La geometría desaforada e informe se impone y el marco de la fuente no ayuda a contener esa masa de piedra para la que no existe planimetría posible. Sin embargo, en algún momento durante su construcción la fuente fue de ese modo.
Pueden extraerse consecuencias de este tipo de descubrimientos: por un lado, que una planta es un sistema narrativo de mayor hondura que lo que se da por supuesto. Por otro, que la planta no siempre es el documento que avanza una pura distribución funcional, que describe óptimamente a los habitantes durmiendo y paseando entre los futuros muros de la arquitectura. Dicho de otro modo, la planta resulta, antes que nada, una herramienta extraordinaria para la exploración de la forma.
“Planear” y “planta”, es cierto, comparten raíces. Sin embargo entender la planta solo como una sección particular de la arquitectura supone distraer la atención de su potencia como bisturí cósmico para el descubrimiento de otras maneras de mirar. Interiorizar la planta como sección horizontal es una obviedad de parvulario hasta que uno traza plantas de los objetos cotidianos: la sección de una manzana, de una silla o de una máquina de escribir, por un plano paralelo al suelo, nos descubre objetos y formas maravillosas y habitualmente invisibles.
Generalmente los cortes, las secciones verticales sobre la forma, nos trasladan su orden constructivo y su espacialidad, pero esa específica incisión horizontal cuando se aleja de la arquitectura no trata de lo mismo, sino de sus ingredientes constitutivos en el tiempo. Porque la planta, que siempre habla de la funcionalidad, lo hace por encima de todo, de la funcionalidad de la materia, no de sus recintos.