Pero si se piensa, las ventanas son en realidad prescindibles: el aire y hasta cierta penumbra entra por las rendijas o la puerta de la más primitiva de las cabañas. Podemos desterrar el uso de la ventana en camarotes de barcos de tercera, en celdas de castigo y en condiciones aún más extremas de habitar como son las cabinas solares y los hoteles-cápsula, y no por ello dejar de ser plenamente humanos…
Puede decirse de otro modo: podemos prescindir de la ventana pero no de la puerta. Porque sin la puerta no sería posible refugiarnos en un interior. La puerta tiene algo tan inconsciente e inevitable que la emplean sin esfuerzo pájaros, conejos o animales en cada uno de sus nidos, guaridas o tiendas de campaña. Por instinto. Sin embargo la ventana es la primera opción innecesaria de la construcción.
La ventana es el primer objeto fastuoso de toda obra y por ello indudablemente está en el origen de la arquitectura: un acto que nos devuelve parcialmente al exterior dejando atrás la puerta. Así, y una vez decididos a cometer la arbitrariedad de abrir ese hueco fundacional, comienza uno de los más hermosos encadenamientos de la lógica por evitar que entre el frío o el calor, que el agua no se cuele sin querer, que resguarde nuestra intimidad o que las vistas sean lo más placenteras posibles…
Con la ventana comienza el ornamento, que como puede imaginarse a estas alturas, es la verdadera y profunda explicación de la pervivencia del oficio del arquitecto.
Nos lo recuerda el pequeño hueco en esa fachada de Sicilia, con su vecina minúscula rodeada de grandes cobijas de arcilla cocida, su tímpano, su alfeizar y el mundo convertido desde allí en espectáculo.