Lo inmediato es calificar semejante casa de hortera o de kitsch, pero no es posible hacerlo sin caer en el abismo elitista de la superioridad moral del que emite el juicio. ¿Qué lectura hacer pues de un lugar tan marcadamente obsceno? ¿Es posible leer algo en un espacio dispuesto sólo para deslumbrar, es decir, para no dejar ver nada tras él?
Todo lo que contiene esta casa es la representación de lo caro, de lo ostentoso, de lo exclusivo, pero no en un sentido de la exclusividad basado en la calidad, sino en el precio. En ese sentido el oro parece recubrirlo todo. Pero, ¿alguien sabe cuál es la forma del oro? El oro es amorfo. Las pepitas extraídas del lecho de un río no son una forma como tal sino un simple granulado; el lingote, como ladrillo bancario, es una forma dada por motivos de puro almacenamiento. En fin, el oro, como el acero, es un material sin forma, aunque frente a éste, el oro goza del prestigio exterior de lo cálido. Con el oro puede hacerse aquello que se quiera. No obstante el oro toma forma gracias a la habilidad de quien lo trabaja. Podríamos decir, por tanto, que se solapan aquí dos tautologías: “el oro es dinero” y “el tiempo es oro”.
En cada uno de los objetos de esta casa existe esa combinatoria de oro y de tiempo. Una infinidad de tiempo dedicado por personas, pagadas no para lucir su talento, sino para que el tiempo invertido en dar forma a lo dorado se hiciese presente. Porque el oro es, en definitiva, tiempo traducido a forma. (También existe allí tiempo dedicado a asegurar el brillo del oro, para asegurar que no exista nada polvoriento. Ni una huella en el cristal de una mesa sería tolerable porque sería el signo de una debilidad).
Sin embargo no es oro todo lo que reluce: el oro y lo dorado representan una misma idea, pero se extiende el abismo de la falsedad entre ambos. En realidad entre la idea de lo macizo o la del recubrimiento de lo dorado solo existe la coincidencia externa del brillo amarillento. Es decir, en esta casa la noción de autenticidad ha pasado forzosamente a un segundo plano.
Por otro lado ese espacio es una representación del ornamento entendido como lujo obsceno, vacío, opaco como un espejo. Aunque merece la pena observar que se trata de un lujo plenamente occidental. (En oriente el lujo puede traducirse en un abanico que transita desde las piedras preciosas con que se incrustan las paredes de un palacio en Arabia, al lujo de lo modesto pero infinitamente sofisticado de Japón). Aquí la idea del lujo falsificada es la de Francia del siglo XVII. Todos esos dorados, reflejos y brillos están importados de la sala de los espejos de Versalles, salvo por el insignificante detalle de que esta casa no está en medio de los jardines de Le Roy sino en una planta cuarenta y cinco en Nueva York, construida con la altura ruin de una planta más de oficinas. No es posmodernidad. No hay ironía ni humor, no es siquiera una cita. Es otra cosa. Y no es una cuestión de buen o mal gusto.
No existe nada ahí que acoja la intimidad. Es un lugar de recepciones convertido en casa, un ready made, sólo que a lo Jeff Koons. Es la imagen de un espacio exclusivamente público, como el metro de Moscú. Es una especie de Casa Farnsworth dada la vuelta, una forma de exterioridad cuyo reverso ha sido amputado. Es una maquinaría política, capaz de emitir propaganda en cada destello. Es, en fin, la promesa del poder absolutista al que aspira un rey Sol. Una promesa cumplida, por cierto.
Una casa blanca, tal vez sea capaz de atenuar los efectos producidos por semejante espacio a lo largo de los años.
Merece recordarse que somos lo que habitamos. Incluso nos convertimos en lo que habitamos.
The immediate reaction may be to label such a house as tacky or kitsch, but to do so would mean falling into the elitist trap of moral superiority. What reading, then, should be made of a place so glaringly obscene? Can anything be truly read in a space that exists only to dazzle—that is, to obscure anything behind it?
Everything in this house represents the costly, the ostentatious, the exclusive—but not exclusivity based on quality, rather on price. In that sense, gold seems to cover everything. But does anyone truly know the form of gold? Gold is shapeless. Nuggets extracted from a riverbed are not shapes in themselves but mere granules; the ingot, like a banking brick, is a shape given purely for storage purposes. Ultimately, gold, like steel, is a shapeless material, though unlike steel, gold has the outer prestige of warmth. With gold, anything can be crafted. Yet, gold takes shape thanks to the skill of the one who works it. We could say, therefore, that two tautologies overlap here: "gold is money" and "time is gold."
In every object in this house, there exists this combination of gold and time. An infinity of time devoted by people, paid not to display their talent, but to make the time spent shaping gold present. For gold, in the end, is time translated into form. (There is also time spent here ensuring the gold’s shine, so that nothing dusty exists. Not a single fingerprint on a glass table would be tolerable, as it would be a sign of weakness.)
However, all that glitters is not gold: gold and gilded things may represent the same idea, but the chasm of falseness stretches between them. Between the idea of the solid and the gilded surface lies only the external coincidence of a yellowish gleam. In this house, the notion of authenticity has inevitably faded into the background.
On the other hand, this space is a representation of ornament understood as obscene, empty luxury—opaque as a mirror. Yet it is worth noting that this is a purely Western luxury. (In the East, luxury can range from precious stones that adorn palace walls in Arabia to the modest yet infinitely sophisticated luxury of Japan). Here, the false idea of luxury is that of 17th-century France. All those golden reflections and glimmers are imported from Versailles’s Hall of Mirrors, except for the insignificant detail that this house is not set in Le Roy’s gardens but rather on the forty-fifth floor in New York, a mere floor height above the rest of an office building. It is not postmodernity. There is no irony or humor, nor is it even a citation. It is something else. And it is not a matter of taste, good or bad.
It contains nothing that welcomes intimacy. It is a reception hall turned into a home, a ready-made, only in the style of Jeff Koons. It is the image of an exclusively public space, like the Moscow metro. It is a kind of Farnsworth House turned inside out, a form of exteriority with its interior amputated. It is a political machine, capable of emitting propaganda with every gleam. It is, ultimately, the promise of absolute power to which a Sun King might aspire. A promise fulfilled, no less.
Perhaps a white house would be able to soften the effects of such a space over time.
It is worth remembering that we are what we inhabit. We even become what we inhabit.