Rilke advirtió a los jóvenes poetas que los temas majestuosos eran difíciles y que exigían una gran madurez artística. Les aconsejó escribir sobre lo que veían a diario su alrededor; sobre lo que habían perdido y lo que se habían encontrado. Los animaba a utilizar lo que estaba próximo a ellos como herramienta para desarrollar su talento: imágenes de sus sueños, objetos de su niñez, minucias despreciables que el mundo ponía ante su mirada. “Si la vida diaria te parece pobre –escribió–, no la culpes. La culpa es tuya. No eres tan buen poeta como para percatarte de su riqueza”.
Gracias a las cosas ordinarias de la arquitectura se puede evitar, si es que se puede, rapiñar una biblioteca o ansiar una novedad en internet. La arquitectura majestuosa crece desde el sustrato de lo habitual.
De ese lugar, precisamente, brotan las ideas majestuosas: una mano áspera sostiene una maqueta de cartón en cuyo lateral apenas se lee Sonsbeek… Una mano que parece haber soportado muchas astillas, suciedad y serrín antes que esa minucia. Sin embargo la mano sostiene estos cartones como una pequeña ofrenda, como una mariposa recién capturada. Es la mano del carpintero Rietveld, sosteniendo lo que será el pabellón Sonsbeek, hecho de apenas bloque de hormigón e ingenio.
“Este consejo puede parecer superfluo y estúpido”, hablando de las fuentes de inspiración ordinarias decía Wislawa Szymborska, “por eso sustentamos nuestro argumento con uno de los poetas más esotéricos del mundo de la literatura”. Por eso lo ordinario coincide con lo majestuoso cuando se trata con el especial talento que imprime la modestia.