La enfilade nace como una sucesión abismal de habitaciones cuyas puertas permanecen alineadas. El sistema de comunicación de la enfilade triunfa durante el barroco y tiene origen como término en el mundo militar. La enfilade es la organización de un collar de espacios y pasos que homenajea a la perspectiva y al punto de vista: es decir, construye un infinito de interiores. Depende de lo que se coloque al fondo – sea una ventana, un cuadro o un dormitorio – que el efecto dramático cambie el carácter completo a una obra. Los ingredientes fundamentales de esta forma de comunicación son, por tanto, un ojo, una infinitud de puertas y claroscuros y un final prometido aunque puede que inaccesible.
La enfilade constituye una paradoja entre el estatismo de una mirada dispuesta en un punto y su movimiento. Una trayectoria que avanza pero que no descubre nuevos espacios, sino que atraviesa el mismo, repetido sin fin, aunque con ligeras variaciones. La enfilade es, consecuentemente, un sistema de puertas que conducen a un mismo espacio. Caminar a través de la enfilade supone, sorprendentemente, permanecer quieto en el mismo lugar. Puede que por esa impresión de atravesar barreras psicológicas y sin embargo permanecer en un lugar casi reiterado, fuese tan del gusto barroco.
La enfilade "resultaba apropiada para un tipo de sociedad que se alimenta de la carnalidad, que reconoce al cuerpo como la persona y en la que el gregarismo es habitual. (…) Tal era la típica disposición del espacio doméstico en Europa hasta que fue cuestionado en el siglo XVII, y finalmente reemplazando en el siglo XIX por la planta con pasillos, una planta apropiada para una sociedad que considera de mal gusto la carnalidad, que ve el cuerpo como un recipiente de la mente y del espíritu y en la que la privacidad es habitual”(1).
El sistema de la enfilade se vino abajo porque suponía una jerarquía social de proximidades, un protocolo a partir del cual, una visita no podía traspasar más que determinadas puertas si no poseía suficiente grado de distinción social o relación con el habitante principal. Una vez disueltas las jerarquías que una sociedad está dispuesta a soportar, la enfilade se desligó de lo domestico. Sin embargo permaneció, exitosa, ligada a la tipología del museo.
Como puede verse, el modo en que se recorren ambos mecanismos del pasillo y la enfilade es salvajemente distinto. La enfilade se recorre en compañía, en el pasillo, por el contrario, avanzamos en solitario. El pasillo, por mucho que se adentre y retuerza en las entrañas de la arquitectura, como un tubo digestivo, acaba en una puerta siempre privada: el pasillo tiene final, pero su recorrido no supone ninguna gradación. Por muy sórdido que sea un pasillo, por tétrico o amenazante, acaba sin jerarquía con una puerta más, que casualmente es la última, pero que no necesariamente conduce a la zona más íntima de la casa. Con la enfilade no sucede igual. Paradójicamente la enfilade supone y orquesta una jerarquía de lo privado y de la corporeidad.
Por eso, entre ambos modos de disponer puertas, se esconden dos sistemas de relación no sólo entre habitaciones y modos de concebir la arquitectura, sino dos sistemas sociales. Puede que, a fin de cuentas, hasta dos cosmologías.
Que extrañas posibilidades ofrecen las puertas que al desplazar su lugar, cambian la sociedad misma que las da sustento, y eso sin ni siquiera hablar de si están abiertas o cerradas.
(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).