4 de enero de 2013
SOBRE LA NECESIDAD DE ARQUITECTURA
No es ninguna novedad declarar muerta la arquitectura. Otro tanto ha ocurrido con la literatura, la filosofía o la misma cultura a lo largo de la modernidad.
Las razones de todas esas defunciones, han sido argumentadas y rebatidas con cada cambio de paradigma o cada búsqueda de notoriedad apocalíptica. Puede que vivamos rodeados de cadáveres, sin embargo solo gracias a ellos somos capaces de sentir una especial continuidad con el mundo. Puede que precisamente por eso se haga difícil creer que la arquitectura haya dejado de tener sentido.
Cada vez que los seres humanos se reúnen en un lugar, la mera organización física de ese espacio es arquitectura. Y lo es porque se trata de uno de los primeros sistemas materiales que ha encontrado el ser humano para darse sentido y comunicarlo de modo tangible. Desde los hechos elementales de la vida, el recordar el pasado, o la mera relación con el universo exterior al hombre, la arquitectura se convierte en una necesidad. Las relaciones del hombre con el mundo cobran sentido gracias a la arquitectura. Las relaciones entre las cosas cobran sentido si la arquitectura hace de intermediaria significante.
Tal vez la arquitectura deje de ser necesaria cuando deje de proporcionar eso que Sartre llama “alegría estética”, es decir, un especial tipo de placer que recibe el hombre al perfeccionarse conociendo lo que le rodea y a si mismo. Una búsqueda que obligó a Le Corbusier a proyectar casas, coches, muebles, ciudades y obras hidráulicas del mismo modo que antes había obligado a Vitruvio. Y ello sin renunciar a nada como objeto de trabajo, porque el campo de acción de la arquitectura es el hombre, y todo lo que le atañe al él, atañe a la arquitectura.
La arquitectura es demasiado importante para dejarla en manos de nadie que no se sienta atado a esa vieja y denigrada herencia de Vitruvio.
Incluidos los arquitectos.
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24 de diciembre de 2012
UN ESPECIAL VACIO
No hay fila trece en los aviones, y a uno le gusta imaginar que se debe no tanto a una metafísica de la mala suerte, sino a un especial gusto de las compañía aéreas por los juegos intelectuales. Del mismo modo, no existen diez días entre el 4 y el 15 de octubre de 1582. Diez días donde la humanidad fue eterna, donde no se produjeron muertes y donde la profundidad ontológica de ese paréntesis es mucho mejor explicación que un mero ajuste del calendario.
Existen vacíos de ese mismo orden en arquitectura comenzando por el conocido pilar ausente en varios dibujos del pabellón de Barcelona, y que tantas buenas reflexiones ha suscitado.
Podría decirse incluso que esos fenómenos de borrado se crean por una especial forma de ver la arquitectura que logra evitar lo incómodo. Hasta el punto de llegar a suprimirse sobre el papel y tomar visos de realidad. Fenómeno generado por una mirada cuajada y capaz de no ver lo evidente.
Ese especial modo de eludir el matiz incongruente, nos ha evitado también ver la bajante de la Casa Farnsworth o aquella famosa pareja de cariátides bajo la pérgola de Highpoint II, de Lubetkin. Un tipo de vacío que podría considerarse de mera educación. El ojo educado obvia las faltas de la arquitectura impuestas por la realidad. Se perdonan igual que a un amigo una indiscreción o a un novelista reputado una ligera torpeza gramatical. Aunque, claro, la educación tiene un límite.
Existen vacíos de ese mismo orden en arquitectura comenzando por el conocido pilar ausente en varios dibujos del pabellón de Barcelona, y que tantas buenas reflexiones ha suscitado.
Podría decirse incluso que esos fenómenos de borrado se crean por una especial forma de ver la arquitectura que logra evitar lo incómodo. Hasta el punto de llegar a suprimirse sobre el papel y tomar visos de realidad. Fenómeno generado por una mirada cuajada y capaz de no ver lo evidente.
Ese especial modo de eludir el matiz incongruente, nos ha evitado también ver la bajante de la Casa Farnsworth o aquella famosa pareja de cariátides bajo la pérgola de Highpoint II, de Lubetkin. Un tipo de vacío que podría considerarse de mera educación. El ojo educado obvia las faltas de la arquitectura impuestas por la realidad. Se perdonan igual que a un amigo una indiscreción o a un novelista reputado una ligera torpeza gramatical. Aunque, claro, la educación tiene un límite.
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17 de diciembre de 2012
UNA CALLE, UNAS SILLAS Y UNA DUDA
La brillantez y lo explícito de la imagen, donde se retrataron los Smithson, Paolozzoli y Niguel Henderson, se debe a que se logra hacer de cada silla el pie de foto de cada personaje. También a que el conjunto se convierte en una descripción de sus relaciones.
El general y torpe aliño indumentario, unos zapatos demasiado gastados o unas coderas excesivas, trasmite el trabajado aspecto de una materia y una vida teñida por la fatiga y el desgaste. Los coches al fondo nos dan idea del momento y hacen de calendario.
El resto es lo trascendente. Emplear la calle como el salón de una casa era una teoría de la arquitectura. “La invención de una nueva casa es la invención de una nueva clase de calle”, dijo Peter Smithson. Si la calle había estado muerta en el movimiento moderno, retratarse en Limerston Street, la calle donde vivían, era tanto como estar dispuestos a resucitarla y establecer una continuidad olvidada entre la arquitectura del espacio público y del habitar.
Sin embargo su “punctum”, ese algo misterioso que la hace tan agresiva y engancha la mirada, es la nítida simetría del despuntar del pelo de Henderson frente al desenfoque producido por el leve movimiento de Peter Smithson. Como si esa última falta de nitidez negara de modo inconsciente que toda calle debía ser un salón. Como si existiera en ese leve movimiento una duda.
O como si un taxi estuviera a punto de pasar a su lado.
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10 de diciembre de 2012
SUICIDIOS Y ARQUITECTURA
Las últimas horas de Francesco Borromini son un reflejo de una especial personalidad, atormentada y dramática. Arrojarse contra una espada después de haber rehecho en unas horas sus últimas voluntades da idea de su tormento interior. Le mató abrazar su sable y el dolor de saber que la tumba de Alejandro VII había sido encargada a Bernini y no a él.
Algo tiene la relación de la arquitectura con el suicidio que impulsó a los estudiosos Marck y Hickler en 1981 a proponer un sistema de variables que calificaron como modelo arquitectónico del suicidio.
El listado de suicidios de arquitectos que no pudieron sobrevivir a su obra es significativo. A Borromini hay que añadir el moderno Terragni, abatido y vacío tras vivir una guerra, tratado con electricidad y cuya vida acabó impresa en el hueco de una escalera. También el posmoderno Otto von Spreckelsen, autor del arco de la défense, en París, e incapaz de soportar el peso de su obra.
Las circunstancias del suicidio son íntimas y muchas veces incomunicables. Sin embargo hay suicidios peores, si cabe: los arquitectónicos. En ellos la arquitectura sigue haciendo mal a la ciudad en la que se comenten. Y matan a la vez que han supuesto su propio fin.
Los suicidios arquitectónicos son siempre suicidios colectivos.
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3 de diciembre de 2012
CON SUS PROPIAS MANOS
De espaldas a la imagen, sin voluntad de pose, las dos imágenes son el simple y vacío testimonio de un hecho antiguo y orgánico. Es el reflejo de un pensamiento compartido, leve y casi animal, que poseen algunas especies acerca del colocar las cosas para construir, sean nidos o madrigueras.
En la imagen se percibe el costoso esfuerzo para recoger un ladrillo. Contemplar el muro ya erguido y percibirlo en su totalidad, con su longitud y trabazón. Buscar el acomodo preciso para ese peso frío y concentrado en una mano, mientras la otra permanece resguardada, una mañana de obra.
Un pensar directo, sin intermediarios. Y una pieza de barro a la espera de ser vivificada. Cobijado bajo un abrigo negro y un sombrero, Sigurd Lewerentz, parece demasiado elegante para la suciedad del cemento y el barro de una obra.
Un viejo arquitecto en una obra. Nada heroico ni digno de honores. Ninguna mitología. Ningún romanticismo. Solo la naturalidad de levantar arquitectura con las propias manos. Ni más. Ni menos.
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26 de noviembre de 2012
COSTURAS
Para recordar, antes de la escritura, el ser humano inventó sistemas de relaciones capaces de facilitar su memoria. Inventó el poema para recordar historias gracias a su ritmo y su cadencia. Inventó las constelaciones para recordar fechas cuando aun no había calendario sobre el que fundamentar sus plantaciones y sus cosechas. Inventó la arquitectura para preservar la memoria de los hombres.
El establecimiento de cadencias y agrupaciones entre las cosas, esas costuras invisibles, supusieron un ejercicio para el desarrollo del pensamiento abstracto hasta hacer del mundo un tejido en el que nada fue independiente del resto. A ese tejido de relaciones le hemos llamado cultura.
Cada investigador, poeta, músico o arquitecto ha luchado desde entonces por descubrir y coser partes alejadas del mundo por medio de fórmulas, palabras, sonidos o formas.
La arquitectura como parte de ese tejido conserva, por tanto, un compromiso ineludible. Cada obra, cada proyecto y cada esfuerzo del arquitecto se integra en ese tejido y destejido de los hechos de la cultura.
Este solemne argumento, puramente retórico y algo excesivo, debería bastar para no contemplar cada obra como un fin en si mismo, ni el trabajo del arquitecto como una exaltación a otra cosa que no sea su secreto trabajo de hilar delgado y fino. Porque no existe la obra de arquitectura autónoma por mucho que se crea esto posible.
Por que cada obra vale tanto más por lo que consigue relacionar en ese tejido, las obras vecinas o el pasado, hacia la materia de la que se constituye, que su propio valor como objeto.
Por esas costuras se pasa a la historia, por esas costuras se construyen las ciudades y por esas relaciones somos antes costureros que arquitectos. Aunque sin dedal...
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19 de noviembre de 2012
UN POCO DE EDUCACIÓN
Cuántos objetos, extrañamente, apenas funcionan. Sin embargo llegados a un punto, quizás por la costumbre, que difícil se hace renegar de sus calamidades. Porque logramos sobreponernos a sus malos usos y convivir con ellos hasta hacerlos imprescindibles.
Cuando se hace difícil decir si continuamos empleándolos por rutina, parecen conquistar una especial sensibilidad solo propia del ser vivo. Una especie de inteligencia autónoma. Como si cada uno de ellos hubiese llegado a encarnar un pensamiento.
El largo listado de ejemplos constituye la historia de los objetos mismos. Desde el hacha de silex hasta el último ingenio electrónico. O los cubiertos que Scarpa diseñara para Murari.
Estos últimos son ejemplo de todo lo dicho. Porque además de ser equilibrados, hermosos e inservibles, reclaman atención. “Coma usted despacio”, parecen decir. “No sorba la sopa”, ( y de profunda, la cuchara obliga a los labios a buscar en su fondo con lentitud. “Modere sus gestos”, ( y la brevedad de la pala del cuchillo, impide tanto un cortar cómodo, como el movimiento del brazo invadiendo el espacio del comensal vecino). “No moje pan en la salsa”, ( y los tenedores guardan un pequeño cuenco entre sus excesivas puntas y el mango para cargar la postrera salsa).
Como si además de utilizarse para comer, hicieran de institutriz. Y de escuela de buenos modos en la mesa.
Como puede comprenderse eso es mucho más de lo que todo el funcionalismo pudo nunca pretender. Y es que en los objetos más auténticos, la utilidad desborda el mero funcionamiento. Hasta hacer imaginar incluso el sistema social que les dio razón de ser. Esa ambición fue siempre cosa de la Arquitectura.
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12 de noviembre de 2012
REDUCIR
Loos decía que había que hacer siempre la arquitectura un poco más grande o más pequeña de lo esperado. Tal vez esa extrañeza sea lo mínimo que la arquitectura pueda ofrecer. Hacer palpable la fisura entre nosotros y el mundo.
Desde el crecimiento infantil el mundo va menguando cada año. Los objetos se vuelven lentamente amables entre nuestras manos cada vez más adultas. Y todo se detiene sin explicaciones. Sin embargo el cuerpo guarda escondida esa irrepetible sensación.
Hacer de ese antiguo crecimiento una espiral sin fin haría del mundo un lugar distinto. Aunque allí apenas se esconden cosas de la arquitectura que no rocen la atracción turística o de feria.
Charles y Ray Eames recibieron el encargo de hacer una pequeña ciudad para ser recorrida en tren en 1957. Una ciudad a uno quince de su tamaño real. Con una torre de agua, edificios industriales, almacenes, y hasta una estación victoriana pintada en verde oliva y rojo. El propietario posa allí, orgulloso, en una ciudad ya destruida.
Oíza sentía admiración por la casa Pegotti, donde apenas cabía una madre bajo su dintel de entrada, y donde en su cubierta de barquichuelo invertido, asomaba una sonriente niña, en un hueco en el que apenas cabía su cara.
En las Vegas hay un Nueva York a uno nueve de su tamaño real.
Convivimos como gigantes con miles de reproducciones y miniaturas. Jibarizamos el mundo como espectáculo. Imaginamos habitar maquetas. Y sin embargo, ¿Dónde empieza la arquitectura?.
En algún lugar entre todos, existe una frontera, invisible y ceñida, donde aparece ese delicado arte del tamaño de las cosas.
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5 de noviembre de 2012
ENTUSIASMO Y APRENDIZAJE
La pedagogía del proyecto de Arquitectura es una ramificación de la ciencia del entusiasmo. Por eso el arte del profesor consiste en crear esa especial atención, convertirla en voluntaria, ayudarla a construirse. Y una vez conseguida, conservarla, supervisar su engranaje y su funcionamiento, limitar su aplicación. Es tan necesario procurarla combustible como que éste sea el suficiente, sin excesos ni carencias, para que una vez fijada en un objeto de estudio, nos aseguremos de que es perseguido.
Ese estado es el motor secreto tanto del aprendizaje como del mismo hacer Arquitectura.
Porque estar entusiasmado supone estar invadido. Ceder a lo ajeno, dejarse manipular y vencer, ver romperse una parte de uno mismo para disfrutar de una especial trasmutación. Hacer que esto suceda de manera prolongada en el tiempo, “hasta que las personas se transformen en personas distintas” como dice Quetglas, con otros instrumentos mentales ya propios e independientes del mismo profesor, es una tarea útil, aunque de manera solo retrospectiva.
El aprendizaje del alumno no consiste, pues, en dar luz al “sin luz”, a-lumen, sino en proporcionar otro tipo especial de nutriente. Alumnus, del latino "alére" es alguien “alimentado”. Aunque en realidad no de conocimiento puro, sino de entusiasmo.
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29 de octubre de 2012
SOBRE LOS PLANOS DE ARQUITECTURA Y SU CLASIFICACION
De no haber planos de arquitectura no sería posible ver aparecer ni proyectos, ni las construcciones, ni la civilización, ni las ciudades, ni sus habitantes. Ese instrumental, más útil que escarpelos y tranvías, hacen de herramientas para la aprensión y el descubrimiento del mundo. Cada plano es tanto una instrucción de uso y montaje de la arquitectura como una búsqueda, y la escisión de sus usos es ficticia y nociva. No hay planos de urbanismo, de estructuras o arquitectura, como no puede decirse que de un telescopio solo quepa contemplar el firmamento y no las nubes o a una hermosa vecina.
Cada plano de arquitectura se dirige al descubrimiento de algo aun no encontrado por completo, pero prometido. Como un descubridor lo hace a bordo de un barco, a la búsqueda de un continente no nato.
Así un plano de urbanismo es un detalle constructivo de la ciudad, uno de instalaciones un plano de la estructura de venas y fluidos de una edificación y un plano de arquitectura uno de las interioridades del lugar y de la trasmisión de sus pesos y espacios. Separarlos por categorías insolubles, cosa que ocurre en todo último proyecto de fin de carrera, es motivo de recusación de cualquier titulado y de cualquier incubadora de arquitectos.
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22 de octubre de 2012
ENCOFRAR
Bien sea como objeto o como estrategia, guardar algo en un cofre es uno de los motivos más recurrentes y valiosos de la arquitectura.
Los cofres son capaces de mostrar desde su forma y ornamento el valor del contenido. Como si el recipiente se constituyera en fachada de un interior que no debe ser sino insinuado. Porque todo cofre es cofre del tesoro, y sus herrajes, cerraduras y materia hacen referencia a un interior del que reciben sentido.
Todo cofre pone de manifiesto que existe algo a preservar de una latente amenaza exterior y que ese recubrimiento debe significarse inexpugnable y permanente. En el cofre podemos encontrar una teoría encubierta de la interioridad y del ornamento. Por eso resulta palpable la conexión entre la estrategia de encofrar y la tipología de la casa, de la biblioteca y del banco.
El valor y la poética del cofre tienen una excepción, tan contradictoria como maravillosa. Sorprende siempre ver que para encofrar, es decir, para construir cofres que den forma al hormigón, siempre se hayan hecho tan costosos envoltorios. Solo cabe imaginar que tal vez de ahí provenga el secreto valor que concede la modernidad a esa descontrolada compota gris, y no al revés.
Aunque puede que la profunda anomalía del encofrado y desencofrado del hormigón respecto a la propia idea de cofre, provenga más que de la emancipación del molde, de esa especie de infidelidad, premeditada y utilitaria, fruto de las segundas y terceras puestas de un encofrado, que del propio valor del hormigón como sustancia. Como si el acto de encofrar y desencofrar significase, de por si, algo tan vergonzante como lo que supone alquilar un vestido de novia.
Dicho esto y una vez tanteados los fundamentos de la estrategia del encofrar y sus rarezas, solo restaría preguntarse por los objetos que cabe guardar en el interior. Si la arquitectura protegiera como material más precioso la luz, sus objetos, o el espacio, convertiría a cada uno de ellos en un tesoro. Si encontrara como mayor bien al habitante, renovaría la arquitectura como acto de civilización.
Sobra decir que cuando sucede de otro modo, cuando se convierte en cofre de nada, cofre de si mismo, adquiere carácter de ataúd. (Cuya palabra inglesa, coffin, es, por cierto, de la misma raíz...)
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15 de octubre de 2012
PUERTAS IRREVERSIBLES
Existen, aunque sea contrario al espíritu de la puerta, puertas de entrada, y también de salida. Pero irreversiblemente.
Esta, que tal vez sea una de las observaciones más paradójicas que ofrece la arquitectura, también es de las más nimias y ordinarias. Se pueden encontrar cada día millares de estas puertas especializadas en dejar entrar, pero no salir, en tiendas, superficies comerciales y bancos, y todas sin un ápice de interés. A pesar de su extravagancia, pasamos por ellas sin ningún estupor, (salvo de llevar escondidos los frutos de un saqueo). Y sin embargo no puede negarse que se trata de puertas terribles. Puertas-ojo y cancelas que filtran y dirigen nuestros pasos sin ningún signo de bondad.
Los situacionistas soñaron puertas irreversibles. Dados al juego y a lo transitorio, imaginaron una ciudad lúdica e inestable, cuyas localizaciones y urbanismo serían tan volátiles, que al volver a cada hogar no sería posible saber si era el propio, a falta de referencias que permitiesen identificarlo como tal. Así la misma idea de casa, y principalmente la de la puerta como mecanismo de entrada y salida confiable, quedaban en entredicho.
Puestos a precisar, no hay mejor puerta de entrada, y solo entrada, que la del laberinto. El laberinto es la puerta de un solo sentido por antonomasia ya que en su interior solo cabe la muerte y no la salida. Ni siquiera dando muerte de su habitante maldito, minotauro, se permite a nadie escapar de esa cárcel.
Si no se dedican el mismo entusiasmo a las puertas de salida es porque su historia carece de la misma poesía, ni de sus mismos gloriosos antecedentes que las de entrada. Piénsese en las despreciadas salidas de emergencias y otros lugares irrevocables y solo preventivos, la ordinariez de sus mecanismos, su grosera y sospechosa apertura, sus luces compañeras, tenues y mortecinas...
De hecho, Teseo acabó con el laberinto y sus secretos por medio de la ruin salida de emergencia que fue el hilo de Ariadna. De ese tramposo modo se acaba todo arquetipo, de bruces, en una calle siempre inesperada y oscura.
Para pensar una puerta irreversible, mejor creer que de los laberintos, noble y peligrosamente, solo se sale volando, como Ícaro. Porque toda puerta irreversible debe tener una inesperada y digna salida.
Como los arquitectos, ahora que lo pienso.
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8 de octubre de 2012
LINEA DE FLOTACIÓN
Al igual que hay quien cree que el tiempo se hace palpable gracias a los relojes, la fuerza de la gravedad logra hacerse visible, profundamente, gracias a la arquitectura.
La arquitectura no puede esconder la fuerza a la que debe su razón de ser, no puede postergar uno de sus principios más esenciales. Sin embargo ese juego de falsear, ocultar o destacar la trasmisión de la gravedad que la atraviesa, y ante el cual toda edificación se comporta como una gran tubería que la conduce y orienta hasta el vertedero invisible colocado en el centro de la tierra, ha obviado a menudo que su posición respecto al horizonte habla de esa fuerza, tanto más, que el peso sugerido por sus meros componentes.
La posición relativa de una construcción respecto al suelo, su línea de flotación, hace tan palpable la gravedad como pueda hacerlo la puntual deformación en el éntasis de una columna dórica o los pliegues y abombamientos de los equinos de sus capiteles. De ese modo, el conjunto ha manifestado históricamente la presencia de esa fuerza puramente vertical por la fingida atracción entre sus partes y sus esfuerzos internos, pero en esa línea de flotación, siempre han descansado las mayores posibilidades para hacerla presente y manifestar su dramatismo.
En el extremo de lo que eso significa, eludir la narración del encuentro de las cosas con el suelo provoca un desasosiego imprevisible, que han sabido explotar siempre los grandes artistas. Las Parcas flotantes o los perros hundidos de Goya, las telas de Rubens, las nubes pétreas de Bernini o todas las obras de Hopper, son ejemplos del misterio que desprende aquello que trastoca o esconde la relación de su peso con esa línea horizontal propia que traza cada obra. ¿Qué pensar de un perro hundido en lodo sino una lenta agonía?, ¿Qué cabe imaginar de una masa de piedra flotante, sino un milagro?, ¿Qué se puede esperar de una casa de la que no sabemos como llega al suelo, sino crímenes horrendos y habitantes tarados?.
Pensar en el lugar ocupado por esa secreta línea, - hermana de la del horizonte, paralela y rival-, en las obras maestras de la arquitectura, es el tema de toda una vida.
Tal vez hacer presente “cómo nos toca el mundo”, hacer visibles los signos invisibles que nos rodean, sea la más secreta tarea del arte.
La arquitectura no puede esconder la fuerza a la que debe su razón de ser, no puede postergar uno de sus principios más esenciales. Sin embargo ese juego de falsear, ocultar o destacar la trasmisión de la gravedad que la atraviesa, y ante el cual toda edificación se comporta como una gran tubería que la conduce y orienta hasta el vertedero invisible colocado en el centro de la tierra, ha obviado a menudo que su posición respecto al horizonte habla de esa fuerza, tanto más, que el peso sugerido por sus meros componentes.
La posición relativa de una construcción respecto al suelo, su línea de flotación, hace tan palpable la gravedad como pueda hacerlo la puntual deformación en el éntasis de una columna dórica o los pliegues y abombamientos de los equinos de sus capiteles. De ese modo, el conjunto ha manifestado históricamente la presencia de esa fuerza puramente vertical por la fingida atracción entre sus partes y sus esfuerzos internos, pero en esa línea de flotación, siempre han descansado las mayores posibilidades para hacerla presente y manifestar su dramatismo.
En el extremo de lo que eso significa, eludir la narración del encuentro de las cosas con el suelo provoca un desasosiego imprevisible, que han sabido explotar siempre los grandes artistas. Las Parcas flotantes o los perros hundidos de Goya, las telas de Rubens, las nubes pétreas de Bernini o todas las obras de Hopper, son ejemplos del misterio que desprende aquello que trastoca o esconde la relación de su peso con esa línea horizontal propia que traza cada obra. ¿Qué pensar de un perro hundido en lodo sino una lenta agonía?, ¿Qué cabe imaginar de una masa de piedra flotante, sino un milagro?, ¿Qué se puede esperar de una casa de la que no sabemos como llega al suelo, sino crímenes horrendos y habitantes tarados?.
Pensar en el lugar ocupado por esa secreta línea, - hermana de la del horizonte, paralela y rival-, en las obras maestras de la arquitectura, es el tema de toda una vida.
Tal vez hacer presente “cómo nos toca el mundo”, hacer visibles los signos invisibles que nos rodean, sea la más secreta tarea del arte.
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1 de octubre de 2012
BARANDILLAS
Alguien dijo de Don Alejandro de la Sota que era un gran “barandillero”. Y él lució semejante insulto como una condecoración, igual que hay quien luce galones o cicatrices, o quien pasea dos orejas ensangrentadas sobre la arena de un coso taurino.
Porque si hacer barandillas es uno de los trabajos más complejos y fatigosos del arquitecto, no hacerlas resulta aun peor. Al menos para el habitante. De las muchas cosas de que avisan las Sagradas Escrituras, de los cientos de preceptos transmitidos por Moisés a su pueblo, no hay más que uno respecto a normativa edilicia: “Cuando construyas una casa nueva, pondrás una baranda alrededor de la terraza. Así no harás a tu casa responsable de derramamiento de sangre, en el caso de que alguien se caiga de allí.” (Deu. 22:8)
Siempre ha habido arquitectos que se matan por hacer una barandilla y habitantes que se matan por lo contrario. De hecho en más de una obra maestra de la modernidad se han sufrido tragedias por ausencia de un pretil. La señora Farnsworth recurrió a tiestos con geranios y a abogados, Barragán a su propio equilibrio y Malaparte a ir en bicicleta sobre su casa de Capri, como el que pasea por la plaza de un pueblo.
Sea o no la causa de tantas enemistades entre clientes y habitantes la ausencia de barandillas, es importante hacer notar, por otro lado y sin que sirva de excusa, que las obras de arte exigen habitantes atentos a ellas, y esto se da bajo pena de muerte, rotura de huesos u otros traumatismos. Porque los monumentos siempre han reclamado atención, igual que niños malcriados.
En las barandillas, olvidadas y hermosas por tantos motivos, tratadas siempre como indeseables apéndices de las escaleras o como obstáculos normativos, se asoma, ligeramente, algo del carácter de su autor. Y a veces debido a su poca altura, ya se sabe, los hay que se descalabran.
Siempre ha habido arquitectos que se matan por hacer una barandilla y habitantes que se matan por lo contrario. De hecho en más de una obra maestra de la modernidad se han sufrido tragedias por ausencia de un pretil. La señora Farnsworth recurrió a tiestos con geranios y a abogados, Barragán a su propio equilibrio y Malaparte a ir en bicicleta sobre su casa de Capri, como el que pasea por la plaza de un pueblo.
Sea o no la causa de tantas enemistades entre clientes y habitantes la ausencia de barandillas, es importante hacer notar, por otro lado y sin que sirva de excusa, que las obras de arte exigen habitantes atentos a ellas, y esto se da bajo pena de muerte, rotura de huesos u otros traumatismos. Porque los monumentos siempre han reclamado atención, igual que niños malcriados.
En las barandillas, olvidadas y hermosas por tantos motivos, tratadas siempre como indeseables apéndices de las escaleras o como obstáculos normativos, se asoma, ligeramente, algo del carácter de su autor. Y a veces debido a su poca altura, ya se sabe, los hay que se descalabran.
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24 de septiembre de 2012
CASI FISAC
Contemplada con suficiente atención, toda obra de arquitectura resulta una anomalía inconexa respecto al ser humano que la proyectó. En arquitectura la relación entre biografía y obra no resulta ni directa, ni equivalente a lo que sucede en literatura o pintura.
En este sentido, y cuanto mayor es el paso del tiempo, quizá por eso resulta extraña la obra de Miguel Fisac.
Inexplicable que un personaje alejado de la docencia, en una España aislada y en un más que complejo contexto social, viera florecer su talento. Una rareza semejante sólo cabe explicarse por una personalidad capaz de explorar con valor el significado del oficio del arquitecto desde el puro trabajo. Como si el contacto con el propio quehacer, contrariamente a lo habitual, donde las dificultades aflojan la exigencia de los menos poderosos, hubiese servido para tensar su talento y disposición hacia la arquitectura. Como si su vigor hubiese arrancado del ejercicio de
vencer las dificultades diarias en la obra, con su clientela, y con la
realidad.
Miguel Fisac, olvidadizo o desmemoriado, nos ha legado varias polémicas, una par de docenas de obras dignas de recordatorio y admiración, blandos encofrados como grises colchonetas de playa, un hermoso yacimiento de vigas hueso y una expresión que se repite en cada aula de proyectos como un salvavidas siempre que aparece el insalvable y trascendente escollo de lo incomunicable: su hermoso“un-no-se-qué”.
Nos ha encomendado para el futuro sus naves industriales y sus iglesias, que más allá de las formas comunes que comparten dentro de sus propias tipologías, y que han sido presentadas por él como raíces filogenéticas de un mismo tronco, han influido más allá de lo imaginable. Unos monjes chilenos reconocieron secretamente en la iglesia de los Dominicos de Fisac, por ejemplo, el origen de su obra maestra de la Capilla Benedictina en el alto de las Condes, a más de trece mil kilómetros de distancia.
Sus obras han pasado por etapas de reconocimiento y de olvido constante. Su rareza y su talento siempre repuntan. Solo la obra fruto de una potente y cultivada imaginación es capaz de sobrevivir a tantos vaivenes. O quizás porque en realidad la suya sea una obra, pura e inexplicablemente intelectual, al margen de la intelectualidad.
En una última y rara conferencia, se le oyó decir: “Al que no ha leído el Letarouilly, se le nota”. Casi nada.
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19 de septiembre de 2012
ARQUITECTURA DE LA CRUELDAD
Una arquitectura que provocara vómitos, convulsiones y sufrimientos indecibles en sus habitantes, -más allá de la que ya de por si provoca el pago de sus hipotecas-, no podría ser entendida en nuestro contexto actual sino bajo el signo de la locura. No obstante ese y no otro fue el objetivo del artista, completo pero marginal,- maldito por entonces-, que fue Antonin Artaud con su “teatro de la crueldad”.
Dedicarse además a la filosofía, al cine, a la nigromancia, a la locura y a la poesía, solo podía ser el ámbito de preocupaciones de un demente y un obseso por el arte en todas sus proyecciones. Y los dos calificativos no son sino los refugios que empleó como fuente de inspiración.
Sin embargo si se trae hoy a colación la obra de Artaud, - además de por una recomendable y reciente exposición- , es por estar referida de algún modo y siempre, a un concepto como es el de "crueldad", que es de extrema precisión para definir un fenómeno sucedido en la arquitectura de las últimas décadas, y que hasta ahora hemos denominado pobremente sin otro calificativo mejor que el de la “era del espectáculo”.
Artaud, proclamó un teatro donde no importaba otra cosa sino dejar huella en el espectador. Por encima de una trama o un argumento, el impacto debía ser lo prioritario. Y debía serlo por cualquier medio y a cualquier precio, tanto daba que fuese obtenido por gritos, ruidos, gestos, luces, brutales cambios de escenografía o los inesperados saltos de los actores entre los espectadores.
En el “teatro de la crueldad” no importaba el misterio, ni la coherencia de la obra, sino la inevitable sensación de ser golpeado en el bajo vientre. No importaba la comprensión de lo representado, pues nada había que comprender, bastaba con haber sido golpeado y la sensación de haber recibido un electroshock. Las obras del "teatro de la crueldad", más allá aun que el "teatro del absurdo", no eran sino una sucesión irrepetible de impulsos dirigidos a colapsar el estado anímico del espectador.
Sorprende el exacto, misterioso y preciso solape con lo ocurrido con la arquitectura del espectáculo y que más bien, y en digno homenaje a Artaud, inventor del término, debiera denominarse, de ahora en adelante y para la historia “arquitectura de la crueldad”.
A fin de cuentas el barroco, el deconstructivismo o el gótico no es que recibieran sus nombres precisamente de maneras menos accidentales.
A fin de cuentas el barroco, el deconstructivismo o el gótico no es que recibieran sus nombres precisamente de maneras menos accidentales.
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17 de septiembre de 2012
CUENTACUENTOS
El ser humano es un ser del lenguaje. Esta evidencia, que aun hoy entre el gremio de los antropólogos suscita agrias polémicas, da de comer a la mayor parte de la humanidad. Gracias a la capacidad de comunicación, sobreviven cuentistas, políticos, traductores, sacerdotes y vendedores de todo tipo de productos, incluyendo entre los anteriores, a chamanes, literatos, profesores, y, por supuesto, arquitectos.
Este largo rodeo, que viene a subrayar en realidad lo específico de la arquitectura como acto de comunicación, no hace sino encuadrar este estudio dentro de la rama de las lenguas vivas. Porque, dígase cuanto antes, la arquitectura debería estudiarse en la facultad de lenguas aplicadas, dado que se trata de un lenguaje puro e intachable. (Y lo es, lo sigue siendo, a pesar de ser ya una afirmación ni novedosa, ni actual).
Entender la arquitectura como un ininterrumpido acto de comunicación, - más allá de lo estudiado en los años 60 en las escuelas de arquitectura de medio mundo relacionado con semiótica y estructuralismo-, es subrayar principalmente el valioso significado del dibujo como vehículo entre el manantial interior del que nace, hasta su fluencia como obra construida.
El explicar y explicarse del arquitecto por medio de ese lenguaje altamente codificado que es el dibujo, no significa que éste no deba poseer el garbo y la gracia que se exige a un buen contador de historias. Exige claridad, ritmo y congruencia. La supervivencia del arquitecto está en realidad condicionada a esa capacidad de construir un universo en que el habitante pueda sentirse inmerso, quizá, antes incluso de que la obra se encuentre concluida. A su capacidad de contar correctamente, coherentemente, una historia de arquitectura.
Imprescindible comunicación con la sociedad, con quienes van a ejecutar la obra, consigo mismo, hasta que por fin sea la propia obra la que continúe, en soledad, contando la suya propia.
Como un pedazo de lengua viva, que se altera y en cada interpretación introduce cuestiones de más calado que las planteadas en su origen por ese simple narrador, que a fin de cuentas, a fin de cuentos, es el arquitecto.
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10 de septiembre de 2012
AISLAR
El universo metafórico de la Arquitectura oscila incesantemente entre dos acciones transitivas elementales: unir y aislar, que pueden ser representadas por dos imágenes símbolo básicas: la puerta y el muro. Si habitualmente el trabajo del muro es el de la división, la separación y la exclusión, la tarea de la puerta es la de permitir el paso entre esos universos irreconciliables y artificiales.
Por ello frente a “los ritos de paso” existen, desde tiempos inmemoriales, “ritos de exclusión” propiciados por la acción directa de la arquitectura.
A pesar de que el trabajo de la unión y la costura, del tránsito y la comunicación, posee una carga positiva y unívoca per se, el aislar se encuentra con una ambivalencia difícil de superar. Al igual que existe un acto de aislar excluyente, hay un aislar protector. De este modo, encuentran sentido las nobles tipologías de los monasterios, los refugios atómicos y, en última instancia, las empresas de construcción, que anuncian protegernos del exceso de ruido, agua, y frío mediante la interposición de costosas membranas entre el mundo y nuestro hoy delicado cuerpo.
Por su parte “los ritos de exclusión” justifican tanto cárceles y manicomios, como las murallas vergonzantes de que se han valido sociedades enteras para impedir el paso del exceso de información, cultura o libertad. Hubo un tiempo en que se soñó que gracias a las capas y componentes de un muro podría impedirse incluso el paso del mal, y así favorecer la sanación moral en las cárceles inglesas del siglo XIX.
A un lado del muro y al otro se encuentran significados dos mundos que deben mantenerse aislados. Generalmente quien erige el muro, cree en la firme amenaza del otro lado.
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3 de septiembre de 2012
EL VIDRIO Y LA DESCONFIANZA
Igual que sucedió con el dibujo diédrico en otro tiempo, las misteriosas cualidades del vidrio, hicieron que fuese tratado como secreto de Estado y el desvelamiento de sus procesos, castigado con pena de muerte.
Famosos artistas han empleado “grandes vidrios” para invocar futuros e incógnitas insondables apoyándose en sus cualidades contradictorias. Las brujas han confiado a esta materia la construcción de sus instrumentos de prospección del futuro. Y a pesar de todo,”¿Porqué no nos fiamos del vidrio, uno de los materiales más perfectos de la industria de la construcción contemporánea?”(1)
Los sucesivos adelantos técnicos hacen que sobre él se haya actualizado la incesante e inalcanzable “promesa de la sociedad moderna”. Paul Scheerbart tenía una fe ciega en su carácter moral, capaz de encarnar por si mismo la sociedad del futuro: ”El nuevo ambiente de vidrio transformará por completo al hombre”.
Porque, ante todo, se vio que era más que una sustancia meramente constructiva. “Su mayor virtud es la puramente moral: su pureza, su lealtad, su objetividad, la inmensa connotación higiénica y profiláctica que lo convierte verdaderamente en el material del porvenir”.(2)
Las obviedades en relación al vidrio son tan numerosas como salmódicas. Así afirmar que “el vidrio es transparente, rígido y de gran valor”, (3) bastaría para invalidar cualquier tratado de construcción, puesto que la experiencia diaria nos demuestra la ambigüedad de dicha superstición. Porque el vidrio no es, en absoluto, transparente. (Salvo extrañas y costosas circunstancias lumínicas).
“En lo que respecta a lo psicológico (en su uso práctico e imaginario) es el recipiente moderno e ideal: no `agarra gusto´, no evoluciona con el tiempo en función del contenido (como la madera o el metal) y no esconde nada este contenido (…) en el fondo, no es un recipiente, es un aislante, es el milagro de un fluido fijo y, por consiguiente, de un contenido que es continente y que da fundamento, por eso, a la transparencia tanto de uno como del otro”, dice Baudrillard, “Es una suerte de grado cero de la materia: lo que el vacío es al aire el vidrio es a la materia.”. (4) “Es una sustancia más bien entomológica que mineral”, apostilla Barthes. (5)
“Es un material duro y liso, en el que nada se mantiene firme. También es frío y sobrio. Las cosas de vidrio no tienen `aura´. El vidrio es el enemigo número uno del misterio. También es enemigo de la posesión”, remata Walter Benjamin (6).
Los mejores arquitectos han puesto de manifiesto su potencia y sus limitaciones. Luchar por la transparencia con un material que, en esencia, refleja, ha desviado la trayectoria de proyectos enteros de Mies Van der Rohe. Desde los primeros rascacielos a sus casas.
Hoy puede entenderse que todo el trabajo de Sanaa está dirigido a lograr la transparencia real del vidrio por medio de la arquitectura.
El listado de intereses ligado a la trasparencia encarnada por el vidrio continuaría con el trabajo inmisericorde de Dan Graham, el viejo estudio de Colin Rowe sobre la trasparencia literal, la sala celeste de columnas de vidrio del danteum de Terragni, Pierre Chareau, Bruno Taut, o la rareza del único trabajo académico publicado por Oiza en toda su vida...
Por todas las afirmaciones vertidas hasta el momento podría afirmarse que el vidrio es el material con mayor capacidad para soportar adjetivos. Trasparente, hasta volverse opaco. Como un espejo, o la pantalla de un televisor.
Como para fiarse.
(1) Se preguntaba Ignacio Paricio en, PARICIO, Ignacio, El vidrio estructural, Ed. Bisagra, Zaragoza, 2000, pp. 7
(2) BAUDRILLAR, Jean, El sistema de los objetos, Siglo XXI editores, México, 1994, pp. 43, (Ed. Or. Le systéme des objets, Gallimard, Paris, 1968).
(3) DESPLAZES, Andreas (ed.), Construir la arquitectura, del material en bruto al edificio. Un manual, ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2010, pp. 149, ( Ed. Or., Architektur Konstruieren, Birkhäuser Verlag, Basilea, Boston, Berlín, 2008)
(4) Op. Cit. BAUDRILLARD, pp. 43
(5) BARTHES, Roland, Mitologías, Siglo XXI editores, México, 1999, pp. 155 (Ed. Or. Mythologies, Editions du Seuil, Paris, 1957).
(6) BENJAMIN, Walter, Experiencia y Pobreza, Ed. Taurus, Madrid, 1982, (Ed. Or.1933), citado en QUETGLAS, Josep, Artículos de ocasión, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, pp. 12
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27 de agosto de 2012
TRAZA Y MONTEA
Es leyenda que Adolf Loos proyectaba por teléfono. Descolgaba, y al otro lado del aparato, mandaba levantar el brazo al constructor hasta la altura de los hombros. Esa debía ser la altura del zócalo. Sencillo y sin dejar huellas. Toda una novedad.
Y no tanto por la cuestión telefónica sino por esa falta de rastros gráficos para lograr una obra.
Desde que el arquitecto deja de construir con sus propias manos se ve obligado a afinar la comunicación con quienes ejecutan sus trazas. Puede que por ello se hayan hecho necesarias ciertas correas de transmisión vinculadas al dibujo desde antiguo. Sobre paredes y suelos se han acumulado habitualmente, no solo materiales, sino las instrucciones para darles orden.
Los viejos dibujos de “traza y montea”, dibujos con los que se facilitaban las líneas maestras de la obra, se obtenían plantillas, se marcaban los despieces y se realizaban detalles a escala natural, se guardan en las entrañas de la arquitectura desde tiempos remotos.
Las obras custodian en sus paredes, ya bajo decenas de capas de pintura o bajo frescos intocables, trazos inéditos de Palladio, Aalto, Borromini, o aquí, Sverre Fehn.
Sus dibujos se ocultan allí, bellamente fundidos con la argamasa y la materia de la arquitectura. Bajo esas paredes, como fósiles, se guardan pues, indirectamente, los cuerpos de sus autores. Como sepulcros secundarios.
Puede que por ello visitemos sus obras con doble veneración. Por la maestría de las obras y por la secreta autoridad de las órdenes dadas para lograrlas.
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20 de agosto de 2012
LAPSUS
Casi todos los errores cotidianos son considerados “lapsus”. Uno pretende hacer algo y se encuentra haciendo otra cosa imprevista. Freud reconocía en los lapsus “la psicopatología de la vida cotidiana”. Aunque algunos puedan tener significados ocultos y siniestros, otros son provocados por el especial modo en que el ser humano usa el mundo.
Algunos tipos de lapsus son resultado de analogías entre diferentes actos, a veces nuestras acciones previas pueden recordarnos otras no previstas, que pasamos a realizar como por un resorte secreto. Frente a los lapsus del lenguaje, -“lapsus linguae”-, o de escritura, -“lapsus calami”-, faltaría catalogar los lapsus especializados de cada disciplina. Y caben los arquitectónicos.
Un pensamiento que se cuela en mitad de un proceso. Una obsesión que aflora, de improviso. Tras un lapsus se ve al hombre, y no su musculatura como arquitecto. Un ejemplo que lo explique de manera elocuente en arquitectura es la fachada del Frontón Recoletos, obra de Zuazo (y Torroja), de 1935. Ahí está el traspié: sus ventanas, la escala, el balcón mirador. Un mal remate exterior a un espacio interior esplendoroso y memorablemente moderno.
Los lapsus arquitectónicos, ahora que lo pienso, no hay quien los rectifique con una fe de erratas.
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13 de agosto de 2012
EL VIAJAR DEL ARQUITECTO
Un arquitecto maduro es el que sabe reconocer sus antecedentes sin resentimiento y sin rubor. Porque para bien o para mal el arquitecto proyecta sobre la arquitectura que ha vivido o mamado. Es decir, sobre sus recuerdos y sus vivencias. Y no hay mejor modo para esto que viajar.
Gracias a esos viajes Asplund, Le Corbusier, Soane, Kahn, Lewerentz y tantos otros se han reconciliado con sus ancestros y han hecho aflorar su propia mirada.
“El viaje es el encuentro de algo que andamos buscando, sin saber qué es con exactitud. Es la búsqueda de un lenguaje con el que ser capaz de dibujar las sombras de nuestras ideas. Moviéndose en el espacio y en el tiempo, el viaje no es sino la historia que nos plagia; es la dilatación de nuestra pupila la que ilumina el espacio y allí encontramos lo desconocido revestido de intimidad” (1)
Viajar transforma. Sea viajar de biblioteca o de autobús. Viajar a la propia experiencia o a lugares donde palpar un oficio. Sin embargo se viaja para ahondar, paradójicamente, en uno mismo.
"Viajo para reconocer mi geografía", dejó escrito un loco sobre los muros de un manicomio frances en el siglo pasado. El arquitecto viaja, más bien, para reconocer su propia "geometría". Como quien busca colocarse ante un espejo. Viajeros de si mismos.
(1) MORENO MANSILLA, Luis, Apuntes de viaje al interior del tiempo, Fundación Caja de Arquitectos, Barcelona, 2002, pp. 13. Sirva esto de recuerdo a su mirada.
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6 de agosto de 2012
SIMETRÍA FEROZ
La simetría persigue a la arquitectura occidental como un perro de presa a un animal herido.
La modernidad trató, bajo todas sus formas, de huir de toda composición que recordara al pasado, y por ello cambió la simetría por un sistema de equilibrios no menos fiero. La simetría volvió a hostigar a la arquitectura en la posmodernidad, y ésta incluso asumió que tal vez no estaba tan mal morir bajo sus fauces encantadoras.
La simetría aparece, como un fantasma, incluso entre lo más aparentemente desordenado, porque es una secreta necesidad antropológica. El hombre aguarda su consuelo, y en cuanto haya ocasión, construye un universo mentalmente simétrico porque, para su tranquilidad, todo debe aspirar al equilibrio.
Pero si la arquitectura ansía la simetría como objeto lúdico, lo hace no solo por motivos metafísicos, sino de pura economía. Porque la simetría simplifica, y porque gracias a su presencia se construye y equilibra sin necesidad de costosa materia y con la mitad de esfuerzo mental.
La simetría aparece comprensiblemente en Venturi, en Rossi y en Kahn, pero también, como aquí e incómodamente, en Hertzberger. O en Mies, en quien, por cierto, se ha logrado obviar siquiera hablar de ella, como una visión extirpada en la que ya ni se percibe su presencia. Porque si la simetría es una bestia depredadora, hay quien ha creído domesticarla con algo de carnaza y de celo.
Pero, ¿de donde proviene su violencia oculta?, ¿gracias a que mecanismos nos amenaza?. La respuesta se encuentra en el mismo lugar que hace de los espejos máquinas inquietantes: del miedo a lo doble, a la copia y a lo falso. Del miedo a pensar que existe un lugar exacto, solo un poco más allá, en el que habita un doble nuestro. O del miedo a que seamos nosotros su doble falsificado y prescindible.
La simetría siempre retorna, siempre aflora,- como por otro lado la asimetría-, y no es ni vieja ni nueva. Simplemente está ahí, esperando para jugar, a la mínima ocasión, su juego preferido, la arquitectura.
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30 de julio de 2012
EL OTRO KAHN
En arquitectura, al igual que en la historia ha sucedido con Diógenes, Sedulio o Hipócrates, también hay nombres que encubren nombres. Tal es el caso de Kahn: Louis I. Kahn y Albert Kahn. Ambos judíos, extraordinarios dibujantes y arquitectos, pero sin apenas más coincidencias, y menos aun, lazos familiares.
Albert Kahn, hijo de rabino, tuvo que interrumpir estudios y juventud para ayudar al sostenimiento de su familia a los 15 años. Gracias a su talento como delineante pudo sufragar no solo su formación académica sino la de sus hermanos Julius y Moritz, que convertidos en notables ingenieros, apoyaron su empresa de arquitectura con un profundo conocimiento del hormigón armado y el acero.
En este contexto no es extraño que para Albert Khan la arquitectura fuera un curioso compuesto formado por “un 90% de negocio y un 10 % de arte”. Y que a alguien como Henry Ford esas palabras le fueran de una musicalidad tal que le encargara la mayor parte de las fábricas de automóviles de su empresa.
Kahn supo dar forma a la arquitectura entendida como un espacio donde se veneraba la religión del taylorismo y la producción en cadena. Sus espacios de hormigón, acero y vidrio son pura modernidad antes de la modernidad. Es decir, Kahn se hizo arquitecto especialista en uno de esos escasos momentos en que se hacen necesarios especialistas.
Su empresa no solo dominó el mercado del diseño industrial americano, antes, durante y después de las guerras, sino que construyó en dos años más de quinientos proyectos incluso en Rusia. Hizo arquitectura en cadena con la misma severidad y belleza que tenían los productos en serie que se fabricaban en las entrañas de sus proyectos.
La repetición de sus módulos estructurales hasta distancias inverosímiles y la optimización de espacio y materia producen el escalofrío del último infinito posible: el vértigo horizontal.
Todas sus obras, kilométricas, son una exhibición de pentagramas de acero y hormigón a la espera de un espectador que con su ojo fabrique la perspectiva irrevocable. Porque sus mejores obras contienen, incrustado, un ojo que convierte todo alzado en una fuga visual esclavizante.
Ante una obra de Albert Kahn todo ser humano es convertido en un polifemo. Como por otro lado sucedía con el paisaje desde las infinitas autopistas americanas contempladas al volante de un Ford T.
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23 de julio de 2012
USOS IMPREVISTOS
La historia de la arquitectura debe más a los cambios de uso que a toda la disciplina de la restauración y la arqueología juntas. Gracias a misteriosas mutaciones funcionales, la arquitectura se pone a prueba y permanece viva.
Que la villa Saboya fuera convertida en almacén agrícola, que el Coliseo casi llegara a ser una hilandería o que Santa Sofía se convirtiera en una mezquita, no son sino los refugios que la arquitectura buscó siempre para su propia supervivencia.
Que la casa Tugendaht de Mies fuera utilizada como oficinas para los ingenieros de aviación, (una vez que los moradores huyeron de la persecución judía), la salvó de su aniquilación. Debido a un “accidente” bélico que reventó todos sus vidrios, y tras la invasión del ejército soviético, que la caballería destrozara el linóleo y la soldadesca quemara libros y mobiliario para caldear el ambiente, parece solo fruto de la necesidad. Que una vez acabado el conflicto, y bajo una apariencia mínima y tranquila perdurase, al principio como escuela de euritmia, y luego como pabellón de psicoterapia infantil del hospital de Brno, no hace sino añadir requiebros a una historia de entereza digna de serial televisivo.
Que a pesar de los daños ocasionados por todas aquellas mutaciones, la antigua casa fue adquirida por el ayuntamiento en los años 80 y restaurada poco después, apenas añade nada a su pervivencia. Y que Mies nunca pudiera prever sus usos principales es una obviedad que debiera hacer tambalear los cimientos de cualquier pensamiento intransigente sobre la pura-funcionalidad.
La casa hoy convertida en el actual museo, -como por otro lado es ya toda la arquitectura moderna-, permanece aletargada entre insulsos algodones, esperando un nuevo y verdadero cambio de uso que la dispare nuevamente, como un proyectil, hacia el futuro.
Que la villa Saboya fuera convertida en almacén agrícola, que el Coliseo casi llegara a ser una hilandería o que Santa Sofía se convirtiera en una mezquita, no son sino los refugios que la arquitectura buscó siempre para su propia supervivencia.
Que la casa Tugendaht de Mies fuera utilizada como oficinas para los ingenieros de aviación, (una vez que los moradores huyeron de la persecución judía), la salvó de su aniquilación. Debido a un “accidente” bélico que reventó todos sus vidrios, y tras la invasión del ejército soviético, que la caballería destrozara el linóleo y la soldadesca quemara libros y mobiliario para caldear el ambiente, parece solo fruto de la necesidad. Que una vez acabado el conflicto, y bajo una apariencia mínima y tranquila perdurase, al principio como escuela de euritmia, y luego como pabellón de psicoterapia infantil del hospital de Brno, no hace sino añadir requiebros a una historia de entereza digna de serial televisivo.
Que a pesar de los daños ocasionados por todas aquellas mutaciones, la antigua casa fue adquirida por el ayuntamiento en los años 80 y restaurada poco después, apenas añade nada a su pervivencia. Y que Mies nunca pudiera prever sus usos principales es una obviedad que debiera hacer tambalear los cimientos de cualquier pensamiento intransigente sobre la pura-funcionalidad.
La casa hoy convertida en el actual museo, -como por otro lado es ya toda la arquitectura moderna-, permanece aletargada entre insulsos algodones, esperando un nuevo y verdadero cambio de uso que la dispare nuevamente, como un proyectil, hacia el futuro.
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16 de julio de 2012
PAPEL MILIMETRADO
El trabajo de Saul Steinberg provoca en la arquitectura lo mismo que las tiras de Mafalda en la filosofía: un irrecuperable dislocamiento interior.
Las selectas líneas de Steinberg supusieron a lo largo de los años 60 una reflexión sobre la ciudad y sobre el habitar, insustituible y preclara, tanto para la arquitectura como para sus habitantes.
Desde esa óptica puede considerarse a Steinberg como el mayor cronista gráfico del pensamiento arquitectónico de la posguerra americana. Tal vez incluso el mayor difusor de su arquitectura y de sus electrificados modos de vida. Sus dibujos poseen el incómodo aire que tiene todo aquello que circula desde la inocencia a la verdad absoluta.
Curiosamente esto se produce por medio de ocurrencias visuales que no llegan a despertar una sonrisa completa. Sus dibujos no llegan siguiera a ser dibujos verdaderamente ingeniosos, es decir, no aparecen tras ellos el autor imponiendo su empalagosa brillantez. Se dejan ver sin reclamar atención. A cambio, una vez contemplados, la inocencia del espectador se evapora. Dolorosamente. Para siempre.
El misterio se esconde en que Steinberg se nos aparece como un paseante de la arquitectura, que muestra como sin querer, cuestiones de calado desde una óptica infantil. Recorremos en su compañía la ciudad del siglo XX, - es decir, Nueva York-, de modo dicharachero y feliz. Nos muestra a izquierda y derecha rascacielos como muebles, como mesillas y cómodas, como chimeneas barrocas y anodinas retículas. Como si la arquitectura no tuviese mérito.
Unas docenas de trazos o un recorte publicitario bastan para hacer todo aquello.
Steinberg continua el itinerario, entre un discreto y alegre canturreo, dejándonos finalmente ante el Seagram de Mies. Solos ya, tras despedirse de nosotros, permanecemos mudos ante el último edificio del paseo, incapaces de ver ya de otro modo su tonta fachada, de eterno papel milimetrado.
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9 de julio de 2012
ARQUITECTOS A LA CÁRCEL
Antes de la invención del Panóptico o de Piranesi, los arquitectos se han relacionado con las prisiones no solo como proyectistas o egregios invitados, sino como crudos moradores. Y es que los vínculos de los arquitectos con la cárcel vienen de antiguo.
Brunellesqui pasó una buena temporada en una, al ser denunciado por el gremio de canteros y carpinteros florentinos por negarse a pagar las tasas que le daban derecho a erigir la cúpula de Santa María. Salió de prisión del mismo modo que los futuristas tras un accidente de automóvil: bautizado por el espíritu de los nuevos tiempos, como un héroe moderno y solitario.
Jacobo Sansovino fue un devoto residente de tan clásico recinto. En el invierno de 1545, vio como se derrumbaba la bóveda de la sala principal de su Biblioteca Marciana, en plena Piazzetta de San Marcos. Por entonces rico y poderoso, tras pagar con pena de cárcel semejante desaguisado, fue suspendido de sueldo dos años y costeó de su fortuna las reparaciones. Y todo para demostrar que semejante infortunio no había sido debido a su talento, sino a un clima inusualmente frío y lluvioso.
El caso es que ambos, salieron de la cárcel respetados y triunfantes. Ambos antes de tiempo, gracias a unos amigos numerosos e influyentes. Ciertamente, a ambos se lo perdonó la historia.
La cúpula de Miguel Ángel en San Pedro o la Basílica de Palladio, rinden tributo a aquellas penas.
Profesión envidiosa y artera, desde siempre ha pagado con sonrisas y cuchicheos los talentosos desplomes ajenos. Ante ruinas imprevistas solo caben los murmullos y, hoy, las compañías de seguros. Y ambas saben poco de genio.
Definitivamente los arquitectos van ya poco a la cárcel por nobles motivos.
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2 de julio de 2012
FUNDIR
El desvío de un muro, sea rincón o esquina, deforma y altera el lenguaje y el ritmo de la arquitectura. En ese punto se desvelan los secretos de la construcción, se detectan espesores y se destapan sus actores principales. El cambio de dirección de los elementos funciona como un amplificador de los conflictos espaciales.
Para Mies la esquina es el lugar para mostrar los entresijos constructivos, el orden de los sombríos pliegues entre paños de ladrillo. Pero también es el lugar donde resolver el mismo encuentro de la arquitectura con el suelo. O dicho con otras palabras, para Mies dos esquinas son siempre tres.
Para Wittgenstein la esquina es un pleonasmo, y todo muro debiera ofrecer continuidad absoluta. Tanto es así que el radiador interpuesto borra el doblez del muro con su propio pliegue. Como si la doble negación funcionase como un silogismo positivo.
Para Miguel Ángel la esquina es un lugar de energía concentrada. Los muros empujan imparablemente hacia los bordes, como placas tectónicas, y todo queda aplastado e irrecuperable.
Es en las esquinas donde se ven los secretos de la arquitectura. Y es en las esquinas donde la arquitectura ha adoptado la fusión como estrategia resolutiva por antonomasia. Porque es sabido que es allí donde se produce un aumento de temperatura del espacio tal, que incluso llegan a fundirse sus elementos. Como quien aprieta calurosamente cera con las manos, o como el carbón ante la extrema presión en el interior de la tierra.
La fusión se convierte entonces en un indicador de la vocación de la arquitectura, y las esquinas se vuelven ventanas hacia el ser del proyecto. Allí la estrategia de fundir desvela, como un preciso instrumento, la interioridad esencial de la arquitectura.
Para Mies la esquina es el lugar para mostrar los entresijos constructivos, el orden de los sombríos pliegues entre paños de ladrillo. Pero también es el lugar donde resolver el mismo encuentro de la arquitectura con el suelo. O dicho con otras palabras, para Mies dos esquinas son siempre tres.
Para Wittgenstein la esquina es un pleonasmo, y todo muro debiera ofrecer continuidad absoluta. Tanto es así que el radiador interpuesto borra el doblez del muro con su propio pliegue. Como si la doble negación funcionase como un silogismo positivo.
Para Miguel Ángel la esquina es un lugar de energía concentrada. Los muros empujan imparablemente hacia los bordes, como placas tectónicas, y todo queda aplastado e irrecuperable.
Es en las esquinas donde se ven los secretos de la arquitectura. Y es en las esquinas donde la arquitectura ha adoptado la fusión como estrategia resolutiva por antonomasia. Porque es sabido que es allí donde se produce un aumento de temperatura del espacio tal, que incluso llegan a fundirse sus elementos. Como quien aprieta calurosamente cera con las manos, o como el carbón ante la extrema presión en el interior de la tierra.
La fusión se convierte entonces en un indicador de la vocación de la arquitectura, y las esquinas se vuelven ventanas hacia el ser del proyecto. Allí la estrategia de fundir desvela, como un preciso instrumento, la interioridad esencial de la arquitectura.
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25 de junio de 2012
OTRO DIBUJO POSIBLE
Frente al dibujar abstracto y universal de otras disciplinas, debería ser posible un dibujar concreto de la arquitectura. Es decir, un dibujar como se construye, un dibujar de abajo hacia arriba.
Dibujar dejando que el instrumental se detuviese en las juntas y las coyunturas de la arquitectura. Como si el mismo acto de trazar líneas hiciera ya patente las fuerzas que pesarán sobre la obra y el orden constructivo de la materia.
Un dibujar donde el ornamento se produjese por las sucesivas pausas del orden constructivo, como si estuviese generado más por el mero retardo en resolver sus costuras que por una repetición vacía de patrones desalmados.
Un dibujar que narrara por si mismo el tiempo de la construcción. Como si llegase a anticipar y señalar donde debiera gastarse con generosidad para la buena consecución de la obra, o, por el contrario, donde acelerarlo, porque allí no fuese imprescindible la misma vigilancia. Un dibujo que llegase a reflejar entre sus trazos el tiempo de fraguado del hormigón y el instante de las reacciones químicas de cada soldadura.
Un dibujar propio, libre de la tiranía anticipatoria de la imagen final que hoy tan pronto aparece. Un dibujar, no que registrara el crecimiento de la arquitectura como idea, sino más bien como construcción, gracias al leve y aparente hundirse del instrumental, o a la calidad grasa y empastada de unos trazos, que dijesen más que ese otro dibujo, ordinario y genérico, que para todo hoy se emplea, y que apenas para nada vale.
Dibujar dejando que el instrumental se detuviese en las juntas y las coyunturas de la arquitectura. Como si el mismo acto de trazar líneas hiciera ya patente las fuerzas que pesarán sobre la obra y el orden constructivo de la materia.
Un dibujar donde el ornamento se produjese por las sucesivas pausas del orden constructivo, como si estuviese generado más por el mero retardo en resolver sus costuras que por una repetición vacía de patrones desalmados.
Un dibujar que narrara por si mismo el tiempo de la construcción. Como si llegase a anticipar y señalar donde debiera gastarse con generosidad para la buena consecución de la obra, o, por el contrario, donde acelerarlo, porque allí no fuese imprescindible la misma vigilancia. Un dibujo que llegase a reflejar entre sus trazos el tiempo de fraguado del hormigón y el instante de las reacciones químicas de cada soldadura.
Un dibujar propio, libre de la tiranía anticipatoria de la imagen final que hoy tan pronto aparece. Un dibujar, no que registrara el crecimiento de la arquitectura como idea, sino más bien como construcción, gracias al leve y aparente hundirse del instrumental, o a la calidad grasa y empastada de unos trazos, que dijesen más que ese otro dibujo, ordinario y genérico, que para todo hoy se emplea, y que apenas para nada vale.
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18 de junio de 2012
ATENDER
Al principio la habilidad para proyectar permanece encapsulada. Opaca. Reventar esa membrana, profundizar en la arquitectura más allá de ese límite, se logra solo por medio de un especial estado de “atención”. El “estar atento” del arquitecto es una concentración de la energía sensible dirigida hacía un punto. (Aunque tal vez no se manifieste más que como un esfuerzo prolongado en el tiempo que solo se delata por su ausencia. Como si solo la fatiga o el esfuerzo por alcanzar un resultado la hiciesen presente).
La atención, a pesar de tener el mero carácter de un reajuste prolongado, a pesar de ser solo un préstamo de energía que desde un lugar desconocido nos reclama permanecer un instante más concentrados, da vitalidad a la curva, da sentido al muro o la conjunción de dos materiales.
La atención resuelve encuentros, pergeña formas y desmenuza detalles constructivos. Solo la atención permite prolongar la coherencia del proyecto más allá de la multitud de energías y direcciones entre los que surge la arquitectura. De algún modo, solo cuando el arquitecto se encuentra inmerso en un estado “atento”, se vuelve un poco el propio objeto sobre el que está concentrado. Y solo así se hace posible la tarea de proyectar.
“¡Cuantas cosas de la mente se transformarían ante nuestros ojos si la duración máxima en el mantenimiento de la atención aumentara un poco!”, reclamaba Valéry.
La atención es un especial crecimiento de la sensibilidad desde un punto hacia el todo. Como si la atención fuese una sensibilidad. Como el esfuerzo de la mirada que se sabe imprecisa y que, ante lo desenfocado, lucha por ajustarse y reajustarse para ver. Como una mirada en búsqueda prolongada en el tiempo.
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