8 de febrero de 2016
OCUPAR EL LUGAR
Una de las pocas certezas que tiene hoy la arquitectura sobre el contexto es esta: si una obra no se ocupa del lugar, ya se encarga el lugar de ocuparse de la obra.
Curiosamente, de tanto hablar del espacio donde se asienta la arquitectura parece que se trata de un tema gastado. Sin embargo cada generación tiene que reformular la pregunta y posicionarse respecto a su incesante problemática, sea entendiendo el lugar como algo despreciable, algo sobre lo que es imposible evitar que acabe como un espacio genérico, o por el contrario entender este tema como algo excelso, de lo que pueden extraerse muchas de las energías de la futura obra.
La arquitectura con respecto al lugar es como una de esas piedras encontradas en la playa, que fruto de la erosión y de fuerzas olvidadas apenas dicen nada a nadie, pero que todos en algún momento coleccionamos. Esos cantos gastados atraen nuestra atención por motivos diversos y se guardan con el mismo amor coleccionista que se tiene con las estampas de los viejos familiares y de los recuerdos del verano.
Tal vez nos atraen por su belleza o como objetos de “reacción poética”, (como hacía Le Corbusier con las que recogía el mismo y que tenían ante su mirada a la hora de pintar y proyectar). Tal vez se ve en esas piedras cierta utilidad como pisapapeles o incluso como instrumental de precisión para ablandar correosos filetes... O, tal vez, como Bruno Munari, esas piedras sean lugares ocultos, latentes, donde con un solo gesto, dibujado levemente con tinta negra, se es capaz de convertir un canto en otra cosa. Entonces una piedra se vuelve un paisaje completo, remoto, que abre una ventana a lugares inesperados y que estalla gracias a la mágica combinación de ingenio, tinta y los accidentes y rugosidades específicas de cada simple piedra.
El lugar es eso que está antes que la arquitectura. Pero no es una mera preexistencia ni un soporte mudo, puesto que con la arquitectura es el lugar mismo el que se hace presente.
La arquitectura, cuando interacciona con el lugar, igual que con esas piedras, de alguna manera lo inventa, lo recrea, lo rescata. Con la sorda exclamación de un pequeño “eureka”, la arquitectura nos descubre en el lugar otra cosa que no habíamos visto antes.
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1 de febrero de 2016
EL ANDAMIAJE DEL PROYECTAR
El proyecto de arquitectura, a la hora de su formación, va dejando por el camino decisiones que se desprecian, unas que se transforman, algunas pocas que se fijan y a cada paso salen reforzadas y triunfantes, pero hay otras, de un extraño tipo, que se mantienen en un estado latente, perpetuamente aplazadas.
Sobre esas decisiones, situadas en el limbo de lo provisional recae la misma responsabilidad que sobre los ripios de un muro. Son decisiones que van como a trasmano de la forma. Si el proyecto se encuentra en un estadio intangible, entre lo gaseoso y lo líquido, esas decisiones aplazadas siempre permanecen en el estado más volátil. Son decisiones que toman cuerpo pero de una manera pospuesta respecto a la forma general y que se perpetúan en el hacerse del proyecto por una cuestión de tiempos, por una cuestión de toma de decisiones por venir. El factor de lo provisional, a veces, es parte de problemas que se posponen a la espera de que algún factor pueda darles solución más adelante. Se tienen presentes pero se mantienen en stand-by…”Quizás aparezca una solución mejor que esta mala solución que tiene por ahora”, se dice el arquitecto para sí mismo; medio engañando, medio confiado, porque sabe que aparecerán resquicios para acabar de un plumazo con esa malformación.
En otras ocasiones esos problemas se posponen hasta bien entrada la obra. Porque en el diálogo que supone la realidad de lo ejecutado, tal vez con el oficio concreto que lo llevará adelante, pueda alcanzarse un resultado más eficaz o útil. Limitar el número de estos momentos de lo provisional es limitar el riesgo de que todo colapse por el explosivo de la gratuidad.
Sin embargo hay que decir que no puede verse en esta extrañeza a la hora de tomar decisiones en arquitectura nada negativo, (al menos hasta que no terminan en un fracaso construido) porque permiten el progreso del resto de la forma. Constituye algo semejante a un andamiaje interno, como los rodillos puestos bajo una masa de piedra para que avance reduciendo el rozamiento y el esfuerzo. Un andamiaje que tiende a retirarse porque se entiende necesario para llevar la forma adelante pero no para sostener la forma final. Son los medios auxiliares del proyectar, que tarde o temprano desaparecen de la vista.
Porque en arquitectura las decisiones provisionales dejan siempre, en algún momento, de serlo.
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25 de enero de 2016
CUARTOS SUELTOS
La totalidad de la arquitectura universal se podría clasificar por el modo en que se produce la unión de sus estancias: sueltas, encadenadas o levemente unidas… Esas conexiones son siempre un motivo para que aparezcan curiosas y productivas mutaciones que dan lugar a su vez a nuevas variantes formales. El caso es que cuando la arquitectura tiene más de un cuarto, el simple pensamiento de esta costura puede dar lugar a una idea poderosa porque la unión de estancias requiere de un pegamento particular: puede ser, desde un espacio de transición, una puerta o una leve contigüidad lograda por habilidad en la colocación…
Sin embargo hay que subrayar que no se trata de un problema de estética.
Cada época parece gozar del favor de una familia de esas costuras. (Y ni que decir tiene, cada arquitecto). Cada unión habla de un sistema de relaciones entre las partes de la arquitectura que trasciende los problemas de mera composición, porque bajo él, hay un problema de relación de las personas que habitan esas formas. Así pues, no se trata de un problema de simple forma, sino de sociología.
Kahn acumulaba sus habitaciones como piezas de un dominó monumental y antiguo; Ghery ha empleado la separación de las estancias en cuanto a los usos asociados a ellas como una subversión de la forma libre; en ocasiones Sanaa ha dispersado cada habitación no sólo en planta sino hasta en la propia sección… Puede pensarse así en casi la totalidad de la arquitectura que uno imagine, (menos en Mies que, por simplificar, siempre se encarga de hacer arquitecturas de un sola estancia). Pienso en las habitaciones independientes pero contiguas de Palladio… Pienso que en tiempos de escasez cada estancia no se ha podido independizar de sus vecinas porque tal vez así la obra, sin más, se encarecía…
Tal vez por eso haya detrás de estos sistemas de coser habitaciones un problema no solo sociológico, sino de pura economía.
Tal vez hasta de política.
Sin embargo hay que subrayar que no se trata de un problema de estética.
Cada época parece gozar del favor de una familia de esas costuras. (Y ni que decir tiene, cada arquitecto). Cada unión habla de un sistema de relaciones entre las partes de la arquitectura que trasciende los problemas de mera composición, porque bajo él, hay un problema de relación de las personas que habitan esas formas. Así pues, no se trata de un problema de simple forma, sino de sociología.
Kahn acumulaba sus habitaciones como piezas de un dominó monumental y antiguo; Ghery ha empleado la separación de las estancias en cuanto a los usos asociados a ellas como una subversión de la forma libre; en ocasiones Sanaa ha dispersado cada habitación no sólo en planta sino hasta en la propia sección… Puede pensarse así en casi la totalidad de la arquitectura que uno imagine, (menos en Mies que, por simplificar, siempre se encarga de hacer arquitecturas de un sola estancia). Pienso en las habitaciones independientes pero contiguas de Palladio… Pienso que en tiempos de escasez cada estancia no se ha podido independizar de sus vecinas porque tal vez así la obra, sin más, se encarecía…
Tal vez por eso haya detrás de estos sistemas de coser habitaciones un problema no solo sociológico, sino de pura economía.
Tal vez hasta de política.
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18 de enero de 2016
PUENTE DE CASAS
En la trayectoria de todo arquitecto hay un proyecto iluminador. Un proyecto que es capaz de alumbrar mucho del camino por recorrer, y que a lo largo de las numerosas zonas en sombra que debe atravesar toda profesión, sirve como una luz al final de un túnel. Localizar ese proyecto es trascendente para entender el trabajo de un arquitecto.
En Mies van der Rohe puede hablarse de sus torres de vidrio o en Palladio de la villa Valmarana como proyectos de esa trascendencia vital… No es necesario que sea el primer encargo, tampoco importa que sea el de mayor tamaño. Simplemente debe cumplir con un extraño entretejido entre lo biográfico y lo profesional en cuanto a madurez, dificultades afrontadas y nivel de autoconsciencia.
En el caso de Steven Holl ese proyecto tal vez sea un olvidado puente de casas…
Un puente de casas no era una idea nueva ni siquiera hace treinta y tantos años. El viejo puente de Londres, el Ponte Vecchio de Florencia eran inmediatos y conocidos antecedentes a este otro que proyectara para Nueva York, un Steven Holl recién licenciado con 32 años.
Un puente de casas no era una idea nueva ni siquiera hace treinta y tantos años. El viejo puente de Londres, el Ponte Vecchio de Florencia eran inmediatos y conocidos antecedentes a este otro que proyectara para Nueva York, un Steven Holl recién licenciado con 32 años.
Ni siquiera un puente de casas era una propuesta nueva para la propia ciudad de Nueva York: Raimond Hood había zurcido Manhattan con decenas de puentes edificados como rascacielos en forma de catenaria, allá por los años treinta, hasta transformar la ciudad por completo, hasta dejar que Manhattan dejase de ser una isla.
La propuesta de Steven Holl se emplazaba sobre las vías por entonces recién abandonadas del highline en Chelsea, en Manhattan. Fue publicada en un número 7 de la revista Pamphlet a cargo del propio Holl, e iba precedido por toda esa genealogía de puentes edificados y proyectados de que éste tenía conocimiento. (Incluyendo además el puente edificado de Kreuznachy en Alemania y el de un concurso realizado por el mismo en Australia).
Como se sabe, su proyecto nunca se realizó. Sin embargo además de proporcionarle algo de fama, algunos de los descubrimientos llevados allí a cabo le situaron en el andén de salida de sí mismo.
En 1979, Steven Holl vivía cerca del ferrocarril que recorría el highline: “Yo estaba allí cuando pasó sobre sus vías el último tren lleno de cajas de pavo congelado”(1). El proyecto de sus casas situadas sobre las vías partía, por tanto, de una observación de su realidad cotidiana. Dibujadas en un cortante blanco y negro, cada una de esas casas heterogéneas era un puente que dejaba pasar en su base a las antiguas vías. Las siete casas parecían estar enfrentadas por carácter y por forma. Se fingía para cada una de ellas una historia diferente, incluso contrapuesta: estaba la casa de quien decide; la casa del incrédulo; la casa para un hombre sin criterio; la del enigma; la casa ideal; la casa de las cuatro torres, la de la materia y la memoria…
Sobre el proyecto pesa la evidente influencia de John Hejduk. “Hejduk fue una enorme influencia - era un gran hombre-. La poesía está en el corazón de la arquitectura. Yo estaba fascinado por John.”(1). Desde entonces Holl incorporó a su arquitectura algo semejante a una función poética a la que nunca ha renunciado.
El otro aprendizaje que extrajo de este proyecto se produjo en la construcción de la maqueta donde dio comienzo a una aproximación a la materia cercana a lo háptico que tiene toda su obra posterior: “Ese fue el comienzo de hacer los modelos de los materiales que pudieran ser los construidos. Estuve probando todas las pátinas que ahora utilizo. Probé pátinas verdes, amarillas, rojas, rosas, azules. Probé diferentes aleaciones en el acabado de bronce y con diferentes ácidos para extraer sus colores. Este modelo del puente de casas aun influye en mi trabajo actual.”(2)
Es sorprendente como un proyecto, como un solo gesto, puede resumir la idea de arquitectura de toda una carrera. Desde luego eso simplifica mucho la tarea de hacer unas obras completas y hasta de explicarse a uno mismo.
Claro que a veces descubrir esa obra clave se produce, fastidiosamente, de manera retrospectiva.
(2) Steven Holl, GA Document Extra, número 6, Edición a cargo de Yukio Futagawa. Tokio, 1996, p.18
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11 de enero de 2016
ACOSTUMBRARSE
De tanto admirar la casa Farnsworth, obra maestra de la ligereza y de Mies van der Rohe, encumbrada por encima del suelo y de si misma, hemos dejado de ver su colector. Pero ahí está, disimulado a pesar de ser grueso y excesivo.
Ese tubo habita en la oscuridad de la casa, bajo la plataforma, como un ser deforme, como un atlante contrahecho. Ese tubo vigila sin descanso y con una sonrisa sin dientes a todo el que se acostumbra a las incongruencias que las obras maestras parecen tener que soportar.
No se cuál es el mecanismo por el que uno se acostumbra a esas cosas y de pronto deja de percibir sus dolorosas incorrecciones. La fuerza de la costumbre aniquila ciertas faltas, las hace desaparecer, tal vez por la mera repetición de la mirada sobre ellas. Sin embargo, la mierda sigue allí.
Por mucho que nos pese, por el interior de ese tubo invisible, bajan las aguas fecales de la señora Farnsworth. Mientras, en paralelo a esa heces, asciende el agua limpia y el resto de los suministros de la casa. Aunque invisible, esa proximidad es una guarrería doble. Aunque sea prácticamente teológica, (más que escatológica).
¿Cómo hemos llegado a no verlo? ¿cómo se lo hemos perdonado a Mies? ¿por qué nos hemos olvidado de ese tubo vigilante en sombra?.
Puestos a presumir de transparencia y de ligereza, y puestos a enfadar a la ya enfadada señora Farnsworth, ¿no hubiese sido mejor obviar incluso la necesidad del baño y de cocina de su casa?... Aunque duela plantearlo, ¿acaso no era una mejora la casa de vidrio que hiciera Philip Johnson sobre la idea de Mies?...
Decía Jardiel Poncela que lo peor del infierno son los tres primeros días, es decir, hasta que uno se acostumbra. No, el problema del infierno es que aunque te acostumbres, no puedes olvidarte de que estás en el infierno.
El problema es que una vez que percibes ese tubo maldito ya nunca te olvidas de su presencia. La pérdida de la inocencia es el peaje que toda obra maestra debe poder soportar.
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4 de enero de 2016
LA CARCOMA DE LA ARQUITECTURA
El tiempo, como una carcoma insaciable, va minando sin cesar toda edificación. Nada hay que garantice la pervivencia de la arquitectura, sea eso la forma, la simbología, la materia o la institución que la sustenta. La carcoma del tiempo hace su trabajo, y orada y demuele y derriba y reconfigura su forma hasta exterminarla o trasmutarla en algo muy distinto.
Esa lenta podredumbre comienza con lo que los japoneses, dados a los matices, llaman “saba”, que significa literalmente “roña”. El “saba” es la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello del tiempo sobre las cosas.
El tiempo corroe la arquitectura del mismo modo que el hierro se desmigaja cerca del mar, sin embargo y al igual que hace la carcoma, hay un aprovechamiento de la materia como una especifica forma de alimento de algo superior. De lo viejo perviven inexplicablemente algunas geometrías, algunas líneas de fuerza, algunos bastiones, apenas algunas puertas... Pero la mayor parte de las formas construidas y de los espacios intermedios se canibalizan y se rellenan de una amalgama informe, como un ser vivo que envejece pero da cabida a lo nuevo.
Como los arrecifes de coral.
Esos arrecifes crecidos sobre las raspas de la antigua arquitectura es precisamente lo que conocemos por ciudad: la historia pública y privada traducida a forma, la historia impersonal y la encarnada en individuos, grupos y multitudes. Porque el espíritu plural y único que mueve la ciudad, la fuerza que la anima y la que un día, inevitablemente la destruirá, es el tiempo, encarnado en la historia. Ella es nuestra madre y nuestra asesina: nos engendra y nos devora.
Esa transformación que sufre cada particular pieza de arquitectura hasta extinguirse es el retrato parcial de una ciudad, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de pasado mañana. La ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica. Porque las ciudades son el recipiente óptimo del paso del tiempo.
La ciudad carcomida permite que seamos conscientes del transcurrir de tiempo en una dimensión mayor que la que percibimos en nuestro propio envejecer. La ciudad, en cada esquina, permite contemplarnos injertados en una historia mayor que nuestra propia y particular historia diaria. Por eso la ciudad que habitamos es lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.
Esa lenta podredumbre comienza con lo que los japoneses, dados a los matices, llaman “saba”, que significa literalmente “roña”. El “saba” es la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello del tiempo sobre las cosas.
El tiempo corroe la arquitectura del mismo modo que el hierro se desmigaja cerca del mar, sin embargo y al igual que hace la carcoma, hay un aprovechamiento de la materia como una especifica forma de alimento de algo superior. De lo viejo perviven inexplicablemente algunas geometrías, algunas líneas de fuerza, algunos bastiones, apenas algunas puertas... Pero la mayor parte de las formas construidas y de los espacios intermedios se canibalizan y se rellenan de una amalgama informe, como un ser vivo que envejece pero da cabida a lo nuevo.
Como los arrecifes de coral.
Esos arrecifes crecidos sobre las raspas de la antigua arquitectura es precisamente lo que conocemos por ciudad: la historia pública y privada traducida a forma, la historia impersonal y la encarnada en individuos, grupos y multitudes. Porque el espíritu plural y único que mueve la ciudad, la fuerza que la anima y la que un día, inevitablemente la destruirá, es el tiempo, encarnado en la historia. Ella es nuestra madre y nuestra asesina: nos engendra y nos devora.
Esa transformación que sufre cada particular pieza de arquitectura hasta extinguirse es el retrato parcial de una ciudad, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de pasado mañana. La ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica. Porque las ciudades son el recipiente óptimo del paso del tiempo.
La ciudad carcomida permite que seamos conscientes del transcurrir de tiempo en una dimensión mayor que la que percibimos en nuestro propio envejecer. La ciudad, en cada esquina, permite contemplarnos injertados en una historia mayor que nuestra propia y particular historia diaria. Por eso la ciudad que habitamos es lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.
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28 de diciembre de 2015
DIBUJOS A MEDIAS
Hay dibujos que muestran la esencia misma del dibujar a través de una especial torpeza. Se trata de algo así como dibujos insuficientes. Dibujos que se dan en los cambios de época, que son fruto de la impericia amateur o del aprendizaje. Son esa familia de dibujos que no son correctos ni acabados en el sentido que damos habitualmente a esos términos: ni son claros, ni son plenamente útiles. Sin embargo poseen el encanto que tiene todo esfuerzo empeñado en una búsqueda.
Cuando la técnica de representación no parece depurada, cuando hay inocencia pero también cuando la destreza se queda lejos, aparecen estos territorios intermedios tan productivos. Territorios indecisos incluso desde el punto de vista de su clasificación, como por ejemplo sucede en este caso: donde no puede decirse que se trate de perspectivas, ni alzados, ni acaso secciones.
Se trata de dibujos que no “dicen” pero al menos si “balbucean” algo. Como sucede al expresarse en un idioma apenas conocido o cuando late una inseguridad en la expresión: secciones empeñadas en describir los usos, mostrar el aspecto exterior de la obra y a la vez el modo en que se han construido, pero donde todo falla. Porque la continuidad necesaria de la cuerda empleada para hacer sonar sus campanas y que recorre interiormente la torre, se rompe. Porque no puede ascenderse por unas escaleras donde, hasta los mismos habitantes, parecen estampar sus cabezas contra el techo. Porque las tejas no fueron nunca picudas escamas de dragón. Porque no sería admisible una campana fuera de plomo con el campanario…
Son dibujos sin pericia pero bajo los que late la necesidad de encontrar un modo de expresarse diferente. Sobrevuela en ellos una insatisfacción muy digna de respeto. Claman por una forma de dibujo para poder expresarse y son conscientes de no haberla alcanzado. Son dibujos a medias, pero que gracias a ese inconformismo que asoma, lo tienen todo.
O al menos lo más importante que puede exigírsele a un dibujo de arquitectura.
Cuando la técnica de representación no parece depurada, cuando hay inocencia pero también cuando la destreza se queda lejos, aparecen estos territorios intermedios tan productivos. Territorios indecisos incluso desde el punto de vista de su clasificación, como por ejemplo sucede en este caso: donde no puede decirse que se trate de perspectivas, ni alzados, ni acaso secciones.
Se trata de dibujos que no “dicen” pero al menos si “balbucean” algo. Como sucede al expresarse en un idioma apenas conocido o cuando late una inseguridad en la expresión: secciones empeñadas en describir los usos, mostrar el aspecto exterior de la obra y a la vez el modo en que se han construido, pero donde todo falla. Porque la continuidad necesaria de la cuerda empleada para hacer sonar sus campanas y que recorre interiormente la torre, se rompe. Porque no puede ascenderse por unas escaleras donde, hasta los mismos habitantes, parecen estampar sus cabezas contra el techo. Porque las tejas no fueron nunca picudas escamas de dragón. Porque no sería admisible una campana fuera de plomo con el campanario…
Son dibujos sin pericia pero bajo los que late la necesidad de encontrar un modo de expresarse diferente. Sobrevuela en ellos una insatisfacción muy digna de respeto. Claman por una forma de dibujo para poder expresarse y son conscientes de no haberla alcanzado. Son dibujos a medias, pero que gracias a ese inconformismo que asoma, lo tienen todo.
O al menos lo más importante que puede exigírsele a un dibujo de arquitectura.
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21 de diciembre de 2015
LIGERAS REFLEXIONES
Esta fotografía de un adorno navideño le sirvió a Charles Eames como felicitación a sus amistades al finalizar el año 1950. “La razón por la que hemos hecho la mayoría de las cosas”, confesaba Charles Eames, “es que las queríamos para nosotros mismos o que se las queríamos ofrecer a alguien. Y la manera práctica de hacerlo es fabricar regalos”(1).
Todo el mundo sabe que cuando se hace un regalo, en realidad, se regala al otro parte de uno mismo. Así pues, cada regalo es una especial forma de autorretrato y más aun para los Eames.
En esta felicitación, Charles Eames aparece solo en un reflejo, en el centro de la imagen, ligeramente deformado, empequeñecido y rodeado de sus sillas, lámparas y enseres domésticos, mientras la casa Eames le sirve de soporte. La parte de sí mismo que parece regalar Charles Eames es su propio autorretrato. Un selfie, que hoy no cabe considerar siquiera demasiado ingenioso. Aunque también la imagen funciona simultáneamente como un ojo, y remite a esos otros ojos de Magritte y de Ledoux: ojos que contienen el cielo reflejado en el iris o el Teatro de Besançon, donde se proyectaba el escenario desde la mirada del intérprete.
Aquí cabe hacer una lectura de ese orden, como si la imagen construyese una ventana que se asoma al sentido de la casa Eames. Si se atiende a las miles de imágenes que tomaron de su casa Charles y Ray Eames, puede considerarse que el material de la propia casa es el de un mundo de reflejos y de imágenes hechas jirones a través del vidrio y la luz. Tanto es así que antes que de perfiles de acero aligerado y vidrios, los reflejos parecen ser el único y verdadero material de su casa.
Esta foto es, por tanto y de una manera bastante directa, no solo un autorretrato sino su idea misma de la arquitectura como ligereza y como regalo.
La arquitectura, así entendida, siempre es un juguete a punto de ser descubierto, un don.
(1) Chales Eames, citado en COLOMINA, Beatriz, La Domesticidad en Guerra, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2006, pp. 96
Todo el mundo sabe que cuando se hace un regalo, en realidad, se regala al otro parte de uno mismo. Así pues, cada regalo es una especial forma de autorretrato y más aun para los Eames.
En esta felicitación, Charles Eames aparece solo en un reflejo, en el centro de la imagen, ligeramente deformado, empequeñecido y rodeado de sus sillas, lámparas y enseres domésticos, mientras la casa Eames le sirve de soporte. La parte de sí mismo que parece regalar Charles Eames es su propio autorretrato. Un selfie, que hoy no cabe considerar siquiera demasiado ingenioso. Aunque también la imagen funciona simultáneamente como un ojo, y remite a esos otros ojos de Magritte y de Ledoux: ojos que contienen el cielo reflejado en el iris o el Teatro de Besançon, donde se proyectaba el escenario desde la mirada del intérprete.
Aquí cabe hacer una lectura de ese orden, como si la imagen construyese una ventana que se asoma al sentido de la casa Eames. Si se atiende a las miles de imágenes que tomaron de su casa Charles y Ray Eames, puede considerarse que el material de la propia casa es el de un mundo de reflejos y de imágenes hechas jirones a través del vidrio y la luz. Tanto es así que antes que de perfiles de acero aligerado y vidrios, los reflejos parecen ser el único y verdadero material de su casa.
Esta foto es, por tanto y de una manera bastante directa, no solo un autorretrato sino su idea misma de la arquitectura como ligereza y como regalo.
La arquitectura, así entendida, siempre es un juguete a punto de ser descubierto, un don.
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14 de diciembre de 2015
BAÑO DE LUZ
"Luz, aire y sol" fue el lema empleado en la inauguración del espacio cuadriculado, uniforme y mágico del Stadtbad Mitte, la piscina pública que Heinrich Tessenow erigió en Berlín en 1930 y que aun hoy es toda una lección.
Este espacio, transformado con saunas y todos los aditamentos que se le requieren al baño público actual, pertenece a la familia arquitectónica de las antiguas termas romanas, o a esos salones donde poder relacionarse entre ciudadanos. Sin embargo la gran lección arquitectónica que encierra esta sala está en formar una caja de luz intangible, uniforme y etérea con los medios de la modernidad. Y eso a pesar de que Tessenow no era precisamente un arquitecto que pueda considerarse moderno.
De hecho, Tessenow se había situado en un lugar más bien incómodo respecto a la modernidad no solamente para la crítica y la historia. No encajó nunca bien en un simple esquema hegeliano de evolución histórica. Por eso no fue considerado ni por Giedion, ni por Zevi, ni por Tafuri –por poner ejemplos alejados entre sí desde el punto de vista de la historiografía- digno de aparecer entre sus preferencias. Y no es sólo que Tessenow no fuera un arquitecto moderno, sin más, sino que además no era un arquitecto fácil.
Fue carpintero antes que arquitecto; fue maestro del arquitecto nazi Albert Speer; fue un reputado profesor y el contrapunto a las enseñanzas “vanguardistas” de Poelzig; fue adorado por la generación de Giorgio Grassi en los años setenta por los mismos motivos por los que la posmodernidad vio bien recobrar la arquitectura del pasado; fue vuelto a arrinconar por Michael Hays a comienzo de los años noventa por encarnar de una postura intelectual reaccionaria, capaz de retrasar el avance de toda una disciplina, y todo por no esforzarse en ser de su tiempo… Fue todo eso pero, además, fue buen arquitecto.
Tessenow había defendido los valores y las formas de una arquitectura burguesa. Hoy resultaría chocante calificar así una obra que atiende prioritariamente los vínculos del habitante con lo cotidiano.
La imagen que la mayor parte de los arquitectos guardan en la memoria de Tessenow trae inmediatamente a la mente encantadores tejados a dos aguas, dibujos esencialistas trazados a pluma donde todo se tiñe de algo semejante a la nostalgia, y casas donde parecía vivirse mejor y más plácidamente que en el presente. Los objetos en los espacios interiores de Tessenow son cuidadosamente escogidos y colocados. Y esos lugares, si bien parecen remitir a un tiempo pasado, desde luego lo hacen a un tiempo donde la arquitectura era un recipiente de sensaciones y de cuerpos reales. La arquitectura doméstica de Tessenow posee la escala precisa de la intimidad, que ofrecen las buhardillas, sótanos, setos, chimeneas y ventanas conocidas, aunque con una austeridad sin adornos, ni ornamentos. Sin falsedad.
Por eso las formas de la arquitectura tradicional no importan, porque para Heinrich Tessenow, no era trascendente la forma sino la vida corriente que contenía la arquitectura. Tal vez por eso no era un arquitecto ni moderno ni antiguo. Sólo desde ese modo se puede emplear el lenguaje moderno según se necesitase. Como en esta monumental piscina.
Donde da un baño de arquitectura hasta a la propia y ansiosa modernidad.
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7 de diciembre de 2015
ARQUITECTURA RELLENA
Frente a la fascinante costumbre de intentar epatar en arquitectura con formas ingeniosas, uno no puede sino acordarse de ese pobre animal que tiende a inmolarse en fechas navideñas: los pavos.
Basta ver una feliz forma torsionada, una forma maravillosa o una forma inverosímil, para ver aparecer en la imaginación, como un ectoplasma, al pobre pavo, glugluteando feliz.Porque a pesar de la hambruna de toda una profesión, nuestra época no ha superado la hambruna de forma. Como si la forma, por si misma, aun fuera el motor secreto que alimentara el progreso de la arquitectura. Por eso, tal vez sobrevive una poderosa tendencia que vive de rellenar la forma con aquello que se quiera. Aunque ese procedimiento nace de un malentendido porque, en realidad todo el mundo sabe que la forma en arquitectura cuando se ha rellenado como un pavo de Navidad siempre ha dado sus problemas.
No sobra decir que generalmente las formas más trascendentes de la arquitectura han tenido su origen en la idea de desarrollo, de la formatividad. Igual que crece una criatura, la amistad o el musgo, en la gestación de la arquitectura hay tensiones encubiertas entre los interiores y la forma que asoma. Porque en el desarrollo de la casquería de un proyecto, como en los embarazos, hay fuerzas simultáneas que empujan desde dentro y desde fuera y que reclaman algo semejante a la integridad.
Curiosamente, si la forma parte de la pura exterioridad se rellena de un modo sistemático a través de la planta. En la planta, como mero corte horizontal, se injertan entonces usos, y muebles y más muebles, y personas caminando. Si se hace con talento hasta puede parecer que sea un procedimiento natural, pero no inocente. Porque no es un procedimiento moderno sino posmoderno.
Siempre cabe pensar entonces, no sé por qué, y de nuevo, en el pobre pavo navideño, relleno, con pasas y carne de cerdo y hasta salchichas y ciruelas, inyectado de coñac. Y no puede uno seguir pasando las hojas de una revista o haciendo descender el puntero por la pantalla sin sentirse un poco estragado aunque con hambre, (pero no de formas, sino de “tuétano de formas”).
Y no puede uno no acordarse entonces de Robert Venturi y su pato y su madre, en lugar del pavo de Navidad.
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30 de noviembre de 2015
“A LOS ASTRONAUTAS LES GUSTA MUCHO VOLVER A CASA”
La casa es un organismo reaccionario. Poco tendente a los cambios, la casa es una entidad conservadora, porque roza la esencia más intangible del ser humano y eso, claro, apenas se deja tocar. Por eso tal vez, por defender la casa, como el que defiende a una madre, la humanidad ha estado siempre dispuesta a morir y a matar.
Desde la casa, el hombre se asoma al mundo. La casa es el origen de cada viaje: de todos los viajes. La casa es pues ese invento humano al que uno vuelve, como un Ulises a su Itaca, como un toxicómano reincidente. O como un sonámbulo. Esto se debe a que en la estructura mítica de la casa se encierra el mito de volver a ella. Hasta el punto que se podría definir la casa como aquello a lo que volvemos bajo la implícita promesa de la protección. Sin la casa no hay viaje posible.
Como un caparazón que nos atrae hacia su centro, que nos cautiva e infecta con la sustancia de lo doméstico, la casa nos encadena con una goma elástica invisible, que nos obliga a volver, porque en su interior ofrece el ensueño de descanso, del reposo interior.
Todos somos hijos pródigos, pero de la casa.
Por seguir filosofando, podría decirse que la casa es un punto (mucho más que una línea, o un plano), y que en su centro no está el símbolo del fuego, sea eso una chimenea o una pantalla plana de televisión, sino la promesa de rituales repetidos. Gaston Bachelard dice que la casa tiene una esencia esférica, como un nido. Alessandro Mendini dice que “la casa está quieta mientras la vida se mueve”. Aunque sea eso ya mucha poesía para algo que está vulgarmente cargado con hipotecas, olor a cebolla, desahucios y goteras...
Todo esto me ha dado por pensar al escuchar a Álvaro Siza decir que “a los astronautas les gusta mucho volver a casa”. (Seguro que después de un viaje, Siza mismo vuelve de ese modo a la suya propia). Imagino también, que cuando un astronauta aterriza, el peso y la fuerza de la gravedad, el barro que pisa y el aire que respira, es su casa antes de llegar a su casa.
Desde la casa, el hombre se asoma al mundo. La casa es el origen de cada viaje: de todos los viajes. La casa es pues ese invento humano al que uno vuelve, como un Ulises a su Itaca, como un toxicómano reincidente. O como un sonámbulo. Esto se debe a que en la estructura mítica de la casa se encierra el mito de volver a ella. Hasta el punto que se podría definir la casa como aquello a lo que volvemos bajo la implícita promesa de la protección. Sin la casa no hay viaje posible.
Como un caparazón que nos atrae hacia su centro, que nos cautiva e infecta con la sustancia de lo doméstico, la casa nos encadena con una goma elástica invisible, que nos obliga a volver, porque en su interior ofrece el ensueño de descanso, del reposo interior.
Todos somos hijos pródigos, pero de la casa.
Por seguir filosofando, podría decirse que la casa es un punto (mucho más que una línea, o un plano), y que en su centro no está el símbolo del fuego, sea eso una chimenea o una pantalla plana de televisión, sino la promesa de rituales repetidos. Gaston Bachelard dice que la casa tiene una esencia esférica, como un nido. Alessandro Mendini dice que “la casa está quieta mientras la vida se mueve”. Aunque sea eso ya mucha poesía para algo que está vulgarmente cargado con hipotecas, olor a cebolla, desahucios y goteras...
Todo esto me ha dado por pensar al escuchar a Álvaro Siza decir que “a los astronautas les gusta mucho volver a casa”. (Seguro que después de un viaje, Siza mismo vuelve de ese modo a la suya propia). Imagino también, que cuando un astronauta aterriza, el peso y la fuerza de la gravedad, el barro que pisa y el aire que respira, es su casa antes de llegar a su casa.
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23 de noviembre de 2015
CINCO PASOS
Un estrecho sendero enlosado circunda por completo la villa Imperial de Katsura en Japón. El camino deja el lago de su jardín siempre en el centro. Observar solo cinco de sus piedras, enclavadas en un sendero de guijarros como un cuadro abstracto y moderno, es suficiente para notar que cada una señala la posición de un pie concreto: uno derecho, luego uno izquierdo y así sucesivamente. Pero sin posibilidad de intercambio.
La distancia entre cada una de esas piedras resulta algo escasa para el despreocupado andar occidental, porque está prevista para unos pies calzados con sandalias y un cuerpo ceñido con la rigidez de un kimono. Esas piedras son, por tanto, la coreografía de un cuerpo y de una cultura en el espacio. Y se dice bien: de un solo cuerpo. Dos paseantes de cháchara resultarían inconcebibles en ese camino de musgos y tiempo.
En algún lugar he leído que las piedras que componen ese sendero son solamente 1716. El jardín se recorre por tanto en 1716 pasos. A cada una de esas piedras corresponde una ligera variación en la mirada que hace que se conformen a cada paso 1716 jardines distintos. Si se piensa, proyectar 1716 jardines no es algo excesivo. No es desde luego un número infinito, cosa impensable para la mentalidad oriental.
Los emperadores dispusieron las piedras de ese sendero para que resultase además un calendario de horas y de estaciones, aunque no de todas las horas y de todas las estaciones. Algunas piedras encuentran su razón de ser simplemente en poder mostrar el repentino rojo de un haya en noviembre, otras para ver florecer un melocotonero.
Por eso basta contemplar cinco de estas piedras, para ver un jardín en sí mismo como objeto de reflexión. La disposición de estas losas de piedra en oblicuo representa un atajo a la rectitud del sendero sobre el que se enclavan. Esas cinco piedras escoran su recorrido hacia la izquierda, a la vez que se solapan al sendero recto pero, ¿para qué?, si aquí no existe la prisa. Por mucho que representen un atajo, en el arte nipón ni siquiera el mismo concepto de atajo tiene sentido puesto que ninguna parte debe sacar ventaja a otra.
Ninguno de los dos caminos superpuestos se impone como el más eficaz, simplemente se solapan, cohabitan, como dos formas aceptables de existencia. Lo ortogonal puro que de pronto gira noventa grados inesperados pero se mantiene recto, y lo aparentemente aleatorio, lo informal, lo libre en su angulación y geometría. Aunque sean unas cuantas piedras y unos guijarros, hablan. Aunque no dicen cuál es su verdadera conversación.
Todo se vuelve en este jardín una pura elucubración. "Hay cosas que cuando se quieren explicar demasiado se malogran".
Así, con la arquitectura, tal vez suceda igual.
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16 de noviembre de 2015
LO INCÓMODO DE LA COMODIDAD
La comodidad es uno de los mitos de nuestra cultura. De hecho pueda que sea una de las peores enfermedades contemporáneas. Tanto es así que para la arquitectura lo confortable se ha convertido en una exigencia ineludible.
Hasta el futuro fue soñado como algo confortable. Sólo esa imparable sensación de confort es la que unifica todas las "casas del futuro" del pasado siglo XX. Esta casa edificada en Disneyland, la de Alison y Peter Smithson, la All plastic House de Ionel Schein transmitían la idea de futuro no por medio del plástico que parecía cubrirlo todo sino con la sensación de confort que desprendían.
Sin embargo Rem Koolhaas ha dicho: "me resulta molesta la creencia contemporánea de que la comodidad es la máxima virtud de la arquitectura". No le falta algo de razón. Hoy la comodidad se ha convertido en el marco reglamentario para el desarrollo del habitar contemporáneo. En aras de la comodidad se cometen las arquitecturas más insignificantes o atroces. Porque “la comodidad es la nueva justicia”(1).
Sorprendentemente la comodidad no alcanza siquiera el estatus de un requerimiento funcional, ni formal, sino simplemente un estado, un bien que debe ser distribuido con equidad entre cada habitante, pero que a la postre resulta un añadido insustancial. Es casi una materia gaseosa capaz de impregnar cualquier objeto al ser rociado: es decir, se trata de un perfume. Es el narcótico perfecto.
Aunque se trata de un añadido lo confortable supone la esclerosis de la ciudad y de la arquitectura. Paradójicamente tanto las edificaciones como las ciudades se muestran extremadamente complacientes a la tiranía de la comodidad en todas sus escalas. Podemos subir y bajar persianas automáticamente, encender las luces a palmadas, graduar la temperatura de nuestras casas desde el mando de la televisión, con un regusto onanista. Podemos recibir la caricia complaciente de la forma y de la materia en hogares sin sustancia, con sus porches encantadores, interiores de lujosos acabados en torno chimeneas que nunca se encenderán. Habitamos ciudades confortables donde la pobreza es desplazada de nuestra vista, donde las calles separan a los habitantes del tráfico y donde la basura se traslada a vertederos del tamaño de ciudades paralelas...
Hasta al mismo concepto de comodidad se le exige que sea cómodo, que no muestre su reverso, su soporte. Como una máquina sin engranajes lo cómodo se sustenta en la vulgaridad.
O dicho de un modo más sofisticado, la comodidad esconde un sistema de lo políticamente correcto muy poco confortable. (Por eso tal vez escuchamos la expresión “salir de la zona de confort” no solamente como una invitación de moderno manual de autoayuda, sino como algo que es murmurado por la propia arquitectura). Enfrentarse a lo áspero de la realidad es abandonar esa escenografía de vidas bien vestidas, platos perfectamente colocados y colores pastel que ofrecía la imagen del comienzo.
Ya puestos a elegir para el futuro, quizás sea mejor el glamour que la comodidad. Al menos el glamour es exigente consigo mismo.
(1) KOOLHAAS, Rem. “Junkspace”. October No. 100. (Obsolescence. A special issue). Junio de 2002. pp. 175-190. (tr. al español de Jorge Sainz. Espacio Basura. Barcelona. Editorial Gustavo Gili, SL. «Colección GGmínima». 2008)
Sin embargo Rem Koolhaas ha dicho: "me resulta molesta la creencia contemporánea de que la comodidad es la máxima virtud de la arquitectura". No le falta algo de razón. Hoy la comodidad se ha convertido en el marco reglamentario para el desarrollo del habitar contemporáneo. En aras de la comodidad se cometen las arquitecturas más insignificantes o atroces. Porque “la comodidad es la nueva justicia”(1).
Sorprendentemente la comodidad no alcanza siquiera el estatus de un requerimiento funcional, ni formal, sino simplemente un estado, un bien que debe ser distribuido con equidad entre cada habitante, pero que a la postre resulta un añadido insustancial. Es casi una materia gaseosa capaz de impregnar cualquier objeto al ser rociado: es decir, se trata de un perfume. Es el narcótico perfecto.
Aunque se trata de un añadido lo confortable supone la esclerosis de la ciudad y de la arquitectura. Paradójicamente tanto las edificaciones como las ciudades se muestran extremadamente complacientes a la tiranía de la comodidad en todas sus escalas. Podemos subir y bajar persianas automáticamente, encender las luces a palmadas, graduar la temperatura de nuestras casas desde el mando de la televisión, con un regusto onanista. Podemos recibir la caricia complaciente de la forma y de la materia en hogares sin sustancia, con sus porches encantadores, interiores de lujosos acabados en torno chimeneas que nunca se encenderán. Habitamos ciudades confortables donde la pobreza es desplazada de nuestra vista, donde las calles separan a los habitantes del tráfico y donde la basura se traslada a vertederos del tamaño de ciudades paralelas...
Hasta al mismo concepto de comodidad se le exige que sea cómodo, que no muestre su reverso, su soporte. Como una máquina sin engranajes lo cómodo se sustenta en la vulgaridad.
O dicho de un modo más sofisticado, la comodidad esconde un sistema de lo políticamente correcto muy poco confortable. (Por eso tal vez escuchamos la expresión “salir de la zona de confort” no solamente como una invitación de moderno manual de autoayuda, sino como algo que es murmurado por la propia arquitectura). Enfrentarse a lo áspero de la realidad es abandonar esa escenografía de vidas bien vestidas, platos perfectamente colocados y colores pastel que ofrecía la imagen del comienzo.
Ya puestos a elegir para el futuro, quizás sea mejor el glamour que la comodidad. Al menos el glamour es exigente consigo mismo.
(1) KOOLHAAS, Rem. “Junkspace”. October No. 100. (Obsolescence. A special issue). Junio de 2002. pp. 175-190. (tr. al español de Jorge Sainz. Espacio Basura. Barcelona. Editorial Gustavo Gili, SL. «Colección GGmínima». 2008)
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9 de noviembre de 2015
EL DEMONIO DE LA ARQUITECTURA
En cada bendita casa habita un pequeño demonio. Un demonio travieso pero agotador que puede acabar con la paciencia y el juicio de cualquier habitante: el demonio invisible de la arquitectura. Un demonio correoso y antipático, con el que se puede convivir como se puede convivir con moscas o piojos, pero que nos amarga la vida con sus molestias y picores a destiempo.
Las señales de estas presencias demoniacas son apenas ostensibles pero son tan reales y ciertas como la propia casa en que habitamos. Ese demonio de la arquitectura se encarna en el interruptor colocado a trasmano, en la falta de espacio para colocar la bandeja o la cazuela de la cocina, en el armario que choca con el cajón e impide su apertura completa, en esa parte de la ventana siempre sucia, en la imposibilidad de encontrar un sitio fijo para las llaves…
Este demonio no es el de la pura funcionalidad. No es que las cosas no marchen bien, no es que no quepan, sino que se trata de la maldición de ese par de centímetros de menos o de esa suciedad que vuelve a aparecer por mucho que se pinte o limpie. Ese demonio es como un escozor en el habitar, como una rozadura insaciable.
A pesar de genética compartida, tal vez cada casa tenga su propio demonio particular de la arquitectura. Pero hay al menos dos responsables de su conjuro: el arquitecto y el habitante. Un descuido, una ligera falta de atención en el trabajo del proyectar, sea como signo de su cansancio o de la prisa, es motivo suficiente para que se invite a ese malhechor despreciable a campar a sus anchas en la futura casa. Una mala elección de una alcoba, una lámpara mal adquirida o una falta de celo con la disposición o lógica de los muebles por parte del habitante, pueden invocar la presencia de ese demonio con la misma fuerza que la negligencia del arquitecto.
El exorcismo es siempre doloroso pero afortunadamente existe su contrario: llámese ángel, musa o duende de la arquitectura: el de las cosas pensadas para proveer de felicidades y caricias invisibles…
La casa es el recipiente en el que todo ser humano se desquicia o se siente protegido, como una prisión o como una madre. Depende del protagonismo concedido a esos seres invisibles que cada casa se convierta en un templo dedicado a ellos.
Las señales de estas presencias demoniacas son apenas ostensibles pero son tan reales y ciertas como la propia casa en que habitamos. Ese demonio de la arquitectura se encarna en el interruptor colocado a trasmano, en la falta de espacio para colocar la bandeja o la cazuela de la cocina, en el armario que choca con el cajón e impide su apertura completa, en esa parte de la ventana siempre sucia, en la imposibilidad de encontrar un sitio fijo para las llaves…
Este demonio no es el de la pura funcionalidad. No es que las cosas no marchen bien, no es que no quepan, sino que se trata de la maldición de ese par de centímetros de menos o de esa suciedad que vuelve a aparecer por mucho que se pinte o limpie. Ese demonio es como un escozor en el habitar, como una rozadura insaciable.
A pesar de genética compartida, tal vez cada casa tenga su propio demonio particular de la arquitectura. Pero hay al menos dos responsables de su conjuro: el arquitecto y el habitante. Un descuido, una ligera falta de atención en el trabajo del proyectar, sea como signo de su cansancio o de la prisa, es motivo suficiente para que se invite a ese malhechor despreciable a campar a sus anchas en la futura casa. Una mala elección de una alcoba, una lámpara mal adquirida o una falta de celo con la disposición o lógica de los muebles por parte del habitante, pueden invocar la presencia de ese demonio con la misma fuerza que la negligencia del arquitecto.
El exorcismo es siempre doloroso pero afortunadamente existe su contrario: llámese ángel, musa o duende de la arquitectura: el de las cosas pensadas para proveer de felicidades y caricias invisibles…
La casa es el recipiente en el que todo ser humano se desquicia o se siente protegido, como una prisión o como una madre. Depende del protagonismo concedido a esos seres invisibles que cada casa se convierta en un templo dedicado a ellos.
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2 de noviembre de 2015
TAPIAR
Cegar una puerta o una ventana en un muro hasta hacer que éste recupere su integridad se conoce como "tapiar". Se tapian los huecos porque dejan de ser eficaces, porque las interioridades de la forma de la arquitectura han cambiado y los han vuelto innecesarios, pero también por motivos de orden simbólico. Se tapia una puerta para que nadie más pase por ella, para cumplir una orden divina o por un imperativo ancestral.
En arquitectura estas señales son curiosamente significativas porque, de modo semejante a como sucede con la pintura, las partes tapiadas son sus arrepentimientos: “pedimenti”. La arquitectura hace visibles al exterior los remordimientos funcionales en esos huecos tapiados.
Por ello la acción de tapiar siempre emite dos lecturas solapadas: la primera, el inevitable cambio de materia, que a duras penas puede igualar los componentes del resto del muro con el hueco relleno, la convierte en una acción puramente aditiva; la segunda, que al ser el hueco tapiado un signo visible de la edad de toda obra, su acción queda emparentada en el imaginario con la reconstrucción y la ruina.
Sin embargo y a pesar de su aspecto ruinoso en cada hueco ocluido es posible ver latir un alegato cargado de optimismo: “donde una puerta se cierra, otra se abre”. Un hueco tapiado representa un cambio entre las intenciones iniciales de una obra y las sobrevenidas, significando éste simple hecho un añadido de tiempo a la arquitectura, una prórroga. Por ello la obra con huecos tapiados, como los pantalones en relación a sus rotos, representan un especial tipo de vejez. Porque el hueco tapiado es un signo del paso del tiempo digno, no sólo de un cambio de uso.
El hueco tapiado equivale, por tanto, a una arruga arquitectónica: es la trayectoria de un uso previsto que ha sido desviado. O dicho de otro modo, es la puesta en valor de la obra como objeto físico, puesto que ese cambio de uso no ha sido tan grave como para derribarlo todo y empezar de nuevas.
Por otro lado el hueco tapiado ejerce una de las funciones propias de la puerta: el cerrar. Aunque sin su reverso. Un hueco tapiado es media puerta o media ventana, pero nunca llega a ser parte del muro como tal por mucho que se traten de igualar sus materias, porque al tapiar aún perviven las marcas de la acción, porque aparecen fisuras en sus uniones, porque simplemente lo tapiado es un relleno que por economía no elimina el marco y las jambas del hueco sobre el que se efectúa.
En fin, ¿qué es incluso el mismo acto de dibujar si no tapiar una hoja en blanco?.
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26 de octubre de 2015
SOBRE LOS GRANDES ARQUITECTOS Y LOS QUE NO LO SON
Uno se conforma repanchingado de su sillón, al pensar que la historia de la arquitectura depende simplemente de la aparición de los grandes arquitectos. Sabiendo que los genios no pueden parirse a voluntad y que al aparecer, lo más probable es que rompan todas las reglas. Consecuentemente, que cualquier sistema de educación puede formarlo, así como ningún sistema de educación puede estropear su genio.
Si consideramos la historia de la arquitectura como un encadenamiento de grandes nombres, en lugar de considerarlo como un magma, digamos, occidental, como algo que forma un conglomerado con significación propia que es una parte importante de un círculo aun más amplio ocupado por las artes y ciencias europeas, esa será la opinión que más probablemente adoptaremos.
Mirado desde esa perspectiva cada arquitecto genial deberá ser contemplado aisladamente, y al verlos así, en ese aislamiento, será difícil pensar que una educación superior o inferior a la que recibió le hubiese malogrado o encumbrado más. Las taras de formación de un gran arquitecto quedan confundidos inextricablemente con sus virtudes. ¿Podemos lamentar, por ejemplo, que Le Corbusier no recibiese una formación académica reglada en arquitectura, o que Adolf Loos no decidiera frecuentar menos burdeles que a Wittgenstein?. La vida de un arquitecto de genio, vista su relación con la obra construida asume una dimensión de inevitabilidad, de manera que hasta las deficiencias lo han situado en un buen lugar.
Sin embargo esa manera de ver al arquitecto de genio es la mitad de la verdad. Eso es al menos lo que descubrimos cuando consideramos a un arquitecto tras otro, sin equilibrar ese enfoque con un esfuerzo de imaginación del panorama de su tiempo, en su totalidad.
Y es en ese panorama desde donde es preciso contemplar también no solo a esas grandes figuras sino a los arquitectos de segunda o tercera fila, pues son ellos los que contribuyen en diversos grados a formar el ecosistema en que se mueve el arquitecto de genio. Y a ese panorama habría que sumar sus críticos e incluso sus clubs de fans.
La continuidad de la arquitectura es esencial para su grandeza, y en una gran medida es función de los arquitectos de segunda fila preservar esa continuidad y formar un cuerpo de obra escrita que aunque no haya de influir en la lectura de la posteridad, desempeña un papel como eslabón entre los arquitectos que forman parte de la historia. Esta continuidad es en gran medida inconsciente, y solamente es visible desde una mirada histórica retrospectiva.
Al mirar las obras de una época de esa manera y dentro de esa continuidad, es donde hay que considerar a cada uno de los grandes arquitectos como inmersos en las energías contra las que se revelaron o sobre las que supieron extraer y destilar las esencias. Sería fácil, de este modo, hacer desfilar un ejército de grandes nombres rodeados de esas figuras contra las que reaccionaron o a quienes se esforzaron en borrar o superar. Podría hablarse de Koolhaas en relación a la rivalidad mantenida con sus compañeros en la AA o en el paralelo que mantuvo una década frente a las obras de Herzog y de Meuron para comprender de dónde salen muchas de las divergencias y sus mayores fuerzas.
Y así con tantos y tantos de los grandes nombres. La conclusión a estas ideas es sencilla y debería, quizás ser contemplada para superar la artificiosa y falsa dicotomía del genio y de la pléyade de obras de segunda y tercera categoría que les han impulsado a sacar su genio adelante.
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19 de octubre de 2015
EL VIEJO Y EL VISILLO
La historia tiene su aquel. Un arquitecto vive cuarenta y cinco años bajo arresto domiciliario en una cápsula que le protege de la amenaza del totalitarismo. Sin ningún género de duda era considerado dentro y fuera de su país el mejor arquitecto ruso de su tiempo.
El lugar de su exilio, su casa, formada por dos extraños cilindros intersecados, aún hoy no encaja con el vecindario. En su exterior, como en el frontispicio de un templo romano, un friso se encargaba de anunciar su contenido: “Konstantin Melnikov Arquitecto”. Arquitecto sin posibilidad de construir nunca más arquitectura. Debido a esa reclusión, quizás incluso debido a la propia forma de la casa, como un molusco, aquella obra se convirtió en un interior puro.
Por entonces, cerca de aquel 1929 cuando se finalizó la casa, si la arquitectura se mezclaba con la política se podía volver una cosa seria. Y peligrosa. En esta obra Melnikov permaneció enclaustrado por el único motivo de ser un arquitecto moderno en un país donde, llegado un momento, la modernidad se persiguió como se persigue una plaga, si no estaba declaradamente al servicio de un ideario político. El problema es que Melnikov no había teorizado por escrito suficiente como para ser purgado de un modo, digamos, más radical. Sus obras por ser “formalistas teñidas de individualismo burgués y de idealismo radical” fueron las que le condujeron hacia ese lugar inesperado pero próximo. “El sello distintivo de las formas arquitectónicas de Melnikov es su tensión interna”, ha dicho sin ironía a pesar de serlo el historiador Selim O. Kahn-Magomedov. (1).
Melnikov permaneció allí pintando, a duras penas ganándose el sustento, mientras esos cilindros perforados hexagonalmente se conformaron como una membrana contra el exterior cargada y tensa. Fuera imperaba la seriedad del totalitarismo, pero dentro reinaba una extraña combinación de humor y hambre.
Toda la casa es un muestrario de ese exilio y de un extraño dislocamiento. En la imagen, un viejo busto de Homero, a pie de escalera, mira a través de una ventana hexagonal, mira por encima de un velo que descuelga como agitado por la propia geometría del hueco. Nadie puede asomarse con más ganas a ese afuera dictatorial y opresor que ese viejo Homero. Salvo porque Homero era ciego. Tal vez esa escultura de Homero no sea más que un símbolo, “objeto cuyo significado es compartido y que incorporamos a nuestro ajuar para reconocernos como parte de una comunidad”(4), pero da la sensación de que todo en esa casa es mucho más.
Sin esa carcasa de cilindros y sus ventanas repetitivas y monótonas, el busto que parece asomarse, el teléfono sobre el tapete de ganchillo serían vulgaridades. Sin embargo en ese contexto todo objeto falto de cuidadoso diseño se vuelve algo tan levemente pintoresco que uno no puede dejar de sonreir. Existe una extraña humorada en esa vulgaridad de tapetes y muebles viejos. Como si ante la pregunta de “¿cómo estás?” de cada visita, Melnikov diese con cada mueble y con cada gesto una respuesta plena en su doble sentido “N-o m-e p-u-e-d-o q-u-e-j-a-r”.
Por la cuenta que le traía.
Por la cuenta que le traía.
(1) Las citas corresponden sucesivamente a GARRIDO, Ginés, “Específico, distante, extraño”, Arquitectos, Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, 2001, nº 159, pp. 54. Kahn-Magomedov, Selim O., Pioneros de la Arquitectura Soviética, 1983, citado en Arquitectura Viva, 2000, nº 70, pp. 66. Sigue siendo una referencia insustituible a la hora de hablar de Melnikov el libro de Starr: STARR, S. Frederick. Melnikov: Solo Architect in a Mass Society. Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1978.
(2) Es recomendable la inteligente y sensible lectura de ese espacio concreto ofrecida por GALMÉS, Álvaro. Morar: arte y experiencia de la condición doméstica. Madrid, Ediciones Asimétricas, 2014, pp. 76
(2) Es recomendable la inteligente y sensible lectura de ese espacio concreto ofrecida por GALMÉS, Álvaro. Morar: arte y experiencia de la condición doméstica. Madrid, Ediciones Asimétricas, 2014, pp. 76
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13 de octubre de 2015
LOS RESQUICIOS
En la ciudad hay entidades que no vemos, pero nos rodean, abrazan y acarician cuando pasamos a su través con la misma voluptuosidad que los fantasmas y las corrientes de aire: son los resquicios. Espacios a los que no prestamos suficiente atención porque se encuentran a medio camino entre la arquitectura y la ciudad, pero que no llegan a pertenecer a ninguno de los dos mundos. Los resquicios no son arquitectura puesto que no se habitan, pero tampoco son urbanismo porque no entran en ningún plan de ordenación que se precie de tener algo de seriedad institucional. Por no ser, ni siquiera son dignos de aparecer entre los monumentos históricos ni en las guías turísticas. Los resquicios no se visitan, no se fotografían, ni siquiera se nombran, simplemente están ahí, como agazapados, sin un cuerpo cierto que los soporte.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.
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5 de octubre de 2015
"LA ARQUITECTURA ES UNA MIERDA"
Dado que, como dice Álvaro Siza, “la arquitectura es una mierda”(1), ¿cómo seguir produciéndola sin permanecer asqueado, sin sucumbir en el lodazal de sufrimientos que conlleva su realización? Solo de dos formas: o manteniendo un descomunal sentido del cinismo, o alimentando la inocencia. (La opción de ser un ignorante de esos suplicios solo cabe para la opera prima). De ambas maneras, como el cínico o como el inocente, se puede pensar la arquitectura, pero ambos caminos conducen a arquitecturas absolutamente extremas en cuanto a su profunda esencia.
Misteriosamente, el cinismo acaba arraigado en el tono de cada obra. Por ese camino aparece lo resabiado, el desencanto, la vacua erudición, el guiño y, en el mejor de los casos, el signo de la caída que acompaña a todo acto humano. Una voz desesperanzada resuena entre la materia de la arquitectura que produce el arquitecto descreído de su propia disciplina. Lo cual no quita que desde allí sea posible vislumbrar obras poderosas y de energías inigualables: obras de esencia bramante. (El último Le Corbusier, el Mies de las grandes salas, todo el trabajo de Stirling y de Kahn, y desde luego toda la posmodernidad, incluyendo a Eisenman y a Koolhaas, son ejemplos de ello).
El camino de la inocencia es aun más duro y menos transitado. En cada ocasión el arquitecto debe esforzarse por olvidar, por pensar que se equivoca y que, esta vez, quizás, la arquitectura no sea una bazofia. El estado de inocencia que supone este desvarío es el que permite trabajar con un mínimo de esperanza. Si no se logra, si existe la duda, es fácil caer del otro lado de la balanza.
Ese estado de inocencia debe ser conquistado, porque uno debe perdonar a todos los arquitectos que tuvieron el valor de hacer arquitectura antes que uno y explorar caminos que parecen ya agotados, perdonarse a sí mismo y a sus propios fracasos. Perdonarse incluso los éxitos. Uno debe olvidar y empezar con energías renovadas. Esa es una tarea al alcance de pocos: Hejduk, Mies en su juventud, Brunelleschi, todo Alvar Aalto y Van Eyck, Miralles...
Siza puede decir que la arquitectura es una mierda porque su vejez, su experiencia y su conocimiento profundo de lo que es el esfuerzo de producir arquitectura ocasiona un sufrimiento sin retorno que lo compense. Sin embargo bendita la inocencia conquistada en cada una de sus obras que muestra un lado infantil y gozoso. Es la inocencia la que le permite llegar a hacer volar la arquitectura como el que vuela algo imposible, como un juego absoluto. Hay que perdonarse mucho a uno mismo para producir arquitectura desde este lugar recién inaugurado. Con cada obra de Álvaro Siza, sólo en ese estado de costosa inocencia, se dice en realidad y contradiciendo a Siza mismo, que la arquitectura no es una mierda.
(1) “He estado pensando de veras sobre tus dibujos. Ya sabes, yo soy arquitecto, pero la arquitectura es una mierda”. Entrevista a William Curtis por Pedro Torrijos, Jot Down Magazine, nº 12.
Misteriosamente, el cinismo acaba arraigado en el tono de cada obra. Por ese camino aparece lo resabiado, el desencanto, la vacua erudición, el guiño y, en el mejor de los casos, el signo de la caída que acompaña a todo acto humano. Una voz desesperanzada resuena entre la materia de la arquitectura que produce el arquitecto descreído de su propia disciplina. Lo cual no quita que desde allí sea posible vislumbrar obras poderosas y de energías inigualables: obras de esencia bramante. (El último Le Corbusier, el Mies de las grandes salas, todo el trabajo de Stirling y de Kahn, y desde luego toda la posmodernidad, incluyendo a Eisenman y a Koolhaas, son ejemplos de ello).
El camino de la inocencia es aun más duro y menos transitado. En cada ocasión el arquitecto debe esforzarse por olvidar, por pensar que se equivoca y que, esta vez, quizás, la arquitectura no sea una bazofia. El estado de inocencia que supone este desvarío es el que permite trabajar con un mínimo de esperanza. Si no se logra, si existe la duda, es fácil caer del otro lado de la balanza.
Ese estado de inocencia debe ser conquistado, porque uno debe perdonar a todos los arquitectos que tuvieron el valor de hacer arquitectura antes que uno y explorar caminos que parecen ya agotados, perdonarse a sí mismo y a sus propios fracasos. Perdonarse incluso los éxitos. Uno debe olvidar y empezar con energías renovadas. Esa es una tarea al alcance de pocos: Hejduk, Mies en su juventud, Brunelleschi, todo Alvar Aalto y Van Eyck, Miralles...
Siza puede decir que la arquitectura es una mierda porque su vejez, su experiencia y su conocimiento profundo de lo que es el esfuerzo de producir arquitectura ocasiona un sufrimiento sin retorno que lo compense. Sin embargo bendita la inocencia conquistada en cada una de sus obras que muestra un lado infantil y gozoso. Es la inocencia la que le permite llegar a hacer volar la arquitectura como el que vuela algo imposible, como un juego absoluto. Hay que perdonarse mucho a uno mismo para producir arquitectura desde este lugar recién inaugurado. Con cada obra de Álvaro Siza, sólo en ese estado de costosa inocencia, se dice en realidad y contradiciendo a Siza mismo, que la arquitectura no es una mierda.
(1) “He estado pensando de veras sobre tus dibujos. Ya sabes, yo soy arquitecto, pero la arquitectura es una mierda”. Entrevista a William Curtis por Pedro Torrijos, Jot Down Magazine, nº 12.
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28 de septiembre de 2015
TODA OBRA ES UN AUTORRETRATO
“Toda obra – sea literatura o música o pintura o arquitectura o cualquier otra cosa- siempre es un autorretrato”, dijo Samuel Butler. Tal vez. Aunque en el caso de la arquitectura es mucho presuponer: ¿autorretrato de quién? ¿del promotor, de la sociedad, acaso del arquitecto?
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.
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21 de septiembre de 2015
SOBRE LA AVARICIOSA MIRADA DEL ARQUITECTO
Todo arquitecto es un obseso de los puntos de vista porque sabe que su oficio es un arte del mirar avaricioso.
Esta codicia del mirar - en realidad basada en una codicia inconfesable de la forma - nace de contemplar la realidad como el que visita una almoneda incesante, donde se ofrecen posibilidades sin fin para la adquisición de gangas. Por eso el arquitecto visita secretamente los sitios con el hambre del usurero o del cazador de recompensas. En los sitios, baja la cabeza o la ladea para ver la perspectiva más pura o más transgresora, busca, extrañamente, otra mirada y trata de colarse a ver hasta el último rincón de todo. Esa es la explicación de su anómalo y hasta inexplicable comportamiento social cuando se viaja con ellos.
Esta deformación, esta intrínseca tara profesional, tiene su origen en que una ligerísima variación en el punto de vista trasforma el objeto y le añade la posibilidad de ser otra cosa. Se trata de una obviedad, sin embargo el arquitecto lo usa como un instrumento profesional tan útil para él como un lápiz o una papelera. Por supuesto esto no conlleva que en arquitectura todo dependa del punto de vista, sino más bien que la arquitectura se despliega en cada nuevo punto de vista, como una posibilidad de pensar arquitectura.
Desde luego no todos los puntos de vista pueden ser preparados en la arquitectura, por eso las visiones accidentales, capaces de hacer soñar al arquitecto con algo muy distinto, son responsabilidad del propio mirón. El punto de vista cuerpo a tierra, el punto de vista que hace desaparecer el sustento de la forma, el punto de vista del aeroplano, el punto de vista en forzado escorzo, el punto de vista en un reflejo, etc… Cada punto de vista es una posibilidad de la forma para abrirse a otros desarrollos. En este sentido, cada punto de vista vertido sobre la arquitectura que encontramos en cada esquina es una prospección a un territorio virgen.
Siendo más precisos, estos puntos de vista escondidos, tendenciosos sin llegar a ofrecer una lectura clara de una obra se fundan en la simbiosis del objeto y la mirada, y construyen un conjunto indisociable. Puede que por eso mismo, para un arquitecto son las únicas imágenes que quizás merezca la pena venerar, porque son las únicas que son imágenes-puerta a otros espacios y recodos de su hacer.
Fachadas que son paisajes, plantas convertidas en secciones, puertas convertidas en edificio… Escaleras maravillosas y delicadas, como estas de Carlo Scarpa, que gracias a un punto de vista alterado florecen en la imaginación como una posible torre…
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14 de septiembre de 2015
CONCENTRACIÓN
De espaldas, el arquitecto parece muy solo y pequeño para la blancura y el tamaño de semejante escenario. El brazo articulado del tecnígrafo y de las numerosas lámparas se asemejan a ampliaciones robóticas de su cuerpo. Puede que por eso el arquitecto, en esa segunda mirada, quizá no esté tan solo sino que se encuentra allí con la naturalidad del que comanda el espacio necesario para manejar esos cacharros, igual que el capitán de un submarino cuando ordena una inmersión.
Dibuja en solitario y sin que nada parezca distraerle. La imagen resume un estado de soledad productiva donde late cierta concentración invisible. El arquitecto sigue de espaldas a todo lo que no sea el fondo de ese tablero que está a pocos centímetros de sus narices. La pequeña figura negra permanece surcando con su pensamiento un paisaje intangible, algo a construir en el futuro. Por eso la figura parece sumergida en algo espeso, en un líquido difícil de surcar si no fuese por la solidez de esos aparatajes, de ese tablero blanco y esas ortopedias que son las reglas, los lápices y la papelera.
Un papel en ángulo asoma tras su cabeza, como la aureola que luciría un santo geómetra.
No cabe imaginar nada que pueda distraerle.
Seguro que José Antonio Corrales no se volvió ni siquiera con el ruido metálico y sordo del clic de la cámara al retratarlo.
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7 de septiembre de 2015
ARQUITECTURA, EN REALIDAD
Hoy que contemplamos ediciones sin fin de realities televisivos en ediciones y formatos impensables, hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a la tecnología social, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad como el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.
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31 de agosto de 2015
SOSTENER EL PESO, SOSTENER LA MIRADA
Cuenta la leyenda recogida por Vitruvio que los habitantes de la ciudad griega de Caria fueron exterminados durante las Guerras Médicas por una mala alianza con los Persas, y sus mujeres convertidas en esclavas y condenadas a llevar pesadas cargas. Desde ese instante se las representó como tales en las columnas de los edificios… Desde entonces las cariátides han servido para sujetar con gracia arquitrabes y servir de ornamento a las obras más dispares, a pesar de la poca gracia que supone representar una esclavitud.
A su lado Charlotte Perriand, arquitecta y diseñadora de renombre, firme colaboradora de Le Corbusier, con su espalda al aire, libre de cargas por aquellos años treinta, juvenil, se muestra exhibiéndose ante el paisaje como una cariátide moderna, aunque de modo mucho más ligero que aquellos pedazos de mármol antiguo.
Soportar un peso y representarlo es un hecho trascendente para la arquitectura. Mostrarse dependiente de esa carga o sustentarla en mármol es significante porque la libertad, a primera vista, parece un concepto filosófico, político y ético, más que arquitectónico. (Curiosamente libertad y peso en arquitectura son conceptos más vinculados hoy que lo son la libertad y la forma).
En relación a la múltiple direccionalidad que muestra el soporte dórico, o a los dos ejes que marcan los órdenes jónico y el corintio, esas columnas o el topless de la jovencita Perriand marcan una única dirección arquitectónica. Como la quilla de un barco, esas espaldas nos obligan a mirar perpetuamente hacia el frente. En el Erecteion de la Acrópolis griega esas columnas se perpetúan mirando hacia adelante sin otras expectativas que la del mirar hacia adelante mismo. Hasta las cariátides que permanecen en los laterales de esa terraza miran hacia la misma dirección que sus compañeras contraviniendo la lógica de ese espacio.
Curiosamente la belleza de esas dos situaciones paralelas está en el mirar con una energía que nos mira en dos direcciones: la dirección vertical de la fuerza de la gravedad y la horizontal de esas espaldas que son espaldas-ojo. Unas imágenes que confrontan pesos y miradas. Espaldas que dicen que deben ser vistas porque marcan direcciones, sea hacia el Partenón o el paisaje infinito. Porque toda mirada es directriz de un horizonte y toda figura vertical se refiere a un peso invisible. Para la arquitectura éstas no son enseñanzas menores.
Quien así entienda esto puede sentir que la dirección forzosa de la vista puede resultar tan dolorosa como la del peso. Y que la esclavitud real de todas esas damas antiguas estaba tanto en soportar cargas como en mantener una mirada sin descanso.
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24 de agosto de 2015
SOBRE LO FEO EN ARQUITECTURA...
“¿Qué tenía aquella obra que por muy fea y fracasada que era no permitía reírse de ella, ni de su arquitecto?”. Esta pregunta, formulada por un amigo italiano de José Antonio Coderch cuando la visitaban juntos, no deja de contener una dosis de optimismo y un tormento. Algo había quedado del esfuerzo de quienes hicieron aquel edificio, también del arquitecto, que hacía que aquello, por muy feo que resultase, no pudiese sino mirarse con cierto respeto. La obra era fea, quizás insignificante, pero no risible. El único motivo que encontraba Coderch para esta falta de ridículo estaba en que el trabajo acumulado y el esfuerzo habían quedado arraigados, misteriosa e inexplicablemente, en las paredes de lo edificado.
Tan costosa resulta la arquitectura en términos de esfuerzo humano que aunque el resultado sea frustrado, aunque todo resulte anodino y sin gracia, aunque no aparezca ni un rincón con garbo o buen gusto, se hace difícil no ver latir el esfuerzo de los artesanos, obreros y capataces que lo realizaron. Por mucha desgana que haya en una obra, siempre, al menos, existirá el sudor y esfuerzo de quienes la hicieron. Lo que quizás dignifica el resultado.
Pero todo tiene un límite.
Porque es un hecho que la arquitectura puede también resultar ridícula.
Lograr que una obra resulte verdaderamente fea es algo costoso. Tal vez resulte incluso meritorio. El “brutalismo” de los años 70, no era, a fin de cuentas, sino el esfuerzo por magnificar lo desahuciado: fueran eso las instalaciones, el baboso hormigón o los churretes de suciedad deslizando por una fachada siempre demasiado gris.
En el extremo contrario, por mucho exceso de decoración, por mucha vulgaridad que contenga una barandilla o un enrejado, el contemplar las energías puestas en ese punto hace que todo pueda ser mirado con ojos diferentes. Porque allí hay, sin más, tiempo irrecuperable, depositado directamente por la vida de otro ser humano.
Pienso maliciosamente, por eso, y una vez desaparecida toda posibilidad de ver el tiempo invertido por un hombre en un tema o una obra gracias a la industria, a la computación o la técnica, si se ha vuelto hacer posible una arquitectura donde lo feo y lo risible encuentren un espacio de coincidencia…
Tan costosa resulta la arquitectura en términos de esfuerzo humano que aunque el resultado sea frustrado, aunque todo resulte anodino y sin gracia, aunque no aparezca ni un rincón con garbo o buen gusto, se hace difícil no ver latir el esfuerzo de los artesanos, obreros y capataces que lo realizaron. Por mucha desgana que haya en una obra, siempre, al menos, existirá el sudor y esfuerzo de quienes la hicieron. Lo que quizás dignifica el resultado.
Pero todo tiene un límite.
Porque es un hecho que la arquitectura puede también resultar ridícula.
Lograr que una obra resulte verdaderamente fea es algo costoso. Tal vez resulte incluso meritorio. El “brutalismo” de los años 70, no era, a fin de cuentas, sino el esfuerzo por magnificar lo desahuciado: fueran eso las instalaciones, el baboso hormigón o los churretes de suciedad deslizando por una fachada siempre demasiado gris.
En el extremo contrario, por mucho exceso de decoración, por mucha vulgaridad que contenga una barandilla o un enrejado, el contemplar las energías puestas en ese punto hace que todo pueda ser mirado con ojos diferentes. Porque allí hay, sin más, tiempo irrecuperable, depositado directamente por la vida de otro ser humano.
Pienso maliciosamente, por eso, y una vez desaparecida toda posibilidad de ver el tiempo invertido por un hombre en un tema o una obra gracias a la industria, a la computación o la técnica, si se ha vuelto hacer posible una arquitectura donde lo feo y lo risible encuentren un espacio de coincidencia…
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17 de agosto de 2015
LA TRAMOYA DE LA FORMA
La escultura de Frédéric Auguste Bartholdi, señora descomunal y serena que representa la libertad iluminando al mundo, fue un regalo que atravesó por piezas el atlántico y encontró sustento en la estructura diseñada por Gustave Eiffel. La historia contenida en la estatua son las historias de cómo hacer diplomacia con un regalo, de cómo conseguir financiación para algo sin un uso, y de cómo sustentar una forma fuera de su tamaño natural.
De hecho el sacar las cosas de su tamaño natural es un viejo problema para la escultura. La mitológica figura de Coloso de Rodas como faro, o del Caballo de Troya como residencia temporal de Odiseo y otros guerreros griegos, son obras con idénticas aspiraciones y funciones que las atribuidas tradicionalmente a la arquitectura, y consecuentemente, con idénticos problemas por mucho que fuesen consideradas esculturas.
En realidad en el problema del tamaño y de la necesidad de un andamiaje entra en juego el rigor disciplinar de la arquitectura. La estructura interna se convierte en un espacio ligero pero necesario para sustentar la forma antes que para dar cobijo a turistas. No es solamente una metáfora que lo que sustenta la libertad no sean las treinta y una toneladas de cobre sino las ciento veinticinco de acero que sirven de andamiaje. O ni siquiera eso. Es el aire entre esos travesaños y tirantes de acero roblonado lo que sustenta la libertad.
Por eso el contemplar esa tramoya, lo que no se ve, los intersticios de la forma, tiene un raro encanto que supera con creces el de asomarse por las ventanas en su coronación cuando aquello era posible. Es el encanto del mirón de interiores, del vouyeur pertrechado con rayos X.
Mirar esas entretelas resulta igual de indecoroso que ver las enaguas de una dama, y sin embargo en ese aire interpuesto es donde se sustenta la verdadera libertad, y no sólo la libertad de la forma. Porque la verdadera estatua a la libertad es el aire invisible que queda entre las cosas.
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10 de agosto de 2015
DEFORMAR
El edificio de Luigi Moretti en el Corso Italia, en Milán, con su quilla blanca en vuelo, asomando sobre la calle como una piedra, afilada y pesada es una buena muestra de lo que significa "deformar" en arquitectura.
Esa deformación se muestra con elocuencia en el peso ciego sobre el débil zócalo de vidrio que al recibir su carga se eleva, se desplaza y se vuelve dinámico y expresivo. Algo que establece un fuerte vínculo con el talento barroco de la carne violentada en la escultura, digamos, de un Bernini en el “Rapto de Proserpina". Allí la presión sobre la musculatura y la piel hacen que no sólo el terror del rapto se haga presente en esa deformación, sino que de pronto el conjunto adquiera vitalidad y muestre un instante de lucha congelado.
Del mismo modo, la obra de Moretti es el retrato de un momento semejante. Durante un segundo se ha depositado una carga brutal sobre una pieza de exquisita arquitectura y ésta se ha modificado, se ha deformado salvajemente por el peso de la pieza superior. A punto de que lleguen a aparecer fisuras y grietas sobre la materia, a punto de que los vidrios estallen debido al peso, todo se detiene en el ese instante que retrata la tensión de una forma.
Ese gesto, sumado al buen diseño del conjunto, es una rareza, incluso para el propio Moretti, porque enseña un particular reverso escultórico de su arquitectura en relación al tiempo. Una cualidad paradójica porque ya por definición la arquitectura es de por si, el retrato del tiempo, aunque de un tiempo más amplio, casi histórico. Sin embargo aquí es capaz de mostrarse, además, como la descripción de un instante mismo. Ese recipiente de dos tiempos, el tiempo de 1956 sumado por un tiempo congelado de la forma es un descubrimiento, luego apenas empleado por Moretti.
Como esos relojes que se detuvieron en catástrofes apocalípticas del pasado, y que simultáneamente muestran la historia y el minuto en que todo se detuvo, esta obra contiene, en esa deformación, algo atemporal.
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