André Bretón apostilla, “si enciendo una vela por la noche y la alejo de los ojos hasta que no pueda distinguir la llama, la forma de esa llama y la distancia que me separa de ella se me escapan. Sólo es un punto blanco. El objeto que pinto, el ser que está ante mí, sólo vive si hago aparecer en él ese punto blanco”.
Ese recurso del punto blanco fue rescatado conceptualmente por Barthes para la fotografía como el punctum: “ese azar que en ella me despunta” y que es capaz de hacer que una imagen adquiera suficiente consistencia como para clavarse como un dardo en nosotros. Ese mismo caso del pequeño punto blanco se da en literatura. “¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!”, gritaba exhausto Nabokov a sus alumnos.
En arquitectura este punto blanco se concentra en labrar un pequeño detalle, en un gesto leve, en un giro o en un matiz suficientemente denso que hace que la obra, de improviso, cobre “vida”. Ese pequeño punto blanco puede encontrarse en las Termas de Peter Zumthor bajo una profunda grieta de luz inútil. En el leve giro de la casa Stennas de Asplund, en el primer peldaño de la casa de Frank Gehry en Santa Mónica o en un pilar aparentemente prescindible de Lewerentz. La casa japonesa concentra un minúsculo brillo en medio de la sombra con idéntica sensibilidad. Un reflejo dorado es capaz de introducir luz al fondo de la casa, un punto blanco que se constituye en un conocido “elogio de la sombra”.
Descender hasta esos detalles es lo importante. Hurgar en ellos como hurga un animal en una herida. Profundizar hasta que brille al fondo, efectivamente. En arquitectura no son los detalles lo que cuentan, sino ese maldito detalle que hace de punto blanco.