Esa lenta podredumbre comienza con lo que los japoneses, dados a los matices, llaman “saba”, que significa literalmente “roña”. El “saba” es la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello del tiempo sobre las cosas.
El tiempo corroe la arquitectura del mismo modo que el hierro se desmigaja cerca del mar, sin embargo y al igual que hace la carcoma, hay un aprovechamiento de la materia como una especifica forma de alimento de algo superior. De lo viejo perviven inexplicablemente algunas geometrías, algunas líneas de fuerza, algunos bastiones, apenas algunas puertas... Pero la mayor parte de las formas construidas y de los espacios intermedios se canibalizan y se rellenan de una amalgama informe, como un ser vivo que envejece pero da cabida a lo nuevo.
Como los arrecifes de coral.
Esos arrecifes crecidos sobre las raspas de la antigua arquitectura es precisamente lo que conocemos por ciudad: la historia pública y privada traducida a forma, la historia impersonal y la encarnada en individuos, grupos y multitudes. Porque el espíritu plural y único que mueve la ciudad, la fuerza que la anima y la que un día, inevitablemente la destruirá, es el tiempo, encarnado en la historia. Ella es nuestra madre y nuestra asesina: nos engendra y nos devora.
Esa transformación que sufre cada particular pieza de arquitectura hasta extinguirse es el retrato parcial de una ciudad, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de pasado mañana. La ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica. Porque las ciudades son el recipiente óptimo del paso del tiempo.
La ciudad carcomida permite que seamos conscientes del transcurrir de tiempo en una dimensión mayor que la que percibimos en nuestro propio envejecer. La ciudad, en cada esquina, permite contemplarnos injertados en una historia mayor que nuestra propia y particular historia diaria. Por eso la ciudad que habitamos es lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.