El caso es que ese instante de siesta, retratado como una rareza por un turista, es la imagen de un sombrero ampliado y convertido en refugio, que hace de su habitante un hombre tortuga: metáfora de esos hombres tortuga que somos todos, con nuestra habitación primordial a cuestas.
5 de agosto de 2013
HOMBRES TORTUGA
Protegerse del sol con un sombrero de paja es una operación de sentido común. El extrañamiento comienza cuando el sombrero se convierte en una casa. Aunque un sombrero no tenga aspiraciones arquitectónicas, todo ropaje si tiene algo de refugio y de su simbolismo. Como si la ropa fuese una arquitectura en que no caben todos los miembros del habitante. Por eso un tejado no deja de ser en parte un sombrero y un paraguas; y el cierre de un muro no es otra cosa que un abrigo grande e inmóvil.
El caso es que ese instante de siesta, retratado como una rareza por un turista, es la imagen de un sombrero ampliado y convertido en refugio, que hace de su habitante un hombre tortuga: metáfora de esos hombres tortuga que somos todos, con nuestra habitación primordial a cuestas.
El caso es que ese instante de siesta, retratado como una rareza por un turista, es la imagen de un sombrero ampliado y convertido en refugio, que hace de su habitante un hombre tortuga: metáfora de esos hombres tortuga que somos todos, con nuestra habitación primordial a cuestas.
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29 de julio de 2013
ARQUITECTOS A LA SOMBRA
¿Sabe alguien de Pierre Jeanneret?. ¿Sabe alguien de ese otro Jeanneret, primo del famoso Charles-Édouard Jeanneret, llamado Le Corbusier?...
La respuesta es no. Un no apabullante y bestial. Un no eterno y cerrado. Buscad una imagen de Pierre Jeanneret en vuestra memoria y aparecerán sillas y sillas. Seguid buscando y aparecerá Le Corbusier, Le Corbusier, Le Corbusier...
Tal vez sea culpa del mismo Pierre Jeanneret. Tal vez sea culpa de Le Corbusier, quien aunque le tenía por fiel y constante ayuda, emitía por si mismo un brillo solar y aniquilador que hacía del resto de los arquitectos que pasaron cerca suyo, meros satélites. Detrás de Le Corbusier, todo es sombra. (Y si no, que se lo digan a esa hermosa chiquilla y extraordinaria diseñadora que era Charlotte Perriand).
Sin embargo Pierre Jeanneret, arquitecto en penumbra, ayudó a que Le Corbusier fuera lo que es. Vivió a pie de obra más de quince años la edificación de todo Chandigarh, (mientras Le Corbusier pasaba allí no más de un mes), de sus manos salieron croquis iniciales de La Villa Saboya y otros cientos de proyectos, firmó los “cinco puntos”, llevaba el día a día del estudio y la gestión de la eternidad de su primo.
Su vivienda durante los años en Chandigarh es un monumento a esa diversión privada.
Quizá estuvo cómodo a su sombra. Quizás sólo le divirtiera la arquitectura. Y nada más.
Quizás fue él quien en verdad utilizó a Le Corbusier para librarse de lo incómodo de ser un arquitecto de calibre.
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22 de julio de 2013
LO EVIDENTE NO EXISTE
Ahí tenemos a Le Corbusier, ufano, como en el salón de su casa, hablando cómodo a un auditorio joven. Al fondo dos dibujos: una cara y un hueso... Al monigote se le salen los ojos de las órbitas. Literalmente. Y sólo por ver un simple hueso, parece excesivo... Pero lo evidente esconde siempre un secreto. Detrás de cada simpleza se esconde una oportunidad de arquitectura.
Eso es todo lo que Le Corbusier y un Arquitecto tiene que decir. Saber esto lleva años. Y descubrirlo acaba con una cantidad inmisericorde de prejuicios y abre las puertas y las ventanas a la vida como fuente cierta de la arquitectura, -más allá de las bibliotecas y los libros-, y todo recupera ese frescor de lo recién inaugurado.
Los actos cotidianos e invisibles, subir una escalera, caminar por una calle, abrir una puerta, sentarse o despertarse en una habitación, esconden los misterios más asombrosos que pueda imaginar un arquitecto. Las simplezas de ese porte son los verdaderos monumentos de la arquitectura. Cada uno de esos gestos encierra un aprendizaje si se mira con calma y reflexión. Pero para ver su belleza escondida y superar lo evidente, para profundizar en su secreto se hace necesario ver lo cotidiano con los ojos de lo extraño. Contemplar cada gesto como un viajante de un país extranjero a quien todo sorprende. Basta con maravillarse ante lo evidente, como un niño.
Sin esa capacidad de sorpresa, sin esa lucha por hacer aflorar lo profundo de lo obvio, ser arquitecto no merezca, quizás, las penas.
Ser arquitecto es ese mirar desorbitado hacia lo obvio.
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15 de julio de 2013
CUANDO LA ARQUITECTURA FLOTA
Hay una arquitectura incómoda tanto en la realidad como sobre el papel: es esa que parece que pudiese moverse con las manos, esa que flota, no por habilidades propias sino por indefinición respecto al lugar donde está. La flotabilidad de una arquitectura que se muestra sin raíces y sin suelo. Un modo de proyectar que hace de todo un barco.
Y conste que existen gloriosos antecedentes. Está aquel maravilloso teatrino de Rossi, y alguna que otra insigne y poco conocida arquitectura de Kahn en Venecia.
Pero la extraña flotabilidad a la que me refiero es de otro orden de cosas. Se trata de la anomalía de las cosas inesperadas, la de los juegos de magia.
Esa condición flotante puede ser asociada a la arquitectura que no construye lugares y que hace todo algo equivalente e indiferenciado. Es la que provoca que una calle de Burgos sea exacta a una en Dusseldorf… y que lo acaben siendo sus habitantes. Un fenómeno que provoca que todo se convierta en objeto.
Tal vez esa especial flotabilidad también sea la que hace de Venecia lo que es, pero no rinde la ganancia. La arquitectura, si se mueve, arrastra tierra. Igual que cuando se ha trasplantado una maceta y se hace obligado barrer, porque el suelo se pone perdido.
La arquitectura pone siempre el suelo "perdido".
La arquitectura pone siempre el suelo "perdido".
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4 de julio de 2013
SOBRE LA INFINITUD DE NAVES CON VENTANAS POSIBLES...
Hace ya muchos años, en 1952, a un insensato y genial mecanicista como era Chermayeff, en Harvard, se le ocurrió la brillante idea de tratar de establecer una lista de vocablos y conceptos capaces de describir la infinita variedad de elementos que constituían el complejo organismo llamado “casa”. El listado, su definición y reformulación se extendió durante una década.
Serge Chermayeff había sido un discípulo aventajado de Erich Mendelsohn, de sus manos salió el maravilloso pabellón De La Warr y paseó su saber por las mejores universidades norteamericanas del momento. Es decir, no es que fuera un tipo precisamente torpe, sin embargo y a pesar de aquellos lustros de esfuerzo llegó a una muy poco sorprendente conclusión: por un lado que no era posible enumerar, de hecho, todos los minúsculos requerimientos de la más simple casa; por otro, que entre todos esos requisitos básicos se producían mutuas colisiones que al interactuar provocaban segundas derivadas que se abrían como las ramas de un árbol infinito, interactuando sucesivamente con otras...
El caso es que aquel listado elemental de treinta y tres requerimientos y sus cruces primarios tenía su gracia.
Y el caso es que no encontró otra salida en esos años que recurrir a una fe ciega en la potencia de las computadoras del futuro para su improbable resolución combinatoria. (Ahí dio comienzo una fe que aun hoy es compartida por muchos y que ha encontrado su correlato en el campo del ajedrez).
Aquel listado es una guía que pasados sesenta años se ha complicado aun más. Y si el cálculo que por entonces era de unos cuantos de miles de millones de combinaciones posibles, hoy tal vez sea aun peor.
El tema es que con esos trabajos se vino a demostrar una simpleza que aun hoy, a la vista de los hechos, merece recordarse: que el número de datos a tratar en el simple tema de la “casa” desborda las ecuaciones posibles para su resolución. O lo que es lo mismo, que el trabajo del arquitecto, frente al de otros profesionales, es tratar de resolver un maravilloso problema del que no se conocen todas sus particularidades; una ecuación de imposible resolución matemática y sin embargo una ecuación sabia, correcta y magnífica...
Serge Chermayeff había sido un discípulo aventajado de Erich Mendelsohn, de sus manos salió el maravilloso pabellón De La Warr y paseó su saber por las mejores universidades norteamericanas del momento. Es decir, no es que fuera un tipo precisamente torpe, sin embargo y a pesar de aquellos lustros de esfuerzo llegó a una muy poco sorprendente conclusión: por un lado que no era posible enumerar, de hecho, todos los minúsculos requerimientos de la más simple casa; por otro, que entre todos esos requisitos básicos se producían mutuas colisiones que al interactuar provocaban segundas derivadas que se abrían como las ramas de un árbol infinito, interactuando sucesivamente con otras...
El caso es que aquel listado elemental de treinta y tres requerimientos y sus cruces primarios tenía su gracia.
Y el caso es que no encontró otra salida en esos años que recurrir a una fe ciega en la potencia de las computadoras del futuro para su improbable resolución combinatoria. (Ahí dio comienzo una fe que aun hoy es compartida por muchos y que ha encontrado su correlato en el campo del ajedrez).
Aquel listado es una guía que pasados sesenta años se ha complicado aun más. Y si el cálculo que por entonces era de unos cuantos de miles de millones de combinaciones posibles, hoy tal vez sea aun peor.
El tema es que con esos trabajos se vino a demostrar una simpleza que aun hoy, a la vista de los hechos, merece recordarse: que el número de datos a tratar en el simple tema de la “casa” desborda las ecuaciones posibles para su resolución. O lo que es lo mismo, que el trabajo del arquitecto, frente al de otros profesionales, es tratar de resolver un maravilloso problema del que no se conocen todas sus particularidades; una ecuación de imposible resolución matemática y sin embargo una ecuación sabia, correcta y magnífica...
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1 de julio de 2013
ARQUITECTURA EN EQUILIBRIO
Bello nombre el de "catenaria", que el propio peso del conjunto dicte la forma y su nomenclatura es un raro ejemplo de racional coincidencia entre estructura, forma y lenguaje.
El monje atravesando esa catenaria, aunque protagonista central de la imagen, es la anécdota. El equilibrio de pasar por semejante puente sin verse los pies, tapado por una túnica por la que uno se juega la vida, aunque vistoso, es lo de menos. Más llamativas son las dos cadenas, con su especial tamaño y función: una, más amplia para el tamaño de los pies, otra, de eslabones más cortos para el apoyo auxiliar de la mano. Ambas cadenas corren en paralelo al abismo, con una distancia entre ellas dictada por las dimensiones del cuerpo que las usará como puente precario.
Una vez atravesada, la catenaria descansará tanto más que el monje valiente, recuperando su forma, deteniendo su oscilación y el cimbrear de los pasos y los pesos anteriormente soportados para mostrarse de nuevo en hermoso y quieto equilibrio.
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24 de junio de 2013
MONTAÑAS DE ESCOMBRO
En una ya olvidada propuesta, hermosa, de la bienal de Venecia en el Pabellón de España, de Lara Almarcegui, una montaña de escombros extendida como un poderoso paisaje dentro de una edificación, fue un signo no sólo de los tiempos sino de la capacidad significante de la materia aun cuando ésta adopta formas cercanas a la ruina y al desecho.
El atractivo de los escombros como tema es recurrente, pero no por ello pierde vigor. A aquel trabajo le anteceden otros al menos tan ilustres y nobles, montañas de restos que precisamente por hacer palpable lo invisible merecen ser recordados. Desde la mismísima Acrópolis griega, a esa pirámide que Le Corbusier erigió en un flanco de Ronchamp, a la montaña de juegos que existe entre las edificaciones de los Robin Hood Gardens, de los Smithson, y a muchas intervenciones del otro Smithson, -y llevo años intentando juntar a todos los Smithson, como una familia, en un párrafo-, todas han logrado extender la construcción más allá de sus propios límites físicos y temporales.(1)
Por mi parte, entre todas esas montañas de escombros siento predilección, quizás por menos famosa, por otra construida en Roma con veintiséis millones de ánforas rotas a lo largo de tres siglos: el Monte Testaccio.
Vasijas llegadas de toda Europa, fueron destrozadas y acumuladas con un preciso orden constructivo para dar forma a una montaña que alteró la orografía natural de Roma hasta ampliar el número de sus viejas siete colinas, a ocho. Esa montaña constituye una apasionante ruina capaz de informar sobre los usos y costumbres romanas casi mejor que lo hacen sus escritos e historiadores. Cerca del “puerto” de Roma, el Monte Testaccio ha llegado hasta nosotros con sus intactas capas de historia, aunque como arquitectos interesa ver su forma más que como historia, como una pregunta: ¿cuándo dejó de ser una montaña de cascotes y se convirtió en naturaleza?, ¿En qué momento puede una ruina construirse como tal?. ¿Cuándo desaparece la arquitectura?.
Vivimos días en que parece que hay quien quiere ver reducida la arquitectura a esos escombros. (Cómo si esos restos no fueran ya en si mismos objetos de la propia arquitectura). En el Monte Testaccio la fusión de construcción y tiempo hace que muchas de esas preguntas se vuelvan difíciles de contestar. Todas, salvo quizás una: ¿Cuándo desaparece arquitectura?. La arquitectura desaparece cuando desaparecen los hombres.
(1) Juan José López Cruz ha recolectado algunas de estas montañas en su recomendable libro, LOPEZ DE LA CRUZ, Juan José, Proyectos Encontrados, Arquitecturas de la alteración y el desvelo, Ed. Recolectores Urbanos, Sevilla, 2012, pp. 52 y ss.
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17 de junio de 2013
CAZADORES DE ARQUITECTURA
Hubo un tiempo, y lo digo con
nostalgia, donde la arquitectura del pasado fue conquistada por los nuevos
tiempos. Ante cada nueva captura, en lugar de posar como un turista, el
descubridor lo hacía con el orgullo de quien ha abatido una peligrosa bestia en
una cacería.
Aunque aquí, ante un viejo y
manso puente, máquina de comunicaciones y costuras, poco peligro parece haber
sufrido el cazador como para posar con tanto orgullo.
El arco solitario en una llanura
es un antiguo mecanismo de función pura, pensado para dar continuidad a un
camino borrado. Una línea que salta, levemente, por encima de una orografía
leve y que en el momento de la conquista ha perdido su vieja utilidad. El puente
viejo, excesivamente escarpado ya para permitir el paso de mercancías, carros o
cabalgaduras, no une dos vados de un río, sino que es el signo vacío de lo que
significa unir.
Como el resto de una costura
olvidada, unión que ha perdido su carácter permanente, se asemeja a esas otras
previas que el costurero llama hilvanes y que es el signo de una línea del
porvenir o del pasado. Quizás toda estrategia que tenga la aspiración de unir
dos partes comience y termine con algo muy semejante a un hilván, sea en un
territorio o una ciudad.
Quizás sea ese descubrimiento el que en verdad celebra el antiguo cazador de puentes, brazos en jarra.
Quizás sea ese descubrimiento el que en verdad celebra el antiguo cazador de puentes, brazos en jarra.
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10 de junio de 2013
PLANTILLAS DE CURVAS
El mundo de figuras que rodea al hombre es su mejor plantilla de dibujo. Antes de la espuria tecnología del spline, toda una cosmología de formas nos esperaba a la vuelta de cada esquina dispuesta ser plasmadas sobre un papel.
Las curvas del cuerpo humano son de tal naturalidad que nada mejor que deslizar sobre sus contornos un simple lapicero para lograr las más bellas. Sin negar para este noble fin siquiera las de Marilyn o de la vecina del sexto.
Duchamp fabricó su propia plantilla de curvas al dejar caer tres hilos de un metro de longitud al suelo. La forma aleatoria de esas insignificancias fue dibujada y recogida en patrones de madera y guardados en un costoso estuche.
Para un reconcentrado Max Bill buscando la curva más adecuada, conformarse con el trazado sinuoso de una plantilla parece insuficiente. Junto a esas hormas que navegan sobre la superficie del papel, flota otra más. Quizás un resto del café de la mañana. Un mero accidente. O quizás una que fácilmente puede encontrarse en cualquier hogar: la cuchara. Curva tridimensional que oculta una presencia invisible, el uso combinado de un instrumento que conecta por un instante mano y boca; espacio de un recipiente mínimo. En fin, la curva ausente de un ser humano.
Mientras el reloj, con una curva aun más perfecta, gira describiendo obstinadamente un círculo tras otro, en eterno retorno. Con el correr de esos giros podemos imaginar a un Max Bill, obstinado, que continua durante horas buscando la curva precisa, ciego ante lo obvio.
Quizás sin percatarse de que están al alcance de su mano todas las curvas posibles.
Quizás sin percatarse de que están al alcance de su mano todas las curvas posibles.
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3 de junio de 2013
LO EXTEMPORÁNEO
Semejante a la sensación de perder un tren o a la del surfista que no logra encabalgarse sobre la precisa ola, es la que la persigue a la arquitectura desde que a Mies se le ocurrió bautizar la modernidad como un hecho en que forma y tiempo estaban firmemente vinculados: “Nuestros edificios utilitarios sólo podrán considerarse obras de arquitectura cuando sean portadores del espíritu de la época y satisfagan las necesidades del momento”.
La arquitectura es de su tiempo, afirmación que poco tiene de original y que sin embargo fue discutida con consecuencias en el transcurso del siglo XX. Aun hay quien sigue sin saber que cara poner ante semejante reto.
A nadie se le oculta, ni siquiera a los reaccionarios que trataron de no sumarse a la modernidad, que el precepto miesiano, acarreaba una obligación moral. La respuesta de la arquitectura a un nuevo tiempo fue un derecho y un deber por encima de otras consideraciones y obligaba a un nuevo modo de pensar sus usos y sus formas.
El pasado, desde esa perspectiva, era un pesado lastre que había que soltar para el mejor progreso de los hombres. Claro que apenas cabe subrayar que en el campo de la arquitectura y del arte resulta tan avanzado Palladio como Le Corbusier o aquella miserable cabaña de Laugier. Sin embargo y desde ese instante, a lo largo de todo el siglo XX se ha empleado este argumento para justificar el desajuste entre el tiempo y su producción como el más depurado sistema de crítica arquitectónica. Si la arquitectura es un obstáculo del porvenir, lo mejor es extirparla. Y no tanto porque una obra pueda paralizar su avance, sino porque puede ralentizar un necesario cambio de sensibilidad.
El pasado, desde esa perspectiva, era un pesado lastre que había que soltar para el mejor progreso de los hombres. Claro que apenas cabe subrayar que en el campo de la arquitectura y del arte resulta tan avanzado Palladio como Le Corbusier o aquella miserable cabaña de Laugier. Sin embargo y desde ese instante, a lo largo de todo el siglo XX se ha empleado este argumento para justificar el desajuste entre el tiempo y su producción como el más depurado sistema de crítica arquitectónica. Si la arquitectura es un obstáculo del porvenir, lo mejor es extirparla. Y no tanto porque una obra pueda paralizar su avance, sino porque puede ralentizar un necesario cambio de sensibilidad.
Es en este sentido se hizo explícito un hecho que de siempre se había producido de manera natural. ¿Qué arquitectura del pasado no era de su tiempo?.
A lo largo del siglo XX ese deber ha espoleado a las obras y a sus autores en una carrera, en ocasiones alocada, por ver quien era el más fiel a los signos de los tiempos. Curiosamente esto produjo también el florecimiento de una tarea sorprendente para el arqutitecto: el ejercicio oracular. Una forma de utopía en que hubo que dar forma al sueño del provenir convertido en imposible caricatura del futuro.
En ese desacuerdo temporal, en ese desfase, pueden encontrarse adelantamientos y un curioso efecto contaminante entre fenómenos de arquitectura y moda. Igualmente hemos podido contemplar acusaciones semejantes a los efectos que se producen con las voces desacompasadas de una película defectuosa, donde los gestos y voces no encajan. Y si estar apegado a los tiempos puede dar con las obras en el cubo de la basura de la caducidad, estar desacoplado puede ser aún peor.
Después de lo dicho podría concluirse que el problema de lo extemporáneo es un problema puramente moderno. Ser moderno es saberse de un tiempo preciso, ser consciente de la inestabilidad de la propia condición temporal, saberse incapaz de subir a una ola que siempre llega a destiempo de nuestras fuerzas.
El caso es que siempre hay que estar en remojo.
El caso es que siempre hay que estar en remojo.
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27 de mayo de 2013
EL SONIDO DE UN TRAZO
Cada línea piensa. Cada trazo separa el mundo en dos. El sonido de ese rasgar el universo ha dejado huella incluso en el lenguaje. Un lingüista competente de seguro sabría relacionar esos sonidos con el origen de palabras empleadas para significar cuestiones cercanas al dibujo y a la actividad de la arquitectura. Del sonido Sk, provendría Sk-ezzo, Skema, esquema, escuela. De su semejante Sc... Sc-tio, la latina sectio, y nuestra sección...
Trazar, distinguir, separar y dividir... son pues, las segundas derivadas de ese movimiento elemental y su sonido. Todos esos verbos pertenecen a una especial religión que los hombres profesan inconscientes: la religión de la geometría invisible.
El trazo es un gesto inaugural, casi inepto pero profundamente humanizador. El trazo es la huella suficiente para reconocer una inteligencia ligada a ella. Le Corbusier dice que el trazado fundamental para detectar un signo de humanidad es el de la cruz. Dos trazos a noventa grados son capaces de ordenar el mundo. Tal vez esa sea la unidad mínima. Sin embargo, previa a esa geometría, al lenguaje escrito y al dibujo, debemos mayor veneración al trazo aun más simple de la línea: lugar de encuentro primitivo donde se saludan el cuerpo y el signo. Lugar donde un ser inaugura su conciencia al atribuir significado a un gesto; y al volver algo significante se vuelve significante él mismo.
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20 de mayo de 2013
EL MIEMBRO FANTASMA
Cuando a un ser humano le es amputado un miembro el cuerpo reacciona a esa perdida y sigue durante tiempo reconociendo, en el lugar que ocupaba, dolores ausentes. El miembro fantasma duele con un dolor cierto a pesar de no estar ya.
Del mismo modo podría decirse que la arquitectura reacciona con las partes amputadas de un modo semejante y en todas las escalas posibles. En las ciudades las cicatrices de lo mutilado se encuentran en trazados inexplicables de algunas calles y plazas.
Los materiales cortados en una obra hacen que algunas estén pobladas de fantasmas invisibles que reclaman esos fragmentos perdidos. Esa sensibilidad a los fantasmas es la que obligó a Lewerentz a colocar ladrillos enteros en la iglesia de San Marcos, haciendo piruetas formales a pesar de la lógica, para no partir ninguna pieza cerámica. Seguramente para que la obra no reclamase su parte despreciada. (Tal vez ese es el motivo profundo de que haya casas y arquitecturas habitadas por presencias nebulosas antes de finalizarse, porque son llamados a gritos sordos por esas partes ausentes).
Hoy el Coliseo Romano es el resultado de esas amputaciones que provoca la fuerza de la gravedad, el tiempo y la necesidad de materiales en una ciudad sin mejores canteras que las antigüedades. Rafael Stern y Giuseppe Valadier trataron de apaciguar el dolor de la mutilación con dos prótesis contrarias en actitud e intenciones a cada lado de esos pedazos derruidos: una congeló el tiempo y la otra hizo del pasado una lección de pedagogía.
Esos paños ciegos que tratan de serenar el dolor de lo ausente son los mismos que obligaron a Asplund en la ampliación del ayuntamiento de Gotemburgo o a Rafael Moneo en la obra del Banco de España. Las ampliaciones conjuran al por venir. Nos arrastran a cubrir esas partes gangrenadas y amputadas.
Y, ¿acaso la arquitectura no ha tratado siempre de apaciguar el dolor de esos miembros fantasmas, fueran reales o imaginarios?.
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13 de mayo de 2013
LA PRECISIÓN COMO CONQUISTA
“Es una lengua necesaria al hombre de genio que concibe un proyecto, a los que deben dirigir su ejecución y en fin, a los artistas que por sí mismos deben ejecutar sus partes diferentes. El segundo objeto es deducir de la descripción exacta de los cuerpos todo cuanto se sigue necesariamente de sus formas y de sus posiciones respectivas. En este sentido es un medio de investigar la verdad”.(1)
Este instrumento irrebatible y eficaz como un bisturí, era la geometría descriptiva según su inventor moderno, Gaspard Monge.
Que la geometría fuera empleada como un instrumento de control del mundo para medirlo y hacerse su propietario y usufructuario era una necesidad nacional. No solo racional.
El dibujo empleado como sistema de precisión permitía hacer la guerra y delimitar y controlar el territorio. Es decir, en un momento de la historia la geometría fue una imposición política y militar. Tener vocación imperialista implica a priori un arte de la medida y la cartografía precisa. No hay emperador posible sin topógrafos, del mismo modo que no hay imperio posible sin mapas de control de sus conquistas y reinos particulares.
Napoleón hizo de Gaspard Monge un amigo, un consejero y un ministro. Por orden cronológico inverso. Que un emperador cambie en su corte bufones por geómetras es señal de la ambición de los tiempos.
(1) MONGE, Gaspard, Programa de Geometría Descriptiva, 1803
El dibujo empleado como sistema de precisión permitía hacer la guerra y delimitar y controlar el territorio. Es decir, en un momento de la historia la geometría fue una imposición política y militar. Tener vocación imperialista implica a priori un arte de la medida y la cartografía precisa. No hay emperador posible sin topógrafos, del mismo modo que no hay imperio posible sin mapas de control de sus conquistas y reinos particulares.
Napoleón hizo de Gaspard Monge un amigo, un consejero y un ministro. Por orden cronológico inverso. Que un emperador cambie en su corte bufones por geómetras es señal de la ambición de los tiempos.
(1) MONGE, Gaspard, Programa de Geometría Descriptiva, 1803
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6 de mayo de 2013
UN CUBO DE GRANITO
Loos, obsesionado por proyectar y por la muerte, proyectó su propia tumba: un simple cubo de granito.
Sin embargo, ¿cómo puede el ser humano confiar en que una piedra adquiera capacidad de evocación?. ¿En qué primitivo arte confía para ser perdurable más allá de si mismo?. ¿Qué extraño procedimiento ha inventado que se cree capaz de que los suyos le vean representado en una masa inerte?.
Cada tumba es una escenografía de la eternidad: el arte de la memoria. Cada enterramiento es una celebración del tiempo más allá del tiempo vital. Cada monumento representa un ser humano que el mundo colecciona en sus entrañas. Por tanto, cada tumba es una porción de la humanidad.
Para Adolf Loos, enfermo paseante de hospitales psiquiátricos, además era la única y verdadera arquitectura. Tumbas y monumentos permanecen libres de los intereses del mundo. Solo lo esencialmente dedicado a la preservación del tiempo y la memoria merecen ser identificados con los últimos fines de la arquitectura.
Tras el paso por una arquitectura elemental, tras los desvaríos formales de la columna del Chicago Tribune, quiere descansar bajo una simple piedra: "Quiero que mi tumba sea un cubo de granito. Pero no muy pequeño, porque parecería un tintero".
Una piedra apoyada en el suelo, expuesta a la eternidad y a su desgaste. Un contenedor del ser humano. De todo ser humano.
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29 de abril de 2013
DIBUJAR COMO CRÍTICA
La mejor obra de Scamozzi la construyó a los 26 años. Lo extraño de esa anormalidad fue que no le pasó factura y continuó dedicado con éxito a la construcción de muchas otras villas en las inmediaciones de Vicenza, en los territorios que antes habían copado Palladio y Longhena.
Podría considerarse a Scamozzi heredero de Palladio. Concluyó alguna de sus obras y su admiración hacia él no dejó nunca de ser evidente y notoria.
Pero al contrario que Palladio, que era en realidad un cantero reconvertido desde la más absoluta humildad en un intelectual de musculatura, Scamozzi creció y desarrolló su mucho talento, primero a la sombra de su padre, también arquitecto, y luego entre la élite Veneciana.
Scamozzi fue un intelectual desde su cuna. Y la creencia de sentirse en un momento histórico irrepetible le hizo además de edificar con talento, escribir un tratado arquitectura de notabilísimo éxito: La idea de la arquitectura universal.
Si hubiese que señalar sus aportaciones a la historia de la arquitectura, más allá de sus tratados, o de la atención que prestó a la por entonces novedosa tipología del museo, fue igualmente su capacidad de inaugurar el dibujo como herramienta crítica.
Y esto puede verse cuando en la planta impresa que hizo de la villa Rotonda, de Palladio, dibujó las escaleras de acceso a la planta nobile partidas por unos extraños vomitorios. Para él, una mejora.
Esos vomitorios, se puede elucubrar, son una corrección a lo que debiera haber sido la obra de villa Rotonda. También medio en broma, y como diría Jesús Bermejo, en la planta de Palladio, al menos con los vomitorios de Scamozzi, no veríamos ascender como buzos a los huéspedes al acercarse a la villa, bajo el agua de ese eco de la línea del horizonte de los peldaños. Al menos en su aproximarse los visitantes se verían enteros en la totalidad de su recorrido, mientras el anfitrión esperaba bajo la entrada de columnas.
Y es que no poder penetrar en la villa Rotonda por sus ejes es una declaración de guerra a la centralidad. Y una puerta abierta al dibujo como mecanismo de crítica.
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22 de abril de 2013
ANDAMIOS Y ESTRELLAS
La arácnida estructura de andamios en la construcción de la capilla de Santa María de Ronchamp, de Le Corbusier, coincide punto por punto con la mera construcción de un barco. Las cuadernas y las varas están tendidas en el aire a la espera de ser construidas como el casco de una nave. El relleno aguarda en el suelo, dispuesto a ser reciclado de la materia ruinosa de la anterior iglesia. A la espera un lugar donde el pedernal de sus viejos muros tomen posesión de la nueva estructura, como hace un coleccionista en una nueva estantería.
Igual que lo sucedido con la antigua nave Argos, y si bien el material será distinto de aquel roble arcaico, la nave siempre será la misma en la vieja Ronchamp y en la nueva. Repuesto, tras repuesto, ese gran barco será completamente renovado, y sin embargo será exacto al que partió de los puertos de Tesalia, del mismo modo que la Ronchamp de Le Corbusier emplea no solo la vieja materia sino incluso los antiguos cimientos.
Igual que lo sucedido con la antigua nave Argos, y si bien el material será distinto de aquel roble arcaico, la nave siempre será la misma en la vieja Ronchamp y en la nueva. Repuesto, tras repuesto, ese gran barco será completamente renovado, y sin embargo será exacto al que partió de los puertos de Tesalia, del mismo modo que la Ronchamp de Le Corbusier emplea no solo la vieja materia sino incluso los antiguos cimientos.
La capilla de Le Corbusier y su construcción provisoria de andamios medievales, no dejarán de ser nunca algo del pasado, de una época arcaica e inaccesible a la memoria, porque construyen con un sentido de pertenencia a las entrañas de la tierra como madre, mucho más arraigado y profundo que la aérea arquitectura de los "cinco puntos" y de la casa Citroan.
Bajo esa forma de construcción, del reciclaje de las ruinas y de sus torpes andamios provisorios, se esconde el pasado, sus luces y sus símbolos. Y una idea de la religión propia de un buen ateo.
Los anclajes de ese andamio al muro para evitar su vuelco, dejaron pequeños huecos, dispersos y aleatorios que Le Corbusier no cubrió. Desde el interior, forman el telón de fondo del altar, y son un cielo estrellado.
Un manto de estrellas para la imagen de la Virgen venerada en la capilla. Aunque Le Corbusier adorara más bien aquellos agujeros y lo que representaban.
Un manto de estrellas para la imagen de la Virgen venerada en la capilla. Aunque Le Corbusier adorara más bien aquellos agujeros y lo que representaban.
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15 de abril de 2013
SOBRE LOS TABIQUES
Los tabiques son como las cuchillas de afeitar, como una especie de maquinaria de trinchar espacios que el utilitarismo ha puesto en las desnudas manos del arquitecto para despiezar y deshuesar el magro del espacio. Aun a pesar de las lacerantes heridas que provoca. Aun a pesar de que en muchas ocasiones esas tabiquerías no son sino el relleno fundamental del mismo contorno edificatorio, el arquitecto no retrocede ante su uso indiscriminado.
Imaginen cuando la arquitectura no está sino saturada de esas cuchillas vacías, como un glorioso pavo de navidad relleno de esos filos cortantes. Y que descuidadamente uno se lleva a la boca un mordisco solo llamado a provocar daños. Pues ese es el empleo mayoritario de las particiones que se hacen a diario en las entrañas de cada proyecto. Dispuestos a separar espacios y usos, la arquitectura tiene mejores mecanismos: desde los pasillos, los forjados, las escaleras, la propia luz, el espacio y sus cualidades recónditas...
Los interiores de la arquitectura están repletos de matices aun antes de ser divididos por tabiques. Existen rincones, y zonas de sombra y penumbras latentes antes de que esa guillotina deje caer su brutal cuchilla de carnicero. Solo la tabiquería tiene verdadero sentido si en lugar de servir para trinchar, es costura y modo de unión y vínculo. Es decir cuando es un elemento conectivo.
Ese descubrimiento hace parecer toda tabiquería como algo de otro orden, ahora si más cercana a lo que es su profunda misión. ¿Acaso no deja pasar siempre del otro lado sonidos sordos?. ¿Acaso no suele compartir materia en sus caras y conducir energía eléctrica desde sus entrañas?. ¿Acaso no conocemos más de la vida de los del otro lado que de la nuestra gracias a los tabiques?.
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12 de abril de 2013
A LA MEMORIA DE CLORINDO TESTA
Ha muerto el maravilloso arquitecto, Clorindo Testa. Pero aun vivirá mil años más...
Qué no habrán dicho ya los argentinos sobre Borges, Cortazar y Clorindo Testa. El psicoanálisis sobre sus figuras lleva decenios de ventaja. De cualquier modo Borges y Cortazar son universalmente conocidos a pesar de que la capacidad de inventar universos fabulosos es equivalente en el caso del argentino arquitecto italiano.
Visitar el hall del Lloyd Bank en Buenos Aires supone ser transportado al mismísimo Londres tecnológico y mecanicista de los años 60. Allí se conserva algo perdido igual que lo haría una cápsula del tiempo: Brutal y sudamericano a un tiempo, mérito y pleonasmo por aquellos años. Su abordaje definitivo a la arquitectura se produce visto retrospectivamente como una espiral aproximativa.
Del precoz interés por la medicina, a imagen de su padre, Clorindo Testa pasó a intentarlo con la ingeniería electromecánica como tránsito a la naval. Al cabo de un año, su interés se esfumó. Saltó luego a la ingeniería civil, en la que permaneció un año más con idénticos resultados hasta que arribó a la arquitectura.
Gran amigo de Ramón Vázquez Molezún, que conoció en Roma mientras uno viajaba y otro permanecía pensionado en la academia, en ambos convive un interés simultáneo por la pintura y la arquitectura sin fronteras y sin entender ninguna como una tarea subalterna. No era ese el caso de su admirado Le Corbusier quien entendió la pintura de modo instrumental. Es difícil encontrar mejor testimonio de la potencia de su obra gráfica que el que ofrece la pervivencia en la Rayuela de Cortazar de una referencia a ella.
En Clorindo Testa interesan las cuestiones propias del emigrante de la arquitectura. Y entre todas, seguramente la más significativa sea el conflicto latente en cuanto al tema del ornamento. El Banco de Londres, o la Biblioteca Nacional son el injerto del lenguaje brutalista europeo en pleno corazón de Argentina, donde los conductos, tubos y hormigón se manifiestan exageradamente y ponen de relieve las buenas relaciones entre un sentimiento ornamental autóctono, -compartido también por Lina Bo Bardi-, y la pura modernidad.
Clorindo Testa vive. Es uno de los escasos supervivientes a los grandes naufragios de la arquitectura del siglo XX. Sus obras le garantizan aun, mil años más de vida.
(publicado originalmente el 18 de Octubre de 2010, sirva de homenaje este texto de por entonces)
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8 de abril de 2013
PROFESOR DE RETRETES
Arquitecto y profesor egregio, y misteriosamente apenas conocido fuera de España, Francisco Javier Sáenz de Oiza, se llamaba a si mismo “profesor de retretes”. Una condecoración obtenida no sin esfuerzo gracias a los doce años que impartió la asignatura de “Salubridad e Higiene” (antes de dedicar el resto de su vida académica a la de "Proyectos"). Sus apuntes de aquella etapa, legendarios, aun pueden encontrarse.
Ser “profesor de retretes”, es un mérito mayor de lo que parece, habida cuenta de que ese extraño mecanismo cambió el urbanismo y la salud con mayor velocidad y energía que muchas obras maestras de la arquitectura y tratados de medicina.
Los seres humanos han convivido de siempre, no solo con el frío y las enfermedades, sino rodeados de un hedor que hoy nos resultaría inimaginable. Si el colmo de la educación ciudadana fue durante siglos avisar al grito de “¡Agua va!” de los desechos arrojados sin preocupación por la ventana, es igualmente cierto que el diseño de tan insigne aparato de porcelana es más reciente de lo que podría pensarse.
En Grecia se hacía uso de un asiento con un agujero incorporado a la infraestructura de la casa. En Roma se inventó la “matula”, orinal que ha tenido larga vida hasta la llegada del retrete como hoy lo conocemos.
A pesar de que Leonardo da Vinci ideara un asiento plegable que “debía girar, como las ventanitas de los monasterios por medio de un contrapeso” y que en el códice de Madrid, apareciera otro invento suyo para limpiar el asiento con agua, el hallazgo del retrete como tal solo correspondía hacerlo a un poeta. Literalmente: John Harington, humanista de la corte de Isabel I, que en 1589 debido al poco éxito de su propuesta se dedicó al arte del epigrama como desquite...
Por la historia de la salubridad e higiene uno habría de detenerse en los accidentados hallazgos de la fosa séptica, de las alcantarillas, del “cuarto excusado”, de la “placa turca”, e incluso del insoportable brillo para la cultura oriental de la taza cerámica...
Una larga historia la de la arquitectura y la escatología.
Es sabido que Oiza, en una de aquellas geniales clases mandó dibujar a todos los estudiantes un inodoro en la pizarra. Frente a uno de esos dibujos, exclamó, ante la sorpresa de sus estudiantes: “¡Que hermosura!”.
Como puede verse después de este ligero repaso, debió de ser por algo más que por una cuestión de meros botes sifónicos y cerámica.
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2 de abril de 2013
LA NECESIDAD DE LAS PUERTAS
Por cada puerta que se abre, en algún lugar en el mundo, otra se cierra. Esta ecuación universal de las aperturas y los cierres es tan cierta como indemostrable. Pero parece claro que el número de puertas en el mundo es siempre estable e invariable y por ello hay que cuidarse mucho de abrir una a no ser de estricta necesidad.
De las muchas cosas que las puertas pueden enseñarnos una de las más sugerentes no es esa ficción verosímil sino otra de no menor trascendencia fabulatoria: cada puerta lo es por ser una membrana de muchas sustancias. Las puertas dejan pasar al habitante, pero igualmente, al frío con él. Las puertas dejan pasar los olores de la calle y de los vecinos por sus rendijas. Por las puertas se cuela el viento y hasta en ocasiones asoma la nieve o el agua bajo sus hojas cerradas. Las puertas se hinchan, rozan y cambian de tamaño. Las puertas chirrían y se oxidan. Las puertas dejan pasar virus, enfermedades y plagas bíblicas. Las puertas son el apretón de manos que nos da el edificio. Las puertas bajo sus hojas son buzones ocasionales para cartas y mensajes. Las puertas son esos seres maravillosamente hostiles a los cambios, siendo en si mismas causantes de muchos. Las puertas dejan pasar noticias, rumores y en ocasiones a ladrones. Las puertas son tenazas que pillan los dedos o el pie acostumbrado del vendedor de enciclopedias. Las puertas dejan pasar ríos.
Y pobre de aquella puerta que no aspire, al menos, a todas esas cosas, además de entrar y salir.
De las muchas cosas que las puertas pueden enseñarnos una de las más sugerentes no es esa ficción verosímil sino otra de no menor trascendencia fabulatoria: cada puerta lo es por ser una membrana de muchas sustancias. Las puertas dejan pasar al habitante, pero igualmente, al frío con él. Las puertas dejan pasar los olores de la calle y de los vecinos por sus rendijas. Por las puertas se cuela el viento y hasta en ocasiones asoma la nieve o el agua bajo sus hojas cerradas. Las puertas se hinchan, rozan y cambian de tamaño. Las puertas chirrían y se oxidan. Las puertas dejan pasar virus, enfermedades y plagas bíblicas. Las puertas son el apretón de manos que nos da el edificio. Las puertas bajo sus hojas son buzones ocasionales para cartas y mensajes. Las puertas son esos seres maravillosamente hostiles a los cambios, siendo en si mismas causantes de muchos. Las puertas dejan pasar noticias, rumores y en ocasiones a ladrones. Las puertas son tenazas que pillan los dedos o el pie acostumbrado del vendedor de enciclopedias. Las puertas dejan pasar ríos.
Y pobre de aquella puerta que no aspire, al menos, a todas esas cosas, además de entrar y salir.
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24 de marzo de 2013
CÍRCULOS (Y ESFERAS)
El trazado circular y el espacio esférico, desde el panteón romano, el homenaje de Boullé a Newton, Leonidov, Fuller, Ledoux o la estrella de la muerte (de Koolhaas o de George Lucas), ha dejado patente la paradoja de entrar en un espacio destinado a ser impenetrable.
Porque si el problema arquitectónico fundamental de la esfera y el círculo es el de como penetrar a su interior, el de su construcción y su trazado siempre ha sido de un inmediato segundo orden. Después, el trocear con buen criterio un interior llamado a permanecer inmutable.
Clavar una estaca y mantener tensa una cuerda desde ese centro ha hecho del círculo un trazado elemental de evidente sencillez hasta que un árbol, un obstáculo o un radio excesivo tornan lo teórico en concreto y todo se complica.
No obstante y por encima de lo concreto, tal vez y después de tantas viejas esferas, siempre futuristas e inaccesibles, los círculos más interesantes hayan sido siempre los invisibles: la esfera inmutable de Parménides, los construidos por La Meca o San Pedro, Dante, y las trayectorias celestes (antes de que la elipse ensuciara todo el perfecto orden del cosmos).
Esferas y círculos potenciales. Asteriscos y puntos. Un poco como cubos, icosaedros y resto de esas viejas figuras de la geometría que remiten más que a sus caras, a un centro invisible.
Ay de la arquitectura, siempre hablando de algo invisible, pero cierto. Arte siempre concéntrico.
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18 de marzo de 2013
INSUPERABLE SUPERSTUDIO
La utopía arquitectónica ha supuesto siempre un potente motor a las aspiraciones de una sociedad. Sin embargo y a pesar de la proliferación de las utopías dentro del movimiento moderno, curiosamente las más notables formularon el futuro y la arquitectura de un modo positivo.
Al menos en apariencia.
A este respecto, además de sumergir ciudades y paisajes bajo monumentales artefactos reticulados y ofrecer cientos de imágenes nacidas bajo la herramienta del fotomontaje, Superstudio fue, antes que un estudio y antes que super, una idea. Una sola idea. Eso sí, exponencial e irreversible.
Piero Frasinelli, Adolfo Natalini y Cristiano Torradlo lanzaron desde Florencia a mediados de los años 60 su idea como un obús hacia el centro de modernidad. Para colmo su utopía era sencilla: la retícula era el perfecto mecanismo arquitectónico de conquista y de futuro.
La retícula de Superstudio, era una superficie desde la que proveer suministros a un mundo hippie en que la arquitectura tenía razón de ser por motivos cercanos al del vestido. Como si la esencia de la arquitectura fuese evitar las adversidades climatológicas. Como si civilización fuese sinónimo de geometría.
Sin embargo en ese mundo de Superstudio, arácnido y aparentemente feliz, la retícula nunca fue un mecanismo inocente. Sobre su retícula, montañas, bultos y personas se cosificaban y perdían su peso y naturaleza. Cordilleras y familias flotan, alejados del peso y la gravedad y se convierten en objetos. Igual que sucede en una inundación.
Añadido a eso, sobre la arquitectura, tramada y calmadamente lechosa, existía la amenaza del reflejo sin fin. Caminar pisando el cielo, o a uno mismo, sin sombras, sobre una materia sonora y resbaladiza como el hielo, no es el máximo nivel de hospitalidad que pueda ofrecer la arquitectura. Ni siquiera en un lugar llamado Utopía.
A no ser que la modernidad estuviera dispuesta a aceptar la existencia de utopías en negativo en su seno.
Como antes había hecho el mundo antiguo con Piranesi y sus cárceles.
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11 de marzo de 2013
MÉTODO DE PROYECTO
Cuando Auguste Rodin, bien conocido por obras como “el beso” o “el pensador”, presentó en público su retrato de Balzac, el clamor fue unánime. Unanimidad por la que devolvió el dinero del encargo, se llevó la escultura y rechazó toda propuesta de compra, después de que su obra fuera comparada con un “sapo dentro de un saco” y otras lindezas no menores.
A Rodin se le había encomendado la tarea de hacer el retrato de Balzac para celebrar el cincuentenario de su nacimiento por parte de la sociedad de escritores, presidida por Emile Zola, en 1891, casi a punto de cumplirse esa fecha. Sin embargo lo desarrolló aproximadamente durante seis años. Y eso que Rodin era un escultor especialmente dotado para su oficio. Capaz de producir una escultura en una noche o en un par de días, para el retrato de Balzar tardó sin embargo un periodo extraordinariamente largo porque sabía que no bastaba allí con la simple habilidad. Porque sabía que tenía que hacer algo más allá de lo que haría a la primera.
Para ello reconstruyó como un forense todos los datos que pudo sobre Balzac. Descubrió un sastre que aun conservaba las medidas del cuerpo del escritor y pensando que era importante retener sus fisonomía en un objeto tangible, le encargó un traje. Obsesivamente recorrió la región de Touraine, de donde procedía Balzac, en busca de cuerpos parecidos al del escritor. Realizó cerca de veinte estudios de desnudos para llegar a un retrato que, como se sabe, no es un desnudo. Finalmente encargó una bata con las medidas de Balzac y la impregnó de yeso para hacer la escultura. Rodin, obsesionado por llegar más lejos de lo que había llegado nunca la escultura, se vio obligado a inventar un método.
A lo largo de ese proceso, llega a ser prescindible si Balzac era más alto o bajo o grueso, sino que el procedimiento técnico para llegar a una forma se vuelve el centro del problema. Del esbozo inicial al final media una gran distancia. Una vez concluido el encargo siguió años aun con el trabajo. Siguió haciendo retratos, perfeccionándolos.
Hoy que la arquitectura procesual ha caído en un justo descrédito debido a tantos simples diagramas transformados por un extraño automatismo en arquitectura, -como un mecánico hace con una cadena de montaje-, el proceso honesto de Rodin nos recuerda que cada proyecto tiene algo de investigación y algo de caza, que nada hay que garantice el resultado y que apenas vale nada del primer esbozo a no ser que se vea en él un obsesivo primer paso de muchos otros por venir. Y, finalmente, que cada proyecto inventa un método de proyectar. (Salvo que uno quisiera hacer otra cosa que Arquitectura).
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4 de marzo de 2013
LOS ARGUMENTOS DEL PROYECTO DE ARQUITECTURA
En el camino de aprender arquitectura, y una vez interiorizado que es un arte necesitado de razones que la sustenten, uno siente la tentación de lograr un ejercicio digno por medio de un fatal encadenamiento de argumentos. Como si una correa bastase para arrastrar todo proyecto a un buen resultado. (Cuando en realidad no hay nada que encadenar, sino que se trata de un proceso de otro orden, más bien relacionado con el incubar, el condensar o el decantar).
Si esto es cierto para la Arquitectura no lo es menos para el resto de creaciones artísticas: la física, la medicina y el ajedrez. Quizás por eso es difícil encontrar mejor modo de explicar ese particular modo de proceder en la formación de la arquitectura que por medio de la descripción que de su trabajo hacía un científico, premio Nóbel de fisiología y medicina, llamado François Jacob. En un escrito biográfico, decía:
“Al revés de lo que yo había creído durante mucho tiempo, el proceso de la ciencia experimental no consiste en explicar lo desconocido por lo conocido, como ocurre en determinadas demostraciones matemáticas. Por el contrario, de lo que se trata es de rendir cuentas de lo que se observa a través de las propiedades de lo que se imagina. (...).
La ciencia en estado de gestación presenta dos aspectos: lo que se podría llamar ciencia diurna y la ciencia nocturna. La ciencia diurna pone en juego unos razonamientos articulados como engranajes, unos resultados que presentan la fuerza de la certidumbre, todo está probado, todo está clasificado. La ciencia nocturna, en cambio, vaga a ciegas. Duda, tropieza, retrocede, suda, se despierta sobresaltada... Es una especie de taller de lo posible.
Nada hay que permita afirmar que la hipótesis que acaba de surgir, superará su forma primitiva del esbozo burdo para irse afinando, perfeccionando. Si resistirá la prueba lógica. Si podrá acceder a la diurna”.
En la hermosa explicación de Jacob, que sitúa en la intuición la raíz del hacer científico, encontramos un hermanamiento pleno con lo que sucede en arquitectura. Los procesos de pensamiento, no son puros, ni están encadenados con la perfección de un silencioso mecanismo, salvo en la obra terminada, diurna.
Existe un soberano esfuerzo por llegar a hacer de la obra un sistema completo y coherente, por lograr esa consecución de razones irrebatible y sólida, pero nadie es capaz de encontrar atajos en su proceso ni evitar una etapa de esbozos y tanteos, esa especie de compartido, hermano y monumental, “taller de lo posible”.
Resulta hermoso, finalmente, ver como a pesar de llegar a formularse como una obra construida conserva algún rescoldo de esa nocturnidad. Tal vez esa tenue luz tiene que ver con lo que significa el arte para el ser humano.
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25 de febrero de 2013
LAS ESPERAS DE LA ARQUITECTURA
En la arquitectura todo tiene su propio ritmo y el tiempo transcurre de un modo singular. Más que al finalizar la obra, hay una alegría en la coronación del edificio, que de siempre se ha celebrado con la solemne y comunitaria ceremonia de la “puesta de bandera”. Hay una satisfacción de los obreros, justa y callada, en el lento superar la cota del terrero y dejar atrás las amenazadoras cimentaciones. Atrás se ofició la ceremonia ancestral y esperanzada de la "primera piedra". Y previamente se remontaron tiempos y etapas señaladas, desde el proyecto de ejecución, líneas perdidas y tanteos, donde el dibujo se anticipó a la espera de todo un porvenir.
En el proyecto de la arquitectura conviven los ritmos lentos y acompasados con una rápida sucesión final donde se agolpan y atropellan las últimas acciones. Existen en sus entrañas tiempos de impás, paradas, solapes y esperas. Y hermosos momentos en que lo realizado anticipa la obra por llegar. Por eso todo dibujo es provisional, del mismo modo que hay piezas que se constituyen en previsoras de otras en la obra. Y trazos y piezas temporales, puntales, andamios, que esperan la llegada de otros que los completen, y que se asoman y saludan al futuro. Como si el significado de la arquitectura y sus pasos estuviese arraigado en un tiempo por venir.
De modo que, mirado con distancia, el proyecto de arquitectura es el resultado de una espera sucesiva y que cada instante conserva algo de provisional y está preñado de un tiempo anticipado y oculto. (Quizás incluso la terminación de la obra deje al edificio a la espera de ser habitado o incluso a la espera del paso del tiempo sobre ella).
Como puede deducirse, tanta espera, tanto esperar, hacen de la arquitectura la encarnación de un ignoto “principio esperanza”. Y a uno le gusta pensar que exactamente por eso nada ha inventado el hombre que hable más del futuro, de su futuro, que la arquitectura.
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18 de febrero de 2013
HERZOG Y DE MEURON Y LA MATERIA
Hay que entender el contexto en que se desarrolla la labor de la arquitectura para comprender muchos de sus productos. Y si esta afirmación tiene carácter universal aun lo es más en el caso de uno de los más importantes estudios de arquitectura de la actualidad. Tal es el caso de Herzog y de Meuron.
Podría rastrearse el origen de sus trabajos vinculados a Rossi, también podría hablarse de su desarrollo como estudio desde su puesta en escena mediática a través de la fantástica obra de los almacenes Ricola a mediados de los años 80, de los flirteos entre arte y arquitectura y del renovado poder de la imagen, pero de lo que no podría no hablarse es de la presencia en su trabajo de una investigación sobre lo que la materia es capaz de dar de si.
Por encima de su paso por etapas formales, claras hasta el cambio de siglo, -desde un gusto por el contenedor neutro hasta la exhuberancia tipológica y formal-, la materia para ellos ha transitado por todas sus fases y estados posibles: desde lo más primitivo a lo más barroco, aunque siempre en un proceso extraordinariamente elaborado. A este respecto su interés por la materia siempre ha estado fundado sobre dos aspectos: la escala de la materia y su capacidad de evocación.
Para Herzog y de Meuron la materia nunca ha sido materia en bruto. Siempre ha existido para ellos una historia de sus aplicaciones, de sus fracasos y de sus posibilidades tanto como un espectador capaz de percibirla y contemplarla en relación a su distancia, corporeidad y una especial fisiología humana del ojo y la mirada. La percepción óptica de la escala de la materia ha primado en el juego de su arquitectura como una estrategia visual determinante y lo ha hecho por encima del tacto. O dicho de otro modo, para Herzog y De Meuron la materia siempre ha sido importante en cuanto que es capaz de destapar y poner en cuestión, como hacen los magos e ilusionistas, un sistema de percepción del que cabe aprovecharse para producir sorpresas: materia visual.
Por otro lado, la materia para esta oficina, es siempre susceptible de ser llevada a un nuevo límite gracias a los avances de la industria. La materia para Herzog y de Meuron es materia industrializada y lo es, no tanto por el modo en que la arquitectura desarrolla hoy su labor, sino por un convencimiento en la fusión de lo artesanal y lo industrial cercana, digamos, al pensamiento de un William Morris. Es decir, para Herzog y de Meuron la industria es la única hoy capaz de ofrecer auténtica artesanía.
Dicho esto es interesante observar como la materia ha ido recuperando en su obra y con el paso de los años espesor, barroquismo y “sofisticación”, (es decir, el vínculo con el primitivo trabajo que ejercían sobre la palabra los viejos sofistas). Sus intereses han transitado desde el entendimiento de la materia como imagen pura, a que ésta adquiriera volumen, o a entender, paradójicamente, incluso la forma como materia. Y podemos ver ejemplos de todo lo anterior en las serigrafías sobre hormigón o vidrio de los años 90, en el edificio de Prada, en la piel de las bodegas Dominus, o en el más reciente museo para Vitra donde la tipología es "rossiana" materia apilada como troncos de leña.
Todas sus obras, una vez convertidos en uno de los despachos más musculosos de nuestro tiempo, tienen, y creo que es especialmente gracias a su trabajo sobre esta especial faceta material, el especial tono, húmedo y esforzado, del atleta triunfante tras batir, incesantemente, un nuevo record.
En una antología de las obras más influyentes de los últimos veinticinco años, estarían muchas de sus obras. En una antología de obras maestras quizás podría concluirse que ninguna. Esto solo significa que el trabajo de Herzog y de Meuron tal vez no deba ser juzgado por los logros de cada obra, sino por su conjunto.
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11 de febrero de 2013
LOS TRABAJOS PREVIOS DE LA ARQUITECTURA
Las tareas de mover tierras, limpiar, desbrozar el terreno y adecuarlo para la nueva obra, y que habitualmente entran en la categoría edificatoria de los “trabajos previos”, se remontan siempre mucho más atrás.
Los trabajos previos contemplan efectivamente las demoliciones e incluso las sombras de las arquitecturas que han ocupado el mismo solar en el pasado. Ahí el trabajo del arquitecto se acerca al del forense y el del paleontólogo y los huecos excavados, y las antiguas cimentaciones, y las formas y las ruinas, afloran como si manaran desde el interior de la tierra. Los pacíficos trabajos previos se vuelven entonces sombras vivas que reclaman para si la pertenencia del lugar e incluso sacrificios a la obra por nacer.
Porque el pasado reclama un tributo, que puede ser negado, silenciado o incluso exterminado, pero que está disponible como la materia más barata y accesible para todo proyecto, (junto al sol y al clima). De esos restos asomando del pasado y de la tierra, y que parecen tremendamente amenazantes, hay quien sabe sacar partido a modo de auténtico reciclaje. Y cabe nombrar la capilla de Ronchamp, donde Le Corbusier supo explotar los escombros de la vieja ruina y transformarlos en una estantería de piedras y guijarros en el muro sur y una mastaba, ahorrando en materia, en memoria y en cimentaciones.
Por supuesto, los trabajos previos, tienen su reverso; llevados demasiado lejos, son capaces incluso de hacer resucitar el antiguo proyecto y forzar una reconstrucción de oscura taxidermia, como bien sabe el pabellón de Barcelona.
En arquitectura estos trabajos, bien entendidos, son siempre motivo de ahorro: de tiempo, cimentaciones, energía, e incluso formas. Allí empieza lo verdaderamente sostenible, desde siempre.
Hay quien, pomposamente, ha llamado a esas tareas "la memoria del lugar", pero con saber que son parte de los “trabajos previos” de la arquitectura no nata, es más que suficiente.
Los trabajos previos contemplan efectivamente las demoliciones e incluso las sombras de las arquitecturas que han ocupado el mismo solar en el pasado. Ahí el trabajo del arquitecto se acerca al del forense y el del paleontólogo y los huecos excavados, y las antiguas cimentaciones, y las formas y las ruinas, afloran como si manaran desde el interior de la tierra. Los pacíficos trabajos previos se vuelven entonces sombras vivas que reclaman para si la pertenencia del lugar e incluso sacrificios a la obra por nacer.
Porque el pasado reclama un tributo, que puede ser negado, silenciado o incluso exterminado, pero que está disponible como la materia más barata y accesible para todo proyecto, (junto al sol y al clima). De esos restos asomando del pasado y de la tierra, y que parecen tremendamente amenazantes, hay quien sabe sacar partido a modo de auténtico reciclaje. Y cabe nombrar la capilla de Ronchamp, donde Le Corbusier supo explotar los escombros de la vieja ruina y transformarlos en una estantería de piedras y guijarros en el muro sur y una mastaba, ahorrando en materia, en memoria y en cimentaciones.
Por supuesto, los trabajos previos, tienen su reverso; llevados demasiado lejos, son capaces incluso de hacer resucitar el antiguo proyecto y forzar una reconstrucción de oscura taxidermia, como bien sabe el pabellón de Barcelona.
En arquitectura estos trabajos, bien entendidos, son siempre motivo de ahorro: de tiempo, cimentaciones, energía, e incluso formas. Allí empieza lo verdaderamente sostenible, desde siempre.
Hay quien, pomposamente, ha llamado a esas tareas "la memoria del lugar", pero con saber que son parte de los “trabajos previos” de la arquitectura no nata, es más que suficiente.
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4 de febrero de 2013
LOS IMPAGOS DEL ARQUITECTO
En Arquitectura, hay pocas deudas impagables, pero de las pocas contraídas sin posibilidad de pago son las de los maestros propios. A esa clase de adeudos nos pasamos el resto de la vida tratando de guardar, al menos, algo de justicia o de recuerdo.
Ese especial agradecimiento emana de una forma particular de maestría, donde alguien se siente en deuda con unas palabras, con lo aprendido o con un gesto, y es bien diferente de la de los maestros universales, que lo son por sus obras y su peso en la historia. Esos maestros particulares lo son porque resultaron inspiradores de una dirección posible cuando tal vez no se preveía un horizonte y son maestros por construir más biografías que obras.
Las lecciones de cada uno ellos jalonan los pasos que da cada arquitecto, se hacen presentes en sus decisiones. Del mismo modo que los antiguos romanos veneraban en pequeños retablos a sus dioses lares, los del arquitecto se veneran y aparecen cuando trazan sus líneas sobre el papel. Allí no sólo se resuelve el proyecto, las necesidades del cliente, lo concreto del encargo y las interioridad del proyectar, sino fugazmente y también, se venera a los maestros particulares.
Cada línea es, pues, un agradecimiento y un altar doméstico. Como si todo esfuerzo tuviese algo de pago y algo de compromiso. ¿Qué habría hecho tu particular maestro de trazar esa misma línea?
Ciertamente, todo se vuelve particularmente hermoso cuando ambos tipos de maestría coinciden. Así lo sintió Frank Lloyd Wright con Sullivan. Eso heredó Sullivan de su maestro Richardson. Eso sintió Mies y Gropius, e incluso tal vez Le Corbusier, de Peter Behrens. (O quizás Corbusier solo venerara secretamente la herencia de su particular Charles L'Eplattenier). Eso mismo sucede a Alvaro Siza con Fernando Távora. Igual que ahora reconoce Souto de Moura con Siza. Eso ocurre a Moneo con Utzon y Oíza....
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30 de enero de 2013
LA INVASION DE LOS OBJETOS
Los objetos, definitivamente, han invadido nuestras vidas. Las cosas, las mercancías y los muebles se han metamorfoseado, conquistando una sensibilidad que en origen era sólo propia del ser vivo. Los muebles han adquirido una especie de inteligencia autónoma y un perturbador sex-appeal.
Sin embargo esa invasión constituye ya en si misma una de las operaciones fundamentales del habitar: “La configuración del mobiliario es una imagen fiel de las estructuras familiares y sociales de una época” dejó dicho Baudrillard hace más de 40 años. El sistema de los objetos de que una sociedad se rodea encubre un sistema de relaciones, no solo con la arquitectura, sino con sus habitantes. La primera función del mobiliario no es, pues, la puramente utilitaria sino que los objetos “tienden a personificar las relaciones humanas, poblar el espacio que comparten y poseer un alma”. El hecho de amueblar un espacio es una operación tan funcional como significante. Éste quizás sea el motivo por el que para nosotros los espacios vacíos del pasado, sean catedrales o villas renacentistas, se han convertido en monumentos en los que somos incapaces de imaginar ya una forma de ocupación, una forma de vida nítida, y por tanto, unos habitantes que no sean meras pinturas.
Actualizar y amueblar, ocupar con nuestros objetos la arquitectura, constituye un primer signo para su apropiación. También, pensar en los propios objetos y sus características e interioridades.
Lo asequible de esos muebles y su intrínseca fragilidad los han convertido en el nuevo sujeto de la “obsolescencia programada”. Donde antes los muebles podían ser heredados, hoy, tanto su vida útil como su vida significante, han sufrido un giro irreversible.
Grandes corporaciones de mobiliario ofrecen sus productos con un nuevo sentido. Hemos sido testigos de una revolución tanto en el diseño como en el consumo de los muebles. Tal vez se ha impuesto una moral de uniformidad encubierta, una sociedad feliz y programada donde se hace difícil dar cabida a lo diferente (1). Tal vez sea la viva imagen de lo que significa la globalización, sin embargo, se ha dado acceso simultáneamente al diseño de un modo popular y económico y a un material capaz de ser utilizado como insospechadas piezas customizables solo con algo de imaginación. “Arguiñano es la alta cocina lo que Ikea al diseño”, ha dicho alguno de los mejores diseñadores de la vieja escuela. Tanto, que estos muebles han trascendido el mero diseño y tal vez se hayan convertido en la primera operación de apropiación espacial a la hora de habitar por la mayor parte de la sociedad contemporánea. Como si habitar consistiese ya, sólo y básicamente, en abrir un catálogo.
En este contexto, la operación de elegir entre todos los productos ya es un acto identitario. Elegir entre las diversas series, es un acto cultural y de “gusto”; su montaje, un acto físico, muscular, que los ligará a un relato biográfico; su colocación, un sistema complejo de relaciones personales encubiertas y la visión de una sociedad. Toda una república de los objetos empleados como material básico para la conquista de la arquitectura.
(1) Hace tiempo frente a la feliz uniformidad de Ikea apareció la apropiación y hackeo de sus muebles. Ikea hackers ha sido una fuente de exposición de las diferencias de la que luego han bebido otras instalaciones y artistas.
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28 de enero de 2013
AUMENTAR
Las recetas para producir imágenes de arquitectura no han requerido nunca de imaginación a raudales. Sin ir más lejos, el agigantar un objeto de la vida cotidiana ha hecho de lo ordinario la principal fuente de cientos de gloriosas transmutaciones, reflexiones imprescindibles y escándalos no menores: la celebérrima columna de Adolf Loos para el Chicago Tribune, todo el trabajo de Oldemburg o los viajes de Gulliver, han contemplado el universo desde la posibilidad de un constante cambio de tamaño como fuente de sorpresas, riqueza plástica y pensamiento.
El agigantar, como su contrario el reducir, nos ofrecen un universo de imágenes, bien que bajo dos condicionantes irrenunciables: primero, saber que solo se trata de imágenes, y nada más que imágenes. En segundo lugar, y como ya apuntaba hace unos siglos Galileo con sus estudios óseos, saber que existen límites mecánicos a partir de los cuales todo gigante colapsa. Es decir, que el limite no es de tamaño sino de esfuerzos.
A estas dos condiciones Koolhaas añadió hace ya años su corolario, "Bigness": a partir de un aumento excesivo de tamaño, una sola idea de arquitectura no basta para lograr la congruencia de todas las partes.
A estas dos condiciones Koolhaas añadió hace ya años su corolario, "Bigness": a partir de un aumento excesivo de tamaño, una sola idea de arquitectura no basta para lograr la congruencia de todas las partes.
De sobresaltar esas condiciones y su corolario, los aumentos pueden acabar resultando anómalos y carentes de garbo. Porque la arquitectura, entre otras dolencias, también puede sufrir de apendicitis, o de aumentos irrecuperables. Se ve en las obras del Brutalismo menos logrado, en el Gehry más excesivo o de mucha de la penúltima y reciente arquitectura del espectáculo holandesa. Donde, por cierto todo gigantismo termina en metástasis.
Por cierto, como otro tipo aumentos que, a base de ampliar y siliconarse, acaban demasiado lejos. Es decir, terriblemente insignificantes. Minúsculos y deformes. Entonces aparece su límite inferior: la pequeñez de lo grande.
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