18 de mayo de 2015

LA ARQUITECTURA MAJESTUOSA


La arquitectura majestuosa requiere cualidades, esfuerzos y personas inhabituales - entre ellas, majestades-, sin embargo lo majestuoso se acaba encontrando con sencillez lejos de palacios y sus oropeles.
Rilke advirtió a los jóvenes poetas que los temas majestuosos eran difíciles y que exigían una gran madurez artística. Les aconsejó escribir sobre lo que veían a diario su alrededor; sobre lo que habían perdido y lo que se habían encontrado. Los animaba a utilizar lo que estaba próximo a ellos como herramienta para desarrollar su talento: imágenes de sus sueños, objetos de su niñez, minucias despreciables que el mundo ponía ante su mirada. “Si la vida diaria te parece pobre –escribió–, no la culpes. La culpa es tuya. No eres tan buen poeta como para percatarte de su riqueza”.
Gracias a las cosas ordinarias de la arquitectura se puede evitar, si es que se puede, rapiñar una biblioteca o ansiar una novedad en internet. La arquitectura majestuosa crece desde el sustrato de lo habitual.
De ese lugar, precisamente, brotan las ideas majestuosas: una mano áspera sostiene una maqueta de cartón en cuyo lateral apenas se lee Sonsbeek… Una mano que parece haber soportado muchas astillas, suciedad y serrín antes que esa minucia. Sin embargo la mano sostiene estos cartones como una pequeña ofrenda, como una mariposa recién capturada. Es la mano del carpintero Rietveld, sosteniendo lo que será el pabellón Sonsbeek, hecho de apenas bloque de hormigón e ingenio.
“Este consejo puede parecer superfluo y estúpido”, hablando de las fuentes de inspiración ordinarias decía Wislawa Szymborska, “por eso sustentamos nuestro argumento con uno de los poetas más esotéricos del mundo de la literatura”. Por eso lo ordinario coincide con lo majestuoso cuando se trata con el especial talento que imprime la modestia.

11 de mayo de 2015

MIRAR HACIA LOS LADOS


Hay un tipo de arquitectos preocupados por ser de su tiempo como tarea prioritaria. Antes que por lo demás, antes incluso que por producir una obra propia. Y que sistemáticamente, como los corredores de fondo, o los ciclistas antes de cruzar la meta, no cesan de mirar hacia los lados por si algún rival pudiera amenazar su producción.
Sin embargo la mirada hacia los lados del arquitecto no es una mirada que cruce ninguna línea visible. Todos se vigilan, en una sala demasiado a oscuras en la que entran y salen invitados sin previo aviso. En esa sala algunos han estado siempre pendientes de ser más contemporáneos que el resto: Alberti luchaba por ser más moderno que Brunelleschi, Scamozzi que Palladio y que Sansovino, Le Corbusier que Leonidov (o que el Team X en algún otro momento), Mies que Mendelsoh, luego Philip Johnson luchó por ser más moderno que Mies y, ya puestos, que todos los demás…
Mientras, esa mirada de lado, de reojo, esa mirada vigilante ha producido proyectos cuyo objetivo prioritario era demostrar la pura prevalencia, la pura superioridad, aunque no por simple orgullo o petulancia. Así, en estos arquitectos siempre está la obra extraña, el concurso perdido, el proyecto que se dirige a unos rivales invisibles y que emite un mensaje territorial en su sentido más rudo y primitivo.
Rastrear esos proyectos da pie a descubrir los signos de esos tiempos, los intereses, lo que latía en una época como lo más moderno o más puntero. En fin, la vanguardia.
En esos proyectos se vislumbra, como en la radiación que emiten las estrellas una vez desaparecidas, lo que fue su momento y su composición íntima. Aunque sean ya los fulgores de un cadáver extinto.
Sólo en esos casos aparece algo que palpita y desaparece, un retrato de las relaciones humanas y de los focos de interés que ya no están. Porque esos proyectos que miran de lado, no pueden repetirse mucho en la carrera de un arquitecto. De lo contrario aparece la tortícolis paralizante del que es incapaz de producir nada con una voz propia.

4 de mayo de 2015

ESPACIO, ORUGAS Y ARQUITECTURA


Ya nadie habla del espacio. Si ese era uno de los temas de lo que fue ser moderno en arquitectura, hablar hoy de esa invisibilidad es un signo de pertenencia a una generación próxima al retiro o la ultratumbra. Ya nadie habla del espacio porque el espacio no vende, o tal vez porque el espacio remite a un tiempo demasiado lejano. 
El espacio no está de moda. Pero lo estuvo. 
Por entonces hasta existió una revista con su nombre: Spazio. Allí Luigi Moretti, como una procesionaria, como una oruga lenta y urticante, mostró varios modelos en negativo de esa nada invisible. El espacio podía representarse como un modelo vaciado, es decir, como una forma. Precisamente la progresiva sustitución del término “espacio” por “forma” fue la principal causa de su decadencia según Roger Scruton. ¿Acaso el espacio no es eso que se extiende más allá de nuestras ventanas?, ¿acaso no es el espacio de Moretti una forma más?, ¿puede traducirse la intimidad a escayola?, se preguntaba Robin Evans sobre aquella maqueta (1). 
En el ensayo “Strutture sequenze di spazi” publicado en el número siete de la revista Spazio, Moretti mismo se había dedicado a postular lo que significaba el “espacio” desde cuatro facetas insatisfactorias incluso para él: como una representación mensurable de secuencias volumétricas, como cajas abstractas formadas por la densidad de la luz, como una forma estructural y, finalmente, a través de una interrelación sucesiva de recorridos expansivos o comprimidos. Por entonces Bruno Zevi estaba culminando una pedagogía del espacio moderno: “Saber ver la arquitectura”. En realidad tanto Moretti como él estaban invitándonos a dar un paseo por el mágico zoo de los espacios invisibles antes de su inesperada extinción. 
Hoy, aunque no hablemos de ellos, esos seres indomables que son los espacios cotidianos se posan en las ciudades, sus calles y sus escaleras; aparecen en estaciones de ferrocarril y en los rincones de ciertas casas; moran donde se acurrucan los gatos y donde uno dormita con una falsa seguridad entre muros o emparrados. Generalmente el espacio es considerado como una sustancia invisible y vacua, sin embargo para una generación tuvo el extraño aspecto de un ser vivo, una sustancia latente. Había entonces quienes trabajaban el espacio como domadores de fieras maravillosas. 
Hoy ha pasado a ser tarea de escultores. Del espacio apenas se ocupa la obra de la artista Rachel Whiteread con sus moldes de yeso en vetustas formas fantasmagóricas. Sin embargo se avecina una nueva era del espacio recobrado. Todo lo viejo vuelve. Ya verán. 

(1) Evans, Robin. The Projective Cast: Architecture and Its Three Geometries. Cambridge, Mass: MIT Press, 1995, p. 364

27 de abril de 2015

DE CONCURSOS Y ACCIDENTES


Describir al protagonista de una novela como joven y arquitecto, alguien que “sin trabajo, vive de concursos y accidentes”, da pie a leerla con cierta voracidad lastimera (1). Porque la descripción contiene algo dramático y algo iluminador.
Porque la frase es seria.
Vivir de accidentes constituye en realidad, y si se piensa, el fondo del trabajo del arquitecto. Aunque no en su sentido obvio. El accidente habla de una profesión de la oportunidad (como ese arte de la ocasión del que hablaba Pareyson al tratar de Kierkegaard). Algo que en nada se asemeja a la suerte. Porque el accidente de la supervivencia del arquitecto no ocurre sólo por mala fortuna. Vivir de accidentes, que no de incidentes, es vivir de reducir los niveles de seguridad, tal vez de confort. Es colocarse a tiro de la ocasión. Dicho así el accidente hay que buscarlo, pero no se provoca. Uno reduce los filtros, se sitúa y reduce los factores de protección para que llegue la maldita oportunidad. Los accidentes, de algún modo, se exigen.
Accidentalmente Le Corbusier fue el mejor arquitecto del mundo porque persiguió esa imposibilidad como el que conduce a ciegas por una carretera. Accidentalmente Brunelleschi pudo dedicarse a elaborar una cúpula revolucionaria por haber perdido un concurso para las puertas del baptisterio de Florencia. Accidentalmente Palladio se encontró con Trissino y viajó a Roma…
Sabemos por los accidentes aéreos que son un cúmulo de circunstancias adversas las que los provocan. Fallan sucesivas medidas de protección, fallan los protocolos superpuestos, fallan los solapes. Otra cosa no sería un accidente sino un suicidio. Se dice “que mala suerte” pero en verdad no se piensa en la suerte sino en la mendacidad de quien ha ido saltándose los avisos, a pesar de la contumacia de la realidad, a pesar de la inaguantable visibilidad lumínica y sonora. A pesar del griterío ensordecedor de advertencias.
Y es que el trabajo del arquitecto es el de la reducción de esos factores para que el accidente recaiga sobre él, como un rayo a alguien que camina por una pradera en medio de una tormenta, jugando con una cometa. ¿Cómo, pues, encontrar esos accidentes?. De un sólo modo: insistiendo.

 (1) Trueba, David, Blitz, Barcelona: Editorial Anagrama, 2015.

20 de abril de 2015

LAS ESTRATEGIAS DE LA ARQUITECTURA, EN DOS PALABRAS


Las manos temblorosas de un anciano de ochenta y seis inviernos, esforzadas en mostrar la diferencia entre la sintaxis moderna y la orgánica es una poderosa imagen. La gravedad que desprenden está en saber que cuando el tiempo acucia, el último estertor se destina a prorrogar los mensajes vitales.
El caso es que siempre todo puede decirse de modo más sencillo.
Y al respecto a las estrategias de la arquitectura, basta una triada de verbos elementales para resumirlas todas: copiar, trasformar y combinar. 
Dicho así suena fácil, pero poder enunciar esta simpleza así me ha llevado seis años. 
De estas estrategias elementales de copiar, trasformar y combinar se derivan todas las demás. Si a eso sumamos que copiar es un acto imposible, ya que nunca el lugar, la materia, el cliente o los medios constructivos de la arquitectura son idénticos, y que toda copia acaba modificada por repetición, seriación o sus similares, y por tanto convertida en una estrategia de trasformación o combinación, queda una ecuación verdaderamente sencilla, en la que las múltiples estrategias se reducen a dos. 
Un binomio mágico, eso sí, y de cierta importancia, del que mana el resto de las acciones posibles con que se genera la forma de la arquitectura, en una cascada rica y productiva que riega la obra de cualquier arquitecto y época. 
De la estrategia de la trasformación nace el imitar, el deformar, el aumentar, el plegar, citar, recortar y todos sus derivados, tanto los basados en la consciencia posmoderna como en toda deformación… Arquitectos trasformativos son tanto Mies y Wright con sus operaciones sobre la apertura de la caja, como las contemporáneas deformaciones de lo paramétrico. 
Por otro lado, de la estrategia del combinar brota todo el universo de lo híbrido, del collage y de toda mezcla: el componer, añadir, incrustar, repetir, etc… El listado se extiende y ramifica como en un árbol genealógico extenso inagotable desde un Le Corbusier y la exigencia combinatoria de sus cinco puntos, a Koolhaas y sus “elementos” de arquitectura. 
Tanto es así que desde estos parámetros puede enunciarse una lectura compleja de la historia de la arquitectura. Asociar el periodo renacentista a un arte combinatoria y luliana, o el esfuerzo gótico a una estrategia de trasformación de la piedra, es un hecho tan cierto como poco desarrollado. Cada época tiene en su seno una estrategia prevalente, un eon que la recorre y que puntualmente aflora. El gen estratégico dominante determina el carácter preponderante de un momento histórico, y no ya en términos de “clásico” o “barroco”, o de “zorros” y “erizos”…
Sin embargo, y a pesar de estas elucubraciones, hacer una lectura de las estrategias de la arquitectura donde no exista la presencia de tensiones históricas que las desplacen como grandes masas tectónicas, es caer en el reduccionismo de la receta y vaciarlas de contenido. Conste, cabe decir después de todo lo anterior, que me interesa la concisión pero solo si no se pierde con ella los matices.
(A uno le gusta pensar que "E=mC2" o "cogito ergo sum" no son formulas vacías, por mucho que para desarrollar las profundidades que encierran se requiera unas buenas docenas de años).

13 de abril de 2015

URBANISMO DE INTERIORES


Como el minigolf, el toreo de salón, y el arte de los bonsáis, las oficinas paisaje colmaron durante un tiempo y por completo la secreta aspiración de todo urbanista frustrado: hacer ciudad de interiores.
Porque en realidad las oficinas paisaje no debían su invención a la democrática posibilidad ofrecida de contemplar el horizonte desde cualquier puesto de trabajo y a que no existiera por obstáculo una sucesión sin fin de tabiques infranqueables, sino a que eran la última miniaturización posible del paisaje mismo; la última simulación, incluso, de un paisaje pintoresco.
Ese, y no otro, es el último urbanismo verosímil para los arquitectos, que por lo demás apenas intervienen ya en la forma urbana ni en su planificación.
A partir de aquella primicia de la oficina paisaje inaugurada por los hermanos Schnelle en los años sesenta, el desorden y caos subyacente en el interior de la rígida arquitectura permitió que cada mueble fuera una edificación secreta, que cada estantería fuera una infraestructura y que cada teléfono, máquina de escribir o ficus se convirtiesen respectivamente en un poste repetidor, en el monumental remate de una cornisa o en un jardín recoleto.
El encanto de un pueblecito inglés, de los recorridos tortuosos que se producen en un zoco árabe o en la ciudad medieval, es el que se lograba en aquel caos fingido en el que se desperdiciaba espacio pero se multiplicaba el rendimiento. Como gallinas ponedoras, los seres humanos con un horizonte sobre el que dejar vagar su mirada, rinden más.
Y la imagen de una desjerarquización laboral adquiría una imagen propia. El caso es que para diseñar ese pintoresquismo desordenado había sido necesario construir previamente unas condiciones de habitabilidad que lo hicieran posible. El auge de la iluminación fluorescente por parte de la todopoderosa General Electric y la climatización artificial por parte de Willis Carrier, desarrollados a un precio competitivo eran su soporte infraestructural.
Tras la segunda guerra mundial habitar un espacio de respiración compartida y uniformemente iluminado era el signo de que todo espacio, hasta el interior, había sido, por fin, urbanizado.
A nadie se le escapa que en un ambiente en que la respiración se acompasaba entre compañeros de iguales horizontes, las oficinas paisaje fuesen, sólo un sistema de ornamento.
A nadie se escapa que el urbanismo moderno tiene un origen y una pervivencia que no se puede encontrar en los libros de urbanismo del siglo XX, empeñados y ciegos como están éstos en hablar del fracaso de la modernidad y referirlo a la carta de Atenas...

6 de abril de 2015

ARQUITECTURA Y UN POCO MÁS


Lo más interesante de la arquitectura aparece en los márgenes. Cuando pasa a ser propiedad de la vida...Con un poco más la arquitectura y la ciudad dejan de ser ese gris Manchester de la imagen. El homo ludens perpetuo es la esencia del habitante una vez que éste ha cubierto lo más elemental del habitar. Una vez resguardado del frío o de la intemperie, el ser humano habita verdaderamente. No antes. Antes es un habitar en bruto. 
Atar una cuerda en una farola y que no sea un árbol de ahorcados sin esperanza sino un columpio, es una obra de magia urbana. La breve ausencia de gravedad, la ligereza, en una vida que no parece ni ligera ni falta de seriedad, es una enseñanza de ese poco más que se necesita para que la arquitectura aparezca. El poco más. La aparición de las cosas con la insistencia de la vida. El insistir en el ser humano y en sus juegos. La arquitectura solo aparece en al traspasar esos límites. Un poco más allá de lo que son las cosas evidentes y groseras. Por parte del arquitecto crear la costumbre de dar ese paso de más supone un esfuerzo al alcance de pocos. Eso y hacerlo sin desfallecer. 
Un columpio improvisado en una esquina en blanco y negro lo recuerda hoy. La apertura de la ciudad y de la arquitectura a lo inesperado de la vida. Nadie nunca podría haberlo imaginado. Ni la propia ciudad está planificada para estos columpios del habitar. Pero por ese paso más, por ese centímetro de más, hay quien elige de por vida un oficio…

30 de marzo de 2015

HÁGALO CON UN ARQUITECTO


“Hágalo con un arquitecto” reza la camiseta ochentera que oculta momentáneamente la barriga inglesa y el impecable nudo de la corbata de Cedric Price. Algo de gamberro e irredento sigue teniendo alguien que fuma puros como Mies pero que no desprende su seriedad esclerotizante. 
El caso es que en cierto sentido Cedric Price es el reverso de Mies. Efectivamente existe en ambos un mismo tema central: lo ligero. El aviario del Zoo de Londres, el Fun Palace, o Potteries Thinkbelt son obras miesianas como pocas otras en la modernidad. Aunque, eso si, sin su rictus circunspecto ni su artrosis.
La falta de materia, el anhelo aéreo y el amor por el acero y lo prefabricado son un palpable denominador común. La radical diferencia entre ambos está, no sólo en la ironía de la que es capaz el inglés, sino en su desprecio por el ritmo y la composición en el sentido que esos conceptos tienen para Mies. 
Para el Mies de pocas palabras y gesto adusto, el arquitecto sin la armadura de la seriedad es poca cosa. Si Mies sabe bien que hay una íntima satisfacción en el trabajo de la arquitectura, para Price este trabajo es un puro juego, y por tanto, algo inherente y gloriosamente divertido. Aunque sea por momentos.
En fin, ahí está Cedric Price, que descarado les suplica a todos ustedes, que aquello que sea, lo hagan con un arquitecto. Incluso arquitectura. No se arrepentirán.

23 de marzo de 2015

NOVEDADES


Les presento esta novedad en blanco y negro. Se trata de una obra construida con toneladas de hormigón proyectado in-situ sobre una estructura de acero de geometría poliédrica y multifacetada. El interior conforma una extraordinaria sucesión de espacios sin jerarquía aparente, en la que se logra confundir la orientación del visitante y la percepción de la diminuta escala real del proyecto. 
Una obra actual, sin paliativos. Un signo de los tiempos, de nuestro tiempo. 
Salvo por lo incómodo que es saber que esta novedad tiene más de cincuenta años… 
Contemplar esta obra del notable arquitecto indio, Charles Correa, el pabellón Hindustan, construido en Nueva Delhi allá por 1961 resulta todo un ejemplo de cuanto este asunto de las novedades y de la presión a que nos somete la actualidad por conocer lo último, no es más que una cuestión de desmemoria, y que algo de tranquilidad merece todo lo noticioso, al menos en arquitectura. 
Porque aquí, en el fondo, apenas existen auténticas novedades. Y porque lo verdaderamente último y vanguardista puede adquirirse, más que entre el brillo a cuatricromía de las revistas o la inundación anoréxica de la red, entre polvorientos anaqueles. (El departamento de novedades tal vez sea mejor instrumento de los centros comerciales y del prêt-à-porter. A la arquitectura siempre le ha sido más sencillo recuperar energías en los puestos “de viejo”). 
Así pues no hay cosa más sencilla para encontrar la vanguardia más puntera que esperar a que llegue, mientras se mira el presente con los ojos estrábicos del que contempla simultáneamente el pasado y el porvenir. 
Precisamente, (y no me digan que no es hilar fino), como hacen los ojos-ventana que parecen asomar por esa obra, magnífica y perdida, de Charles Correa.

16 de marzo de 2015

CONTACTOS


“Tu hogar se hará contigo y tú con tu hogar” decía Adolf Loos. Lo que habitamos nos construye, y a raíz de lo retratado por Gabriele Basilico, acaba incluso como parte de nuestro propio cuerpo.
Las marcas de los espacios que hemos vivido permanecen en nosotros de un modo que puede ser físico o psicológico. Innegablemente, la arquitectura nos habita tanto como nosotros a ella.
Cuando alguien se despierta sobresaltado a media noche y sabe, sin pensar, el lugar que ocupa la ventana y la puerta de esa estancia; cuando a oscuras caminamos en una casa o somos capaces de recordar el recorrido de los cuartos y pasillos que habitamos en la infancia; cuando sin mirar sabemos de la altura de pomos, interruptores y cerrojos, se hacen palpables esas huellas.
La arquitectura deja huellas, decimos, y deja impreso en nosotros algo de su buen o mal humor y carácter. Somos lo que habitamos, pero más aún, somos, junto con las huellas de lo que habitamos. Tanto que llegados a un punto no se distingue si los pliegues que una almohada deja en nuestro rostro nocturno son las marcas de nuestro propio rostro. Se podría decir de otro modo: la arquitectura es un tatuaje. Un tatuaje que marca sin tinturas, que ahonda en nuestra piel, con calor, frio, aristas o humedades. Es un tatuaje que cala, que profundiza en nosotros y llega a tocar los huesos e instalarse en ellos.
Como un reuma. La arquitectura, en fin, deja huellas más profundas que esas que luego, con el paso del día, se nos borrarán del rostro.
A cambio, en perfecta simetría, la arquitectura guarda las huellas de sus habitantes: “Me recuerda esta rosa de granito / algo que me habitaba o que habité, /(…) y sé que aquí quedaron grietas mías, /arrugadas sustancias que subieron / desde profundidades hasta mi alma, / y piedra fui, piedra seré, por eso / toco esta piedra y para mí no ha muerto”.(1)

(1) Neruda, Pablo, “Casa”

9 de marzo de 2015

LA VISITA DE OBRA


Retratar a Fidias de paseo por las obras del Partenón, enseñando los frisos coloreados a sus amistades, supone un notable ejercicio de imaginación histórica. Hoy lo victoriano y excesivo de su pintor, Lawrence Alma-Tadema, queda lejos del gusto moderno. No obstante, con todo el cargante pintoresquismo de sus escenas se salva por un raro sentido de lo cotidiano.
La imagen pervive no por soñar con un hecho intrascendente sino por mostrar lo consuetudinario y ancestral de una simple visita de obra: imaginar a Fidias expuesto a la mirada crítica de sus amigos, verle discutir la composición, el color y los detalles del Partenón, posee algo encantador. 
Fidias aparece sin aparente grandeza, interpuesto entre la obra y la mirada de sus visitantes. Y es que el arquitecto ha tratado más a menudo de lo necesario de explicarse, intercalado en la visión del espectador, de espaldas a la obra. Un poco molesto. Porque la obra reclama algo de soledad. Ser ella misma la que dé sus propias explicaciones, las reales. 
Con todo, esa visita de obra, los andamios y esos antiguos griegos son todavía cercanos, por mucho que hayan pasado siglos, polvo y pólvora por sus piedras. O dicho de otro modo, existen ciertas empatías a cultivar por aquel dedicado al noble oficio de la arquitectura: la empatía con los temas, la materia, los lugares o los habitantes, y luego una empatía no menor: la empatía con la historia.
Ponerse en la piel del tiempo, - y no tanto en la piel de quienes han proyectado la obra - es una tarea enriquecedora que dinamita la edulcorada distinción entre modernidad, vanguardia y pasado. Porque así entendido, todo está al alcance. Así, toda visita a una obra de arquitectura continúa siendo una “visita de obra”. Así, ponerse en el pellejo de la historia resulta más productivo que ponerse en la piel de Fidias, (que es tarea de historiadores y biógrafos). ¿A quién le importan los desvelos de aquel griego con su obra, sus amantes o la frecuencia de su menú a base de aceitunas?. 
Eso es lo que nos recuerda esta pintura sobre aquellos griegos de cogotes demasiado tiesos, paseando sobre frágiles tablones: “todo pasa y una sola cosa te será contada, y es tu obra bien hecha”.

2 de marzo de 2015

APROVECHAR


Del mismo modo que los buenos sastres no desaprovechan la tela disponible para la confección de sus prendas, los arquitectos no debieran desperdician, ni acaso ligeramente, ninguno de los medios puestos a su alcance.
El arquitecto de casta tiene una mentalidad de pobre familia ahorradora porque nada le sobra. Nada se deja en el plato del proyectar. Porque se trabaja con bienes que son valiosos y no son propios.
La materia es un bien precioso por caro y por irrepetible. Porque ha pasado por las manos de otros hombres que han puesto sudor y esfuerzo en ella. La materia no se puede desaprovechar porque está llamada a ser algo mayor después de ser colocada en su preciso sitio. (En culturas arcaicas el arquitecto “respondía con su vida de que la tala no significaría derrochar la vida del árbol sino darle la «vida de la belleza”)(1).
El territorio, el suelo y el paisaje son recursos escasos. Millones de años y energías, geológicas, históricas y culturales lo conforman. Hombres y construcciones han dejado sus huellas sobre ese reducto de tierra dispuesta ahora a ser edificada.
Incluso las energías de una propiedad y el entusiasmo con que se aborda una nueva construcción son limitados.
Por todo ello, el aprovechar hasta la última posibilidad que ofrece cada recurso es una obligación económica - acaso moral - pero por encima de lo anterior, puramente disciplinar. Y para dar ejemplo, el arquitecto debe ser el primero en aprovechar los medios de su propia producción y no cometer un uso desmesurado de líneas, tinta y papel. 
Aprovechar para no abordar siquiera obras innecesarias. (Por aprovechar, debe hacerlo hasta con el tiempo. El propio y el ajeno). Es un hermoso esfuerzo, éste. Un juego en el que todo, finalmente, encaja.

(1), Krasznahorkai, László, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río. Barcelona: El Acantilado, 2005, pp. 42.

23 de febrero de 2015

VIVIMOS SIN MAESTROS


Habitamos un panorama de obras menores y no de monumentos verdaderamente celebrados. Es el signo de nuestro tiempo. Hoy los arquitectos vivimos sin maestros. Sin embargo en arquitectura el que es huérfano es porque quiere, o por el cansancio de otear un horizonte en el que no se encuentra la tierra firme que suponen esos faros.
Parece claro, no obstante, que cada época fabrica sus maestros. En arquitectura y al contrario de lo que pudiese parecer, los maestros no hacen sus discípulos, sino que es al contrario: son los discípulos los que los inventan. (Y conste que llevar a cabo esa labor es de las cosas más necesarias para la supervivencia disciplinar). 
Giorgio Grassi, dijo hace tiempo que en esto de la maestría la hay de dos tipos: la de los que nos animan, los que nos refuerzan en los momentos de tribulación, los nos insuflan ánimos y nos acompañan, en fin, la de los maestros “tutelares”. Y luego están los otros, los que nos marcan el rasero de lo que significa la profesión, los que nos dejan en soledad y nos la exigen, los que nos martirizan con su exigencia y nos impiden caer en la autocomplacencia del trabajo fácil (1). 
Grassi se olvidaba decir que el ansia moral de maestría de la que habla tiene dos importantes cláusulas encubiertas: la primera consiste en que, desafortunadamente, el decirse hijo de un maestro supone recibir una herencia que puede dejarle a uno sepultado por la carga de la parálisis o la infidelidad. (Algo más costoso de saldar que cualquier impuesto de transmisión patrimonial). 
La otra es que el arquitecto ahijado se encuentra, súbitamente, rodeado de una parentela insoportable de cuñados, hermanos, primos y tíos. Y en las reuniones de familia, ya se sabe, incluso ante el menor pavo de Navidad, todo puede llegar a convertirse en una disputa sobre la mayor o menor traición hacia su herencia.
En su taxonomía Grassi obviaba recordarnos también que están incluso los maestros dedicados a esa incierta y azarosa tarea de realizar obras maestras. Porque a los maestros, además de sus discípulos, los hacen sus obras. Y que a veces ni siquiera esto último es necesario.
Hoy nuestro tiempo pide a gritos, además de ver con admiración los años sesenta y encumbrar nuevamente a los Smithson, a los Eames, a Molezún, a de la Sota, o a Oiza, obras que puedan interferir, simplemente y en profundidad, en el trabajo presente o futuro de los demás.

(1) GRASSI, Giorgio: “Antiguos Maestros”, en Arquitectura lengua muerta y otros escritos, Ediciones del Serbal, 2003.

16 de febrero de 2015

TODA PUERTA ES INFRANQUEABLE


Respiramos inconscientemente. Una parte recóndita del cerebro obliga a nuestros pulmones a hincharse y soltar el aire sin pensar. El acto es involuntario y sin embargo vital. Sin esa inconsciencia estaríamos destinados a expirar.
De modo semejante se percibe la arquitectura por la mayor parte de sus habitantes, cada día y a cada momento. La arquitectura permanece al fondo de la vida, salvo en instantes en los que nos exige algo vigorosamente voluntario, como la respiración antes de una zambullida. Esos son los instantes en que traspasamos cada umbral infranqueable. Sin la invisibilidad que lo cotidiano confiere a la arquitectura, toda puerta permanecería sellada.
“Estoy en el quicio, dispuesto a entrar en mi habitación. Es una empresa muy complicada. Ante todo, debo luchar contra la atmósfera, que presiona cada centímetro cuadrado. Luego deberé tomar tierra sobre un pavimento que viaja a la velocidad de treinta kilómetros por cada segundo alrededor del sol (...) verdaderamente es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que no un físico por el quicio de una puerta”(1).
Ante cada puerta debemos hacer el voluntario esfuerzo por vencer el paralizante vértigo del umbral. Porque traspasar una puerta exige tanto una firme voluntad como cierto desconocimiento.
En un relato de Kafka, Ante la ley, un campesino espera ante un umbral custodiado por un guardián inaccesible. Allí ve pasar su vida hasta que antes de expirar escucha la maldad ciega de su guardián: “Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré”.
La resistencia de las puertas sería insoportable de vencer si fuésemos conscientes de las dificultades que encierran. Para traspasar una puerta basta respirar y dar un paso al frente, antes de volver a la arquitectura invisible de cada día.

(1) Tafuri, Manfredo, Massimo Cacciari, and Francesco Dal Co. De la vanguardia a la metropoli: crítica radical a la arquitectura. Barcelona: Gustavo Gili, 1972, pp. 114.

9 de febrero de 2015

LAS CIUDADES NO TIENEN BUHARDILLA


La ciudad no tiene un espacio digno donde almacenar sus recuerdos. Al igual que sucede en nuestros hogares, a la ciudad se le hace difícil desprenderse del armario heredado de la querida tía, o del bibelot comprado en aciago momento en un viaje de novios. Al igual que sucede en las casas, la ciudad almacena un mobiliario que habla de si mismo como un autorretrato. Pero al contrario de las casas que disponen de desvanes y trasteros, la buhardilla de la ciudad son sus calles y plazas más que sus depósitos municipales.  
Quién iba a decir que unas bañeras de granito provenientes de las Termas de Caracalla pudiesen encontrar mejor acomodo que en medio de una plaza a modo de fuente. Tal sucede frente al Palazzo Farnese de Roma. Escoltando la fachada de Sangallo y Miguel Ángel sobreviven dos restos de ese mobiliario ancestral que hacen destacar la frontalidad del palacio y ordenan el trasiego de la plaza. 
En la Plaza de la Concordia un obelisco egipcio más antiguo que París mismo dirige el tráfico, mientras apenas haya alguien entre los coches que sepa interpretar aquellos signos faraónicos o el origen del expolio que dio con esa monumental piedra en lugar tan remoto. 
La plaza de la madrileña diosa Cibeles ha desplazado su posición lenta pero inexorablemente en pocos siglos. Cerca, una estatua de Colón dirige hoy el tráfico con un brazo extendido, no hacia el continente americano sino hacia un aparcamiento subterráneo.
Un giro en la posición de los dioscuros, monumentales estatuas de Cástor y Pólux situadas al finalizar la escalinata que da a la plaza del Campidoglio romano, cambió el sentido completo de un espacio que desde ese momento se abrió plenamente a la Roma papal y al horizonte y no a los foros, como siempre había sido en la historia.
La colocación y el transporte de esas piezas son un espectáculo para la propia ciudad. También en Roma la erección del obelisco de la plaza de San Pedro supuso algo tan colosal como inenarrable. Porque para abordar el movimiento de semejantes muebles, no basta una voluntad particular que no sea la de reyes, papas, emperadores o algún alcalde con ínfulas de posteridad. 
Los muebles de las ciudades, por cierto, además de ordenar el tráfico, además de ser signos mudos e invisitables, son el fruto de uno de los mayores talentos urbanos, el del reciclaje puro.
Gloria a las ciudades que nada tiran, por mucho que nadie sepa ya de dónde proceden los viejos trastos de sus calles, porque ese acto supone, secretamente, que confían en un provenir donde volver a recolocarlas. Gloria, pues, a ese invento sobrehumano de la ciudad porque está invisiblemente preñado de futuro.

2 de febrero de 2015

LOS LIMITES DE LA ARQUITECTURA


Cualquier arquitecto puede admirar que con sólo un par de notas, Debussy, sea capaz de crear una atmósfera inmaterial e inefable, y siente el peso de saber que, por mucho que la arquitectura añada materia sin fin a su alrededor, jamás podrá lograr algo semejante. Cualquier arquitecto conoce la desazón de sentir las limitaciones de su disciplina. Sin embargo cada arte tiene sus objetivos y sus bordes. Cosa extraña, esas limitaciones no constituyen una debilidad sino que la proveen de una fuerza incontenible.
Las limitaciones de la forma, las de la construcción e incluso las presupuestarias son la razón suprema de la arquitectura. Las limitaciones son la raíz de su poder creativo y de su misteriosa capacidad de representación de un tiempo y una sociedad. No valoraríamos el comienzo del renacimiento italiano, de las primeras obras de la modernidad o acaso de una capilla prerrománica si no viésemos en ellas las capacidades de una época, sus posibilidades materiales e incluso sus miedos, puestos al servicio de una obra que las represente.
El riesgo de la arquitectura no está en lanzarse a una descabellada espiral de invención sino en hurgar sobre sus límites, tratar de pasear por ellos como quien pasea sobre un delgada línea dibujada en el suelo. Y saber que el verdadero riesgo está en no llegar a explorarlos. Tantear esos bordes no supone fabricar una teoría de los obstáculos ni siquiera una teoría de cómo vencerlos, sino de adquirir conciencia de qué ese es precisamente el objeto de la disciplina arcaica de erigir edificios.
Consciente de las propias limitaciones disciplinares, Carl Sandburg describió la poesía como “el diario escrito por una criatura del mar, que vive en la tierra y desea volar”. Otro tanto cabría decir de la arquitectura. A pesar de envidiar la fluidez con que se desenvuelven los seres oceánicos y de ansiar el vuelo imposible desde sus torpes patas ancladas al barro, que hermoso es escarbar en sus profundidades y saberse allí rey y señor de aquellos territorios quizás despreciables.

26 de enero de 2015

HACER DETALLES, TENER DETALLES


La mirada que se echa de lejos a una obra de arquitectura es bien distinta a la que “pace”, como decía Paul Klee, en su cercanía. En los detalles hay algo que roza la intimidad con los problemas de la materia y del habitar. Cada detalle es un balcón abierto hacia la arquitectura.
Cada época ha tenido su especial sensibilidad hacia los puntos singulares de una obra. En la modernidad, obligados por el nuevo lenguaje de la pureza, el detalle fue diseñado centrando su energía principalmente en los encuentros de la materia y su puesta en valor. Luego el detalle fue entendido como un resumen o un emblema del proyecto. Una barandilla, una junta, el pomo de una puerta o el encuentro de diferentes materias, han sido sus lugares predilectos.
Por eso mismo no son pocas las ocasiones en que el detalle no ha sido otra cosa que el rastro del autor haciéndolo.
No obstante el verdadero detalle constructivo dista mucho de ser un mero dibujo a una escala entre el 1:1 y el 1:50.
El dibujo de detalle del acceso de Villa Mairea, nos descubre esa atención particular del arquitecto en un punto. Existe allí una concentración de gestos: además de un dosel apoyado mágicamente sobre columnas variadas de hormigón, listones de madera, corteza de árbol y postes atados, es un compendio de lo que una puerta significa a niveles no solo de forma y materia.
Aalto plantó a la izquierda de esa entrada arbustos de frambuesa (Rubus odoratus). La planta, especialmente olorosa, rica en colores, resistente a las heladas, contribuye a ese conjunto.
Sabemos que las casas, cada casa, huelen, con un olor particular producido por los años, los guisos y los habitantes. Por el olor sabemos de las familias numerosas, la vejez o los nacimientos que las habitan. El ambiente, el particular aire que rodea el cuerpo, también rodea la arquitectura. La primera impresión de la casa queda concentrada en la entrada y se diluye hasta que se vuelve imperceptible incluso para los propios habitantes.
La puerta es un conjunto complejo de situaciones: constructivas, formales, táctiles y, además, aromáticas. En esa entrada, la frambuesa da sus frutos a finales de verano, mientras sus flores silvestres, púrpuras, contribuyen a dar la bienvenida a la casa. Al menos para Alvar Aalto, hacer un detalle era tener un detalle.

19 de enero de 2015

TRES MALENTENDIDOS

De Mies Van der Rohe los arquitectos han heredado un lema, (cuyo precio siguen sufriendo en todas sus detestables variaciones), dos obras que bien valen una carrera, - como son el pabellón de Barcelona y la casa Farnsworth - , y al menos tres malentendidos. 
El primero proviene de suponer que Mies era un arquitecto caro. Lo cierto es que nadie habría sobrevivido treinta años como arquitecto en un competitivo Chicago sin adecuarse a los ajustes económicos de su exigente clientela. Los famosos apartamentos en el 860 de Lake Shore Drive, costaron apenas diez dólares por metro cuadrado de 1951, más barato que los estándares locales de la época. El precio del Chicago Federal Center apenas fue de una veintena de dólares por metro cuadrado, lo cual no es excesivo para un edificio de oficinas climatizado de por entonces (1). (Y menos si lo comparamos con el precio de construcción de un edificio medio en ciudades como Londres). Sin embargo, seguimos manteniendo la idea de lujo miesiano en nuestras cabezas porque la historia nos ha legado las imágenes del ónice, las cortinas de terciopelo rojo, el precio actual de sus muebles, sus retratos con sus corbatas de seda y el humo de costosos habanos. Cosas para el futuro. Y la mítica. 
El segundo malentendido proviene de identificar la exquisitez en la ejecución de su trabajo con la perfección de un cuidadoso artesano. A este respecto John Winter dejó dicho hace más de cuarenta años: ”Un visitante inglés, que ha asumido esa perfección volcada en primorosos detalles colocados cuidadosamente en las páginas de tantos libros de Mies, se quedará sobrecogido por la masilla desparramada por el Illinois Institute of Technology y el acero retorcido de la marquesina en el edificio de Lafayette Park”(2). 
Mies hizo lo que pudo, y más cuando dispuso de un presupuesto ajustado. Quizás un poco más que el resto de los mortales. 
El último malentendido es creer que Mies era un exquisito conocedor de la arquitectura clásica y seguidor de su sinceridad constructiva. Y como muestra la imagen del comienzo. Ningún arquitecto verdaderamente clásico, ni siquiera Schinkel, sería capaz de ejecutar esquinas que hablan de una perfecta equivalencia de fachadas, en sus dos direcciones. Porque en la arquitectura de Chicago, de Nueva York o Toronto, la esquina era un buen lugar para señalar cuál era la fachada principal de cada una de sus obras, la cara predominante. Y sin embargo miren aquí. Edificios exentos, esquinas equivalentes y rellenas como pavos en Navidad. Una esquina de Mies responde, por encima de todo, a resolver eficazmente un ritmo en la modulación industrializada de la fachada. 
Por cierto, en la imagen del comienzo se puede intuir que hay otro malentendido sobre Mies. Creer que es solo autor de obras maestras

(1 y 2) WINTER, John, “Misconceptions about Mies”, Architectural Review, nº 900, Febrero 1972, pp. 69

12 de enero de 2015

LA ARQUITECTURA Y SUS FISURAS


Se equivoca quien piense que Roma es “la ciudad eterna” por sus monumentos, sus calles o su grandeza histórica. Roma es eterna por otra cosa, y de otro orden: por sus fisuras. Nadie en la historia de la humanidad ha cuidado con un cariño tan feroz sus fisuras, nadie las ha enmendado con tanta persistencia, nadie las ha curado y vigilado con tanta ternura como Roma. Roma es monumental porque lo son sus fisuras antes que sus monumentos. Y la fisura, como signo del tiempo, en justa reciprocidad, le ha dado la imagen de lo eterno.
Nadie duda ya que la arquitectura está destinada, desde su construcción, al derribo. Arreglar sus continuos desperfectos es una tarea tan ominosa como inevitable es que la ruina se precipite. Un revestimiento que se desprende aquí, una fisura por allá… Sin embargo el hombre ha aprendido que no importa el tiempo sino la posibilidad de hacerlo presente, palpable. Las fisuras nos hablan de ese tránsito, de ese caminar de la obra hacia la ruina.
Entre todas, cabe preferir las fisuras inteligibles, las que nos hablan en su particular lenguaje secreto. Las fisuras, además de signos del tiempo, lo son de los movimientos del mundo, de la obra y del suelo. Son signos de desgaste y de la vida de la arquitectura. Como las arrugas, las fisuras pueden llegar a ser bellas. (Todo hay que decirlo, la mayoría no alcanzan tal reconocimiento y se deben contentar con el miedo, el desprecio o la indiferencia del habitante diario. Y con motivo). A veces se colocan testigos de esas grietas y se vigilan con ahínco notarial. De ellas efectivamente depende mucho. Las fisuras son palabras de un lenguaje ignoto. Son caracteres y morfemas que hacen de cada desplazamiento y apertura en la materia un rico vocabulario por descifrar. Las fisuras hablan a través de sus direcciones de rotura incluso de los lugares enterrados e invisibles de la edificación. Las fisuras lanzan mensajes de los movimientos y de los esfuerzos de toda la obra. Son, pues, textos dignos de la mejor literatura.
Pero en concreto, y en esta fisura de la imagen, la eternidad parece asegurada. Los cuarterones de la bóveda del Pantheon romano se vigilarán para siempre por restauradores, estudiosos y millones de visitantes. Tras las fisuras del Pantheon se esconden sesudos tratados sobre su motivo y razón estructural. Beltrami, Lanciani, Litch, Rakob, Rasch, Lancaster, Taylor, Lucchini, Wadell y Macdonall... son solo nombres ilustres en esa carrera por comprender la obra y sus avatares. El debate sobre cómo trabaja esa cúpula incompleta sigue tan vivo como la propia obra. Sin embargo sus fisuras ofrecen un diagrama de esfuerzos tan irrebatible como un jeroglífico. El mismo trabajo que hizo Champollion con su piedra Rosetta es el de cada una de las grietas, ya invisibles, de la vieja cúpula romana. Por eso hay fisuras que se convierten en tratados de teología. Porque afectan a todos los dioses.
Y dan la medida del hombre.

5 de enero de 2015

LA ARQUITECTURA ESTÁ POR LOS SUELOS


La arquitectura está por los suelos. Aunque no es como para preocuparse, a fin de cuentas, siempre lo ha estado (y resulta productivo entenderlo en su sentido literal más que en el figurado).
Los ojos se deslizan sobre el suelo que pisamos buscando qué seguir. La superficie sobre la que caminamos lanza señales para la percepción del espacio haciendo de todo habitante un pulgarcito universal. Acostumbrados como estamos a circular por vías de tráfico en que las calzadas nos recuerdan donde es posible adelantar, girar o acelerar, el pavimento de la arquitectura, con frecuencia es olvidado como un indicador de recorridos y situaciones espaciales. Sin embargo el deslizar de los pies sobre una superficie no resta que también esos solados estén dedicados a la contemplación y al pensamiento.
La antigüedad nos ha legado enterrados mosaicos que eran pisados sin contemplaciones y que nosotros hoy veneramos, cuidamos y restauramos como cuadros de museo. En la residencia de la reina Eleuterylida descrita en la Hypnerotomachia Poliphili, Colonna dedica páginas enteras a describir suelos repletos de jaspe, cuarzo verde, calcedonias, ágatas... como prados en flor. Alberti recomendaba el uso de pavimentos de mármol incrustado como un sistema infalible para añadir riqueza a las iglesias. El oriente el suelo es una forma de encuadre, y cada piedra de algunas villas de Kioto, representa una ventana a un paisaje completo. Los ejemplos se extienden por el mundo entero desde que el hombre es hombre.
Proyectar un pavimento tiene su propia lógica, que se encuentra a medio camino entre los problemas de la pura geometría y la dificultad del resto de los despieces de una obra. Salvo por la diferencia de que en el suelo no juega ninguna fuerza gravitatoria que no sea la del agua tratando de embalsarse o de escurrir...
El problema del diseño del pavimento no consiste solamente en marcar las fronteras del espacio, en la mera señalización de recorridos posibles, ni siquiera se trata de un problema de pura topografía, sino de arquitectura con mayúsculas, aunque de modo no directo. Porque difícilmente el suelo por si mismo basta para constituir un proyecto de arquitectura pleno y suficiente. Sin embargo esa particular lógica de los suelos se puede extender y los hay que, venidos a más, que se convierten en proyectos.
El pavimento de la Piazza del Campidoglio romano parece ser un motivo tan poderoso como el mismo proyecto de Miguel Ángel (a pesar de que su ejecución real se llevó a cabo en 1940 a partir de uno de sus dibujos). El pavimento en damero, entre el círculo y el cuadrado, del Panteón romano es un ejemplo de habilidad y geometría. El pavimento de San Ivo de la imagen con que comenzábamos, de Borromini, es un ejemplo brillante de todo lo dicho…
Solo con el pavimento parece posible reconstruir lo que sucede encima. En ocasiones el pavimento es un poderoso refuerzo. En otras puede ser el resumen de todo el proyecto.

29 de diciembre de 2014

"LA ARQUITECTURA NO SE PUEDE INVENTAR"


Saliendo del suelo como un topo, armado con un plano, silencioso, Klas Anshelm aun hoy es un desconocido para muchos. Y con razón. 
La figura de un arquitecto con vocación de invisibilidad resulta todavía ejemplar. El mérito de hacer obras de un nivel extraordinario y permanecer oculto es la comprobación empírica de un especial tipo de éxito. Como un topo, el arquitecto no es más que un cordial subordinado a algo mayor. Ni siquiera el arquitecto según Anshelm es inventor, porque “la arquitectura no se puede inventar”. Está ahí. Sin más. 
Para hablar de la especial sensibilidad y carácter de Anshelm podrían citarse algunas de sus obras más trascendentes: la Galería de Arte de Lund, la ampliación del Ayuntamiento de la misma ciudad, la Galería de Arte en Malmö. También ayudó a que una enredadera aparecida entre los tableros del suelo de su estudio creciese, paciente y cuidadosamente hasta el techo. 
Tal vez suponga una exageración elaborar una lista de los pequeños hechos de la arquitectura pero es que Anshelm con su especial “deshabillée” estaba preocupado por ellos de modo exclusivo. 
En la Galería de arte de Malmö fabricó un lugar para un árbol existente. “La lluvia se conduce a sus raíces directamente a través de un depósito de piedra que se ha construido en los cimientos del edificio para darle al árbol la humedad que necesita. También hemos alabeado la pared hacia adentro ligeramente por el árbol, y hemos hecho el frente de vidrio para que el árbol forme parte de la estancia. No había ninguna estipulación que obligase a mantener el árbol pero creo que éste le añade al edificio un considerable e irracional valor extra”(1). 
Irracional, silencioso, por lo demás, la sala de exposiciones de Malmö, además de una obra maestra, es un espacio diáfano, neutro y capaz de ofrecer un marco extraordinario de matices a lo expuesto. No era necesario inventar nada. 
No inventar nada y sin embargo poner en resonancia lo existente es una labor titánica.

(1) ANSHELM, KLAS: “Sobre la Galería de Arte en Malmö”, Revista Obradoiro, nº 34, 2009, COAG, pp.134.

22 de diciembre de 2014

AISLAR (SE)


Recubierto de papel de plata, como un enorme bocata de jamón colegial, Lewerentz se fuma un puro de un exterior aun más atosigante e incierto que su pequeño estudio. 
El olor a tabaco en esa niebla irrespirable y la imposibilidad de ventilación que no supusiese un riesgo físico de enfriamiento letal no parece allí el mayor problema. La luz de la cerilla y la del flexo parecen reflejar en mil direcciones como si el propio sistema de aislamiento proveyera también de iluminación. De ese envoltorio no parece escaparse nada. Ni la luz, ni los olores, ni el talento reconcentrado de quienes le visitaban asiduamente. 
Las variadas fotografías de Lewerentz en ese espacio no dejan de hablarnos de un aislamiento que es a la vez concentración. Al arquitecto aislado le rinde el tiempo. No es un aislamiento que coincide con el del monje o con el del anacoreta. Peter Celsing y Klas Anshel, jóvenes colegas antes que discípulos, conviven con el viejo Lewerentz y le influyen. Como si el aislarse solo consistiera en saber, antes que nada, de que aislarse. Como si el aislarse fuese una variante del seleccionar. 
Hoy ese papel de plata lo identificamos con las ambulancias que socorren al atleta tras la llegada olímpica o con el reflejo que cubre cada cadáver televisivo a modo de manta a punto de echar el vuelo. Sin embargo ese recubrimiento en el estudio de Lewerentz es una conjunción afortunada que habla del exterior sin verlo. Es el retrato de un interior calefactado, de una buhardilla en Lund, de un refugio y de un desván. De un lugar para soñar, como dejó dicho Bachelard de las guardillas. 
Sobre la viga de su “caja negra” reposa amenazante un sacapuntas a punto de descalabrar a algún visitante molesto.

15 de diciembre de 2014

ÁRBOLES DE HORMIGÓN Y CUBISMO


Durante mucho tiempo el hormigón armado fue un material salvífico y maravilloso con el que no se sabía que hacer aparte de barcos, árboles y detalles de orfebrería fina. Con aquella pastosidad gris e ingobernable se llegaron a realizar incluso edificios, aunque, de todos, ese fuese el empleo que requería menor imaginación. 
Esta materia transformó la historia de la arquitectura. El nacimiento de la modernidad y la aparición del hormigón no fue una coincidencia, sino su causa. Desde entonces, la pituitaria de todo arquitecto, como lo sucedido con aquel aroma de Proust al inspirar el de su famosa magdalena, identifica el agrio perfume del hormigón con la modernidad. De modo insustituible. 
No obstante el hormigón armado no podía encarnar lo moderno puesto que no tenía forma propia. La nueva forma debía adquirirse de una fuente de mayor legitimidad. Y no puede olvidarse que en aquel comienzo de siglo XX, el otro signo de lo moderno era el cubismo. Así pues, cubismo y hormigón fueron capaces, por si mismos, de alimentar la nueva imaginación de lo veloz, lo limpio y lo sano y encarnarse en objetos que hoy nos parecen sorprendentes. 
Por eso cuando Robert Mallet Stevens se preguntó cómo hacer un jardín verdaderamente moderno, la respuesta para él era indudable: bastaba hormigón y cubismo. Los árboles plantados en aquella Exposición de Artes Decorativas de 1925, no daban sombra ni falta que les hacía, simplemente eran una representación de la modernidad. Árboles ante los cuales posaban modernas modelos con maravillosos tejidos diseñados por Sonia Delaunay, patrones que aun hoy están fuera de la moda como lo estaban por entonces los nuevos coches, aviones y paquebotes. 
Solo el que se alegra de ser moderno es auténticamente moderno dejo dicho más tarde Milan Kundera. Eso en arquitectura se tardó en descubrir. Precisamente hasta que la modernidad ya se había pasado.
Hoy que el cubismo ha dejado de ser moderno, al menos se puede seguir construyendo con hormigón. 

8 de diciembre de 2014

FUENTE MÁGICA


La identificación entre la columna y el árbol es tan antigua como la propia arquitectura. Desde la casa de Adán en su particular paraíso, al famoso grabado del Abate Laugier, cada árbol puede ser una columna. 
El caso es que este nunca construido soportal de Erik Gunnar Asplund para el pabellón de Suecia de la exposición universal de Artes Decorativas de 1925 fue tempranamente llamado por sus estudiosos “bosque petrificado” y ahí se quedó el asunto. Las palabras que anuncian lo evidente no tienen otro mérito que el de quien las pronuncia primero. Así, si alguien quería ganarse el sustento y hasta tener cierto prestigio como crítico de arquitectura, bastaba llegar antes que nadie a los sitios. 
Sin embargo Asplund había sido el primero en pronunciarse sobre ese bosque de columnas. No es ningún escrito o la propia memoria del proyecto quien lo pone de manifiesto sino esa fuente que colocó entre las columnas para refresco de visitantes acalorados. Esa fuente estaba cargada del simbolismo elegante de Asplund y hacía del bosque algo doméstico. O dicho de otro modo, con esa fuente el bosque de columnas toscanas no era un bosque, sino un jardín. 
El arquitecto con la inclusión de un objeto es capaz de emitir una lectura sobre las intenciones de su propia obra. Esa fuente es arquitectura hablando de arquitectura y acotando su sentido. Es, pues, una fuente mágica. Esta prórroga del sentido lograda por la injerencia de un objeto no ha perdido nunca potencia como estrategia de la arquitectura. Debiera hacerse una historia de la arquitectura de esas pequeñas cosas. 
En el año 1925, entre los pabellones se construyeron otros interesantes jardines, como el de Robert Mallet Stevens o ese otro de Le Corbusier, donde cada casa debía poder tener el suyo propio(1). Y es que desde entonces, tener un jardín es un derecho. 

(1) Cosas curiosas sucedieron en aquella exposición. Entre otras que el premio de ese pabellón de Sueco no fuera concedido a Asplund. El concurso lo ganó Ture Ryberg (según Blundell Jones) o Carl Bergsten (según López Peláez).

1 de diciembre de 2014

LA CIENAGA VISUAL


Que la Arquitectura es un arte puramente visual, trascurridos los acontecimientos en torno al empleo de la imagen en los últimos veinticinco años, no hay ya quien lo discuta. El predominio de la forma y de la imagen se ha hecho tan palpable que hoy ya no hace falta siquiera mirar: las imágenes de la arquitectura pasean ante nosotros con la desvergüenza de un adolescente orgulloso de su sola juventud.
Pero la visión es un mecanismo complejo. La verdadera visión enfoca y se esfuerza, mira y se retrae, gira y se difumina. El mirar requiere un esfuerzo contenido y hasta el mirar mismo es un ejercicio mental además de físico.
Tal vez por eso el dibujo de Herbert Bayer es fascinante. Somos hombres-ojo pero la mirada es sección y perspectiva. Como si las cosas hubiesen de ser contempladas en una simultaneidad para descubrir su trasera, su reverso. Eso es lo que hay que ver. Eso es lo que merece la pena ver. Al menos en arquitectura.
Solo por el modo de dirigir la mirada hacia la arquitectura, ésta nos retrata. El mirar es un espejo de cada manera de estar en el mundo. Porque la mirada no es algo inocuo, sino que mancha. El dibujo de Hebert Bayer es fascinante, innegablemente. Porque es una profecía de los hombres-ojo en que íbamos a convertirnos casi un siglo después. Porque describe una forma de mirar que lo abarca todo. Porque en su dibujo la mirada se convierte en un espacio propio, en una ciénaga de la que no podemos escapar, solo nadar con movimientos lentos para no hundirnos y perecer entre su inevitable y pegajosa viscosidad.
Tan envolvente y adiposo es lo que se ofrece a la vista que en realidad para el arquitecto lo único evidente es lo invisible (lo que queda detrás de lo visible).

24 de noviembre de 2014

LAMETONES


Lametones indecentes. No puede esperarse otra cosa de ese culto mitómaniaco profesado hacia la arquitectura moderna y sus maestros. ¿Quién osaría detener a alguien que lame con la fruición de un caramelo colegial el travertino del Pabellón de Barcelona?. Nadie. Sería jugarse la vida. 
A estos extremos se llega cuando se impone un culto a los monumentos y a la monumentalización misma que hace de todo algo protegido, musealizado y digno de exageración. Sin embargo alguien debería recordar que esas obras, las obras maestras, no fueron concebidas para ser veneradas hasta el punto de la ciega genuflexión. Esas obras fueron instrumentos y como tales debieran ser usados. Instrumentos que son susceptibles de mejora y transformación. O dicho de otro modo, la obra de arquitectura es un material disponible para que cualquiera capaz haga con ellos algo mejor. Lo mismo que hay quien idolatra cada gesto de los maestros, alguien debiera ser capaz de demoler toda su obra si con esa destrucción lograse superar lo anterior. 
Aunque hablando de lametones, recuerdo haber contemplado uno semejante aunque de más trascendencia. No fue un gesto caníbal como éste de Carolyn Butterworth, sino el lametón de un maestro a un simple ladrillo para comprobar su porosidad y su calidad como materia. Era un lametón aun mejor que ese del comienzo, porque era de puro oficio. Y por tanto más significativo.

17 de noviembre de 2014

PLANTEAR


Cualquiera diría que esa planta es el resultado de seccionar horizontalmente a una altura de cuarenta y ocho centímetros la "Fuente de los cuatro ríos”, de Gian Lorenzo Bernini, en la romana Piazza Navona.
La geometría desaforada e informe se impone y el marco de la fuente no ayuda a contener esa masa de piedra para la que no existe planimetría posible. Sin embargo, en algún momento durante su construcción la fuente fue de ese modo.
Pueden extraerse consecuencias de este tipo de descubrimientos: por un lado, que una planta es un sistema narrativo de mayor hondura que lo que se da por supuesto. Por otro, que la planta no siempre es el documento que avanza una pura distribución funcional, que describe óptimamente a los habitantes durmiendo y paseando entre los futuros muros de la arquitectura. Dicho de otro modo, la planta resulta, antes que nada, una herramienta extraordinaria para la exploración de la forma.
“Planear” y “planta”, es cierto, comparten raíces. Sin embargo entender la planta solo como una sección particular de la arquitectura supone distraer la atención de su potencia como bisturí cósmico para el descubrimiento de otras maneras de mirar. Interiorizar la planta como sección horizontal es una obviedad de parvulario hasta que uno traza plantas de los objetos cotidianos: la sección de una manzana, de una silla o de una máquina de escribir, por un plano paralelo al suelo, nos descubre objetos y formas maravillosas y habitualmente invisibles.
Generalmente los cortes, las secciones verticales sobre la forma, nos trasladan su orden constructivo y su espacialidad, pero esa específica incisión horizontal cuando se aleja de la arquitectura no trata de lo mismo, sino de sus ingredientes constitutivos en el tiempo. Porque la planta, que siempre habla de la funcionalidad, lo hace por encima de todo, de la funcionalidad de la materia, no de sus recintos.

11 de noviembre de 2014

EL HABITANTE NUTRITIVO


Mientras la obra crece, los momentos de dificultad van superándose y la forma toma cuerpo. Una multitud de tornillos, argamasa, y personas quedan trabadas en ese lento crecer. Más tarde todo superado y libre de aquellos que contribuyeron a su consecución parece que aquel esfuerzo ha quedado olvidado.
Luego los habitantes, con una lenta procesión de sillas, televisores, sueños y somieres habitan esa recién inaugurada construcción. Alquileres y nacimientos se suceden en el tiempo mientras la arquitectura que los cobija engorada lenta y misteriosamente.
Porque por mucho que cada habitante haya abandonado la construcción, de algún modo queda allí. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo, dice César Vallejo. La arquitectura viene al mundo no cuando se exhibe y se inaugura, sino antes, y continua después. La arquitectura se nutre de la vida de quienes la construyen, piensan y luego habitan. Los hombres quedan en la arquitectura, como “sujetos del acto”. No quedan los andamios, ni las prisas, ni el esfuerzo, ni los desvelos, ni los nacimientos, ni las enfermedades, ni las caricias. No es siquiera el recuerdo de ellos, lo que queda, son las personas mismas.
El habitar es una función de un órgano de la humanidad no bien descrito todavía. Y en el momento que esa función se plasma el habitante no es más que una sustancia nutriente de la arquitectura. Por ello la arquitectura nace y permanece habitada. Porque es un recipiente de cada uno de sus habitantes.

“—No vive ya nadie en la casa —me dices—; todos se han ido. La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda, pues que todos han partido. Y yo te digo: Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombres.” (1)

(1) Vallejo, César, “No vive ya nadie”, Poesía Completa, México: Colofón, 2007.

3 de noviembre de 2014

UNA VENTANA DE PERROS


Apenas a medio metro del suelo, un hueco sobre una tapia que cierra una propiedad en Suiza, no ha dejado de provocar sorpresas a los paseantes. 
Ese hueco es una simple ventana para un perro. Al otro lado del muro unos peldaños de hormigón, sirven para que el animal se pueda encaramar y contemplar la vida pasar. Tal vez incluso disfrutar de un ladrido y el consiguiente respingo de aquel incauto que pasee sus cercanos tobillos. 
Desde el interior el hueco se abocina y el conjunto, con esos peldaños, forman una anómala escultura. Bajo esta breve escalera en realidad hay espacio como para que el perro pueda resguardarse. Toda la tapia en su cara interior protege con un alero el recorrido de ese particular habitante a lo largo del muro. 
Al otro lado de la propiedad, casi a eje con ese hueco, existe una ventana construida con proporciones semejantes, aunque de diferente tamaño, para contemplar el lago que se extiende en su frente.
En realidad una ventana para un perro es una operación muy sencilla desde el punto de vista de la arquitectura, pero nada desde la complejidad de la vida. El conjunto del perro y la tapia forman un completo sistema de intimidad. El muro está protegido por un ladrido amenazante y a su vez éste cobija al animal. El mecanismo combinado representa un muro en su sentido más profundo. Este muro protege, doblemente. 
Se encuentra en la casa que Le Corbusier erigió para su madre al borde del lago Leman.

27 de octubre de 2014

LA CALLE COMO APÉNDICE DE LA ARQUITECTURA


Cabe definir la calle como el espacio sobrante de la arquitectura: eso que queda entre los objetos construidos. También cabe hacerlo como el espacio que forma a los ciudadanos y sus personalidades.
Precisamente como formadora de espacios anejos, la arquitectura siempre posee una ineludible dimensión pública. Por mucho que un arquitecto firme la arquitectura, por mucho que sea pagada por alguien concreto, por mucho que en el registro de la propiedad figure como tal, es, antes que nada, una bien público porque constituye calles, y hace ciudades y paisajes. Y tras ellos, hombres.
Adolf Hitler dejó escrito que para destruir un pueblo, para eliminar en él la conciencia de si mismo, bastaba con destruir sus monumentos. Se equivocaba. Bastaba eliminar el espacio público, bastaba aniquilar sus calles y plazas para destruir a los ciudadanos. Cada ciudad demolida fruto de su "teoría", tras la guerra, puso enormes energías en reconstruir esas calles y sus espacios más significativos. Incluida la ciudad de Berlín.
El espacio más allá de la arquitectura, ese apéndice innombrado, es el espacio de mayor responsabilidad a que se enfrenta el arquitecto. El espacio de la verdadera responsabilidad civil. De ser así las calles serían diferentes y serían diferentes muchas obras.
Aquí estos niños bailando son los ciudadanos que serán por las calles que los cobijan. La verdadera educación para ser ciudadano se produjo siempre en el aula abierta de esos espacios públicos. Por eso la arquitectura es el verdadero apéndice de la calle y no al revés.