Una noche de invierno de hace más de dos mil años, un peregrino avanza por un camino polvoriento hacia el templo de un dios lejano. Arrastra trabajosamente una ofrenda que deposita en una pira cercana a la entrada del santuario. En la hoguera, las llamaradas ascienden hasta el cielo como si el dios aceptara gustoso el sacrificio. El templo permanecerá cerrado hasta el amanecer y el peregrino contempla el crepitar del fuego en la soledad de sus pensamientos. Al poco tiempo escucha un leve crujir que atribuye a su imaginación. Poco después, un chirrido que pone los pelos de punta, le hace girar la cabeza hacia la entrada y ve como la puerta del templo se abre sola y terrible para él. Esa noche, antes del alba, el peregrino pronunciará un juramento de fidelidad a un dios para nosotros ya olvidado.
Aquel milagro, inventado por Herón de Alejandría para la apertura de un templo y que es tan semejante a como se abren hoy las puertas de nuestros garajes, trataba de dar prestigio y boato a unos dioses necesitados de símbolos y sacramentos. El empleo del fuego para dilatar gases y desplazar una puerta mediante correas y émbolos, es digno de la sabiduría e ingenio de uno de los mayores inventores de la antigüedad.
Aunque pensado desde otra óptica, mayor era en realidad, y más misteriosa, la emoción que debiera provocar la propia arquitectura del templo griego sin otros artificios que el mármol pentélico, sus magníficas proporciones y una soberbia sucesión de acontecimientos.
De hecho, quien ante el milagro que supone estar en el Partenón, en Paestum, en Selinunte, no sintiera un erizarse de cabellos, ¿acaso iba a emocionarse con el truco vacío de un viejo matemático?.
Tal vez sea porque los milagros de los dioses son siempre más apreciados que los de los hombres.
O tal vez porque esa belleza de mano de los hombres no asusta, como no asusta respirar o vivir.