Nadie duda ya que la arquitectura está destinada, desde su construcción, al derribo. Arreglar sus continuos desperfectos es una tarea tan ominosa como inevitable es que la ruina se precipite. Un revestimiento que se desprende aquí, una fisura por allá… Sin embargo el hombre ha aprendido que no importa el tiempo sino la posibilidad de hacerlo presente, palpable. Las fisuras nos hablan de ese tránsito, de ese caminar de la obra hacia la ruina.
Entre todas, cabe preferir las fisuras inteligibles, las que nos hablan en su particular lenguaje secreto. Las fisuras, además de signos del tiempo, lo son de los movimientos del mundo, de la obra y del suelo. Son signos de desgaste y de la vida de la arquitectura. Como las arrugas, las fisuras pueden llegar a ser bellas. (Todo hay que decirlo, la mayoría no alcanzan tal reconocimiento y se deben contentar con el miedo, el desprecio o la indiferencia del habitante diario. Y con motivo). A veces se colocan testigos de esas grietas y se vigilan con ahínco notarial. De ellas efectivamente depende mucho. Las fisuras son palabras de un lenguaje ignoto. Son caracteres y morfemas que hacen de cada desplazamiento y apertura en la materia un rico vocabulario por descifrar. Las fisuras hablan a través de sus direcciones de rotura incluso de los lugares enterrados e invisibles de la edificación. Las fisuras lanzan mensajes de los movimientos y de los esfuerzos de toda la obra. Son, pues, textos dignos de la mejor literatura.
Pero en concreto, y en esta fisura de la imagen, la eternidad parece asegurada. Los cuarterones de la bóveda del Pantheon romano se vigilarán para siempre por restauradores, estudiosos y millones de visitantes. Tras las fisuras del Pantheon se esconden sesudos tratados sobre su motivo y razón estructural. Beltrami, Lanciani, Litch, Rakob, Rasch, Lancaster, Taylor, Lucchini, Wadell y Macdonall... son solo nombres ilustres en esa carrera por comprender la obra y sus avatares. El debate sobre cómo trabaja esa cúpula incompleta sigue tan vivo como la propia obra. Sin embargo sus fisuras ofrecen un diagrama de esfuerzos tan irrebatible como un jeroglífico. El mismo trabajo que hizo Champollion con su piedra Rosetta es el de cada una de las grietas, ya invisibles, de la vieja cúpula romana. Por eso hay fisuras que se convierten en tratados de teología. Porque afectan a todos los dioses.
Y dan la medida del hombre.