El último cuarto de siglo ha demostrado que puede trabajarse con el lugar como si fuese una hipótesis del porvenir, del mismo modo que puede hacerse con la memoria de lo no construido o lo ya inexistente. Sabemos que el lugar para la arquitectura no es sólo la topografía, ni la altura de cornisa de un vecino o una tipología. No es ya siquiera el viejo genius loci, ni algo semejante a una intangible hipercontextualidad... No es ninguna de estas cosas, si por cualquiera de ellas se entiende algo simple y sin trasfondo. Es por todo ello que el plano de emplazamiento debe poseer la complejidad de un relato capaz de anticipar la resonancia que producirá la arquitectura cuando toque un lugar hasta convertirlo en sitio. Es el documento donde anticipar la solemne puesta a prueba del lugar que realiza cada proyecto de arquitectura. El plano de emplazamiento es la señal de un impulso, como el lanzamiento de un dardo donde solo importa la dirección y el sentido, como un vector puro lanzado hacia el lugar.
Tiresias propone a Ulises para su regreso a Itaca uno extraordinario: “allá donde arribes, toma un remo de tu barca y comienza a andar tierra adentro. Pregunta a cada persona con que te encuentres sobre el objeto que llevas sobre el hombro. Cuando dejen de llamarlo `remo´ y te digan que es una `pala para sacar pan de un horno´, habrás llegado a tu destino”. (1)
(1) recogido en BARJAU, Eustaquio, Elogio de la Cortesía, Editorial Antonio Machado, Madrid, 2006, pp. 56