El arquitecto de casta tiene una mentalidad de pobre familia ahorradora porque nada le sobra. Nada se deja en el plato del proyectar. Porque se trabaja con bienes que son valiosos y no son propios.
La materia es un bien precioso por caro y por irrepetible. Porque ha pasado por las manos de otros hombres que han puesto sudor y esfuerzo en ella. La materia no se puede desaprovechar porque está llamada a ser algo mayor después de ser colocada en su preciso sitio. (En culturas arcaicas el arquitecto “respondía con su vida de que la tala no significaría derrochar la vida del árbol sino darle la «vida de la belleza”)(1).
El territorio, el suelo y el paisaje son recursos escasos. Millones de años y energías, geológicas, históricas y culturales lo conforman. Hombres y construcciones han dejado sus huellas sobre ese reducto de tierra dispuesta ahora a ser edificada.
Incluso las energías de una propiedad y el entusiasmo con que se aborda una nueva construcción son limitados.
Por todo ello, el aprovechar hasta la última posibilidad que ofrece cada recurso es una obligación económica - acaso moral - pero por encima de lo anterior, puramente disciplinar. Y para dar ejemplo, el arquitecto debe ser el primero en aprovechar los medios de su propia producción y no cometer un uso desmesurado de líneas, tinta y papel.
Aprovechar para no abordar siquiera obras innecesarias. (Por aprovechar, debe hacerlo hasta con el tiempo. El propio y el ajeno). Es un hermoso esfuerzo, éste. Un juego en el que todo, finalmente, encaja.
(1), Krasznahorkai, László, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río. Barcelona: El Acantilado, 2005, pp. 42.