Un estrecho sendero enlosado circunda por completo la villa Imperial de Katsura en Japón. El camino deja el lago de su jardín siempre en el centro. Observar solo cinco de sus piedras, enclavadas en un sendero de guijarros como un cuadro abstracto y moderno, es suficiente para notar que cada una señala la posición de un pie concreto: uno derecho, luego uno izquierdo y así sucesivamente. Pero sin posibilidad de intercambio.
La distancia entre cada una de esas piedras resulta algo escasa para el despreocupado andar occidental, porque está prevista para unos pies calzados con sandalias y un cuerpo ceñido con la rigidez de un kimono. Esas piedras son, por tanto, la coreografía de un cuerpo y de una cultura en el espacio. Y se dice bien: de un solo cuerpo. Dos paseantes de cháchara resultarían inconcebibles en ese camino de musgos y tiempo.
En algún lugar he leído que las piedras que componen ese sendero son solamente 1716. El jardín se recorre por tanto en 1716 pasos. A cada una de esas piedras corresponde una ligera variación en la mirada que hace que se conformen a cada paso 1716 jardines distintos. Si se piensa, proyectar 1716 jardines no es algo excesivo. No es desde luego un número infinito, cosa impensable para la mentalidad oriental.
Los emperadores dispusieron las piedras de ese sendero para que resultase además un calendario de horas y de estaciones, aunque no de todas las horas y de todas las estaciones. Algunas piedras encuentran su razón de ser simplemente en poder mostrar el repentino rojo de un haya en noviembre, otras para ver florecer un melocotonero.
Por eso basta contemplar cinco de estas piedras, para ver un jardín en sí mismo como objeto de reflexión. La disposición de estas losas de piedra en oblicuo representa un atajo a la rectitud del sendero sobre el que se enclavan. Esas cinco piedras escoran su recorrido hacia la izquierda, a la vez que se solapan al sendero recto pero, ¿para qué?, si aquí no existe la prisa. Por mucho que representen un atajo, en el arte nipón ni siquiera el mismo concepto de atajo tiene sentido puesto que ninguna parte debe sacar ventaja a otra.
Ninguno de los dos caminos superpuestos se impone como el más eficaz, simplemente se solapan, cohabitan, como dos formas aceptables de existencia. Lo ortogonal puro que de pronto gira noventa grados inesperados pero se mantiene recto, y lo aparentemente aleatorio, lo informal, lo libre en su angulación y geometría. Aunque sean unas cuantas piedras y unos guijarros, hablan. Aunque no dicen cuál es su verdadera conversación.
Todo se vuelve en este jardín una pura elucubración. "Hay cosas que cuando se quieren explicar demasiado se malogran".
Así, con la arquitectura, tal vez suceda igual.