Las limitaciones de la forma, las de la construcción e incluso las presupuestarias son la razón suprema de la arquitectura. Las limitaciones son la raíz de su poder creativo y de su misteriosa capacidad de representación de un tiempo y una sociedad. No valoraríamos el comienzo del renacimiento italiano, de las primeras obras de la modernidad o acaso de una capilla prerrománica si no viésemos en ellas las capacidades de una época, sus posibilidades materiales e incluso sus miedos, puestos al servicio de una obra que las represente.
El riesgo de la arquitectura no está en lanzarse a una descabellada espiral de invención sino en hurgar sobre sus límites, tratar de pasear por ellos como quien pasea sobre un delgada línea dibujada en el suelo. Y saber que el verdadero riesgo está en no llegar a explorarlos. Tantear esos bordes no supone fabricar una teoría de los obstáculos ni siquiera una teoría de cómo vencerlos, sino de adquirir conciencia de qué ese es precisamente el objeto de la disciplina arcaica de erigir edificios.
Consciente de las propias limitaciones disciplinares, Carl Sandburg describió la poesía como “el diario escrito por una criatura del mar, que vive en la tierra y desea volar”. Otro tanto cabría decir de la arquitectura. A pesar de envidiar la fluidez con que se desenvuelven los seres oceánicos y de ansiar el vuelo imposible desde sus torpes patas ancladas al barro, que hermoso es escarbar en sus profundidades y saberse allí rey y señor de aquellos territorios quizás despreciables.