2 de noviembre de 2015
TAPIAR
Cegar una puerta o una ventana en un muro hasta hacer que éste recupere su integridad se conoce como "tapiar". Se tapian los huecos porque dejan de ser eficaces, porque las interioridades de la forma de la arquitectura han cambiado y los han vuelto innecesarios, pero también por motivos de orden simbólico. Se tapia una puerta para que nadie más pase por ella, para cumplir una orden divina o por un imperativo ancestral.
En arquitectura estas señales son curiosamente significativas porque, de modo semejante a como sucede con la pintura, las partes tapiadas son sus arrepentimientos: “pedimenti”. La arquitectura hace visibles al exterior los remordimientos funcionales en esos huecos tapiados.
Por ello la acción de tapiar siempre emite dos lecturas solapadas: la primera, el inevitable cambio de materia, que a duras penas puede igualar los componentes del resto del muro con el hueco relleno, la convierte en una acción puramente aditiva; la segunda, que al ser el hueco tapiado un signo visible de la edad de toda obra, su acción queda emparentada en el imaginario con la reconstrucción y la ruina.
Sin embargo y a pesar de su aspecto ruinoso en cada hueco ocluido es posible ver latir un alegato cargado de optimismo: “donde una puerta se cierra, otra se abre”. Un hueco tapiado representa un cambio entre las intenciones iniciales de una obra y las sobrevenidas, significando éste simple hecho un añadido de tiempo a la arquitectura, una prórroga. Por ello la obra con huecos tapiados, como los pantalones en relación a sus rotos, representan un especial tipo de vejez. Porque el hueco tapiado es un signo del paso del tiempo digno, no sólo de un cambio de uso.
El hueco tapiado equivale, por tanto, a una arruga arquitectónica: es la trayectoria de un uso previsto que ha sido desviado. O dicho de otro modo, es la puesta en valor de la obra como objeto físico, puesto que ese cambio de uso no ha sido tan grave como para derribarlo todo y empezar de nuevas.
Por otro lado el hueco tapiado ejerce una de las funciones propias de la puerta: el cerrar. Aunque sin su reverso. Un hueco tapiado es media puerta o media ventana, pero nunca llega a ser parte del muro como tal por mucho que se traten de igualar sus materias, porque al tapiar aún perviven las marcas de la acción, porque aparecen fisuras en sus uniones, porque simplemente lo tapiado es un relleno que por economía no elimina el marco y las jambas del hueco sobre el que se efectúa.
En fin, ¿qué es incluso el mismo acto de dibujar si no tapiar una hoja en blanco?.
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26 de octubre de 2015
SOBRE LOS GRANDES ARQUITECTOS Y LOS QUE NO LO SON
Uno se conforma repanchingado de su sillón, al pensar que la historia de la arquitectura depende simplemente de la aparición de los grandes arquitectos. Sabiendo que los genios no pueden parirse a voluntad y que al aparecer, lo más probable es que rompan todas las reglas. Consecuentemente, que cualquier sistema de educación puede formarlo, así como ningún sistema de educación puede estropear su genio.
Si consideramos la historia de la arquitectura como un encadenamiento de grandes nombres, en lugar de considerarlo como un magma, digamos, occidental, como algo que forma un conglomerado con significación propia que es una parte importante de un círculo aun más amplio ocupado por las artes y ciencias europeas, esa será la opinión que más probablemente adoptaremos.
Mirado desde esa perspectiva cada arquitecto genial deberá ser contemplado aisladamente, y al verlos así, en ese aislamiento, será difícil pensar que una educación superior o inferior a la que recibió le hubiese malogrado o encumbrado más. Las taras de formación de un gran arquitecto quedan confundidos inextricablemente con sus virtudes. ¿Podemos lamentar, por ejemplo, que Le Corbusier no recibiese una formación académica reglada en arquitectura, o que Adolf Loos no decidiera frecuentar menos burdeles que a Wittgenstein?. La vida de un arquitecto de genio, vista su relación con la obra construida asume una dimensión de inevitabilidad, de manera que hasta las deficiencias lo han situado en un buen lugar.
Sin embargo esa manera de ver al arquitecto de genio es la mitad de la verdad. Eso es al menos lo que descubrimos cuando consideramos a un arquitecto tras otro, sin equilibrar ese enfoque con un esfuerzo de imaginación del panorama de su tiempo, en su totalidad.
Y es en ese panorama desde donde es preciso contemplar también no solo a esas grandes figuras sino a los arquitectos de segunda o tercera fila, pues son ellos los que contribuyen en diversos grados a formar el ecosistema en que se mueve el arquitecto de genio. Y a ese panorama habría que sumar sus críticos e incluso sus clubs de fans.
La continuidad de la arquitectura es esencial para su grandeza, y en una gran medida es función de los arquitectos de segunda fila preservar esa continuidad y formar un cuerpo de obra escrita que aunque no haya de influir en la lectura de la posteridad, desempeña un papel como eslabón entre los arquitectos que forman parte de la historia. Esta continuidad es en gran medida inconsciente, y solamente es visible desde una mirada histórica retrospectiva.
Al mirar las obras de una época de esa manera y dentro de esa continuidad, es donde hay que considerar a cada uno de los grandes arquitectos como inmersos en las energías contra las que se revelaron o sobre las que supieron extraer y destilar las esencias. Sería fácil, de este modo, hacer desfilar un ejército de grandes nombres rodeados de esas figuras contra las que reaccionaron o a quienes se esforzaron en borrar o superar. Podría hablarse de Koolhaas en relación a la rivalidad mantenida con sus compañeros en la AA o en el paralelo que mantuvo una década frente a las obras de Herzog y de Meuron para comprender de dónde salen muchas de las divergencias y sus mayores fuerzas.
Y así con tantos y tantos de los grandes nombres. La conclusión a estas ideas es sencilla y debería, quizás ser contemplada para superar la artificiosa y falsa dicotomía del genio y de la pléyade de obras de segunda y tercera categoría que les han impulsado a sacar su genio adelante.
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19 de octubre de 2015
EL VIEJO Y EL VISILLO
La historia tiene su aquel. Un arquitecto vive cuarenta y cinco años bajo arresto domiciliario en una cápsula que le protege de la amenaza del totalitarismo. Sin ningún género de duda era considerado dentro y fuera de su país el mejor arquitecto ruso de su tiempo.
El lugar de su exilio, su casa, formada por dos extraños cilindros intersecados, aún hoy no encaja con el vecindario. En su exterior, como en el frontispicio de un templo romano, un friso se encargaba de anunciar su contenido: “Konstantin Melnikov Arquitecto”. Arquitecto sin posibilidad de construir nunca más arquitectura. Debido a esa reclusión, quizás incluso debido a la propia forma de la casa, como un molusco, aquella obra se convirtió en un interior puro.
Por entonces, cerca de aquel 1929 cuando se finalizó la casa, si la arquitectura se mezclaba con la política se podía volver una cosa seria. Y peligrosa. En esta obra Melnikov permaneció enclaustrado por el único motivo de ser un arquitecto moderno en un país donde, llegado un momento, la modernidad se persiguió como se persigue una plaga, si no estaba declaradamente al servicio de un ideario político. El problema es que Melnikov no había teorizado por escrito suficiente como para ser purgado de un modo, digamos, más radical. Sus obras por ser “formalistas teñidas de individualismo burgués y de idealismo radical” fueron las que le condujeron hacia ese lugar inesperado pero próximo. “El sello distintivo de las formas arquitectónicas de Melnikov es su tensión interna”, ha dicho sin ironía a pesar de serlo el historiador Selim O. Kahn-Magomedov. (1).
Melnikov permaneció allí pintando, a duras penas ganándose el sustento, mientras esos cilindros perforados hexagonalmente se conformaron como una membrana contra el exterior cargada y tensa. Fuera imperaba la seriedad del totalitarismo, pero dentro reinaba una extraña combinación de humor y hambre.
Toda la casa es un muestrario de ese exilio y de un extraño dislocamiento. En la imagen, un viejo busto de Homero, a pie de escalera, mira a través de una ventana hexagonal, mira por encima de un velo que descuelga como agitado por la propia geometría del hueco. Nadie puede asomarse con más ganas a ese afuera dictatorial y opresor que ese viejo Homero. Salvo porque Homero era ciego. Tal vez esa escultura de Homero no sea más que un símbolo, “objeto cuyo significado es compartido y que incorporamos a nuestro ajuar para reconocernos como parte de una comunidad”(4), pero da la sensación de que todo en esa casa es mucho más.
Sin esa carcasa de cilindros y sus ventanas repetitivas y monótonas, el busto que parece asomarse, el teléfono sobre el tapete de ganchillo serían vulgaridades. Sin embargo en ese contexto todo objeto falto de cuidadoso diseño se vuelve algo tan levemente pintoresco que uno no puede dejar de sonreir. Existe una extraña humorada en esa vulgaridad de tapetes y muebles viejos. Como si ante la pregunta de “¿cómo estás?” de cada visita, Melnikov diese con cada mueble y con cada gesto una respuesta plena en su doble sentido “N-o m-e p-u-e-d-o q-u-e-j-a-r”.
Por la cuenta que le traía.
Por la cuenta que le traía.
(1) Las citas corresponden sucesivamente a GARRIDO, Ginés, “Específico, distante, extraño”, Arquitectos, Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, 2001, nº 159, pp. 54. Kahn-Magomedov, Selim O., Pioneros de la Arquitectura Soviética, 1983, citado en Arquitectura Viva, 2000, nº 70, pp. 66. Sigue siendo una referencia insustituible a la hora de hablar de Melnikov el libro de Starr: STARR, S. Frederick. Melnikov: Solo Architect in a Mass Society. Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1978.
(2) Es recomendable la inteligente y sensible lectura de ese espacio concreto ofrecida por GALMÉS, Álvaro. Morar: arte y experiencia de la condición doméstica. Madrid, Ediciones Asimétricas, 2014, pp. 76
(2) Es recomendable la inteligente y sensible lectura de ese espacio concreto ofrecida por GALMÉS, Álvaro. Morar: arte y experiencia de la condición doméstica. Madrid, Ediciones Asimétricas, 2014, pp. 76
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13 de octubre de 2015
LOS RESQUICIOS
En la ciudad hay entidades que no vemos, pero nos rodean, abrazan y acarician cuando pasamos a su través con la misma voluptuosidad que los fantasmas y las corrientes de aire: son los resquicios. Espacios a los que no prestamos suficiente atención porque se encuentran a medio camino entre la arquitectura y la ciudad, pero que no llegan a pertenecer a ninguno de los dos mundos. Los resquicios no son arquitectura puesto que no se habitan, pero tampoco son urbanismo porque no entran en ningún plan de ordenación que se precie de tener algo de seriedad institucional. Por no ser, ni siquiera son dignos de aparecer entre los monumentos históricos ni en las guías turísticas. Los resquicios no se visitan, no se fotografían, ni siquiera se nombran, simplemente están ahí, como agazapados, sin un cuerpo cierto que los soporte.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.
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5 de octubre de 2015
"LA ARQUITECTURA ES UNA MIERDA"
Dado que, como dice Álvaro Siza, “la arquitectura es una mierda”(1), ¿cómo seguir produciéndola sin permanecer asqueado, sin sucumbir en el lodazal de sufrimientos que conlleva su realización? Solo de dos formas: o manteniendo un descomunal sentido del cinismo, o alimentando la inocencia. (La opción de ser un ignorante de esos suplicios solo cabe para la opera prima). De ambas maneras, como el cínico o como el inocente, se puede pensar la arquitectura, pero ambos caminos conducen a arquitecturas absolutamente extremas en cuanto a su profunda esencia.
Misteriosamente, el cinismo acaba arraigado en el tono de cada obra. Por ese camino aparece lo resabiado, el desencanto, la vacua erudición, el guiño y, en el mejor de los casos, el signo de la caída que acompaña a todo acto humano. Una voz desesperanzada resuena entre la materia de la arquitectura que produce el arquitecto descreído de su propia disciplina. Lo cual no quita que desde allí sea posible vislumbrar obras poderosas y de energías inigualables: obras de esencia bramante. (El último Le Corbusier, el Mies de las grandes salas, todo el trabajo de Stirling y de Kahn, y desde luego toda la posmodernidad, incluyendo a Eisenman y a Koolhaas, son ejemplos de ello).
El camino de la inocencia es aun más duro y menos transitado. En cada ocasión el arquitecto debe esforzarse por olvidar, por pensar que se equivoca y que, esta vez, quizás, la arquitectura no sea una bazofia. El estado de inocencia que supone este desvarío es el que permite trabajar con un mínimo de esperanza. Si no se logra, si existe la duda, es fácil caer del otro lado de la balanza.
Ese estado de inocencia debe ser conquistado, porque uno debe perdonar a todos los arquitectos que tuvieron el valor de hacer arquitectura antes que uno y explorar caminos que parecen ya agotados, perdonarse a sí mismo y a sus propios fracasos. Perdonarse incluso los éxitos. Uno debe olvidar y empezar con energías renovadas. Esa es una tarea al alcance de pocos: Hejduk, Mies en su juventud, Brunelleschi, todo Alvar Aalto y Van Eyck, Miralles...
Siza puede decir que la arquitectura es una mierda porque su vejez, su experiencia y su conocimiento profundo de lo que es el esfuerzo de producir arquitectura ocasiona un sufrimiento sin retorno que lo compense. Sin embargo bendita la inocencia conquistada en cada una de sus obras que muestra un lado infantil y gozoso. Es la inocencia la que le permite llegar a hacer volar la arquitectura como el que vuela algo imposible, como un juego absoluto. Hay que perdonarse mucho a uno mismo para producir arquitectura desde este lugar recién inaugurado. Con cada obra de Álvaro Siza, sólo en ese estado de costosa inocencia, se dice en realidad y contradiciendo a Siza mismo, que la arquitectura no es una mierda.
(1) “He estado pensando de veras sobre tus dibujos. Ya sabes, yo soy arquitecto, pero la arquitectura es una mierda”. Entrevista a William Curtis por Pedro Torrijos, Jot Down Magazine, nº 12.
Misteriosamente, el cinismo acaba arraigado en el tono de cada obra. Por ese camino aparece lo resabiado, el desencanto, la vacua erudición, el guiño y, en el mejor de los casos, el signo de la caída que acompaña a todo acto humano. Una voz desesperanzada resuena entre la materia de la arquitectura que produce el arquitecto descreído de su propia disciplina. Lo cual no quita que desde allí sea posible vislumbrar obras poderosas y de energías inigualables: obras de esencia bramante. (El último Le Corbusier, el Mies de las grandes salas, todo el trabajo de Stirling y de Kahn, y desde luego toda la posmodernidad, incluyendo a Eisenman y a Koolhaas, son ejemplos de ello).
El camino de la inocencia es aun más duro y menos transitado. En cada ocasión el arquitecto debe esforzarse por olvidar, por pensar que se equivoca y que, esta vez, quizás, la arquitectura no sea una bazofia. El estado de inocencia que supone este desvarío es el que permite trabajar con un mínimo de esperanza. Si no se logra, si existe la duda, es fácil caer del otro lado de la balanza.
Ese estado de inocencia debe ser conquistado, porque uno debe perdonar a todos los arquitectos que tuvieron el valor de hacer arquitectura antes que uno y explorar caminos que parecen ya agotados, perdonarse a sí mismo y a sus propios fracasos. Perdonarse incluso los éxitos. Uno debe olvidar y empezar con energías renovadas. Esa es una tarea al alcance de pocos: Hejduk, Mies en su juventud, Brunelleschi, todo Alvar Aalto y Van Eyck, Miralles...
Siza puede decir que la arquitectura es una mierda porque su vejez, su experiencia y su conocimiento profundo de lo que es el esfuerzo de producir arquitectura ocasiona un sufrimiento sin retorno que lo compense. Sin embargo bendita la inocencia conquistada en cada una de sus obras que muestra un lado infantil y gozoso. Es la inocencia la que le permite llegar a hacer volar la arquitectura como el que vuela algo imposible, como un juego absoluto. Hay que perdonarse mucho a uno mismo para producir arquitectura desde este lugar recién inaugurado. Con cada obra de Álvaro Siza, sólo en ese estado de costosa inocencia, se dice en realidad y contradiciendo a Siza mismo, que la arquitectura no es una mierda.
(1) “He estado pensando de veras sobre tus dibujos. Ya sabes, yo soy arquitecto, pero la arquitectura es una mierda”. Entrevista a William Curtis por Pedro Torrijos, Jot Down Magazine, nº 12.
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28 de septiembre de 2015
TODA OBRA ES UN AUTORRETRATO
“Toda obra – sea literatura o música o pintura o arquitectura o cualquier otra cosa- siempre es un autorretrato”, dijo Samuel Butler. Tal vez. Aunque en el caso de la arquitectura es mucho presuponer: ¿autorretrato de quién? ¿del promotor, de la sociedad, acaso del arquitecto?
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.
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21 de septiembre de 2015
SOBRE LA AVARICIOSA MIRADA DEL ARQUITECTO
Todo arquitecto es un obseso de los puntos de vista porque sabe que su oficio es un arte del mirar avaricioso.
Esta codicia del mirar - en realidad basada en una codicia inconfesable de la forma - nace de contemplar la realidad como el que visita una almoneda incesante, donde se ofrecen posibilidades sin fin para la adquisición de gangas. Por eso el arquitecto visita secretamente los sitios con el hambre del usurero o del cazador de recompensas. En los sitios, baja la cabeza o la ladea para ver la perspectiva más pura o más transgresora, busca, extrañamente, otra mirada y trata de colarse a ver hasta el último rincón de todo. Esa es la explicación de su anómalo y hasta inexplicable comportamiento social cuando se viaja con ellos.
Esta deformación, esta intrínseca tara profesional, tiene su origen en que una ligerísima variación en el punto de vista trasforma el objeto y le añade la posibilidad de ser otra cosa. Se trata de una obviedad, sin embargo el arquitecto lo usa como un instrumento profesional tan útil para él como un lápiz o una papelera. Por supuesto esto no conlleva que en arquitectura todo dependa del punto de vista, sino más bien que la arquitectura se despliega en cada nuevo punto de vista, como una posibilidad de pensar arquitectura.
Desde luego no todos los puntos de vista pueden ser preparados en la arquitectura, por eso las visiones accidentales, capaces de hacer soñar al arquitecto con algo muy distinto, son responsabilidad del propio mirón. El punto de vista cuerpo a tierra, el punto de vista que hace desaparecer el sustento de la forma, el punto de vista del aeroplano, el punto de vista en forzado escorzo, el punto de vista en un reflejo, etc… Cada punto de vista es una posibilidad de la forma para abrirse a otros desarrollos. En este sentido, cada punto de vista vertido sobre la arquitectura que encontramos en cada esquina es una prospección a un territorio virgen.
Siendo más precisos, estos puntos de vista escondidos, tendenciosos sin llegar a ofrecer una lectura clara de una obra se fundan en la simbiosis del objeto y la mirada, y construyen un conjunto indisociable. Puede que por eso mismo, para un arquitecto son las únicas imágenes que quizás merezca la pena venerar, porque son las únicas que son imágenes-puerta a otros espacios y recodos de su hacer.
Fachadas que son paisajes, plantas convertidas en secciones, puertas convertidas en edificio… Escaleras maravillosas y delicadas, como estas de Carlo Scarpa, que gracias a un punto de vista alterado florecen en la imaginación como una posible torre…
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14 de septiembre de 2015
CONCENTRACIÓN
De espaldas, el arquitecto parece muy solo y pequeño para la blancura y el tamaño de semejante escenario. El brazo articulado del tecnígrafo y de las numerosas lámparas se asemejan a ampliaciones robóticas de su cuerpo. Puede que por eso el arquitecto, en esa segunda mirada, quizá no esté tan solo sino que se encuentra allí con la naturalidad del que comanda el espacio necesario para manejar esos cacharros, igual que el capitán de un submarino cuando ordena una inmersión.
Dibuja en solitario y sin que nada parezca distraerle. La imagen resume un estado de soledad productiva donde late cierta concentración invisible. El arquitecto sigue de espaldas a todo lo que no sea el fondo de ese tablero que está a pocos centímetros de sus narices. La pequeña figura negra permanece surcando con su pensamiento un paisaje intangible, algo a construir en el futuro. Por eso la figura parece sumergida en algo espeso, en un líquido difícil de surcar si no fuese por la solidez de esos aparatajes, de ese tablero blanco y esas ortopedias que son las reglas, los lápices y la papelera.
Un papel en ángulo asoma tras su cabeza, como la aureola que luciría un santo geómetra.
No cabe imaginar nada que pueda distraerle.
Seguro que José Antonio Corrales no se volvió ni siquiera con el ruido metálico y sordo del clic de la cámara al retratarlo.
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7 de septiembre de 2015
ARQUITECTURA, EN REALIDAD
Hoy que contemplamos ediciones sin fin de realities televisivos en ediciones y formatos impensables, hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a la tecnología social, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad como el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.
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31 de agosto de 2015
SOSTENER EL PESO, SOSTENER LA MIRADA
Cuenta la leyenda recogida por Vitruvio que los habitantes de la ciudad griega de Caria fueron exterminados durante las Guerras Médicas por una mala alianza con los Persas, y sus mujeres convertidas en esclavas y condenadas a llevar pesadas cargas. Desde ese instante se las representó como tales en las columnas de los edificios… Desde entonces las cariátides han servido para sujetar con gracia arquitrabes y servir de ornamento a las obras más dispares, a pesar de la poca gracia que supone representar una esclavitud.
A su lado Charlotte Perriand, arquitecta y diseñadora de renombre, firme colaboradora de Le Corbusier, con su espalda al aire, libre de cargas por aquellos años treinta, juvenil, se muestra exhibiéndose ante el paisaje como una cariátide moderna, aunque de modo mucho más ligero que aquellos pedazos de mármol antiguo.
Soportar un peso y representarlo es un hecho trascendente para la arquitectura. Mostrarse dependiente de esa carga o sustentarla en mármol es significante porque la libertad, a primera vista, parece un concepto filosófico, político y ético, más que arquitectónico. (Curiosamente libertad y peso en arquitectura son conceptos más vinculados hoy que lo son la libertad y la forma).
En relación a la múltiple direccionalidad que muestra el soporte dórico, o a los dos ejes que marcan los órdenes jónico y el corintio, esas columnas o el topless de la jovencita Perriand marcan una única dirección arquitectónica. Como la quilla de un barco, esas espaldas nos obligan a mirar perpetuamente hacia el frente. En el Erecteion de la Acrópolis griega esas columnas se perpetúan mirando hacia adelante sin otras expectativas que la del mirar hacia adelante mismo. Hasta las cariátides que permanecen en los laterales de esa terraza miran hacia la misma dirección que sus compañeras contraviniendo la lógica de ese espacio.
Curiosamente la belleza de esas dos situaciones paralelas está en el mirar con una energía que nos mira en dos direcciones: la dirección vertical de la fuerza de la gravedad y la horizontal de esas espaldas que son espaldas-ojo. Unas imágenes que confrontan pesos y miradas. Espaldas que dicen que deben ser vistas porque marcan direcciones, sea hacia el Partenón o el paisaje infinito. Porque toda mirada es directriz de un horizonte y toda figura vertical se refiere a un peso invisible. Para la arquitectura éstas no son enseñanzas menores.
Quien así entienda esto puede sentir que la dirección forzosa de la vista puede resultar tan dolorosa como la del peso. Y que la esclavitud real de todas esas damas antiguas estaba tanto en soportar cargas como en mantener una mirada sin descanso.
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24 de agosto de 2015
SOBRE LO FEO EN ARQUITECTURA...
“¿Qué tenía aquella obra que por muy fea y fracasada que era no permitía reírse de ella, ni de su arquitecto?”. Esta pregunta, formulada por un amigo italiano de José Antonio Coderch cuando la visitaban juntos, no deja de contener una dosis de optimismo y un tormento. Algo había quedado del esfuerzo de quienes hicieron aquel edificio, también del arquitecto, que hacía que aquello, por muy feo que resultase, no pudiese sino mirarse con cierto respeto. La obra era fea, quizás insignificante, pero no risible. El único motivo que encontraba Coderch para esta falta de ridículo estaba en que el trabajo acumulado y el esfuerzo habían quedado arraigados, misteriosa e inexplicablemente, en las paredes de lo edificado.
Tan costosa resulta la arquitectura en términos de esfuerzo humano que aunque el resultado sea frustrado, aunque todo resulte anodino y sin gracia, aunque no aparezca ni un rincón con garbo o buen gusto, se hace difícil no ver latir el esfuerzo de los artesanos, obreros y capataces que lo realizaron. Por mucha desgana que haya en una obra, siempre, al menos, existirá el sudor y esfuerzo de quienes la hicieron. Lo que quizás dignifica el resultado.
Pero todo tiene un límite.
Porque es un hecho que la arquitectura puede también resultar ridícula.
Lograr que una obra resulte verdaderamente fea es algo costoso. Tal vez resulte incluso meritorio. El “brutalismo” de los años 70, no era, a fin de cuentas, sino el esfuerzo por magnificar lo desahuciado: fueran eso las instalaciones, el baboso hormigón o los churretes de suciedad deslizando por una fachada siempre demasiado gris.
En el extremo contrario, por mucho exceso de decoración, por mucha vulgaridad que contenga una barandilla o un enrejado, el contemplar las energías puestas en ese punto hace que todo pueda ser mirado con ojos diferentes. Porque allí hay, sin más, tiempo irrecuperable, depositado directamente por la vida de otro ser humano.
Pienso maliciosamente, por eso, y una vez desaparecida toda posibilidad de ver el tiempo invertido por un hombre en un tema o una obra gracias a la industria, a la computación o la técnica, si se ha vuelto hacer posible una arquitectura donde lo feo y lo risible encuentren un espacio de coincidencia…
Tan costosa resulta la arquitectura en términos de esfuerzo humano que aunque el resultado sea frustrado, aunque todo resulte anodino y sin gracia, aunque no aparezca ni un rincón con garbo o buen gusto, se hace difícil no ver latir el esfuerzo de los artesanos, obreros y capataces que lo realizaron. Por mucha desgana que haya en una obra, siempre, al menos, existirá el sudor y esfuerzo de quienes la hicieron. Lo que quizás dignifica el resultado.
Pero todo tiene un límite.
Porque es un hecho que la arquitectura puede también resultar ridícula.
Lograr que una obra resulte verdaderamente fea es algo costoso. Tal vez resulte incluso meritorio. El “brutalismo” de los años 70, no era, a fin de cuentas, sino el esfuerzo por magnificar lo desahuciado: fueran eso las instalaciones, el baboso hormigón o los churretes de suciedad deslizando por una fachada siempre demasiado gris.
En el extremo contrario, por mucho exceso de decoración, por mucha vulgaridad que contenga una barandilla o un enrejado, el contemplar las energías puestas en ese punto hace que todo pueda ser mirado con ojos diferentes. Porque allí hay, sin más, tiempo irrecuperable, depositado directamente por la vida de otro ser humano.
Pienso maliciosamente, por eso, y una vez desaparecida toda posibilidad de ver el tiempo invertido por un hombre en un tema o una obra gracias a la industria, a la computación o la técnica, si se ha vuelto hacer posible una arquitectura donde lo feo y lo risible encuentren un espacio de coincidencia…
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17 de agosto de 2015
LA TRAMOYA DE LA FORMA
La escultura de Frédéric Auguste Bartholdi, señora descomunal y serena que representa la libertad iluminando al mundo, fue un regalo que atravesó por piezas el atlántico y encontró sustento en la estructura diseñada por Gustave Eiffel. La historia contenida en la estatua son las historias de cómo hacer diplomacia con un regalo, de cómo conseguir financiación para algo sin un uso, y de cómo sustentar una forma fuera de su tamaño natural.
De hecho el sacar las cosas de su tamaño natural es un viejo problema para la escultura. La mitológica figura de Coloso de Rodas como faro, o del Caballo de Troya como residencia temporal de Odiseo y otros guerreros griegos, son obras con idénticas aspiraciones y funciones que las atribuidas tradicionalmente a la arquitectura, y consecuentemente, con idénticos problemas por mucho que fuesen consideradas esculturas.
En realidad en el problema del tamaño y de la necesidad de un andamiaje entra en juego el rigor disciplinar de la arquitectura. La estructura interna se convierte en un espacio ligero pero necesario para sustentar la forma antes que para dar cobijo a turistas. No es solamente una metáfora que lo que sustenta la libertad no sean las treinta y una toneladas de cobre sino las ciento veinticinco de acero que sirven de andamiaje. O ni siquiera eso. Es el aire entre esos travesaños y tirantes de acero roblonado lo que sustenta la libertad.
Por eso el contemplar esa tramoya, lo que no se ve, los intersticios de la forma, tiene un raro encanto que supera con creces el de asomarse por las ventanas en su coronación cuando aquello era posible. Es el encanto del mirón de interiores, del vouyeur pertrechado con rayos X.
Mirar esas entretelas resulta igual de indecoroso que ver las enaguas de una dama, y sin embargo en ese aire interpuesto es donde se sustenta la verdadera libertad, y no sólo la libertad de la forma. Porque la verdadera estatua a la libertad es el aire invisible que queda entre las cosas.
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10 de agosto de 2015
DEFORMAR
El edificio de Luigi Moretti en el Corso Italia, en Milán, con su quilla blanca en vuelo, asomando sobre la calle como una piedra, afilada y pesada es una buena muestra de lo que significa "deformar" en arquitectura.
Esa deformación se muestra con elocuencia en el peso ciego sobre el débil zócalo de vidrio que al recibir su carga se eleva, se desplaza y se vuelve dinámico y expresivo. Algo que establece un fuerte vínculo con el talento barroco de la carne violentada en la escultura, digamos, de un Bernini en el “Rapto de Proserpina". Allí la presión sobre la musculatura y la piel hacen que no sólo el terror del rapto se haga presente en esa deformación, sino que de pronto el conjunto adquiera vitalidad y muestre un instante de lucha congelado.
Del mismo modo, la obra de Moretti es el retrato de un momento semejante. Durante un segundo se ha depositado una carga brutal sobre una pieza de exquisita arquitectura y ésta se ha modificado, se ha deformado salvajemente por el peso de la pieza superior. A punto de que lleguen a aparecer fisuras y grietas sobre la materia, a punto de que los vidrios estallen debido al peso, todo se detiene en el ese instante que retrata la tensión de una forma.
Ese gesto, sumado al buen diseño del conjunto, es una rareza, incluso para el propio Moretti, porque enseña un particular reverso escultórico de su arquitectura en relación al tiempo. Una cualidad paradójica porque ya por definición la arquitectura es de por si, el retrato del tiempo, aunque de un tiempo más amplio, casi histórico. Sin embargo aquí es capaz de mostrarse, además, como la descripción de un instante mismo. Ese recipiente de dos tiempos, el tiempo de 1956 sumado por un tiempo congelado de la forma es un descubrimiento, luego apenas empleado por Moretti.
Como esos relojes que se detuvieron en catástrofes apocalípticas del pasado, y que simultáneamente muestran la historia y el minuto en que todo se detuvo, esta obra contiene, en esa deformación, algo atemporal.
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3 de agosto de 2015
LA ARQUITECTURA ES UN JUEGO DE NIÑOS
Los niños, desde que la humanidad lo es, juegan a la arquitectura con una pasión descomunal. La sucesión de construcciones, de torres, de cabañas y de cuevas hacen de los seres humanos unos arquitectos y constructores antes de llegar a su madurez. Y sin embargo algo de ese disfrute se pierde por el camino. Algo de la potencialidad de esos juegos se desperdicia y malogra cuando, luego, de adultos, las casas que habitamos con sudorosas hipotecas y créditos sin fin, no contemplan nada de aquellos aprendizajes impúberes.
Y esto da que pensar.
El sentido de la construcción, intuitivo, donde unas piezas y materiales se cosen sin una estricta necesidad funcional o sin el rigor que la gravedad impondría a los mayores tamaños que debe soportar la arquitectura "adulta", se hace presente en los juegos infantiles. Pero el sentido de lo interior, de un “dentro”, de la protección de un muro, de las entradas y los techos estaba ya presente, y basta con ahondar en la consciencia, técnica y oficio de esos descubrimientos para ser prácticamente arquitecto. Eso y saber lo que es, en absoluto, la arquitectura.
Debe exigirse a cada obra, por tanto, un lugar para esa función olvidada de los juegos de construcción: cada arquitectura debe poder recordar a sus habitantes ese divertimento, ese aprendizaje olvidado, arrinconado en la memoria. Cada obra está obligada a apelar en algún lugar a esos juegos de construcción aparentemente superados con el tiempo. Porque el juego de la arquitectura sirve también para recordarnos a nosotros mismos jugando a la arquitectura, y a veces esto es otra manera de dar cobijo. En la manera cómo recordamos la casa de la infancia y sus olores, o el aroma de una magdalena, puede encontrarse renovados sentidos a lo que habitualmente esperamos de la simple arquitectura diaria.
Y esto da que pensar.
El sentido de la construcción, intuitivo, donde unas piezas y materiales se cosen sin una estricta necesidad funcional o sin el rigor que la gravedad impondría a los mayores tamaños que debe soportar la arquitectura "adulta", se hace presente en los juegos infantiles. Pero el sentido de lo interior, de un “dentro”, de la protección de un muro, de las entradas y los techos estaba ya presente, y basta con ahondar en la consciencia, técnica y oficio de esos descubrimientos para ser prácticamente arquitecto. Eso y saber lo que es, en absoluto, la arquitectura.
Debe exigirse a cada obra, por tanto, un lugar para esa función olvidada de los juegos de construcción: cada arquitectura debe poder recordar a sus habitantes ese divertimento, ese aprendizaje olvidado, arrinconado en la memoria. Cada obra está obligada a apelar en algún lugar a esos juegos de construcción aparentemente superados con el tiempo. Porque el juego de la arquitectura sirve también para recordarnos a nosotros mismos jugando a la arquitectura, y a veces esto es otra manera de dar cobijo. En la manera cómo recordamos la casa de la infancia y sus olores, o el aroma de una magdalena, puede encontrarse renovados sentidos a lo que habitualmente esperamos de la simple arquitectura diaria.
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27 de julio de 2015
LO QUE NO ES RONCHAMP
Edificada por Le Corbusier en 1954, la iglesia de Ronchamp desborda lo que es propiamente la iglesia de Ronchamp. La capilla está construida sobre mucho más que la materia desechada de la anterior iglesia y las ruinas del propio Le Corbusier blanco e inmaculado de sus cinco puntos. Tal vez por eso el proyecto de Ronchamp es lo que es gracias a lo que perdió por el camino, su pasado y sus momentos invisibles y olvidados. O dicho de una vez: todo lo que es Ronchamp lo es, sobre todo, por una especie de molde perdido...
El mismo proyecto de Le Corbusier para esta capilla es algo incompleto ya que no construyó el podio con forma de media luna que hubiese servido de grada a los peregrinos, (pero que también habría aislado la iglesia visualmente desde el ascenso a la colina donde se asienta). Aquella grada es parte de eso que no es Ronchamp, y sin embargo la conforma indirectamente como un vaciado.
De igual modo, lo que no es Ronchamp es la pirámide de la paz, una mano abierta de ruinas, construida con los restos de la iglesia previa sobre la que se edificó. (En realidad esa pirámide es un resto de un resto, puesto que en los muros de la obra de Le Corbusier sólo se reciclaron parte de sus escombros).
Lo que no es Ronchamp son las tres campanas sin campanario que sobre un andamio de acero diseñó ese herrero notable que era Jean Prouvé que se encuentran en un lateral poco visible.
Lo que no es Ronchamp es también la casa del peregrino, sede de encuentros y ruina prematura de hormigón olvidado en la base de la colina.
Lo que no es Ronchamp es ese “objeto de reacción poética” que era el caparazón sobre la mesa del arquitecto que presumía de haber servido para su inspiración.
Lo que no es Ronchamp son los andamios, los agujeros que a modo de estrellas crean ese manto para la escultura de la virgen de su fachada.
Lo que no es Ronchamp es el pino que permaneció plantado en la cubierta durante gran parte de la obra y que luego misteriosamente desapareció.
Lo que no es Ronchamp es el pino que permaneció plantado en la cubierta durante gran parte de la obra y que luego misteriosamente desapareció.
Lo que no es Ronchamp es ese lucernario de villa Adriana que Le Corbusier dibujo y admiró un octubre de 1910 y que mágicamente rescató en esta obra cincuenta años después.
Lo que no es Ronchamp es el pequeño monasterio de monjas que, soterradas, se erige en una ladera en un proyecto invisible de Renzo Piano.
La iglesia de Ronchamp es algo construido doblemente en negativo, porque no es más que un profundo vacío, molde de esa montaña enterrada que parece rodearla. Porque Ronchamp no deja de ser una cueva por mucho que lo que esté en su exterior no sean millones de toneladas de piedra, como hubiese sido el inicial deseo de Le Corbusier para una capilla dedicada a la maternidad.
Ronchamp es precisamente lo que es, gracias a lo que no es Ronchamp.
Ronchamp es precisamente lo que es, gracias a lo que no es Ronchamp.
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20 de julio de 2015
DISFRUTAR LA ARQUITECTURA
Hay que ser muy gamberro, algo irreverente y bastante libre de prejuicios para deslizarse con esquíes por las pendientes inmaculadas de la obra del Rolex Center de los arquitectos Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa.
Ahí tienen ustedes, a estos esquiadores ocasionales, disfrutando de esas pendientes interiores, dilapidando felizmente todo lo que de seriedad esclerotizante y mal entendida tiene la arquitectura. Ahí tienen a estos jóvenes, ejerciendo de críticos de arquitectura con mayor eficacia que la lograda por unas cuantas decenas de miles de sesudas palabras en los congresos y revistas indexadas más prestigiosas del planeta.
Resulta refrescante poder ver las posibilidades de la arquitectura, así, con algo de ingenio y sin exceso de aparato (1).
Resulta refrescante poder ver las posibilidades de la arquitectura, así, con algo de ingenio y sin exceso de aparato (1).
Podría hablarse de la importancia de esa obra de Sanaa para evitar semejante herejía. Se podría argüir sobre la necesidad de las pendientes que sirven de separación entre los usos sin tabiques y no para semejante cachondeo. Se podría argumentar incluso a favor de esos esquiadores y su buena compresión de la obra en cuanto a la relación existente con el “factor lúdico” de los suelos inclinados y la función oblicua propuesta por Parent y Virilio en el siglo pasado. Se podría mencionar esa progenie de los suelos en pendiente rescatada para la arquitectura de mano de Rem Koolhaas en su influyente proyecto para la biblioteca de Jussieu. Se podría hacer una historia de los suelos en pendiente, hasta una enciclopedia, y todo sería largo y tal vez hasta tedioso... Pero, ¡ay de estos esquiadores!, que parecen decir, sin más, que la arquitectura está abierta a ser empleada como los habitantes gusten: con plena y completa libertad, incluso hasta violentarla. Y que ya la arquitectura se cuida sola, como esos animales domésticos, grandes y tranquilos, que dejan que sobre ellos se encaramen los niños sin inmutarse. Y que no se necesitan airados arquitectos guardianes, cancerberos, que espanten a los habitantes blandiendo argumentos para asustarles con el consabido “eso no se toca”, “eso no se pisa”, "eso no se hace"…
Bendita la soledad de los edificios sin la presencia de quienes los hicieron.
(1) Estas imágenes de Johann Watzke, Anne-Fanny Cotting & Aurélie Mindel, son parte de un proyecto sobre los usos de éste edificio promovido por EPFL y el propio Rolex Center.
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13 de julio de 2015
MANGIAROTTI, LA TERCERA LINEA
De la tercera línea de maestros de la arquitectura del siglo XX no se habla, salvo en esos cenáculos tenuemente iluminados que son los círculos de especialistas o los corrillos universitarios de posgrado. Sin embargo entre los pocos seguidores que ostenta ese desconocido grupo de arquitectos notables, se puede comprobar una fe inquebrantable que los anima a continuar con esos ritos sacrificiales dedicados al talento puro.
En uno de sus altares, se erige una ofrenda continuada a Angelo Mangiarotti y a Bruno Morassutti, arquitectos casi innombrados en las escuelas de arquitectura, por motivos que a uno se le escapan y que solo cabe atribuir al olvido antes que a una calculada ignominia docente. El caso es que Mangiarotti y Morassutti, conformaron una de esas parejas, breve pero imprescindible, para comprender lo más provechoso de la arquitectura italiana de la posguerra milanesa.
Cada uno por separado, ya valiosos, cuando se encontraron en el estudio BBPR sus capacidades resultaron aún más ricas e indiferenciables. Angelo Mangiarotti, tras un periodo de formación cercano a Konrad Wachsmann en el IIT de Chicago y por otro lado Bruno Morassutti, colaborador de Scarpa y luego de Frank Lloyd Wright en Taliesin, realizaron durante los apenas cuatro años que duró su breve periodo de colaboración, estructuras que conservaban una innegable familiaridad e ingenio con las de su compatriota Pier Luigi Nervi aunque con el añadido del tema de la prefabricación. Dicha colaboración, hasta el año 1958, supuso para ambos un aprendizaje de mayor dimensión que lo que cabe encontrar de la obtenida de su cercanía a sus maestros Wright y Wachsmann…
Juntos erigieron la iglesia de Baranzate, el bloque de viviendas en Vía Gavirate y el de Vía Quadronno en Milán. La iglesia de Nostra Signora della Misericordia es una obra maestra poco recomendada.
Una vez separados, Mangiarotti y Morassutti trabajaron sin disminuir su talento.
Mangiarotti se especializó en obras y diseños de puro ingenio donde el encastre hacía que todo interactuase. Como esta de la imagen para el depósito Splügen Bräu, en Mestre. O como puede observarse en cualquiera de sus muchos diseños de mesas, donde parece que más que otra cosa hubiese descubierto un pegamento mágico y evidente: la fuerza de la gravedad.
Por esos descubrimientos, decíamos al comenzar, unos pocos le recuerdan. Con el paso del tiempo en arquitectura apenas hay quien continúe haciendo ofrendas en altares vacíos. El de Mangiarotti y Morassutti continúa recibiendo secretos homenajes.
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6 de julio de 2015
LA FIRMA DEL ARQUITECTO
Durante los periodos heroicos de la modernidad puede que el primer proyecto de un arquitecto fuera la acción constitutiva de uno mismo: su firma. En algún momento de su carrera, como si fuese un verdadero primer proyecto, Le Corbusier o Mies van der Rohe hicieron lo propio con esos nombres y garabatos. La firma de un arquitecto significó entonces, además del establecimiento de un nombre, algo bien diferente. Tal vez no más complejo que lo que significa para un notario. Tal vez no tan insondable como lo es para un artista o un artesano.
Sin embargo el sentido de la firma de aquel arquitecto recién nacido moderno no era precisamente el mismo que tenía para Picasso o Velázquez. El artista con cada rúbrica depositada sobre la obra, certifica su autenticidad. De hecho, falsificar el estilo o los temas de un artista no es aun hoy un delito, aunque si lo sea falsear su firma. Gracias a la firma, la obra de arte nos envía un mensaje doble: primeramente que la obra aspira a reconocerse como obra, y obra de arte; en segundo lugar, afirma que sobre ella estuvo el cuerpo y el talento depositados allí por el artista. Por eso, y de alguna manera, con cada firma el artista vende su cuerpo. Cada firma es, en el arte, una especial manera de “prostitución” ha dicho Barthes con algo de malicia.
Sin embargo, y ya que el arquitecto no puede vender la huella que su cuerpo dejó sobre la obra, dado que no construye por sí mismo la arquitectura, ¿qué significó pues la firma de esos pioneros?. Melodramáticamente con su firma el arquitecto no vendía otra cosa que su derecho a la libertad, su responsabilidad y su prestigio. En fin, con su firma el arquitecto no vendía un cuerpo, sino quizás algo peor.
La firma del arquitecto, aun hoy, es un signo de la responsabilidad que asume. Firma, y con ese acto asume la carga no de su obra, ya que ésta no es de su propiedad, sino la de haber contribuido, mal que bien, a ella.
La firma significaba asumir una responsabilidad, semejante a la que se asume respecto a una progenie...
Una línea extraordinariamente recta, bajo el nombre de Le Corbusier. Una R sobradamente mayúscula en el apellido de Mies… No cabe ver hoy en esos trazos las firmas de unos meros artistas, sino los enigmáticos signos de una extraña pero valiosa forma de compromiso con lo ejecutado. Seguramente lo que representan esos signos, esos leves rasguños, fuera uno de los pocos motivos a los que aquellos arquitectos debían su pervivencia...
Una línea extraordinariamente recta, bajo el nombre de Le Corbusier. Una R sobradamente mayúscula en el apellido de Mies… No cabe ver hoy en esos trazos las firmas de unos meros artistas, sino los enigmáticos signos de una extraña pero valiosa forma de compromiso con lo ejecutado. Seguramente lo que representan esos signos, esos leves rasguños, fuera uno de los pocos motivos a los que aquellos arquitectos debían su pervivencia...
Cabía esperar que tras la firma, tras ese primer proyecto de un arquitecto moderno, vendría el resto. Empezando por el proyecto de una silla y luego el de una casa (1).
(1) COLOMINA, Beatriz, “A Name, then a Chair, then a House. How an Architect Was Made in the 20th Century”. Harvard Design Magazine, nº 15, 2001.
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29 de junio de 2015
TRES FORMAS DE ACOTAR LA ARQUITECTURA
En arquitectura hay tres maneras de acotar. La primera es bien conocida pero no deja de ser sorprendente y una extraordinaria fuente de pensamiento. Es la empleada por la métrica que establece relaciones, sea en centímetros, pies, kilómetros, pulgadas y sus líneas de referencia entre los objetos. Ejemplos maravillosos de las ventajas que esto representa para la arquitectura son los ejercicios de este Laoconte retorcido pero mesurado, despiezado gracias a las líneas que lo atenazan y controlan, (o el celebérrimo ejercicio de Enric Miralles sobre “cómo acotar un croissant”). Sólo dominando su métrica, parece decirnos Miralles o ese tratado de anatomía, puede construirse el objeto de la arquitectura. Sólo mediante el control de la distancia y el rigor es posible ver nacer la forma fuera de un papel. En este estado de cosas, el trabajo de acotar es equivalente al del agrimensor y del cartógrafo, que por medio del trazado de un “mapa” expropian un territorio para sí mismos, a la vez que se vuelven capaces de comunicarlo.
El segundo modo de acotar una obra de arquitectura, ejemplificado nuevamente en este Laoconte de William Blake es mediante la palabra. La interposición de conceptos alrededor de su retorcida figura de mármol, sea en hebreo, griego o en inglés, el desvelamiento de los motivos, de la historia o de la materia, que como una nebulosa es capaz de tratar de representar lo invisible, se muestran como el principio de la tarea crítica. Un sentido primordial y a veces olvidado de la crítica es acotar la arquitectura. Poner a la vista su sentido correcto y profundo. Aunque este sistema de anotación sea flexible, y deba someterse a sí mismo a un proceso de actualización constante. Porque la métrica que ofrece la labor del crítico alrededor de la obra de arquitectura es la de una vara de medir que varía con el tiempo y sufre la responsabilidad de aportar nuevas maneras de ver con cada época.
Por último y por no defraudar esa tercera forma de acotar prometida en el título, se encuentra la manera de acotar del proyectar, que puede ser ejemplificada también en la historia de esta escultura del Laoconte. Aunque para ello haya que hacer algo de historia.
La obra del Laoconte, descubierta bajo seis brazos de tierra una mañana de invierno de 1506, cercana a los restos de la Domus Aurea de Nerón, causó un revuelo considerable en Roma. Por orden del papa Julio II, fueron a examinarla Miguel Angel y Sangallo quien en seguida reconoció que era el grupo escultórico al que se refería Plinio en su “Historia Natural”. A la escultura, deteriorada en sus detalles pero por otro lado bastante completa, sólo le faltaba el determinante brazo derecho clave para la interpretación del sentido completo de la obra.
Sobre la ausencia de ese brazo se erigió una fabulosa historia de reconstrucciones que culminó en un anticuario de Roma, casi cuatro siglos más tarde, cuando fue descubierto el brazo original por Ludwig Pollac, y más tarde restaurado a su lugar por Filippo Magi en 1957.
El caso es que de todas las hipótesis, la primera, de Miguel Ángel se acercó misteriosa y maravillosamente a la real. Tras su brazo de cera, los de Baccio Bandinelli, Montorsoli, Agostino Cornacchini y Canova no habían contraído ese miembro hacia la figura protagonista del grupo, flexionándolo del modo dramático y a punto de rendirse, como lo había hecho el proyectado por Buonarroti. Ese brazo como miembro extendido, más o menos inclinado y en las más canónicas y sabias posturas, pero sin el mismo grado de dramatismo, puede contemplarse en multitud de grabados y copias, incluyendo las bellamente acotadas por medidas y palabras del tratado de anatomía de 1780 o de William Blake de 1815.
Esta tercera manera de acotar, ejemplificada por ese brazo perdido de Miguel Angel, es la de acotar con el proyecto mismo, la del entendimiento profundo y de la consecuente propuesta física y tangible. Porque la arquitectura acota el lugar, la materia y el tiempo en los que interviene del mismo modo y con el mismo carácter que el demostrado con ese brazo fantasma.
Como puede comprenderse, de todas las formas de acotar, sólo en esta última pierde su carácter instrumental para convertirse en algo bien distinto. Porque acotar no es sólo poner cotas, poner coto, limitar, sino que para la arquitectura significa, también, expandir, completar ese algo ausente que es el lugar, la cultura o el tiempo, hasta darle sentido.
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22 de junio de 2015
EL OLVIDO QUE SEREMOS
La arquitectura está condenada a caminar en la interinidad del presente. Por mucho que se haya hablado de la capacidad profética de algunas arquitecturas, por mucho que se hayan empleado con más verborrea que razón expresiones como, “un adelantado a su tiempo”, la imposibilidad de adelantarse al calendario en arquitectura es un hecho probado. Esa incapacidad es la que provoca que hasta las utopías hayan siempre acabado como sueños inocentes sobre un porvenir que siempre llegó a destiempo.
El arquitecto trabaja sobre una delgada línea temporal y por mucho que su producción se empeñe en rememorar el futuro, está llamado a fracasar. Prueba de ello es que las profecías apenas se han cumplido. Ni siquiera la casa del futuro seguramente más célebre, de Alison y Peter Smithson, construida en 1956, llegó a su porvenir el año 1981. Aquella casa del futuro sigue siendo hoy una casa de 1956.
Como resultado de tales imprecisiones, ya ni siquiera el intento por surfear por esa erizada e inestable cresta del presente llamada vanguardia, resulta verosímil para los arquitectos en los términos de avance y de punta de lanza en que muchos aún la plantean con una fe inmisericorde. En realidad el no ser de su tiempo, el llegar ligeramente tarde - fuera eso una década o unos años si no estaba tan mal- fue la acusación predilecta de los críticos de los años setenta para descalificar una obra.
(La única crítica solvente que se hizo al proyecto de Torres Blancas del arquitecto Sáenz de Oiza fue motivada por esa tardanza).
Sin embargo ese ir “hacia una arquitectura” que en los comienzos de la modernidad era sólo un vector hacia un lugar prometido, se ha ido transformando en un tipo diferente de avance con el paso de los años que aun impregna el propio sentido de la arquitectura como máquina de retratar su tiempo. Hoy sólo mirar hacia delante no garantiza ser la vanguardia.
Por eso, precisamente, el caminar hacia ese horizonte temporal mirando a nuestras espaldas, del dibujo de Saul Steinberg, es una imagen poderosa para esta profesión de constructores sin obras. Poco más que una docena de líneas son capaces de simbolizar esa extraña configuración bifronte del actual presente de la arquitectura. Un bello símbolo también para ser conscientes, como diría Borges, del "olvido que seremos”.
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15 de junio de 2015
MANUAL DE REHABILITACION
Los parches de acero, las grapas sujetando esos velos de vidrio y sus encuentros son una declaración de guerra. No hay calma, ni nada que se le parezca, en esta obra del noruego Sverre Fehn en el museo Hedmark, en Hamar. Existe una tensión no disimulada en cada rincón. Una tensión áspera entre cada una de las formas proyectadas y cada viejo muro. Existe una tirantez invisible en todas sus escalas posibles. Y sin embargo, esa dureza logra trasmitir algo no conflictivo. Casi pacífico. Como si la obra hubiese restablecido una especie de equilibrio, de reposo.
Puede verse así la paradoja a que toda rehabilitación está convocada. Una paradoja que se debate entre congelar un estado de deterioro o restituir una ficción del pasado. Entre esas dos aguas bascula la restauración como disciplina desde Viollet le Duc y William Morris, o desde la llevada a cabo en el Coliseo romano a principios del siglo XIX, primero a manos de Rafael Stern, cuando detuvo la inminente ruina en que se había convertido ese monumento mediante el relleno de ladrillo como un lienzo continuo y sin aparentes matices, y luego por Giuseppe Valadier, cuando restituyó los últimos tramos de arco y propuso una pedagogía de lo que había sido aquella obra en su esplendor.
El resultado de la combinación de ambas dificultades puede encontrarse en este proyecto edificado en una colina de Noruega hasta resultar un completo y ejemplar manual de rehabilitación.
Cientos de espacios aparecidos en cada esquina ejemplifican esa lucha. Pero en esta imagen se intuye el origen de su tranquilo misterio. La cristalera de ese hueco irregular se despieza, luego se cose, como las grapas de los tambores de las viejas columnas griegas, algo inmaterial se sutura entre la nueva construcción y la vetusta fábrica medieval. La pasarela de hormigón aérea y curva es parte del problema de la partición del vidrio. Las puertas son nuevamente de ese material que nos permite ver pasar los viejos muros y los nuevos a su través. Esos vidrios sin juntas se acoplan, seguramente con problemas. Hasta lo nuevo está en conflicto consigo mismo.
Porque el tema de este museo es el compromiso de la materia y no con el tiempo. En realidad y pensándolo bien, tal vez ese sea el problema de toda rehabilitación, que no está en la veneración ciega hacia lo antiguo, sino en una superior y mayúscula devoción hacia la materia y su memoria.
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8 de junio de 2015
PROYECTAR ES UN VERBO EN FUTURO
Proyectar es anticiparse. El hombre cree en el futuro y por eso proyecta. Aunque tal vez esté mejor expresado de otra manera: justo porque el hombre proyecta se inviste del símbolo de un tiempo que no está todavía presente. De ahí el gusto de planificar viajes, embarcarse en una hipoteca y leer novelas por entregas. De ahí el gusto más profundo que puede tenerse por el oficio del arquitecto.
(Tal vez, de ahí esté el motivo por el que, una vez envenenado, es tan difícil dejar de serlo. Porque proyectando, uno se proyecta a sí mismo).
Y así, en este clima emponzoñado del querer proyectarlo todo, escribir una frase equivale a disponer cada palabra como se haría con las habitaciones de una casa. Buscando la más luminosa y mejor dimensionada; buscando su correcto uso y su conexión óptima.
Así, ordenar una estantería equivale a realizar un plan urbano; disponiendo con resolución los accesos más rápidos a cada rincón, guardando espacios disponibles y anticipando los que serán más usuales…
Y poner la mesa se asimilará a construir un parque…
Como acto preñado de futuro, la magia de proyectar radica, además de anticiparlo todo, hacerlo simultáneamente. Ocupar todas las posiciones, imaginar todas las vidas, soñar incluso con lo que se queda fuera del tintero y que la vida misma se encargará gustosa de hacer sin preguntar. Porque proyectar supone también dejar hueco a lo imprevisto.
Como con este Monsieur Hulot al que vemos mágicamente aparecer, pasar, subir y cerrar puertas… Antes de que todo eso sucediera, el arquitecto, gracias al regalo del proyectar, ya había pasado por allí…
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1 de junio de 2015
SIN VENTANAS NO HAY ARQUITECTURA
Cuando popularmente quiere menospreciarse una construcción moderna es llamativo que se aluda primeramente a la pobreza que supone su ausencia de ventanas… Nadie parece tener verdadero aprecio por una casa sin ventanas. Tal vez porque la ventana, en cualquier rincón del mundo, constituya el primer lujo del habitar. El único lujo razonable.
Pero si se piensa, las ventanas son en realidad prescindibles: el aire y hasta cierta penumbra entra por las rendijas o la puerta de la más primitiva de las cabañas. Podemos desterrar el uso de la ventana en camarotes de barcos de tercera, en celdas de castigo y en condiciones aún más extremas de habitar como son las cabinas solares y los hoteles-cápsula, y no por ello dejar de ser plenamente humanos…
Puede decirse de otro modo: podemos prescindir de la ventana pero no de la puerta. Porque sin la puerta no sería posible refugiarnos en un interior. La puerta tiene algo tan inconsciente e inevitable que la emplean sin esfuerzo pájaros, conejos o animales en cada uno de sus nidos, guaridas o tiendas de campaña. Por instinto. Sin embargo la ventana es la primera opción innecesaria de la construcción.
La ventana es el primer objeto fastuoso de toda obra y por ello indudablemente está en el origen de la arquitectura: un acto que nos devuelve parcialmente al exterior dejando atrás la puerta. Así, y una vez decididos a cometer la arbitrariedad de abrir ese hueco fundacional, comienza uno de los más hermosos encadenamientos de la lógica por evitar que entre el frío o el calor, que el agua no se cuele sin querer, que resguarde nuestra intimidad o que las vistas sean lo más placenteras posibles…
Con la ventana comienza el ornamento, que como puede imaginarse a estas alturas, es la verdadera y profunda explicación de la pervivencia del oficio del arquitecto.
Nos lo recuerda el pequeño hueco en esa fachada de Sicilia, con su vecina minúscula rodeada de grandes cobijas de arcilla cocida, su tímpano, su alfeizar y el mundo convertido desde allí en espectáculo.
Pero si se piensa, las ventanas son en realidad prescindibles: el aire y hasta cierta penumbra entra por las rendijas o la puerta de la más primitiva de las cabañas. Podemos desterrar el uso de la ventana en camarotes de barcos de tercera, en celdas de castigo y en condiciones aún más extremas de habitar como son las cabinas solares y los hoteles-cápsula, y no por ello dejar de ser plenamente humanos…
Puede decirse de otro modo: podemos prescindir de la ventana pero no de la puerta. Porque sin la puerta no sería posible refugiarnos en un interior. La puerta tiene algo tan inconsciente e inevitable que la emplean sin esfuerzo pájaros, conejos o animales en cada uno de sus nidos, guaridas o tiendas de campaña. Por instinto. Sin embargo la ventana es la primera opción innecesaria de la construcción.
La ventana es el primer objeto fastuoso de toda obra y por ello indudablemente está en el origen de la arquitectura: un acto que nos devuelve parcialmente al exterior dejando atrás la puerta. Así, y una vez decididos a cometer la arbitrariedad de abrir ese hueco fundacional, comienza uno de los más hermosos encadenamientos de la lógica por evitar que entre el frío o el calor, que el agua no se cuele sin querer, que resguarde nuestra intimidad o que las vistas sean lo más placenteras posibles…
Con la ventana comienza el ornamento, que como puede imaginarse a estas alturas, es la verdadera y profunda explicación de la pervivencia del oficio del arquitecto.
Nos lo recuerda el pequeño hueco en esa fachada de Sicilia, con su vecina minúscula rodeada de grandes cobijas de arcilla cocida, su tímpano, su alfeizar y el mundo convertido desde allí en espectáculo.
25 de mayo de 2015
LA CASA DE LA CASCADA ES LA CASA DE LA CASCADA...
No es casualidad que la casa Kaufmann, la casa de la Cascada, de Frank Lloyd Wright, sea una obra clásica, es decir, inagotada.
La historia es bien conocida. No merece ser recordada, sin embargo si la casa es imperecedera, además de por lo evidente de su calidad y la eternidad de que goza ya su autor, también lo es porque es capaz de emitir un mensaje con una consistencia infrecuente. Y con un nivel de reincidencia en su sentido, agotador.
La casa de la Cascada lo es a todos los niveles. Y lo consigue apelando incluso al inconsciente.
Esta imagen del interior en el contraluz del salón es capaz de mostrarnos una de estas nimiedades. La imagen está tomada en el instante en que se penetra en el salón. Desde la entrada a ese espacio inesperadamente bajo, durante apenas una centésima de segundo, el solado provoca el leve desconcierto que se siente al pisar un charco.
El desconcierto apenas dura una centésima de segundo. Un lapso del que nadie es consciente y que se dirige como un mensaje directo al fondo del cerebro.
Momentáneamente, en ese salón los muebles parecen flotar casi arrastrados por una corriente. El efecto, solo visual, se produce gracias a la insignificancia del detalle de la pizarra barnizada y sus irregulares brillos, semejantes a los del agua de la cascada que pasa bajo su plataforma en vuelo. Es el efecto breve del agua remansada después de un salto y cuyas ondas van en mil direcciones en conflicto.
Entonces al pasear por ese salón nos sentimos obligados a llevar botas de agua, a caminar despacio, a sentir de nuevo, y como una necesidad, la presencia de la cascada aun antes de volverla a ver desde la terraza, aun antes de volverla a escuchar, y de manera reiterada. Como un salmo incansable que queda atrapado en el inconsciente: la casa de la cascada es la casa de la cascada, es la casa de la cascada...
Como hace la publicidad subliminal machaconamente con nuestros inadvertidos cerebros.
La Casa de la Cascada es, además de una obra maestra, una pura tautología.
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18 de mayo de 2015
LA ARQUITECTURA MAJESTUOSA
La arquitectura majestuosa requiere cualidades, esfuerzos y personas inhabituales - entre ellas, majestades-, sin embargo lo majestuoso se acaba encontrando con sencillez lejos de palacios y sus oropeles.
Rilke advirtió a los jóvenes poetas que los temas majestuosos eran difíciles y que exigían una gran madurez artística. Les aconsejó escribir sobre lo que veían a diario su alrededor; sobre lo que habían perdido y lo que se habían encontrado. Los animaba a utilizar lo que estaba próximo a ellos como herramienta para desarrollar su talento: imágenes de sus sueños, objetos de su niñez, minucias despreciables que el mundo ponía ante su mirada. “Si la vida diaria te parece pobre –escribió–, no la culpes. La culpa es tuya. No eres tan buen poeta como para percatarte de su riqueza”.
Gracias a las cosas ordinarias de la arquitectura se puede evitar, si es que se puede, rapiñar una biblioteca o ansiar una novedad en internet. La arquitectura majestuosa crece desde el sustrato de lo habitual.
De ese lugar, precisamente, brotan las ideas majestuosas: una mano áspera sostiene una maqueta de cartón en cuyo lateral apenas se lee Sonsbeek… Una mano que parece haber soportado muchas astillas, suciedad y serrín antes que esa minucia. Sin embargo la mano sostiene estos cartones como una pequeña ofrenda, como una mariposa recién capturada. Es la mano del carpintero Rietveld, sosteniendo lo que será el pabellón Sonsbeek, hecho de apenas bloque de hormigón e ingenio.
“Este consejo puede parecer superfluo y estúpido”, hablando de las fuentes de inspiración ordinarias decía Wislawa Szymborska, “por eso sustentamos nuestro argumento con uno de los poetas más esotéricos del mundo de la literatura”. Por eso lo ordinario coincide con lo majestuoso cuando se trata con el especial talento que imprime la modestia.
Rilke advirtió a los jóvenes poetas que los temas majestuosos eran difíciles y que exigían una gran madurez artística. Les aconsejó escribir sobre lo que veían a diario su alrededor; sobre lo que habían perdido y lo que se habían encontrado. Los animaba a utilizar lo que estaba próximo a ellos como herramienta para desarrollar su talento: imágenes de sus sueños, objetos de su niñez, minucias despreciables que el mundo ponía ante su mirada. “Si la vida diaria te parece pobre –escribió–, no la culpes. La culpa es tuya. No eres tan buen poeta como para percatarte de su riqueza”.
Gracias a las cosas ordinarias de la arquitectura se puede evitar, si es que se puede, rapiñar una biblioteca o ansiar una novedad en internet. La arquitectura majestuosa crece desde el sustrato de lo habitual.
De ese lugar, precisamente, brotan las ideas majestuosas: una mano áspera sostiene una maqueta de cartón en cuyo lateral apenas se lee Sonsbeek… Una mano que parece haber soportado muchas astillas, suciedad y serrín antes que esa minucia. Sin embargo la mano sostiene estos cartones como una pequeña ofrenda, como una mariposa recién capturada. Es la mano del carpintero Rietveld, sosteniendo lo que será el pabellón Sonsbeek, hecho de apenas bloque de hormigón e ingenio.
“Este consejo puede parecer superfluo y estúpido”, hablando de las fuentes de inspiración ordinarias decía Wislawa Szymborska, “por eso sustentamos nuestro argumento con uno de los poetas más esotéricos del mundo de la literatura”. Por eso lo ordinario coincide con lo majestuoso cuando se trata con el especial talento que imprime la modestia.
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11 de mayo de 2015
MIRAR HACIA LOS LADOS
Hay un tipo de arquitectos preocupados por ser de su tiempo como tarea prioritaria. Antes que por lo demás, antes incluso que por producir una obra propia. Y que sistemáticamente, como los corredores de fondo, o los ciclistas antes de cruzar la meta, no cesan de mirar hacia los lados por si algún rival pudiera amenazar su producción.
Sin embargo la mirada hacia los lados del arquitecto no es una mirada que cruce ninguna línea visible. Todos se vigilan, en una sala demasiado a oscuras en la que entran y salen invitados sin previo aviso. En esa sala algunos han estado siempre pendientes de ser más contemporáneos que el resto: Alberti luchaba por ser más moderno que Brunelleschi, Scamozzi que Palladio y que Sansovino, Le Corbusier que Leonidov (o que el Team X en algún otro momento), Mies que Mendelsoh, luego Philip Johnson luchó por ser más moderno que Mies y, ya puestos, que todos los demás…
Mientras, esa mirada de lado, de reojo, esa mirada vigilante ha producido proyectos cuyo objetivo prioritario era demostrar la pura prevalencia, la pura superioridad, aunque no por simple orgullo o petulancia. Así, en estos arquitectos siempre está la obra extraña, el concurso perdido, el proyecto que se dirige a unos rivales invisibles y que emite un mensaje territorial en su sentido más rudo y primitivo.
Rastrear esos proyectos da pie a descubrir los signos de esos tiempos, los intereses, lo que latía en una época como lo más moderno o más puntero. En fin, la vanguardia.
En esos proyectos se vislumbra, como en la radiación que emiten las estrellas una vez desaparecidas, lo que fue su momento y su composición íntima. Aunque sean ya los fulgores de un cadáver extinto.
Sólo en esos casos aparece algo que palpita y desaparece, un retrato de las relaciones humanas y de los focos de interés que ya no están. Porque esos proyectos que miran de lado, no pueden repetirse mucho en la carrera de un arquitecto. De lo contrario aparece la tortícolis paralizante del que es incapaz de producir nada con una voz propia.
Sin embargo la mirada hacia los lados del arquitecto no es una mirada que cruce ninguna línea visible. Todos se vigilan, en una sala demasiado a oscuras en la que entran y salen invitados sin previo aviso. En esa sala algunos han estado siempre pendientes de ser más contemporáneos que el resto: Alberti luchaba por ser más moderno que Brunelleschi, Scamozzi que Palladio y que Sansovino, Le Corbusier que Leonidov (o que el Team X en algún otro momento), Mies que Mendelsoh, luego Philip Johnson luchó por ser más moderno que Mies y, ya puestos, que todos los demás…
Mientras, esa mirada de lado, de reojo, esa mirada vigilante ha producido proyectos cuyo objetivo prioritario era demostrar la pura prevalencia, la pura superioridad, aunque no por simple orgullo o petulancia. Así, en estos arquitectos siempre está la obra extraña, el concurso perdido, el proyecto que se dirige a unos rivales invisibles y que emite un mensaje territorial en su sentido más rudo y primitivo.
Rastrear esos proyectos da pie a descubrir los signos de esos tiempos, los intereses, lo que latía en una época como lo más moderno o más puntero. En fin, la vanguardia.
En esos proyectos se vislumbra, como en la radiación que emiten las estrellas una vez desaparecidas, lo que fue su momento y su composición íntima. Aunque sean ya los fulgores de un cadáver extinto.
Sólo en esos casos aparece algo que palpita y desaparece, un retrato de las relaciones humanas y de los focos de interés que ya no están. Porque esos proyectos que miran de lado, no pueden repetirse mucho en la carrera de un arquitecto. De lo contrario aparece la tortícolis paralizante del que es incapaz de producir nada con una voz propia.
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4 de mayo de 2015
ESPACIO, ORUGAS Y ARQUITECTURA
Ya nadie habla del espacio. Si ese era uno de los temas de lo que fue ser moderno en arquitectura, hablar hoy de esa invisibilidad es un signo de pertenencia a una generación próxima al retiro o la ultratumbra. Ya nadie habla del espacio porque el espacio no vende, o tal vez porque el espacio remite a un tiempo demasiado lejano.
El espacio no está de moda. Pero lo estuvo.
Por entonces hasta existió una revista con su nombre: Spazio. Allí Luigi Moretti, como una procesionaria, como una oruga lenta y urticante, mostró varios modelos en negativo de esa nada invisible. El espacio podía representarse como un modelo vaciado, es decir, como una forma.
Precisamente la progresiva sustitución del término “espacio” por “forma” fue la principal causa de su decadencia según Roger Scruton. ¿Acaso el espacio no es eso que se extiende más allá de nuestras ventanas?, ¿acaso no es el espacio de Moretti una forma más?, ¿puede traducirse la intimidad a escayola?, se preguntaba Robin Evans sobre aquella maqueta (1).
En el ensayo “Strutture sequenze di spazi” publicado en el número siete de la revista Spazio, Moretti mismo se había dedicado a postular lo que significaba el “espacio” desde cuatro facetas insatisfactorias incluso para él: como una representación mensurable de secuencias volumétricas, como cajas abstractas formadas por la densidad de la luz, como una forma estructural y, finalmente, a través de una interrelación sucesiva de recorridos expansivos o comprimidos. Por entonces Bruno Zevi estaba culminando una pedagogía del espacio moderno: “Saber ver la arquitectura”. En realidad tanto Moretti como él estaban invitándonos a dar un paseo por el mágico zoo de los espacios invisibles antes de su inesperada extinción.
Hoy, aunque no hablemos de ellos, esos seres indomables que son los espacios cotidianos se posan en las ciudades, sus calles y sus escaleras; aparecen en estaciones de ferrocarril y en los rincones de ciertas casas; moran donde se acurrucan los gatos y donde uno dormita con una falsa seguridad entre muros o emparrados.
Generalmente el espacio es considerado como una sustancia invisible y vacua, sin embargo para una generación tuvo el extraño aspecto de un ser vivo, una sustancia latente. Había entonces quienes trabajaban el espacio como domadores de fieras maravillosas.
Hoy ha pasado a ser tarea de escultores. Del espacio apenas se ocupa la obra de la artista Rachel Whiteread con sus moldes de yeso en vetustas formas fantasmagóricas. Sin embargo se avecina una nueva era del espacio recobrado. Todo lo viejo vuelve. Ya verán.
(1) Evans, Robin. The Projective Cast: Architecture and Its Three Geometries. Cambridge, Mass: MIT Press, 1995, p. 364
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