Sin embargo la mirada hacia los lados del arquitecto no es una mirada que cruce ninguna línea visible. Todos se vigilan, en una sala demasiado a oscuras en la que entran y salen invitados sin previo aviso. En esa sala algunos han estado siempre pendientes de ser más contemporáneos que el resto: Alberti luchaba por ser más moderno que Brunelleschi, Scamozzi que Palladio y que Sansovino, Le Corbusier que Leonidov (o que el Team X en algún otro momento), Mies que Mendelsoh, luego Philip Johnson luchó por ser más moderno que Mies y, ya puestos, que todos los demás…
Mientras, esa mirada de lado, de reojo, esa mirada vigilante ha producido proyectos cuyo objetivo prioritario era demostrar la pura prevalencia, la pura superioridad, aunque no por simple orgullo o petulancia. Así, en estos arquitectos siempre está la obra extraña, el concurso perdido, el proyecto que se dirige a unos rivales invisibles y que emite un mensaje territorial en su sentido más rudo y primitivo.
Rastrear esos proyectos da pie a descubrir los signos de esos tiempos, los intereses, lo que latía en una época como lo más moderno o más puntero. En fin, la vanguardia.
En esos proyectos se vislumbra, como en la radiación que emiten las estrellas una vez desaparecidas, lo que fue su momento y su composición íntima. Aunque sean ya los fulgores de un cadáver extinto.
Sólo en esos casos aparece algo que palpita y desaparece, un retrato de las relaciones humanas y de los focos de interés que ya no están. Porque esos proyectos que miran de lado, no pueden repetirse mucho en la carrera de un arquitecto. De lo contrario aparece la tortícolis paralizante del que es incapaz de producir nada con una voz propia.