Es por todos sabido que el zaguán del Oeste, el “porch”, está constituido por una techumbre de fondo cambiante, apoyada sobre una serie de pies derechos, que cubren una tarima generalmente crujiente y falta de barniz. Dicha superficie dista del suelo entre dos y siete escalones y sirve para dar acceso a la casa.
Desde el punto de vista de la arquitectura se trata de un desarrollo primitivo del tema de la fachada en que toda idea de composición es aun inexistente y el carácter y representatividad se logra por la acumulación de objetos en la entrada como signos de un lujo rudimentario. La misma función que en otro extremo y contexto desempeñaron los escudos heráldicos. El prodigio del espacio del zaguán es que no pertenece al interior y tampoco al exterior. No es sino la dilatación de un espacio de la casa que conserva la incertidumbre de la perpetua amenaza del afuera. Baricco dice que “es una zona franca en que la idea del lugar protegido, que toda casa testimonia y realiza, se asoma más allá de su propia definición, y se propugna, casi indefensa como póstuma resistencia a las pretensiones de lo abierto. En este sentido, pudiera parecer espacio débil por excelencia, mundo en precario equilibrio, idea en exilio. Y no hay que descartar que sea esta identidad débil suya la que provoque su fascinación, dada la inclinación del hombre a amar los lugares que parecen encarnar su propia precariedad, su propia condición de criatura a la intemperie, y de confín.(...) Resulta curioso, por otra parte como este estatuto de `espacio débil´ se disuelve en cuando el porche deja de ser inanimado objeto arquitectónico y es habitado por el hombre. En un porche, el hombre medio permanece de espaldas a la casa, sentado, y, por regla general, sentado sobre una silla provista del mecanismo pertinente que permite el balanceo”.
"Los hombres tienen casas pero son zaguanes”, dice allí como descubrimiento existencial un personaje. “Tal vez sea porque el hombre y su zaguán constituyen un icono laico, y sin embargo sagrado, en el que se celebra el derecho humano a la posesión de un lugar propio, hurtado al ser indiferenciado de lo que meramente existe. Toda condición humana se resume en esa imagen. Porque exactamente esta parece ser la dislocación del destino humano: estar frente al mundo, teniéndose a si mismo a sus espaldas.”(1).
El zaguán, como ningún otro elemento arquitectónico participa de la felicidad de lo combinado y del tránsito. De lo central y de lo superficial, de lo íntimo y de lo mundano. De un interior y un exterior combinado e indisoluble. Igual que existen esfinges, quimeras y centauros.
(1) BARICCO, Alessandro, City, Anagrama, Barcelona, 2002, pp.184 y ss.