Una vez por semana aquel patio oscuro relatado por Sánchez Ferlosio en “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, inesperadamente, se iluminaba. Una vez por semana aquel lugar sucio estrecho y gris adquiría la súbita luz de una visitación periódica. Como si un ser sobrenatural se detuviese repentinamente en aquel rincón.
“Coincidía que todos los vecinos colgaban sus sábanas a la vez, quedaba el patio todo espeso de láminas, del suelo al cielo, como un hojaldre. Entonces sí que llegaba luz abajo, porque las sábanas más altas la tomaban del sol, la que venía resbalando por el tejado y pasaban el reflejo a las del penúltimo piso: éstas a su vez se la daban a las del antepenúltimo. Y así venía cayendo la luz, de sábana en sábana, tan complicadamente, por todo el ámbito del patio, suave y no sin trabajo, hasta el entresuelo ¡Cómo se dejaba engañar la luz por las sábanas y, entrando a las primeras, no podía ya salirse del resbaladero y se iba de tumbo en tumbo, como por una trampa, hasta el fondo, tan a disgusto, por aquel patio sucio, estrecho y gris!”.
Existe una especialísima impertinencia capaz de transformar toda arquitectura en algo significativo. Un desaliño en la rigidez de las formas al que animaba Alvar Aalto al ofrecer “una vulgaridad del día a día como factor esencial de la arquitectura”. Para denominar esos accidentes, ese especial tipo de concreción que vuelve palpable la vida y caracteriza al individuo, Duns Escoto, inventó el término “ecceidad” hace más de nueve siglos. Esas sábanas tendidas son la porción de “ecceidad” que espera la arquitectura para ser resucitada de lo genérico. La arquitectura, cualquier arquitectura, está llamada a ser una vasija trascendente de la vida cotidiana. Cualquier patio deja de ser un patio cualquiera gracias a esa especial huella de la vida que vuelve único lo indiferenciado.
¿Dónde queda pues el mérito del arquitecto si cualquier lugar es en potencia capaz de acoger esas maravillas?. Su mérito está en ofrecer un trabajo dispuesto a amplificar, sin estridencias ni distorsiones, las huellas concretas del habitar. En hacer de la arquitectura un instrumento mayúsculo de la “ecceidad” de la vida.