16 de diciembre de 2013

UNA VEZ POR SEMANA


Una vez por semana aquel patio oscuro relatado por Sánchez Ferlosio en “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, inesperadamente, se iluminaba. Una vez por semana aquel lugar sucio estrecho y gris adquiría la súbita luz de una visitación periódica. Como si un ser sobrenatural se detuviese repentinamente en aquel rincón.
“Coincidía que todos los vecinos colgaban sus sábanas a la vez, quedaba el patio todo espeso de láminas, del suelo al cielo, como un hojaldre. Entonces sí que llegaba luz abajo, porque las sábanas más altas la tomaban del sol, la que venía resbalando por el tejado y pasaban el reflejo a las del penúltimo piso: éstas a su vez se la daban a las del antepenúltimo. Y así venía cayendo la luz, de sábana en sábana, tan complicadamente, por todo el ámbito del patio, suave y no sin trabajo, hasta el entresuelo ¡Cómo se dejaba engañar la luz por las sábanas y, entrando a las primeras, no podía ya salirse del resbaladero y se iba de tumbo en tumbo, como por una trampa, hasta el fondo, tan a disgusto, por aquel patio sucio, estrecho y gris!”.
Existe una especialísima impertinencia capaz de transformar toda arquitectura en algo significativo. Un desaliño en la rigidez de las formas al que animaba Alvar Aalto al ofrecer “una vulgaridad del día a día como factor esencial de la arquitectura”. Para denominar esos accidentes, ese especial tipo de concreción que vuelve palpable la vida y caracteriza al individuo, Duns Escoto, inventó el término “ecceidad” hace más de nueve siglos. Esas sábanas tendidas son la porción de “ecceidad” que espera la arquitectura para ser resucitada de lo genérico. La arquitectura, cualquier arquitectura, está llamada a ser una vasija trascendente de la vida cotidiana. Cualquier patio deja de ser un patio cualquiera gracias a esa especial huella de la vida que vuelve único lo indiferenciado.
¿Dónde queda pues el mérito del arquitecto si cualquier lugar es en potencia capaz de acoger esas maravillas?. Su mérito está en ofrecer un trabajo dispuesto a amplificar, sin estridencias ni distorsiones, las huellas concretas del habitar. En hacer de la arquitectura un instrumento mayúsculo de la “ecceidad” de la vida.

9 de diciembre de 2013

UNA ANOMALIA


No sé si observaron una anomalía en la pasada imagen, en el retrato del equipo de arquitectos que trabajaron junto a Le Corbusier para erigir el Capitolio de Chandigarh. 
Sí, el arquitecto no está solo, pero intriga y una vez visto no es posible olvidarlo, ese minúsculo y casi inapreciable pájaro negro posado sobre la cubierta de aquel barracón de obra, casi invisible, pero cierto. Un pájaro negro, tal vez un córvido, insignificante, inmóvil como un especial signo del Espíritu Santo exactamente encima de Le Corbusier.
El arquitecto trabaja siempre acompañado, pero, ¡ay!, ese pájaro negro. Ese pájaro negro quita el sueño porque vino a posarse precisamente sobre la cabeza de ese maldito pintor suizo y no sobre nadie más en aquella foto. Ese pájaro negro quita el sueño porque es el que trajo loco a Salileri y al protagonista de Thomas Bernhard cuando hizo decir en su “Malogrado”: “Si no hubiera conocido a Glenn Gould, probablemente no habría renunciado a tocar el piano y me habría convertido en virtuoso del piano y quizá, incluso, en uno de los mejores virtuosos del piano del mundo”. “¿Por qué él y no yo? Si es un miserable y un ególatra. Si huele mal”, preguntaba Salieri en su oración al Altísimo, del insoportable Mozart. 
¿Por qué precisamente ese pájaro negro vino a posarse sobre la cabeza de alguien como Le Corbusier, justo cuando compartía la modestia anónima de formar parte de un gran equipo?. Quizás la diferencia, la sutil anomalía diferencial está en que “el pianista ideal es el que quiere ser piano, y la verdad es que todos los días me digo, al despertar, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser”, como había dicho Glenn Gould. 
Quizás simplemente le Corbusier fue el único que deseó siempre, ferozmente, sin pensar que era un juego, ser arquitectura. Y esa fue su mayor y más verdadera virtud.

2 de diciembre de 2013

LA FINGIDA SOLEDAD DEL ARQUITECTO


El arquitecto nunca está solo. “El arquitecto no hace él solo ni la caseta del perro”, decía Javier Carvajal. Ambas fórmulas encierran una verdad acuciante: por mucho que algunos de los protagonistas de la arquitectura de todos los tiempos hayan aparecido ligados a la historia con sus nombres bramantes y poderosos, erguidos frente al mundo como monumentos al genio creador, solos no habrían construido ni un refugio de podencos. Ni Palladio, ni Fischer von Erlach, ni Loos, ni Koolhaas, ni mucho menos, Le Corbusier.
Ahí, en la imagen anda precisamente Le Corbusier, perdido entre personas, cercano al centro, cercano a su primo y mano derecha, perdido entre todo el personal que colaboró en la construcción del edificio del Capitolio de la ciudad de Chandigarh. La fingida soledad del arquitecto, producto de una mentalidad renacentista que hacía de cada artesano alguien nacido bajo el signo de Saturno, está cada vez más lejana de aquel padre mitológico. Nuevos mitos han ido ocupando con el paso de las décadas esa incómoda paternidad. La tecnología, la normativa y la complejidad de la vida han puesto cada vez más de manifiesto que, el del arquitecto, es un trabajo cercano al del confesor, al del obrero de la fábrica de automoción, al del pastor de ganado y al del psiquiatra forense.
El papel del arquitecto se haya entre engranajes cada vez más complejos y hace depender su labor de una especial forma de diálogo. Nada está ya supeditado a su voluntad, ni acaso a la de su cliente o a la de los participantes en la obra, sino a la pura y simple consecución coherente de algo superior. Poco queda del arquitecto como general al mando de un ejército. Poco de aquel arquitecto-director de una cacareante orquesta. Poco depende ya la arquitectura de un arquitecto que mande, organice o dirija, porque al mando de todo se encuentra, siempre fue así, algo superior a él llamado Arquitectura. Y es sabido que de no obedecer sus órdenes calmas, por mucho que se la conjure a gritos, no hará acto de presencia.

25 de noviembre de 2013

DESGASTAR


El paso del tiempo deja huella sobre la materia. La arquitectura envejece y los años la completan con la pátina del tiempo. Un recubrimiento que es de más alcance que esa especial costra que el hombre llama historia. 
La forma de aceptar el paso del tiempo y de los seres humanos pasando sobre la arquitectura se muestra de muchos modos pero uno de los más hermosos es el desgaste. El desgaste no coincide con la simple erosión sino que representa el inesperado suplemento de vida de la arquitectura. El desgaste no corresponde a la fatiga ni al cansancio sino a una extensión de la forma como algo dinámico y vivo. 
Creo recordar que era Quetglas, - siempre que la anécdota es fascinante uno tiene la malsana costumbre de atribuírsela -, quien hablaba de unos pequeños agujeros en los peldaños, junto a las jambas de los portales de algunas casas de Barcelona. Eran las huellas que dejaron el castañeteo prolongado años de unos zapatos de tacón esperando su clientela a la intemperie, quizás en el barrio de Gracia. El desgaste sobre la arquitectura toma cuerpo y goza de mayor dignidad que la huella casual de los obuses en los viejos monumentos. 
Se trata de una erosión que conecta la vida con la forma. Algo así se percibe igualmente en esos viejos peldaños de la casa rehabilitada por Fernando Távora, en Villa Nova de Cerveira, que permanecen como un monumento a la eternidad. El ascender prolongado, el sentarse en medio de esos tramos de granito durante años, el incesante caer de la lluvia del alero, el peso de los años y de los cuerpos ascendiendo sobre esas piedras, son un signo más de cómo la arquitectura no es, a fin de cuentas, más que el molde de los hombres en el tiempo. 

PE: Me hace llegar mi querido Angél Martínez García-Posada la referencia de esas marcas del taconeo profesional en los soportales barceloneses atribuida a Juan José Lahuerta y publicada en la Vanguardia el 11 de Septiembre de 2002. Es tan buen origen como el de Quetglas. ¡Gracias, Ángel! PE: Por otro lado, Chus, nos envía las huellas de ese taconeo en la Rambla... ¡Muchas gracias también!

18 de noviembre de 2013

DESDE DÓNDE SE DIBUJA UN PROYECTO

¿Dónde se sitúa alguien cuando dibuja?, ¿se trata de una distancia o de un tiempo?, se pregunta John Berger. Una cuestión que para nosotros deriva en otra aun más específica, ¿dónde se sitúa el arquitecto al proyectar?, ¿sobre el papel?, ¿por delante y lejos de la superficie de dibujo?, ¿o detrás y dentro de las cosas para extraer su forma?. Preguntas que pueden tener aire de innecesario misticismo pero que contienen en sus posibles respuestas los diferentes modos de dibujo del ser humano. Quizás sus distancias a la vida. Por eso poco tiene de metafísico.
Desde Altamira a Picasso, la postura de ese ser dibujante frente a la superficie de dibujo hace que habite en regiones de existencia extremadamente diferentes.
Proyectamos sobre la punta del lapicero, del mismo modo que la bailarina lo hace sobre la dolorida punta de sus pies. Cada trazo anticipa una forma. El dibujo acaba estando ahí, sobre el papel o la pantalla, con sus líneas más o menos logradas, pero para llegar a ese instante el arquitecto pasea por otra línea invisible que atraviesa perpendicularmente la superficie de papel. De ese modo el que proyecta no está solo a un lado de la realidad con sus ensoñaciones, o en su envés, a una distancia demiúrgica, sino que recorre esa línea y pasa, como Alicia a través del espejo, de la realidad a la ensoñación y a la inversa para poder sacar su trabajo adelante. Un recorrido lleno de peligros puesto que en ese trasiego corre el riesgo de caer de un lado del papel, o lo que es aun peor, de quedar atrapado en él.
Esa ida y vuelta, portando líneas que se depositarán sobre el plano, como el que acarrea a ciegas una vasija llena de agua por un terreno accidentado y sabe que algo del contenido será derramado, trata de llenar con algo más que signos esa superficie para hacer brotar de los viajes algo con sentido. Para que luego, en algún momento, el conjunto pueda llegar a tomar cuerpo de arquitectura.
Ese modo de pensar, semejante a extraer de un saco oscuro la forma precisa, tanteando con las manos pero sin apenas ver, recorriendo con las yemas de los dedos la rugosidad, el calor y los contornos de la forma, es el dibujo para el arquitecto. Nada metafísico. Nada de poesía. Solo cosa de un oficio que piensa con las manos mientras dibuja.  

11 de noviembre de 2013

LA AMENAZA OCULTA DE LOS OBJETOS


¿Por qué resulta tan inquietante la imagen de Peter Menzel?. ¿Por la intemperie?, ¿Por el exceso?. Tal vez, también, porque la mera exhibición de los objetos al exterior deja la arquitectura como una carcasa vacía.
Curiosamente el estuche de la casa occidental es desde hace tiempo la funda de esos muebles y no de sus habitantes. Tanto que ni siquiera los habitantes son ya usuarios de los objetos sino que sucede más bien a la inversa: superado el empacho visual de esa exhibición, superada la incomprensible sonrisa de sus inconscientes prisioneros, cada objeto reclama un cuerpo del que nutrirse. Los electrodomésticos con sus mandos a la altura precisa, la blandura de los juguetes de colores infantiles, las resplandecientes y entalladas bicicletas, todo se comporta como un molde, no solo funcional sino métrico, de esos seres felices. 
La acumulación tal vez sea el último reducto del habitar moderno. Y por eso puede que la exhibición a la intemperie del mobiliario sea tan poderosa. Porque significa el desahucio más de los objetos que de sus inquilinos. Mientras, la arquitectura, ajena a todo, podría dar cabida a otros moradores sin inmutarse. Como si la arquitectura no hubiese sido nunca capaz de ser, hasta el extremo, una funda precisa de seres humanos. Como si toda teoría funcionalista tuviese su verdadero rango de validez en los objetos. 
¿Por qué resulta tan inquietante la imagen?. Porque los objetos sin relación convierten todo en objeto, y no, como cabría esperar, en un fiel retrato de sus dueños.

4 de noviembre de 2013

UNA DELGADA LINEA NEGRA

De Álvaro Siza cabe admirar su talento, su facilidad, la alegría de su arquitectura, y, como les sucede a los grandes, su suerte.
En el pabellón de Carlos Ramos, en Oporto, puede verse un ejemplo de ese especial tipo de fortuna. Al dibujar sus alzados, en algún momento, inexplicablemente, Siza “olvidó” borrar una línea negra que no correspondía con forjados, ni con despieces, ni cambios de materia, ni resaltos. Una línea perdida y sin sentido que el constructor se vio en la necesidad de dar cuerpo a pesar de no poder entender su motivo. Aunque si la obra era de un maestro, pensó, algún sentido tendría. Y la interpretó.
Sobre un lateral del pequeño pabellón Carlos Ramos en Oporto una línea negra, delgada y de pequeñas teselas vitrificadas en negro, recorre horizontalmente su fachada. Inexplicablemente hermosa. Como un acento arquitectónico.
De ese descuido cabe un aprendizaje inmediato para cualquier arquitecto durante su formación: toda línea se construye. Todo lo dibujado acaba y tiene como finalidad una realidad física y tangible. En el caso de Siza cabe aludir a la suerte. Para el resto de los mortales esa línea sería un error irremediable, un horror.
Aunque en arquitectura esa suerte, la suerte de una buena interpretación, hay que ganársela - igual que un militar se gana el respeto en el campo de batalla- con otras miles de líneas con probado sentido. Tal vez por eso no se trate de suerte sino de algo parecido a un especial estado de atención que hace que cualquiera que participa en una obra maestra sepa, a priori, que cada dibujo es cosa seria. Porque para el arquitecto todo dibujo, cada línea, es intencionada y no cabe apenas nada fuera de esa vocación. Hay que recordarlo.(1)

(1) Cuantas veces no habremos hablado de esa línea perdida con P. Saiz.

28 de octubre de 2013

LOS ARQUITECTOS EN TELEVISIÓN

Jacob Berend Bakema, arquitecto algo olvidado pero notabilísimo artífice de mucho de lo mejor del Team X, tuvo un programa de televisión a finales de los años 60 de gran éxito y mayor repercusión. El resultado de aquellas emisiones fue recogido en un libro titulado “Del peldaño a la ciudad. Una historia sobre la gente y el espacio”. Aquel programa logró difundir la arquitectura a una generación entera de holandeses. Tal vez incluso logró hacerla más accesible. 
A John Summerson, la cadena BBC le encargó seis charlas para ser retransmitidas en directo. Luego fueron trascritas en otro libro que pasó a formar parte de la bibliografía de cualquier escuela de arquitectura que se preciase de tener raices. “El lenguaje clásico de la arquitectura” se convirtió en un clásico a la altura del lenguaje clásico sobre el que versaba. 
Wright apareció en concursos televisivos como estrella invitada y hoy da cierto apuro ver su grandeza como arquitecto arrastrada sobre un plató televisivo en un torpe blanco y negro.
A este lado del mundo, una generación debe su vocación a haber presenciado los aspavientos entusiastas de Sáenz de Oíza hablando de arquitectura en una pantalla telefunken antes de saber siquiera quien era Sáenz de Oíza y la misma arquitectura. De esos programas interesaba la exudación de arquitectura en cada gesto del viejo maestro más que su, para muchos, aún desconocida obra. 
A raíz de lo expuesto queda claro, pues, que la arquitectura se ha apoyado de esta fuerza del medio televisivo mucho antes del actual e inmisericorde peregrinaje del arquitecto por los programas de sobremesa. Sorprendentemente en el pasado esa exhibición no sólo fue para la exaltación de su figura, sino que fue sentida como una responsabilidad pedagógica hacia lo que significaba la ciudad y su disciplina. 
Aunque, si todos ellos sabían bien que “el medio es el mensaje”, ¿acaso la arquitectura no es en sí un medio de suficiente musculatura?. ¿No está más cerca de explicar correctamente lo que es arquitectura  cualquier edificio de Oiza, Bakema o Wright por sí mismo que un mando a distancia apuntando a una pantalla?. 
En un momento en el que es tan sencillo llegar a ver arquitectura en vivo, cuando los archivos de los mejores arquitectos están a un golpe de ratón, o cuando el acceso a lo último construido en cualquier rincón del mundo es publicado de inmediato, cabe preguntarse si la profundidad del lenguaje arquitectónico estuvo nunca tan lejano a ser comprendido. Porque si aceptamos que el medio es el mensaje, el de la arquitectura es arquitectura. Sin más.
Aun hoy eso, misteriosamente, hay a quien desespera. Y a quien entusiasma.

21 de octubre de 2013

LO GRAVE DE LA GRAVEDAD

En arquitectura, lo grave de la gravedad es que no podemos escapar a su preciosa influencia. Frente al resto de las artes, libres de está penosa limitación, la arquitectura ha hecho del lastre gravitatorio su primera virtud.
Debido a esta fuerza extraña y no bien explicada aún por la física -puesto que los gravitones son todavía el equivalente de un flogisto inagotable- se han escrito los episodios más notables de la historia de la arquitectura. Los devaneos del hombre con esta línea vertical e invisible permiten reconstruir su grado de civilización más allá de cuestiones meramente estructurales o formales.
Desde una óptica concentrada en la fuerza de la gravedad, hasta los ordenes de la arquitectura clásica podrían ser considerados poco más que una compleja colección de desagües de esa sustancia transparente e inagotable. Cada columna es y ha sido un sumidero de la gravedad. Cada capitel, sea dórico o corintio, debe su forma a la recogida de una carga desde una altura superior. El abombamiento en el último tercio del fuste de la columna que llamamos éntasis, significa el esfuerzo de ese canalón por resistir como resiste un saco cargado. Cada plinto, escocia y toro, más que molduras son anillos que embridan los golpes de sifón de esa sustancia al aterrizar contra el estilóbato.
La arquitectura es el embudo civilizatorio de la fuerza de la gravedad, también su símbolo: la más sofisticada y exquisita plomada descubierta por el hombre.
La arquitectura es el tributo del ser humano a la gravedad. Un tributo que esta fuerza, constante, ciega e impertérrita, acaba tarde o temprano derribando, sin esfuerzo y sin percatarse, para gloria de la naturaleza y humildad del arquitecto.

14 de octubre de 2013

CONCIERTO DE ARQUITECTURA

La ciudad es el instrumento musical por antonomasia de la modernidad. Esto ha sido probado antes incluso de que la modernidad existiese como tal. Los “intonarumori” (entonaruidos), fueron los inventos de Luigi Russolo y Ugo Piatti para recrearlos. 
Esto bastaría para probar la constante relación de la arquitectura con la música, más allá incluso de la equivalencia “congelada” entre ambas. 
Esa música arranca desde la construcción de la arquitectura, donde ya provee interesantes conciertos. El lento ascenso de la cubierta de la Galería Nacional de Berlín, fue atendida como una sinfonía por Mies Van der Rohe y toda una multitud que acudió a escuchar los quejidos de la estructura al elevarse. El esfuerzo de la losa negra de acero ascendida por majestuosos gatos hidráulicos fue un acto con más efectos musicales que constructivos o formales, pues en realidad a Mies sólo le importó siempre una precisa distancia del suelo a techo y no sus gradientes. 
El concierto allí presenciado debió estar a la altura de alguno de los mejores de Stockhausen. 
Toyo Ito, por su parte en la Mediateca de Sendai hablaba de los chasquidos de la estructura de acero al contraerse y retorcerse después de ser soldada. Chirridos nocturnos de parto, quizás mejor que ese prolongado ruido de fondo que es el 4,33´´, de John Cage. 
La propia arquitectura se encarga de emitir a diario los crujidos de suelos, los golpes de sus desagües y los de sus ascensores intempestivos. Los conciertos de la arquitectura son permanentes y son tanto mejores que los de sus habitantes. Los inaguantables ruidos, llantos y gemidos de las paredes vecinas llegan a nosotros a través de una arquitectura siempre demasiado débil. 
Porque puestos a elegir es preferible contar con la arquitectura como proveedora de música que sus habitantes (cuando no son profesionales): “En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde…” (1)

(1) CORTÁZAR, Julio. Un tal Lucas. Madrid: Ediciones Alfaguara, 1979. 

7 de octubre de 2013

LA DISTANCIA DE LA ARQUITECTURA


Sobre la isla de Utterö, en un peñasco poco más grande que un huerto del archipiélago de Estocolmo, Sigurd Lewerentz erigió la tumba Bergen el año 1929. La intención del arquitecto sueco pasaba por la sacralización de ese insignificante terreno y dotarlo de algo del simbolismo necesario para hacer de el un lugar memorable. Empleó como únicos elementos para lograrlo, un camino, una lápida, un asiento y una cruz. 
Desde el embarcadero nacía un sendero que se adentraba en línea recta hasta el interior y que se interrumpe como se interrumpe una vida. En un claro entre los abetos y álamos, colocó una lápida de piedra. La proximidad de la tumba al camino provee de un momento de silencio, de pie. Más lejos pensó en un banco pequeño y rudo del mismo material que la losa, dispuesto a una distancia extraordinaria, casi lejana. Incómoda. 
Tal vez por eso la separación que aparecía entre tumba y banco en el plano de Lewerentz hoy se ha perdido, aproximada por el tiempo o las circunstancias. Apenas es posible ya reconocer siquiera el sendero de piedra. 
Sin embargo ese punto que supone la tumba, ese sumidero y centro, construía su carácter sagrado más que por su geometría o su forma, por esas distancias precisas al banco y al camino, como si la arquitectura fuese allí, antes de nada, un arte de la distancia exacta. 
Gracias a una distancia recorrida hasta al tumba se reconfigura el perímetro de la isla. Gracias a una distancia precisa tenía sentido una cruz, clavada como una estaca sobre un pequeño resalto a la espalda del banco y que hacía las veces de contra-punto a la losa horizontal. Esas distancias reclamaban un tipo de atención sorda más allá de lo que impone la forma, la materia y la métrica de los propios objetos. Esas distancias construyen límites sin nombrar sus perímetros. 
Sobre el plano de Lewerentz, dibujada en el interior de la propia isla, aparecía otra cruz, que con sus brazos abiertos hacia los puntos cardinales permanecía señalando una última distancia a considerar: la del norte inalcanzable. 
Puede que todo proyecto deba contener todas ellas.

30 de septiembre de 2013

TEOREMA DEL PEQUEÑO PUNTO BLANCO


Veermer hizo aparecer un pequeño punto blanco sobre una perla y sobre ese gesto y poco más, aún hoy se extiende su fama. Ese pequeño punto blanco no era ninguna novedad pero si una declaración estética. Fue costumbre durante el siglo XVI que los pintores flamencos colocaran esa pequeña pincelada de blanco sobre los jarrones y las frutas de sus pinturas. Derain lo recuerda emocionado y hace una brillante observación sobre su falta de veracidad. Ese punto blanco no sólo era innecesario, sino que en realidad no pudo ser percibido por ellos. No existe como tal ningún color ni una luminosidad semejante sobre ningún objeto. Esa pincelada era prescindible incluso desde el punto de vista de la composición. No obstante su importancia es capital.
André Bretón apostilla, “si enciendo una vela por la noche y la alejo de los ojos hasta que no pueda distinguir la llama, la forma de esa llama y la distancia que me separa de ella se me escapan. Sólo es un punto blanco. El objeto que pinto, el ser que está ante mí, sólo vive si hago aparecer en él ese punto blanco”.
Ese recurso del punto blanco fue rescatado conceptualmente por Barthes para la fotografía como el punctum: “ese azar que en ella me despunta” y que es capaz de hacer que una imagen adquiera suficiente consistencia como para clavarse como un dardo en nosotros. Ese mismo caso del pequeño punto blanco se da en literatura. “¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!”, gritaba exhausto Nabokov a sus alumnos.
En arquitectura este punto blanco se concentra en labrar un pequeño detalle, en un gesto leve, en un giro o en un matiz suficientemente denso que hace que la obra, de improviso, cobre “vida”. Ese pequeño punto blanco puede encontrarse en las Termas de Peter Zumthor bajo una profunda grieta de luz inútil. En el leve giro de la casa Stennas de Asplund, en el primer peldaño de la casa de Frank Gehry en Santa Mónica o en un pilar aparentemente prescindible de Lewerentz. La casa japonesa concentra un minúsculo brillo en medio de la sombra con idéntica sensibilidad. Un reflejo dorado es capaz de introducir luz al fondo de la casa, un punto blanco que se constituye en un conocido “elogio de la sombra”.
Descender hasta esos detalles es lo importante. Hurgar en ellos como hurga un animal en una herida. Profundizar hasta que brille al fondo, efectivamente. En arquitectura no son los detalles lo que cuentan, sino ese maldito detalle que hace de punto blanco.  

26 de septiembre de 2013

EL ARTE DEL COLLAGE EN ARQUITECTURA


El collage es la confluencia de un estado de la civilización y uno biográfico. “El collage es pobre. Durante mucho tiempo se seguirá negando su valor. Se tiene por reproducible a discreción. Todo el mundo cree que puede hacerlo”, decía Louis Aragón. Desgraciadamente nada es fácil en el campo de la forma. 
El collage sabe de un mundo demasiado anciano como para producir verdaderas novedades, por eso para el bricoleur, que es su autor para Levi Strauss, sólo cabe la opción de hablar a través de la forma ya usada y despreciada. El mundo del collage es el de la pos-producción (más que el de la posmodernidad). El “copy-paste”, los links en la red y el sampling son sus parientes cotidianos; la cita, el homenaje y la copia, los egregios. 
El collage es para la arquitectura una de las estrategias fundamentales de su pensamiento. Por eso el aprovechar fragmentos de otras arquitecturas ha dependido no solamente de la escasez de los medios disponibles sino de un especial temperamento. El empleo de fragmentos robados y formas intrusas ha supuesto una verdadera fuente de vitalidad. La mezquita de Córdoba, ya un collage por si mismo por el trabajo de reciclaje de sus estructuras y capiteles, se revitaliza con la inclusión de una catedral en su seno. Otro tanto cabría decir de El palazzo de Té, de Giulio Romano, donde la colisión de fragmentos del renacimiento adquiere una nueva lógica gracias al mérito de su disposición alterada…La lista no es infinita, tampoco precaria. 
Hoy, en un momento histórico donde la arquitectura concentra todo su ser en el encuentro sublime, el collage se muestra como detalle de primera magnitud. Un trabajo que no depende, al contrario de lo que se cree, del simple pegamento o las tijeras, sino del criterio y la sabiduría del que recorta. En realidad el pensamiento de la arquitectura es fragmentario y la ilusión de unidad siempre se ha logrado por mecanismos artificiales y forzados. 
El golpe de las tijeras está siempre presente y es por siempre una herida abierta. Por eso mismo sin el collage no puede entenderse la vitalidad de la obra de Koolhaas, del último Le Corbusier, ni de Lubetkin, Sostres o Gehry. Tampoco el porqué de sus desacuerdos ni la mezcla de ese aire de ancianidad y de renovado optimismo que adquieren muchos proyectos de la modernidad, a pesar de la falta de novedades que aparentemente contienen. 
A estas alturas de la civilización, donde lo roto y fragmentario no ha encontrado nada que lo mantenga unido, donde ni la ciencia ni la filosofía han dado con un sistema unitario y coherente, tan sólo las figuras de Schwitters, Tinguely y Duchamp nos escoltan iluminando con sus obras hacia ese lugar demasiado lleno de oscuridad que es el futuro. En este panorama, el collage es de las pocas estrategias que mantiene inagotado el optimismo de la arquitectura.

22 de septiembre de 2013

EL PRINCIPAL PROBLEMA DEL ARQUITECTO


El principal problema del arquitecto, - sin tratar el de su supervivencia-, tal vez sea el de evitar la tentación de juntar materiales para hacer una obra. Recuerda Sábato que fue Claudel quien dijo que no fueron las palabras las que hicieron la Odisea, sino al revés. En la obra, una placa de yeso, un paño de vidrio o un perfil de acero, de algún modo dejar de serlo, para descubrirse como yeso, acero y vidrio, en un sentido auténtico. Y se descubre ese estado aun más universal y profundo desde una disposición combinatoria precisa y no otra. Por tanto no importa la materia en bruto sino el proyecto que lleva a que en verdad aflore como sustancia densa. En realidad en la construcción los materiales deben dejar de serlo para transustanciarse en otra cosa mayor. El problema del arquitecto no es colocar un perfil de acero junto a otro, sino el que ese conexión, a la vez que responde a algo mayor, logre hacerse acero intemporal. (Y se dice no en su duración, sino en su sentido).
Podemos hablar de los problemas infinitos de la casa Farsnworth de Mies Van der Rohe, de sus fallos constructivos y de su pésima climatización, ya que en efecto es una obra plagada de problemas de todo orden. Se compara con la obra de un Philip Johnson sin problemas, y está bien. Dejando de lado el pequeño detalle de que el conjunto de toda la obra de Philip Johnson no equivale a un sólo pilar de aquella casa, se olvida que esas fallas son precisamente su fuente de vitalidad, su grandeza y su amplitud. Esos problemas son una puerta abierta a algo aun mayor respecto a lo que es el simple vidrio y el acero.
Ningún purista habría permitido en esa obra que el acero de un pilar y la losa de cubierta se encontrasen por su exterior con semejante falta de lógica constructiva y estructural. (Al igual que ningún purista vio con agrado que la torre del Seagram escondiese su estructura de acero en una camisa de hormigón para luego hacerla aparecer de bronce al exterior).
Llegados a un punto, el principal problema del arquitecto tal vez sea el bizantinismo de preguntar ante todo por el “cómo” y no por el “qué”, desligando unas preguntas que en realidad deben ser idénticas.

16 de septiembre de 2013

LOS TIEMPOS INTERMEDIOS


Está probado que las inspiraciones místicas resultan a menudo peligrosas. Javier Gomá nos ha recordado que el creador es un ser raptado por las musas: mousóleptos. Cuando la musa se aproxima y nos susurra, su aliento es cálido y deslumbrante. Pero también abrasador.
Lorca empezó a escribir poesía “obedeciendo a unas órdenes categóricas del espíritu”. Sin embargo se encargó bien de diferenciar entre esas musas y el hispánico aliento del duende. Goethe definió algo parecido a ese duende lorquiano mientras estaba escuchando a Paganini: “poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”.
Desgraciadamente esos seres mitológicos pronto se desvanecen. Es probada su inconstancia pues no persisten en la llamada en ese rapto ni en los sujetos sobre los que insuflan su breve aliento. Tal vez por eso las musas no deben dejarse pasar sin más. Tras su rapto inconsistente deber ser agarradas brutalmente por la cabellera, como se hace con una bestia encabritada y salvaje para no caer al suelo.
No soltar esa cabellera hirviente es la verdadera tarea del creador. Si los instantes iniciales de la arquitectura están mitificados, pues algo rozan que desborda lo humano, es en los estadios intermedios donde se pone a prueba el oficio y la técnica y una extraña fidelidad a ese aliento irrenunciable.
A las dos horas en que Frank Lloyd Wright pergeñó los primeros trazos de la Casa de la Cascada siguieron años en que cada uno de los detalles fueron afinándose sobre el papel y construyéndose con ayuda de cuidadosos artesanos. Si esa obra es empleada para hablar de la excepcionalidad de un comienzo abrumadoramente veloz, sin ese espacio intermedio donde la arquitectura se pule y desbasta, no existiría hoy tal como la conocemos.
La historia de las catedrales es la historia de esos estadios intermedios. Las musas no visitaron las viejas catedrales góticas ni a sus constructores, que no conocieron el instante inicial de una obra que heredaron comenzada y que dejaron sin concluir a sus descendientes. Sin embargo su oficio de arquitectos, persistentes y fieles a una misión asumida como propia, les permitió esos relevos con energías y talento.
La breve construcción del monasterio del Escorial, apenas veintiún años, prácticamente no tuvo más que algún breve momento de inspiración. Juan de Herrera asumió la obra de Juan Bautista de Toledo y puso su mucho talento al servicio constante de la musa de su predecesor. La sabiduría de cada una de las decisiones para la consecución de la mejor obra posible no resta ni un ápice a su autoría ni a su altura como maestro.
Desde los pasos iniciales a la obra construida la cronología se interrumpe por escalones, en ocasiones insalvables y contrarios al creador, por obstáculos de todo orden que pueden llevar todo al traste. En ese instante el rapto de las musas queda lejano. Sin embargo las manos cansadas deben permanecer agarradas a aquella larga, larguísima cabellera, como a la estela de un cometa, o como un agricultor a un arado.
Debe existir algún dios invisible y callado de los estadios intermedios. Es el dios lento y constante de la arquitectura. Un dios apenas compartido salvo, quizás, por la agricultura.

9 de septiembre de 2013

¿POR DONDE EMPEZAR UN PROYECTO?

Los datos iniciales del proyecto de arquitectura son una maraña que conviene no desembrollar sino levemente. Frente a la aparente intuición de que para resolver el ovillo basta encontrar el principio y luego deshacer sus nudos y sus dificultades, el proyecto de arquitectura exige otro orden de actuación, cercano al del científico: añadir líquidos, tintar, calentar, cultivar y esperar. Se trata más bien de lanzar hipótesis sobre esa madeja incomprensible para probar cuales de esos tejidos cruzados son constituyentes imprescindibles y cuales pueden ser descartados. 
Curiosamente ese enredo y las reacciones que provoca al dibujarlo hace que las preguntas que se han lanzado, más pronto que tarde, hagan aparecer un resultado sospechoso, una muestra que reclama atención por su viveza. De esas hipótesis descabelladas, o infantiles o evidentes pero no comprobadas, como de un destello invisible surgido desde el interior de alguno de esos dibujos, aparece la anomalía que justifica el aparente desorden de la madeja primaria. Entre el dibujar experimental, de pronto, alguno contiene la totalidad de la maraña de un modo que la trasciende. La mirada especializada y atenta ve de entre todos esos trazos, un nuevo y leve desarrollo y prueba una nueva tinción, o quizá la necesidad de un nuevo cultivo. 
De entre todas esas soluciones que aparecen en mitad de un proceso imparable, alguna cobra carácter autónomo y crece en riqueza y complejidad sólo con volcar un poco de cuidado sobre ella. Pronto se hace innecesario recurrir a las temperaturas precisas, ni la desinfección exquisita y controlada de ese especial laboratorio, porque ya el proyecto crece y se desarrolla por si mismo. Entonces sólo resta alimentar la arquitectura con más y más trabajo, dejando que se desarrolle sin otra intervención que no sea la del buen criador. Bastará con procuran el nutriente justo, ni excesivo ni parco, para que sus diferentes órganos adquieran el tamaño justo, a la velocidad precisa, sin adelantar ni forzar su crecimiento, sin violentar su vocación como ser autónomo. 
Luego dejarlo marchar y volver a empezar, con la incertidumbre y la alegría de descubrir una nueva madeja sobre la que no sirven precisamente los mismos experimentos aunque si la misma actitud expectante, el mismo modo de hacer, la misma pulcritud y la misma mirada atenta, ya más experta y mejorada.

2 de septiembre de 2013

ARQUITECTURA DE CUIDADO

Con el cuidado de una extraña danza conocida sólo por él, ver manejar a un maestro vidriero su material, con sus bruscos aspavientos, los leves giros de su hueco bastón de mando sobre una sustancia ardiente y pastosa, las pinzas de cirujano que hacen las veces de dedos metálicos y los ojos vigilantes dirigidos sin descanso a la obtención de una forma, en realidad siempre irrepetible, es, de por si, un espectáculo digno de veneración.
Mientras, en la escena aparece otro personaje, que con su cuerpo parece estar interpretando la misma tensión del vidriero aunque diferida y anticipada. Un cuerpo que contiene la intranquilidad de un director de orquesta, o de un padre al ver dar unos primeros pasos de su hijo. Una postura que reclama cuidado sobre el trabajo que otro realiza. Un cuidado solícito y temperado que se dirige hacia el propio objeto que se ve aparecer, tratando que no se malogre. “Con cuidado, con cuidado...”, parece decir todo, la chaqueta y la nariz irrepetible de Carlo Scarpa. Todo, por favor, con cuidado.
Hay un gesto en la vida de los hombres que significa la totalidad de su existencia, al completo, dice Borges. Sería casual que la fortuna nos hubiese dado la ocasión de verla plasmada en una imagen. Por eso cabe pensar que Scarpa repitió este gesto en multitud de ocasiones y esta imagen es solamente una de tantas: “Con cuidado, cuidado, por favor”.
El joven Scarpa pasó en Murano veinte años solicitando ese cuidado, lejos de la arquitectura, en un exilio voluntario pero cierto. Veinte años son muchos para que ese solicitar y prestar cuidado no tuviesen consecuencias en su arquitectura.
En la Arquitectura.

26 de agosto de 2013

AL FINAL DEL DIA

Saarinen está probando el último modelo de la terminal de la TWA. Imagina pasear, con la mirada, mientras la enorme maqueta, seccionada e instrumental permanece atenta a los cambios que ese modo de mirar producirá sobre ella. Hay algo latente, como si la mirada simple y penetrante de Saarinen pudiese ver a su través, a través del tiempo, hacia el futuro. 
Por las paredes cuelgan los tanteos previos, como conchas y caparazones. Como trofeos. 
La terminal de la TWA supuso una revolución en la anquilosada historia del purismo moderno. De pronto, la esencia figurativa y la capacidad simbólica de la arquitectura reapareció en acción. Sin esa actitud compleja, tal vez sin Saarinen mismo de por medio, tampoco hubiese llegado a nosotros la Ópera de Sydney
Hay un gran número de imágenes conservadas de Saarinen con los cientos de maquetas de este proyecto, en alguna aparece engullido por una, como si se tratase de un tiburón que ha atrapado un suculento bocado. Pero de entre todas, ésta muestra una especial tensión. El lazo deshecho de la corbata, el cabello  alborotado al final del día, y sobre todo, los pliegues enroscados de las mangas de la camisa, que concentra el punctum de la imagen. El remangarse extremo ante el trabajo. 
Esa camisa replegada da cuenta del respetuoso paso atrás de su ayudante.

19 de agosto de 2013

PUENTES, PALABRAS Y ARQUITECTURA

Un puente de palabras es una aspiración de literato o de artista, porque como todo el mundo sabe, -hasta los propios escritores-, los puentes están hecho de otras materias. Aunque dados los antecedentes de Claes Oldemburg, no es de extrañar que detrás de esta ocurrencia estuviese un equipo de ingenieros capaz de llevarla a cabo. 
El caso es que en el fondo no es un desatino completo porque no cabe preguntarse por su sentido estructural. La H como pilón, es de una evidencia palmaria, ya que se trata de una de las formas con mayor estabilidad del abecedario. Y tras ellas el tablero y los anclajes en los puntos de los márgenes a conectar. Una lógica aplastante. 
Una suerte para Philadelphia tener dos haches en su nombre. Una suerte disponer de la buena caligrafía de Oldemburg. Una suerte tener un cartel de entrada a una ciudad que tuviera esa doble o triple función. 
Lo que maravilla es el poder de unos signos abstractos, como es el lenguaje escrito, para hacerse construcción. Lo que maravilla es un puente fruto de una mentalidad capaz de lograr una combinación inusitada entre ingeniería, caligrafía y arte. Aunque parece ya que no estamos hablando sólo de Oldemburg...

12 de agosto de 2013

ALGO LIGERO

No se trata de una demostración de fuerza, sino de un enorme flotador empleado para distraer la atención del enemigo en un tiempo en que la guerra era un asunto visual. Esos flotadores, tan veraniegos, daban idea de la existencia de tropas donde no las había y su ligereza coincide con la del gusto barroco por lo inesperado.
Lo ligero es barato y es más fácil de trasladar. Y aunque carece del prestigio de lo perdurable y de lo sólido, no deja de ser una cualidad más que digna de consideración. Lo ligero pertenece a la órbita positiva de lo flexible.
Lo leve es hermoso, pues se opone a la pesantez de la vida. Lo ligero es un sueño de la técnica que sabe que el mundo, en realidad, es aire entre esas nubes eléctricas aturulladas en lo micromilimétrico.
Sin embargo, en arquitectura hay ligerezas y ligerezas. Está la ligereza de preguntar, “¿cuánto pesa su edificio?” y esa otra de llegar a levantar una silla “superligera” con una sola mano. Una es retórica y otra es la ligereza trabajosa de soltar lastre, tarea que ennoblece el resultado.
Aunque sea una ligereza decirlo.

5 de agosto de 2013

HOMBRES TORTUGA

Protegerse del sol con un sombrero de paja es una operación de sentido común. El extrañamiento comienza cuando el sombrero se convierte en una casa. Aunque un sombrero no tenga aspiraciones arquitectónicas, todo ropaje si tiene algo de refugio y de su simbolismo. Como si la ropa fuese una arquitectura en que no caben todos los miembros del habitante. Por eso un tejado no deja de ser en parte un sombrero y un paraguas; y el cierre de un muro no es otra cosa que un abrigo grande e inmóvil.
El caso es que ese instante de siesta, retratado como una rareza por un turista, es la imagen de un sombrero ampliado y convertido en refugio, que hace de su habitante un hombre tortuga: metáfora de esos hombres tortuga que somos todos, con nuestra habitación primordial a cuestas.

29 de julio de 2013

ARQUITECTOS A LA SOMBRA

¿Sabe alguien de Pierre Jeanneret?. ¿Sabe alguien de ese otro Jeanneret, primo del famoso Charles-Édouard Jeanneret, llamado Le Corbusier?... 
La respuesta es no. Un no apabullante y bestial. Un no eterno y cerrado. Buscad una imagen de Pierre Jeanneret en vuestra memoria y aparecerán sillas y sillas. Seguid buscando y aparecerá Le Corbusier, Le Corbusier, Le Corbusier... 
Tal vez sea culpa del mismo Pierre Jeanneret. Tal vez sea culpa de Le Corbusier, quien aunque le tenía por fiel y constante ayuda, emitía por si mismo un brillo solar y aniquilador que hacía del resto de los arquitectos que pasaron cerca suyo, meros satélites. Detrás de Le Corbusier, todo es sombra. (Y si no, que se lo digan a esa hermosa chiquilla y extraordinaria diseñadora que era Charlotte Perriand). 
Sin embargo Pierre Jeanneret, arquitecto en penumbra, ayudó a que Le Corbusier fuera lo que es. Vivió a pie de obra más de quince años la edificación de todo Chandigarh, (mientras Le Corbusier pasaba allí no más de un mes), de sus manos salieron croquis iniciales de La Villa Saboya y otros cientos de proyectos, firmó los “cinco puntos”, llevaba el día a día del estudio y la gestión de la eternidad de su primo. Su vivienda durante los años en Chandigarh es un monumento a esa diversión privada. 
Quizá estuvo cómodo a su sombra. Quizás sólo le divirtiera la arquitectura. Y nada más. 
Quizás fue él quien en verdad utilizó a Le Corbusier para librarse de lo incómodo de ser un arquitecto de calibre.

22 de julio de 2013

LO EVIDENTE NO EXISTE


Ahí tenemos a Le Corbusier, ufano, como en el salón de su casa, hablando cómodo a un auditorio joven. Al fondo dos dibujos: una cara y un hueso... Al monigote se le salen los ojos de las órbitas. Literalmente. Y sólo por ver un simple hueso, parece excesivo... Pero lo evidente esconde siempre un secreto. Detrás de cada simpleza se esconde una oportunidad de arquitectura. 
Eso es todo lo que Le Corbusier y un Arquitecto tiene que decir. Saber esto lleva años. Y descubrirlo acaba con una cantidad inmisericorde de prejuicios y abre las puertas y las ventanas a la vida como fuente cierta de la arquitectura, -más allá de las bibliotecas y los libros-, y todo recupera ese frescor de lo recién inaugurado. 
Los actos cotidianos e invisibles, subir una escalera, caminar por una calle, abrir una puerta, sentarse o despertarse en una habitación, esconden los misterios más asombrosos que pueda imaginar un arquitecto. Las simplezas de ese porte son los verdaderos monumentos de la arquitectura. Cada uno de esos gestos encierra un aprendizaje si se mira con calma y reflexión. Pero para ver su belleza escondida y superar lo evidente, para profundizar en su secreto se hace necesario ver lo cotidiano con los ojos de lo extraño. Contemplar cada gesto como un viajante de un país extranjero a quien todo sorprende. Basta con maravillarse ante lo evidente, como un niño. 
Sin esa capacidad de sorpresa, sin esa lucha por hacer aflorar lo profundo de lo obvio, ser arquitecto no merezca, quizás, las penas. 
Ser arquitecto es ese mirar desorbitado hacia lo obvio.

15 de julio de 2013

CUANDO LA ARQUITECTURA FLOTA

Hay una arquitectura incómoda tanto en la realidad como sobre el papel: es esa que parece que pudiese moverse con las manos, esa que flota, no por habilidades propias sino por indefinición respecto al lugar donde está. La flotabilidad de una arquitectura que se muestra sin raíces y sin suelo. Un modo de proyectar que hace de todo un barco.
Y conste que existen gloriosos antecedentes. Está aquel maravilloso teatrino de Rossi, y alguna que otra insigne y poco conocida arquitectura de Kahn en Venecia. Pero la extraña flotabilidad a la que me refiero es de otro orden de cosas. Se trata de la anomalía de las cosas inesperadas, la de los juegos de magia. 
Esa condición flotante puede ser asociada a la arquitectura que no construye lugares y que hace todo algo  equivalente e indiferenciado. Es la que provoca que una calle de Burgos sea exacta a una en Dusseldorf… y que lo acaben siendo sus habitantes. Un fenómeno que provoca que todo se convierta en objeto. 
Tal vez esa especial flotabilidad también sea la que hace de Venecia lo que es, pero no rinde la ganancia. La arquitectura, si se mueve, arrastra tierra. Igual que cuando se ha trasplantado una maceta y se hace obligado barrer, porque el suelo se pone perdido.
La arquitectura pone siempre el suelo "perdido".

4 de julio de 2013

SOBRE LA INFINITUD DE NAVES CON VENTANAS POSIBLES...

Hace ya muchos años, en 1952, a un insensato y genial mecanicista como era Chermayeff, en Harvard, se le ocurrió la brillante idea de tratar de establecer una lista de vocablos y conceptos capaces de describir la infinita variedad de elementos que constituían el complejo organismo llamado “casa”. El listado, su definición y reformulación se extendió durante una década.
Serge Chermayeff había sido un discípulo aventajado de Erich Mendelsohn, de sus manos salió el maravilloso pabellón De La Warr y paseó su saber por las mejores universidades norteamericanas del momento. Es decir, no es que fuera un tipo precisamente torpe, sin embargo y a pesar de aquellos lustros de esfuerzo llegó a una muy poco sorprendente conclusión: por un lado que no era posible enumerar, de hecho, todos los minúsculos requerimientos de la más simple casa; por otro, que entre todos esos requisitos básicos se producían mutuas colisiones que al interactuar provocaban segundas derivadas que se abrían como las ramas de un árbol infinito, interactuando sucesivamente con otras...
El caso es que aquel listado elemental de treinta y tres requerimientos y sus cruces primarios tenía su gracia.
Y el caso es que no encontró otra salida en esos años que recurrir a una fe ciega en la potencia de las computadoras del futuro para su improbable resolución combinatoria. (Ahí dio comienzo una fe que aun hoy es compartida por muchos y que ha encontrado su correlato en el campo del ajedrez).
Aquel listado es una guía que pasados sesenta años se ha complicado aun más. Y si el cálculo que por entonces era de unos cuantos de miles de millones de combinaciones posibles, hoy tal vez sea aun peor.
El tema es que con esos trabajos se vino a demostrar una simpleza que aun hoy, a la vista de los hechos, merece recordarse: que el número de datos a tratar en el simple tema de la “casa” desborda las ecuaciones posibles para su resolución. O lo que es lo mismo, que el trabajo del arquitecto, frente al de otros profesionales, es tratar de resolver un maravilloso problema del que no se conocen todas sus particularidades; una ecuación de imposible resolución matemática y sin embargo una ecuación sabia, correcta y magnífica...

1 de julio de 2013

ARQUITECTURA EN EQUILIBRIO

Bello nombre el de "catenaria", que el propio peso del conjunto dicte la forma y su nomenclatura es un raro ejemplo de racional coincidencia entre estructura, forma y lenguaje. 
El monje atravesando esa catenaria, aunque protagonista central de la imagen, es la anécdota. El equilibrio de pasar por semejante puente sin verse los pies, tapado por una túnica por la que uno se juega la vida, aunque vistoso, es lo de menos. Más llamativas son las dos cadenas, con su especial tamaño y función: una, más amplia para el tamaño de los pies, otra, de eslabones más cortos para el apoyo auxiliar de la mano. Ambas cadenas corren en paralelo al abismo, con una distancia entre ellas dictada por las dimensiones del cuerpo que las usará como puente precario. 
Una vez atravesada, la catenaria descansará tanto más que el monje valiente, recuperando su forma, deteniendo su oscilación y el cimbrear de los pasos y los pesos anteriormente soportados para mostrarse de nuevo en hermoso y quieto equilibrio.

24 de junio de 2013

MONTAÑAS DE ESCOMBRO



En una ya olvidada propuesta, hermosa, de la bienal de Venecia en el Pabellón de España, de Lara Almarcegui, una montaña de escombros extendida como un poderoso paisaje dentro de una edificación, fue un signo no sólo de los tiempos sino de la capacidad significante de la materia aun cuando ésta adopta formas cercanas a la ruina y al desecho.
El atractivo de los escombros como tema es recurrente, pero no por ello pierde vigor. A aquel trabajo le anteceden otros al menos tan ilustres y nobles, montañas de restos que precisamente por hacer palpable lo invisible merecen ser recordados. Desde la mismísima Acrópolis griega, a esa pirámide que Le Corbusier erigió en un flanco de Ronchamp, a la montaña de juegos que existe entre las edificaciones de los Robin Hood Gardens, de los Smithson, y a muchas intervenciones del otro Smithson, -y llevo años intentando juntar a todos los Smithson, como una familia, en un párrafo-, todas han logrado extender la construcción más allá de sus propios límites físicos y temporales.(1)
Por mi parte, entre todas esas montañas de escombros siento predilección, quizás por menos famosa, por otra construida en Roma con veintiséis millones de ánforas rotas a lo largo de tres siglos: el Monte Testaccio.
Vasijas llegadas de toda Europa, fueron destrozadas y acumuladas con un preciso orden constructivo para dar forma a una montaña que alteró la orografía natural de Roma hasta ampliar el número de sus viejas siete colinas, a ocho. Esa montaña constituye una apasionante ruina capaz de informar sobre los usos y costumbres romanas casi mejor que lo hacen sus escritos e historiadores. Cerca del “puerto” de Roma, el Monte Testaccio ha llegado hasta nosotros con sus intactas capas de historia, aunque como arquitectos interesa ver su forma más que como historia, como una pregunta: ¿cuándo dejó de ser una montaña de cascotes y se convirtió en naturaleza?, ¿En qué momento puede una ruina construirse como tal?. ¿Cuándo desaparece la arquitectura?.
Vivimos días en que parece que hay quien quiere ver reducida la arquitectura a esos escombros. (Cómo si esos restos no fueran ya en si mismos objetos de la propia arquitectura). En el Monte Testaccio la fusión de construcción y tiempo hace que muchas de esas preguntas se vuelvan difíciles de contestar. Todas, salvo quizás una: ¿Cuándo desaparece arquitectura?. La arquitectura desaparece cuando desaparecen los hombres.

(1) Juan José López Cruz ha recolectado algunas de estas montañas en su recomendable libro, LOPEZ DE LA CRUZ, Juan José, Proyectos Encontrados, Arquitecturas de la alteración y el desvelo, Ed. Recolectores Urbanos, Sevilla, 2012, pp. 52 y ss.

17 de junio de 2013

CAZADORES DE ARQUITECTURA


Hubo un tiempo, y lo digo con nostalgia, donde la arquitectura del pasado fue conquistada por los nuevos tiempos. Ante cada nueva captura, en lugar de posar como un turista, el descubridor lo hacía con el orgullo de quien ha abatido una peligrosa bestia en una cacería.
Aunque aquí, ante un viejo y manso puente, máquina de comunicaciones y costuras, poco peligro parece haber sufrido el cazador como para posar con tanto orgullo.
El arco solitario en una llanura es un antiguo mecanismo de función pura, pensado para dar continuidad a un camino borrado. Una línea que salta, levemente, por encima de una orografía leve y que en el momento de la conquista ha perdido su vieja utilidad. El puente viejo, excesivamente escarpado ya para permitir el paso de mercancías, carros o cabalgaduras, no une dos vados de un río, sino que es el signo vacío de lo que significa unir.
Como el resto de una costura olvidada, unión que ha perdido su carácter permanente, se asemeja a esas otras previas que el costurero llama hilvanes y que es el signo de una línea del porvenir o del pasado. Quizás toda estrategia que tenga la aspiración de unir dos partes comience y termine con algo muy semejante a un hilván, sea en un territorio o una ciudad.
Quizás sea ese descubrimiento el que en verdad celebra el antiguo cazador de puentes, brazos en jarra.

10 de junio de 2013

PLANTILLAS DE CURVAS

El mundo de figuras que rodea al hombre es su mejor plantilla de dibujo. Antes de la espuria tecnología del spline, toda una cosmología de formas nos esperaba a la vuelta de cada esquina dispuesta ser plasmadas sobre un papel. 
Las curvas del cuerpo humano son de tal naturalidad que nada mejor que deslizar sobre sus contornos un simple lapicero para lograr las más bellas. Sin negar para este noble fin siquiera las de Marilyn o de la vecina del sexto.
Duchamp fabricó su propia plantilla de curvas al dejar caer tres hilos de un metro de longitud al suelo. La forma aleatoria de esas insignificancias fue dibujada y recogida en patrones de madera y guardados en un costoso estuche. 
Para un reconcentrado Max Bill buscando la curva más adecuada, conformarse con el trazado sinuoso de una plantilla parece insuficiente. Junto a esas hormas que navegan sobre la superficie del papel, flota otra más. Quizás un resto del café de la mañana. Un mero accidente. O quizás una que fácilmente puede encontrarse en cualquier hogar: la cuchara. Curva tridimensional que oculta una presencia invisible, el uso combinado de un instrumento que conecta por un instante mano y boca; espacio de un recipiente mínimo. En fin, la curva ausente de un ser humano. 
Mientras el reloj, con una curva aun más perfecta, gira describiendo obstinadamente un círculo tras otro, en eterno retorno. Con el correr de esos giros podemos imaginar a un Max Bill, obstinado, que continua durante horas buscando la curva precisa, ciego ante lo obvio.
Quizás sin percatarse de que están al alcance de su mano todas las curvas posibles.

3 de junio de 2013

LO EXTEMPORÁNEO


Semejante a la sensación de perder un tren o a la del surfista que no logra encabalgarse sobre la precisa ola, es la que la persigue a la arquitectura desde que a Mies se le ocurrió bautizar la modernidad como un hecho en que forma y tiempo estaban firmemente vinculados: “Nuestros edificios utilitarios sólo podrán considerarse obras de arquitectura cuando sean portadores del espíritu de la época y satisfagan las necesidades del momento”. 
La arquitectura es de su tiempo, afirmación que poco tiene de original y que sin embargo fue discutida con consecuencias en el transcurso del siglo XX. Aun hay quien sigue sin saber que cara poner ante semejante reto.
A nadie se le oculta, ni siquiera a los reaccionarios que trataron de no sumarse a la modernidad, que el precepto miesiano, acarreaba una obligación moral. La respuesta de la arquitectura a un nuevo tiempo fue un derecho y un deber por encima de otras consideraciones y obligaba a un nuevo modo de pensar sus usos y sus formas.
El pasado, desde esa perspectiva, era un pesado lastre que había que soltar para el mejor progreso de los hombres. Claro que apenas cabe subrayar que en el campo de la arquitectura y del arte resulta tan avanzado Palladio como Le Corbusier o aquella miserable cabaña de Laugier. Sin embargo y desde ese instante, a lo largo de todo el siglo XX se ha empleado este argumento para justificar el desajuste entre el tiempo y su producción como el más depurado sistema de crítica arquitectónica. Si la arquitectura es un obstáculo del porvenir, lo mejor es extirparla. Y no tanto porque una obra pueda paralizar su avance, sino porque puede ralentizar un necesario cambio de sensibilidad. 
Es en este sentido se hizo explícito un hecho que de siempre se había producido de manera natural. ¿Qué arquitectura del pasado no era de su tiempo?. 
A lo largo del siglo XX ese deber ha espoleado a las obras y a sus autores en una carrera, en ocasiones alocada, por ver quien era el más fiel a los signos de los tiempos. Curiosamente esto produjo también el florecimiento de una tarea sorprendente para el arqutitecto: el ejercicio oracular. Una forma de utopía en que hubo que dar forma al sueño del provenir convertido en imposible caricatura del futuro. 
En ese desacuerdo temporal, en ese desfase, pueden encontrarse adelantamientos y un curioso efecto contaminante entre fenómenos de arquitectura y moda. Igualmente hemos podido contemplar acusaciones semejantes a los efectos que se producen con las voces desacompasadas de una película defectuosa, donde los gestos y  voces no encajan. Y si estar apegado a los tiempos puede dar con las obras en el cubo de la basura de la caducidad, estar desacoplado puede ser aún peor. 
Después de lo dicho podría concluirse que el problema de lo extemporáneo es un problema puramente moderno. Ser moderno es saberse de un tiempo preciso, ser consciente de la inestabilidad de la propia condición temporal, saberse incapaz de subir a una ola que siempre llega a destiempo de nuestras fuerzas.
El caso es que siempre hay que estar en remojo.