamos si acaso no era aquel coche quien se constituía en el secreto morador de aquella casa (1). 
No obstante si se quiere entrar en el juego no es posible hablar de un habitante genérico en el caso de la arquitectura de Mies. Es trascendente saber qué viste, cómo se mueve o cuáles son sus señoriales costumbres, incluso si se trata de un coche. Es necesario saber qué coche en concreto descansaba en aquel garaje. De su marca y de su modelo específico depende mucho del carácter de la propia casa y de las expectativas de Mies con la vivienda. 
En esos años previos a la segunda guerra mundial, el año 1935 en que se dibuja esta casa, el coche más vendido en Alemania fue el modelo Kadett de la firma Opel. Por entonces Opel era la marca que copaba el cuarenta por ciento de la cuota del mercado germano. Sin embargo aquel popular modelo que llegó a vender más de cien mil unidades en nada se asemejaba al dibujo en planta de aquella casa de Mies. Con el morro oblicuo y tendido, su parabrisas inclinado para ganar en aerodinamismo y su techo ligeramente abombado, estaba muy lejos de ser aquella caja motorizada y más voluminosa aparcada en el dibujo. 
Así pues la representación del coche ideal de Mies está muy lejos de ser un modelo popular. Aunque esquemático, guarda mayor similitud con un modelo ya empleado para retratar su propia arquitectura unos años antes.
En Stuttgart, en 1928, ante el bloque de viviendas de la Weissenhofsiedlung, una señorita apoyaba su pie en el guardabarros del por entonces recién lanzado modelo Mercedes Benz 8/38 ty Stuttgart (W02), como una declaración de la más irrefrenable, elitista y selecta modernidad. Aquel modelo de Mercedes y sus variantes no dejaron de producirse en diferentes versiones hasta años después. Y no es posible obviar su semejanza, incluso su longitud de cuatro metros treinta y siete centímetros se aproxima mucho, con el dibujado en la casa patio. Tampoco es posible pasar por alto que aquel modelo en concreto representaba no solamente a una marca exclusiva y tremendamente cara, sino una idea sobre la propia nación alemana.
El periodo en que esas casas patio se diseñan, el momento en que esa casa se articulaba en torno a aquel flamante modelo de Mercedes Benz, Hitler había lanzado una política de motorización de toda Alemania. Superada la crisis de la primera guerra mundial que había reducido el número de marcas de automóviles en aquel país de ochenta y nueve a tan solo doce, ese año 1935 se inauguró la primera autopista y se habían multiplicado la venta de vehículos, dando cabida a un nuevo modo de comunicar el país. En esa política de la “Motorisierung”, la idea de una motorización global era clave no solo a nivel económico o social, sino también ideológico.
La motorización nazi era una idea tan expansiva como amenazante. Por eso mismo, incluir un coche como principal habitante de una casa, un habitante selecto y exclusivo, quizás no era una operación inocente, sino otra paradójica alineación de Mies con la política antes que con la modernidad que representaba el automóvil.

II

Aquellas casas patio, muchas solo abocetadas en dibujos provisionales, fueron pasadas a limpio para posteriores publicaciones y exposiciones cuando Mies desembarcó en América. El estudiante encargado de la delineación del dibujo alemán fue George Danforth, cuando ya Mies estaba impartiendo clases en el IIT, en 1940. Dicho dibujo se conserva en el MOMA de Nueva York.
Entre el boceto original de Mies trazado con muros rojos en su cerramiento y el de su delineante existen pocas diferencias. Ninguna aparentemente sustancial. La geometría entre esas versiones no cambió ni un ápice en el acto de pasar a limpio, pero si apareció delineado en la versión americana ese habitante del garaje: el Mercedes Benz Stuttgart… El habitante debía hacerse explícito, debió decidir Mies en ese momento. Fue más importante eso que verificar el radio de giro del coche en la entrada y trastocar la geometría de todo.
Literalmente, la casa se debía construir con el coche en el centro...(2)

III

Con la Bauhaus clausurada en Abril de 1933, sabemos que Mies van der Rohe, se dedicó de manera clandestina a impartir clases a un selecto puñado de estudiantes. Durante esas clases Mies puso a sus alumnos a dibujar casas patio como ejercicio de curso, como extensión de su propio estudio. El ejercicio de uno de ellos, Michel van Beuren, conservado en el archivo de la Bauhaus, da fe de la extrema similitud formal con ese garaje de Mies. Pero ¿quién copiaba a quién? ¿Qué extraño tipo de pedagógica influencia ejercía Mies sobre sus alumnos que todos, sin excepción acababan proyectando lo mismo que hacía Mies mismo?
Solo podían desprenderse de modo autorizado de la influencia de Mies los estudiantes que planteaban un proyecto final de grado. Claro que acababa siendo siempre y sistemáticamente un proyecto Miesiano…

(1) Así lo aventuraba Iñigo García la semana pasada en “LA CASA DEL AUTOMÓVIL”
(2) Miguel Barahona decía,"La casa debe construirse literalmente alrededor del automóvil. Una vez dentro, no hay quien lo saque"

6 de febrero de 2017

UNA PATADA EN LA CARA


Imaginen caminar por una ciudad de lo más civilizada y que, de improviso, un pie salga al encuentro de sus ojos. Semejante puntapie supone un susto y una broma de lo más inapropiados. Tanto que cabe elucubrar si no fue alguien cansado del respingo cotidiano que provocaba ese pie en la cara quien lo destrozó a mazazos. 
Cualquiera que pasee hoy al norte de Roma por la via Bruno Buozzi, puede contemplar el resto de la pierna en el zócalo piranesiano del edificio Girasol, del italiano Luigi Moretti. Atractiva para toda la crítica, desde Rowe hasta Tafuri, esa obra es un dechado de ilusiones relacionadas con la materia de la arquitectura, pero dislocadas de su uso natural. Verdadera obra maestra de la modernidad y de la posmodernidad, inexplicablemente lo es a la vez. Explorar todas las ramificaciones de lo clásico en relación a la modernidad hizo que Venturi tuviera siempre auténtica veneración por ella: un frontón roto, un zócalo que es un puro collage capaz de representar la ciudad de Roma misma, un patio que no es más que medio patio, ventanas oblicuas que se abren en las plantas altas como las branquias de un enorme pez... 
Sin embargo para comprender el mecanismo de su secreta complejidad basta con mirar con detenimiento la anomalía de esa pierna de mármol para intuir que el modo de hacer de Moretti es el un consumado trilero. 
Si lo pensamos, la pierna en cuestión no pertenece a la familia de las cariátides o de los viejos atlantes clásicos. Las Cariátides, desafortunadas esclavas convertidas en columnas para rememorar aquella derrota militar narrada por Vitruvio, poseían una integridad y dignidad que no posee este trozo de pierna masculina pero cadavérica y ruinosa. Ese fragmento es por tanto un signo del pasado de Roma, un pedazo de carnaza historicista para las feroces mandíbulas de la crítica.
Por otro lado la pierna sostiene una sola jamba y con eso anula todo posible sentido estructural. Una pierna que no sujeta a nada. Una cojera que se convierte en una sorpresa solo en una dirección de la calle... Aunque tal vez lo más importante de esa pierna es lo que logra hacernos pasar desapercibido: Supongamos que ese trozo de mármol tuviese como función principal distraernos de la vulgaridad del resto del hueco. 
Moretti sugiere que, como sucede con los trucos de los magos, hacer arquitectura no consiste en explicarlo y diseñarlo todo, sino en la habilidad de desplazar y pastorear la mirada. La única solución cuando no se quiere dar la solución es el ilusionismo.

30 de enero de 2017

EN CADA VENTANA DEBE VERSE EL MUNDO ENTERO


A finales de los años sesenta un equipo de ingenieros de la NASA responsables de la misión Skylab encargó al diseñador de la botella de Coca Cola y mil otras cosas, el prestigioso Raymond Loewy, un estudio para la ocupación interior de aquella estación espacial. Intuyeron que si un hombre iba a estar en el espacio quizás su supervivencia iba a depender de que su habitat fuera aceptable y no las meras sobras entre millares de cables, tubos y aparatos de vuelo. 
Loewy en seis años produjo más de tres mil diseños para adecuar la estación del Skylab a las necesidades de los astronautas. Entre ellos, incluyó una innecesaria y peligrosa ventana para poder ver el exterior desde la nave. 
A la vuelta del exitoso viaje, en el Salón Oval de la Casa Blanca, los astronautas agradecieron ante el presidente de su país esa diminuta pero costosa ventana, un ojo de buey no mayor que el de un camarote de barco, pero dispuesta en el lugar adecuado. Les había permitido contemplar su hogar en la lejanía y evitar la claustrofobia y el tremendo estrés que provoca el espacio. De un modo misterioso les había hecho sentir conectados con sus casas. 
Aquella ventana, innecesaria desde el punto de vista de la lógica de la ingeniería aeroespacial, resulta suficientemente explicativa de la extrema necesidad de esos despreciados elementos para cualquier ser humano y, por añadidura, para la arquitectura. 
A veces se olvida que una ventana es el primer paso para poder llegar tomar conciencia de nuestro lugar en el mundo. Para mirar y también poder reconocernos mirando. Aunque la ventana no pueda abrirse y no permita que entre aire fresco. El poder ver las cosas es el primer paso para alcanzarlas. Para soñarlas. 
Aquella ventana nos recuerda que desde cada uno de esos agujeros debería siempre poderse ver un mundo, completo. Acostumbrados a resolverlo todo con inmensas cortinas de vidrio de carpinterías invisibles olvidamos que esa es la mínima de las obligaciones de una ventana.

23 de enero de 2017

POR FIN DEMOSTRADA LA VALIDEZ DEL “POSTULADO DEL ÁRBOL” EN ARQUITECTURA.


Un reputado grupo de estudiosos por fin ha logrado demostrar que en arquitectura se cumple el conocido como “postulado del árbol”. Dicho postulado dice, por no recurrir a las tediosas demostraciones físico-estadísticas que lo justifican, que la supervivencia y el éxito de una obra de arquitectura se funda en la cantidad y profundidad de los intercambios que realiza con su entorno más invisible. 
En realidad, esta sesuda hipótesis resulta una variación de un postulado extraordinario del mundo vegetal, intuido anteriormente por la botánica y cuya validez ha sido demostrada gracias a un grupo de investigación tal vez financiado por un plan estatal comandado por notables catedráticos eméritos de las más americanas universidades. El caso es que el estudio en cuestión asegura que la pervivencia de un árbol está condicionada a la profundidad a que haya sido capaz de clavar sus raíces y el número de hongos compartidos entre ellas. Ya ven. Tanto para eso. Sin embargo no conviene dejarse engañar por su aparente simpleza, porque el postulado tiene su enjundia. 
A pesar de su aparente novedad fue un juntapalabras quien mejor supo encontrar una formulación precisa a este postulado hace mucho tiempo, Federico Hebbel, aunque desgraciadamente solo llegó a inscribirla en su losa sepulcral en lugar de una revista con suficiente índice de impacto: “Si el árbol se echa a perder, aunque sea en el peor de los suelos, es sólo porque no clava sus raíces lo bastante hondo. Toda la tierra es suya”. Lo hermoso de esa lapidaria sentencia es lo que dice en su última frase: “toda la tierra es suya”. Porque significa que toda ella pertenece a la obra de arquitectura (y al árbol), lo que implica también que esa tierra son de usted, y mías, a cambio de clavar suficientemente fuertes las garras bajo ella y que nuestras raíces estén suficientemente bien conectadas. 
De este postulado se deriva, también y recíprocamente, que la obra pertenece a esa tierra, y por puro amor a la lógica del razonamiento, también usted y yo. Lo cual es destapar un sentido de la propiedad muy poco economicista. (Esto último, por cierto, no estaba ni siquiera esbozado en el rotundo descubrimiento de aquellos egregios catedráticos). 
La arquitectura se sostiene, por acabar, gracias a esa garra feroz que la engancha al terreno y la conecta con otras obras hasta el centro de la tierra, y esa otra garra de la tierra hacia ella. Y si pervive es porque ambas se abrazan mutuamente con suficientes energías como para sobrevivir sin estrangularse.
Respiremos. Por fin ha sido demostrada indirectamente la necesaria vinculación de la arquitectura con el lugar donde se posa y con el resto de las obras de arquitectura. Ahora solo falta corroborar si los ensayos han sido correctamente realizados y tienen suficiente validez en este inesperado campo, porque siendo algo científico, ya se sabe, lo mismo en dos días sale otro descubrimiento anulando el anterior...

16 de enero de 2017

LA HABITACION DE ENSEÑAR A PENSAR


El eminente y olvidado pedagogo, Christian Heinrich Wolke, profesor de la igualmente egregia institución del Philanthropinum, en Dessau, preocupado por la enseñanza de la inteligencia ideó una habitación llena de objetos, secretas mirillas y armarios con la deliciosa intención de constituirse en una eficaz herramienta para “enseñar a pensar”. La habitación modulada con una retícula que era ocupada por cajones, números, imágenes y un sinfín de otros estímulos era, según la creencia del siglo XVIII, una idea desde la que estimular a la juventud a salir de la abulia mental o de la ignorancia.
En aquella habitación sin afuera - aun a pesar de disponer de ventanales desde los que contemplar pájaros y especies vegetales - flotaban las personas y los muebles como puros objetos. Y se dice literalmente, porque en la retícula una persona y un dodecaedro son seres equivalentes.
En aquel interior latía una extraña utopía, aunque no se si precisamente sobre el enseñar a pensar sino más bien sobre la retícula misma. En realidad la retícula como espacio continuo e indiferenciado, supone una amenaza en si misma porque sitúa al hombre frente al laberinto de lo perpetuamente repetido. Una idea que asomó muchos años después y en un lugar muy distinto.
Curiosamente la modernidad de la retícula de esa habitación de enseñar a pensar coincide con la que empleó el estudio italiano Superstudio en los años 60 y 70 del siglo XX. Aunque para Superstudio la retícula no suponía incluir en su interior ningún objeto. Su maraña de líneas y ejes no tenían la intención de contener más que la propia retícula como sistema infraestructural y laberíntico. Aunque lo más fascinante de la coincidencia en ambos casos es que, como suele suceder en la naturaleza, toda semejanza de formas se deriva de objetivos funcionales semejantes.
Puede que por eso, en ambas utopías la idea de la ocupación de las mentes y territorios por medio de una retícula fuese de hecho el mejor objeto de pensamiento posible. En fin, muchas veces lo mejor de las habitaciones de enseñar a pensar es que enseñan a pensar sin la necesidad siquiera de las propias habitaciones…

13 de enero de 2017

LA HERENCIA DE LOS DESHEREDADOS


La arquitectura es un arte de toneladas más que de kilogramos. Por eso no es fácil hablar de la ligereza de una obra y menos aun conseguir que ésta ofrezca siquiera una sensación de liviandad semejante a las nubes, a la hoja de un árbol o a un cuadro de Turner.
El valor de la casa Guzmán, recientemente demolida obra de Alejandro de la Sota, estaba concentrada precisamente en haber logrado esa sensación grácil, como de casa de papel, apenas explorada en la arquitectura moderna española. Sólo por esa heroicidad merecía pervivir. Que su autor fuese Alejandro de la Sota parece significativo pero secundario. Alejandro de la Sota habría estado conforme con la apreciación. 
Sin embargo con esta pérdida late alguno de los dramas no solamente de la arquitectura sino del propio siglo XX. ¿A quien pertenece la Arquitectura cuando ésta es irrepetible? ¿No se convierte entonces en patrimonio del hombre? ¿Cómo ha podido destruirla alguien que la pudo vivir y comprender a lo largo de los años? ¿Acaso no tiene la arquitectura ninguna capacidad de mejorar la vida de quién ha podido disfrutarla? 
Las primeras preguntas pueden ser respondidas recordando la fabulosa novela “Billar a las nueve y media”, donde una saga de tres generaciones de arquitectos destruían la obra erigida por sus progenitores sucesivos. El freudiano asesinato del padre estaba presente en aquella Alemania de Heinrich Böll, como también estaba presente el intento del hijo por construir algo aun más memorable y mejor. Sin embargo el drama de la casa Guzmán es que no existe el legítimo intento que late en la catedral románica cuando es arrasada por la gótica o la renacentista... Simplemente existe con esta destrucción una puerta abierta al abismo de la barbarie. Cuando se abren esas simas, el ser humano, en su conjunto, es peor. 
Las últimas preguntas nos atosigan aun más. Porque dejan sin respuesta el sentido redentor de la creación estética. Y son semejantes a las que Steiner se hacía en otro contexto: ¿Cómo era posible que alguien después de tocar y entender perfectamente a Bach fuese capaz de cerrar la tapa del piano y aniquilar miles de seres humanos en un campo de concentración?. No tenemos respuestas para esa pregunta. Y si bien el interrogante de Steiner está planteado en un extremo, lo sucedido en la casa Guzmán pertenece a su órbita: el disfrute estético no nos exime de la barbarie. 
En la parábola bíblica del “hijo pródigo” la vuelta al hogar, aun a pesar de haber dilapidado la herencia paterna, fue recibida como una fiesta. En el mundo de la cultura no hay posibilidad de aplicación de esta parábola. Porque el camino de vuelta se ha destruido junto con la herencia. 
De la casa Guzmán solo quedan para nuestros hijos unas fotos y nuestros pesados comentarios. 
Ojalá no aparezca otra ocasión de asomarse a estos vértigos.

9 de enero de 2017

LA DUREZA DEL LAPICERO, O POR QUÉ EN OCASIONES MIES DIBUJABA CON UN PURO EN VEZ DE FUMÁRSELO


Para los mitómanos y los místicos “el papel en blanco” aun es el territorio mental preferido de la incertidumbre y de la grandeza creativa de la arquitectura. Se equivocan. La auténtica dificultad de ese proceso estuvo siempre un escalón antes que en la blancura inmaculada del papel: en la elección del lapicero con el que comenzar a trazar la primera línea
Antes, cuando la arquitectura se dibujaba a lápiz, la dureza del grafito marcaba el carácter del dibujo pero también de quien lo usaba, más que cualquier otra decisión de partida. Desde la dureza extrema del 10H, cortante como el filo de un bisturí, a la blandura de un algodón negro de un 8B, esas gradaciones no eran simplemente una habilidosa combinación de arcilla y grafito, sino hasta una filosofía. Cuentan que cuando al arquitecto sueco Sigurd Lewerentz, acostumbrado a dibujar con un 6H, se le acercó una estudiante blandiendo un dibujo realizado con un 2H, irónico, le preguntó si se iba a dedicar a partir de ese momento al dibujo en lugar de a la arquitectura… 
La dureza de esa mina de grafito determinaba el tipo de papel y hasta al tipo de dibujante y de proyecto, porque de su elección dependía de modo transversal la cantidad de veces que se podían arrastrar los instrumentos de dibujo sobre lo ya dibujado sin mancharlo, sin arruinar su limpieza o sin cortar o agujerear el propio papel. Inevitablemente un dibujo muy trabajado estaba configurado desde la extrema dureza de un lapicero o desde la extrema habilidad de su dibujante, que paseaba por el papel con una mina más blanda sin el pecado de la suciedad. Por eso con el tiempo, en la memoria de la arquitectura la precisión y la dureza construyeron una imagen indisociable en el dibujo. 
Y sin embargo ahí estaba también Mies van der Rohe, pensando duro y afilado como ningún otro, pero dibujando con un grafito gordo y blando. Con los puños de la camisa milagrosamente limpios, con una ligereza y una postura que no permiten horas y horas de esfuerzo. Casi con gracia, como los calígrafos japoneses. Como si para la precisión necesaria de su arquitectura se debiese dibujar en el extremo, o con un grafito grueso semejante a uno de sus puros, (en ocasiones como ésta parece estar dibujando con la ceniza de uno de ellos), o en otros casos, con un escalpelo. Pero de ningún modo con un HB tibio y a medio camino de nada. Porque en el fondo ese quizás fuera el mayor de los problemas en la elección de un lapicero - y tal vez de la arquitectura - las medias tintas.
Hoy la simple gradación de grises informáticos, del 250 al 255, está privada de esas connotaciones...Y conste que no se dice con asomo de nostalgia.

2 de enero de 2017

ARQUITECTURA DEL “NO”. ANTIMANIFIESTO


“No al espectáculo, no al virtuosismo, no a las transformaciones, a la magia y al hacer creer. No al glamour y la trascendencia de la imagen estelar, no a lo heroico, no a lo antiheroico, no a la imaginería basura, no a la implicación del intérprete o del espectador. No al estilo, no al amaneramiento, no a la seducción del espectador gracias a los trucos del intérprete, no a la excentricidad, no al conmover o ser conmovido”. 
Hay momentos en los que uno se cansa de tanta cosa que acaba por no querer más cosas. Ni una más. En esos instantes simplemente se clama porque a uno le dejen en paz. E incluso se es capaz de escribir un antimanifiesto. 
Los años sesenta, que fueron un disparate en casi todo, fueron también ocasión, como siempre que aparecen excesos, de ver voces dedicadas a ese solitario, gratificante y antiproductivo arte del antimanifiesto. Éste de Yvonne Rainer, bailarina y coreógrafa aquellos años de plástico y música pop, es de los más elocuentes, ejemplares e imperecederos. Harta de soportar excesos de la danza moderna pero también de la clásica, harta de soportar todo lo que no fuera la propia danza, lanzó al mundo un escrito sobre el hartazgo mismo. 
El caso es que si los manifiestos pueden ser reivindicativos de un instante, de una ideología, si siempre quieren ser la punta de lanza de una incierta vanguardia, si sus aspiraciones son territoriales o políticas, incluso aglutinadoras o propagandísticas, con los antimanifiestos no sucede nada de eso. 
Un antimanifiesto no espera que se sumen a él más personas, ni pretende acaparar poder o influencia; un antimanifiesto simplemente es una declaración de puro empacho, por eso todo antimanifiesto es igual, en el fondo, al resto de los antimanifiestos. O dicho de otro modo, solo hay un antimanifiesto posible: el que lo hace contra el resto. Y eso, claro, une mucho porque los hastiados son legión. También en arquitectura. 
Pero atención, que estar harto no significa negarse a todo. Bachelard en “La filosofía del no” dijo: “La filosofía del no, no es psicológicamente un negativismo y tampoco lleva, frente a la naturaleza, al nihilismo. Procede de una sensibilidad constructiva. Pensar bien lo real es aprovecharse de sus ambigüedades para modificar el pensamiento y alertarlo”. Cuando existe un empacho de forma o de espectáculo y la digestión es lenta o difícil, es el momento de esas consideraciones espirituosas en torno a estas formas del “no”. Benditos estos breves paréntesis temporales en que miramos a los antimanifiestos con tanta consideración. Porque son momentos donde, a pesar de la fatiga, todo está por venir. Saber qué no queremos hacer es ingresar en la sana "filosofía del no" de los fatigados pero no exhaustos.

26 de diciembre de 2016

EL DERECHO AL INFINITO


El pescador, primero dispuso una plataforma alejada de las mareas y del agua, luego, un sombrajo. Tras esperar largo tiempo a los siempre impuntuales peces, otro día se animó a arrastrar un sillón hasta allí. Desde entonces el puesto de pesca se convirtió en una terraza. Las alfombras, cojines y el resto de lo que podemos considerar pequeñas comodidades adicionales hicieron aparecer la idea de estar en medio de un salón. Hasta las posibles ampliaciones o mejoras en espera prometen ser capaces de inventar un nuevo nombre para ese estaribel desordenado pero lujoso. 
Los materiales son de aluvión, no hay diseño, se trata simplemente de algo provisorio. Pero en el conjunto algo resulta envidiable. A toda la humanidad debería reconocérsele ese derecho de construir sus propias habitaciones, pero sin perder ese otro derecho fundamental que es el derecho a que esas estancias contengan el infinito. Ese sería el principio de “otra” dignidad elemental que no es la de la simple y necesaria “vivienda digna”. 
Verdaderamente hasta que no se acabe con la miseria que genera un habitar digno no es posible ningún elogio esteticista a la favela, ni a lo precario, pero si es posible maravillarse ante algo de orden muy diferente: la vida que se apropia del horizonte marino y mejora lo consuetudinario con sus propios medios. Esos terrenos si merecen la atención de cualquiera a quien interese el origen de la arquitectura. Busquen en teorías, arquitectos, u obras del pasado si quieren averiguar cuáles son las aspiraciones de la arquitectura, pero será más rápido encontrarlo en un lugar mucho más íntimo, innato y elemental del hombre: cuando éste junta cosas en torno a un infinito.

19 de diciembre de 2016

POR QUÉ A LA ARQUITECTURA SE VA DE PEREGRINAJE


¿Dónde están las Suites de violonchelo de Bach? ¿dónde los Preludios de Chopin? ¿a qué lugar pertenece la Novena Sinfonía de Malher? ¿Cuáles son las señas o el distrito postal de la música? ¿Acaso la música es del lugar donde se guardan los manuscritos de sus partituras? 
La música es una de las realizaciones humanas más volátiles pero otro tanto podría decirse de las matemáticas. ¿Dónde está dos por dos es cuatro? una verdad matemática no necesita domicilio para probar su validez. Sea en Eritrea, en Mogadiscio o en Berlín, las cuestiones matemáticas están por encima de todo lugar. En el portal de tu casa o en la Galaxia más lejana, no dejará de ser cierto que la serie de los números primos empieza con el número uno, o que tres más dos resulta ser cinco. 
Tal vez otras disciplinas como la pintura o la escultura puedan hacer que sus obras pertenezcan a un lugar. La Gioconda es ya una dama parisina y el cuadro de las Hilanderas es un fiel habitante del Museo del Prado. Sin embargo, en la pintura sabemos por la historia que esa pertenencia a un lugar es meramente circunstancial y temporal. La ecuación Señoritas de Avignon y Nueva York es, lo sabemos, casual. 
De este modo, a las matemáticas y a la música, incluso a la pintura, se las puede sacar de romería. Pero no a la arquitectura. A la arquitectura se va de peregrinaje. 
La arquitectura de las viejas catedrales es de un lugar porque algo la sujeta a la tierra, como un viejo árbol que se agarra al terruño, y desesperado cruje y se retuerce si el viento o las inclemencias del tiempo le amenazan. Algo sustancial parece aferrar al suelo a un templo griego o a una pobre iglesia prerrománica como si una savia circulara en un doble sentido, alimentando a esos dos seres mutuamente dependientes. En la arquitectura el peso de cada piedra, o cada cimentación se hunden mucho más hondo de lo que se imagina. En cada lugar ocupado por una obra se elevan fuerzas que crecen hacia la luz y el viento. 
Hay, entre ese suelo y la obra, fuerzas que se tensan en una doble dirección y que impide a la arquitectura ser un arte viajero (a pesar de que exista algún loco multimillonario norteamericano capaz de arrastrar un palacete renacentista a Arkansas). Por eso mismo, la arquitectura pertenece a un lugar antes que a un dueño, y no puede desprenderse de él sin arrastrar tras de sí algo de tierra y hasta algún bramido inaudible.

12 de diciembre de 2016

PROTÉGETE DE LA ARQUITECTURA PROTEGIDA


El espacio protegido en el siglo XX se ha multiplicado de modo exponencial. Clasificamos territorios enteros como reservas naturales, pueblos recónditos son declarados patrimonio de la humanidad, y arquitecturas marginales o de principios de la modernidad se convierten en museos intocables. Sin embargo muchos sienten aun un extraño escalofrío cuando se habla de proteger la arquitectura como si fuera una especie en extinción. Evitar que se pierda una rara salamandra amazónica o un desconocido espécimen de mustélido nocturno supone tomar conciencia de que su derecho a sobrevivir se encuentra extraña pero directamente vinculado al de la especie humana. Pero, ¿sucede igual con la arquitectura? 
Desgraciadamente el hombre no ha sido capaz de inventar nada que garantice la supervivencia de la arquitectura. Ni siquiera cuando ésta se considera una “obra de arte”, - o alcanza el estatuto de bien de interés cultural, tanto da-, puede librarse de esa perpetua amenaza de su pérdida. El tiempo pasa y con él, hasta el terreno sobre el que se asienta la obra de arquitectura puede llegar a considerarse como un bien disponible y más valioso que la propia obra o el pasado que representa.
Sin embargo echamos de menos arquitecturas cuando estas se demuelen fruto de la voracidad del mercado en que se ha convertido toda ciudad. La sede los laboratorios Jorba, de Fisac, aquella vivienda de Alejandro de la Sota en la calle del Doctor Arce, o el mágico Frontón de Recoletos, resuenan en Madrid como cicatrices no restañadas. Cada ciudad padece sus propias ausencias, pero la vida sigue. Aunque más desmemoriada y tal vez más pobre. 
No puede decirse que la protección garantice mucho: tal vez la conservación de la forma y algo de la memoria de los lugares. No lo suficiente. Un edificio convertido en museo, una obra momificada, está condenada como arquitectura. Privada de su continente más sustancial, que es la vida de la ciudad y de sus habitantes, la arquitectura está desarropada. Sin el desgaste de la vida cotidiana, sin cambios de moqueta o de mobiliario, sin las necesarias ampliaciones o intervenciones que provoca el uso, una obra permanecerá huérfana, o injertada en el carrusel de la preservación que hace de cada edificio una pieza en un museo de cera. 
Podemos poner sacos terreros delante, pero hasta el momento no hay mejor modo de preservar la arquitectura que con ese escudo invisible que es la vida.

5 de diciembre de 2016

EL REMEDIO DEFINITIVO PARA DESATASCAR PROYECTOS Y OTRAS MIL COSAS HABITUALMENTE PARALIZADAS


Durante el renacimiento muchos mapas no tenían su parte superior dirigida hacia el norte, como es costumbre, sino hacia oriente. El principal argumento era que el sol nace precisamente hacia oriente y en esa misma posición habían de ser dibujados, es decir, los planos debían “orientarse”. La palabra “orientar” coincide en su raíz latina con ese “nacer” solar. Poco después se empezó a decir que una obra de arquitectura estaba bien “orientada” cuando recibía correctamente la luz del sol a lo largo del día. 
A finales de los años cuarenta el uruguayo Joaquín Torres García, dibujó un famoso plano que colocaba la Patagonia en la parte superior del mundo. Su “escuela del sur” reclamaba de ese modo una completa reorientación mundial. Ese poner las cosas patas arriba supuso una liberadora revolución ideológica para todo un continente. Un simple cambio de orientación puede alterar el modo en que miramos las cosas y puede abrir ventanas a nuevas formas de ver. El derecho y el revés es una manía gravitatoria que ha impregnado ideológicamente y cargado de prejuicios todo lo que ha tocado. Dislocar el punto de vista supone abrir una puerta a lo impensado.
El revés de las cosas parece ser algo rico y productivo, puede incluso convertirse en un terreno lleno de energía y plenamente abonado para la imaginación. Tanto es así que si lo pensamos el arte abstracto debe a este descubrimiento de la reversibilidad gran parte de su éxito. 
Por eso mismo dar “la vuelta al mundo” tal vez sea la única manera que queda de ser creativos cuando hasta la palabra creatividad se ha agotado. Con los cambios de orientación monumentales los objetos, las arquitecturas dibujadas y los procesos del proyectar parecen reclamar ser sacados de la anodina y paralizante mirada cotidiana. Es decir, existe una cara invisible en cada dibujo u objeto que reclama que nos asomemos tras ella. 
Cuando las cosas solo se ven de un modo, un giro de ciento ochenta grados nos recuerda que la culpa es de esas anteojeras invisibles de las que todos somos portadores. Cuando no se sabe cómo seguir, lo mejor es darle la vuelta. Si un dibujo, un objeto se ha convertido en un ser mudo, lo recomendable es darle la vuelta. Si no hay nada nuevo en lo que se tiene delante, antes de despreciarlo hay que darle la vuelta. Darle la vuelta, porque hasta los callejones sin salida son, al menos, dos cosas a la vez.

28 de noviembre de 2016

Y SI EL FRACASO DE LE CORBUSIER NO ESTABA DONDE SUPONÍAMOS…


Escuché hace años a Javier Carvajal rememorar un encuentro con un Le Corbusier ya anciano. Le Corbusier, frustrado, se dolía de no haber sabido sacar adelante sus proyectos más importantes: desde el Palacio de los Soviets, bandera de la arquitectura moderna, hasta el Hospital de Venecia… Desde luego, la perspectiva de lo logrado es un misterio insondable para el sujeto que hace el examen de conciencia, pero de cara al exterior se corre el peligro de que ese examen pueda ser entendido como una simple pose.
Recientemente han sido declaradas patrimonio de la humanidad muchas de sus obras. Algunas se han incorporado a tan inconmensurable catálogo aun sin ser obras maestras. No importa demasiado. El mero hecho de su protección es un síntoma de que Le Corbusier es historia. Claro que si Le Corbusier es pasado, me pregunto si cabría considerar también sus fracasos, esos que tanto le dolían, también como patrimonio de la humanidad.
Tal vez en Le Corbusier haya un fracaso más real y mucho menos inmenso que la cacareada crítica a su urbanismo. Sucede que con el paso de las décadas en Le Corbusier no podemos encontrar fácilmente un fracaso en lo grande. (Ni siquiera me atrevería hoy a considerar un fracaso el esfuerzo y la inocencia de tratar de convertir a la humanidad, por completo, a lo moderno, ya que eso, en cierto modo, lo logró). Seguramente en Le Corbusier el fracaso de mayor calado se encuentre en lo menudo.
El paso del tiempo hizo ver la modernidad como un invento débil, cuando en realidad solo ha sido cuestión de tiempo ver aparecer, primero sus fisuras y luego sus sucesivas restauraciones. (Las obras aun vejadas por amputaciones o sobreañadidos las veremos rehabilitadas antes de lo que podemos imaginar). Pero no sucederá lo mismo con su cosmología de seres inanimados, que ha sido boicoteada por el paso de los años sin posibilidad de salvación. Las cosas de Le Corbusier han reclamado un trato que no han sido capaz de preservar ni siquiera las vitrinas de los museos.
Esas cosas parecen haber dicho mientras desaparecían: vosotros, admiradores de lo moderno, haced con vuestra vida lo que gustéis, pero a nosotros dejadnos en paz, mantenednos lejos de vuestras disputas y vuestras teorías. Nuestra tarea es mucho más seria que la de prestar oído al superficial espíritu de la época. Nosotros, las cosas, estamos en el centro de la realidad, somos sus cimientos. No nos interesan vuestras ironías ni vuestros entusiasmos juveniles. Nuestro destino es la duración limitada por la vida misma y no en devaneos narcisistas con ansias de eternidad.
Esas cosas de Le Corbusier han ido apagando su voz. Se han ido apilando allí donde la arquitectura reclamaba mayor duración, han sido mutiladas, amontonadas e insalvables. Efectivamente la vida, ya lo decía Le Corbusier, siempre pasa por encima. Ese es su fracaso.
O quizás sea el necesario signo de debilidad que tiene todo acto verdaderamente humano.

21 de noviembre de 2016

RASTRILLA HASTA QUE NO SIENTAS LOS RIÑONES


Las piedras ancladas al suelo de este jardín de Rioan-ji desde tiempos inmemoriales permanecen agrupadas e imperturbables como constelaciones de estrellas. Recubiertas de musgo como bosques en miniatura, el espacio entre ellas se tensa como la cuerda de un arco y se hace posible pensar que en un mundo de liliputienses se podría cruzar a nado entre esos archipiélagos que no están ni muy cerca ni excesivamente lejos. Tras un par de horas de meditación se puede concluir, más tranquilo, que el vacío es un espacio mejor configurado y más real que las propias piedras... 
¡Ay Japón! Con sus cerezos en flor, sus templos sintoístas, la meditación zen y sus jardines de gravilla que reflejan la luna... 
Y hete aquí que en medio de esta tranquila meditación, en ese jardín que legendariamente no deja ver sus quince piedras a la vez, y donde cada una tiene sus nombres y apellidos, como las montañas de un paisaje familiar, uno se encuentra al monje de turno con la cerviz vencida por el rastrillo. Pisando un poco como sobre las puntas de los pies, como una bailarina, marchando hacia atrás casi sin ver, con la amenaza de que "lo fregado" se vaya a malograr... 
Y dale que dale cada mañana antes de que lleguen los turistas, rastrillando una gravilla que en algún momento debe llegar a odiarse...Y dale al rastrillo diario que recoge las hojas secas que caen del otro lado de la tapia milenaria... Y uno, utilitarista incorregible y ya distraído, se pregunta si no sería mejor la vida del monje en cuestión con un palo del rastrillo un poco más largo y un sopla hojas de esos, vespertinos y ruidosos... Y luego te arrepientes y te llamas a ti mismo borrico e insensible. Para concluir que el único consuelo de este trabajo diario es que las cosas bonitas cuestan. (Al menos lo mismo que las feas). Y que ya puestos, qué hermosa ocupación esa de rastrillar grava como las olas del mar o las estaciones o las nubes. Y que la naturaleza imita al arte. Y que sin esa gravilla que es la arquitectura que difícil sería ver las nubes, o las estaciones o ser sensibles al diario oleaje marino…

14 de noviembre de 2016

LO QUE TAL VEZ SUCEDA AL MUDARSE DE UNA CASA DORADA A UNA CASA BLANCA


Apartamento de Donald Trump. Decorador, Angelo Donghia. Arquitecto, Rudzka Marta, Trump World Tower, NY, 1982. Imagen fuente desconocida

Una casa dorada no es una simple caja de caudales, la representación de un Midas revivido, o el simple guiño posmoderno de un decorador de famosos.
Lo inmediato es calificar semejante casa de hortera o de kitsch, pero no es posible hacerlo sin caer en el abismo elitista de la superioridad moral del que emite el juicio. ¿Qué lectura hacer pues de un lugar tan marcadamente obsceno? ¿Es posible leer algo en un espacio dispuesto sólo para deslumbrar, es decir, para no dejar ver nada tras él?
Todo lo que contiene esta casa es la representación de lo caro, de lo ostentoso, de lo exclusivo, pero no en un sentido de la exclusividad basado en la calidad, sino en el precio. En ese sentido el oro parece recubrirlo todo. Pero, ¿alguien sabe cuál es la forma del oro? El oro es amorfo. Las pepitas extraídas del lecho de un río no son una forma como tal sino un simple granulado; el lingote, como ladrillo bancario, es una forma dada por motivos de puro almacenamiento. En fin, el oro, como el acero, es un material sin forma, aunque frente a éste, el oro goza del prestigio exterior de lo cálido. Con el oro puede hacerse aquello que se quiera. No obstante el oro toma forma gracias a la habilidad de quien lo trabaja. Podríamos decir, por tanto, que se solapan aquí dos tautologías: “el oro es dinero” y “el tiempo es oro”.
En cada uno de los objetos de esta casa existe esa combinatoria de oro y de tiempo. Una infinidad de tiempo dedicado por personas, pagadas no para lucir su talento, sino para que el tiempo invertido en dar forma a lo dorado se hiciese presente. Porque el oro es, en definitiva, tiempo traducido a forma. (También existe allí tiempo dedicado a asegurar el brillo del oro, para asegurar que no exista nada polvoriento. Ni una huella en el cristal de una mesa sería tolerable porque sería el signo de una debilidad).
Sin embargo no es oro todo lo que reluce: el oro y lo dorado representan una misma idea, pero se extiende el abismo de la falsedad entre ambos. En realidad entre la idea de lo macizo o la del recubrimiento de lo dorado solo existe la coincidencia externa del brillo amarillento. Es decir, en esta casa la noción de autenticidad ha pasado forzosamente a un segundo plano.
Por otro lado ese espacio es una representación del ornamento entendido como lujo obsceno, vacío, opaco como un espejo. Aunque merece la pena observar que se trata de un lujo plenamente occidental. (En oriente el lujo puede traducirse en un abanico que transita desde las piedras preciosas con que se incrustan las paredes de un palacio en Arabia, al lujo de lo modesto pero infinitamente sofisticado de Japón). Aquí la idea del lujo falsificada es la de Francia del siglo XVII. Todos esos dorados, reflejos y brillos están importados de la sala de los espejos de Versalles, salvo por el insignificante detalle de que esta casa no está en medio de los jardines de Le Roy sino en una planta cuarenta y cinco en Nueva York, construida con la altura ruin de una planta más de oficinas. No es posmodernidad. No hay ironía ni humor, no es siquiera una cita. Es otra cosa. Y no es una cuestión de buen o mal gusto.
No existe nada ahí que acoja la intimidad. Es un lugar de recepciones convertido en casa, un ready made, sólo que a lo Jeff Koons. Es la imagen de un espacio exclusivamente público, como el metro de Moscú. Es una especie de Casa Farnsworth dada la vuelta, una forma de exterioridad cuyo reverso ha sido amputado. Es una maquinaría política, capaz de emitir propaganda en cada destello. Es, en fin, la promesa del poder absolutista al que aspira un rey Sol. Una promesa cumplida, por cierto.
Una casa blanca, tal vez sea capaz de atenuar los efectos producidos por semejante espacio a lo largo de los años.
Merece recordarse que somos lo que habitamos. Incluso nos convertimos en lo que habitamos.
A golden house is not merely a vault, the revived image of Midas, or the mere postmodern wink of a celebrity decorator.
The immediate reaction may be to label such a house as tacky or kitsch, but to do so would mean falling into the elitist trap of moral superiority. What reading, then, should be made of a place so glaringly obscene? Can anything be truly read in a space that exists only to dazzle—that is, to obscure anything behind it?
Everything in this house represents the costly, the ostentatious, the exclusive—but not exclusivity based on quality, rather on price. In that sense, gold seems to cover everything. But does anyone truly know the form of gold? Gold is shapeless. Nuggets extracted from a riverbed are not shapes in themselves but mere granules; the ingot, like a banking brick, is a shape given purely for storage purposes. Ultimately, gold, like steel, is a shapeless material, though unlike steel, gold has the outer prestige of warmth. With gold, anything can be crafted. Yet, gold takes shape thanks to the skill of the one who works it. We could say, therefore, that two tautologies overlap here: "gold is money" and "time is gold."
In every object in this house, there exists this combination of gold and time. An infinity of time devoted by people, paid not to display their talent, but to make the time spent shaping gold present. For gold, in the end, is time translated into form. (There is also time spent here ensuring the gold’s shine, so that nothing dusty exists. Not a single fingerprint on a glass table would be tolerable, as it would be a sign of weakness.)
However, all that glitters is not gold: gold and gilded things may represent the same idea, but the chasm of falseness stretches between them. Between the idea of the solid and the gilded surface lies only the external coincidence of a yellowish gleam. In this house, the notion of authenticity has inevitably faded into the background.
On the other hand, this space is a representation of ornament understood as obscene, empty luxury—opaque as a mirror. Yet it is worth noting that this is a purely Western luxury. (In the East, luxury can range from precious stones that adorn palace walls in Arabia to the modest yet infinitely sophisticated luxury of Japan). Here, the false idea of luxury is that of 17th-century France. All those golden reflections and glimmers are imported from Versailles’s Hall of Mirrors, except for the insignificant detail that this house is not set in Le Roy’s gardens but rather on the forty-fifth floor in New York, a mere floor height above the rest of an office building. It is not postmodernity. There is no irony or humor, nor is it even a citation. It is something else. And it is not a matter of taste, good or bad.
It contains nothing that welcomes intimacy. It is a reception hall turned into a home, a ready-made, only in the style of Jeff Koons. It is the image of an exclusively public space, like the Moscow metro. It is a kind of Farnsworth House turned inside out, a form of exteriority with its interior amputated. It is a political machine, capable of emitting propaganda with every gleam. It is, ultimately, the promise of absolute power to which a Sun King might aspire. A promise fulfilled, no less.
Perhaps a white house would be able to soften the effects of such a space over time.
It is worth remembering that we are what we inhabit. We even become what we inhabit.