La obra del escritor Louis Ferdinand Céline, pertenece al drama moral del siglo XX. Ninguna de sus líneas, ninguna de sus obras justifica por si, la pérdida de una sola vida humana a pesar de su belleza. Sin embargo alguno de sus primeros trabajos cantan el exterminio judío y son el antecedente de la “solución final” nazi.
¿Cómo es posible que personas que interpretaban y entendían perfectamente bien a Bach o a Mozart, llegaran a aniquilar a otros seres humanos sin miramientos?. Esa pregunta atormenta al mundo desde la segunda guerra mundial. A partir de ese momento, no es posible ya la redención por la belleza. Tras ese instante, afirma Theodor Adorno, es imposible la poesía.
Los campos de concentración de Auschwitz fueron diseñados por arquitectos que pusieron lo mejor de su saber al servicio del exterminio de seres humanos. Al mando del arquitecto Karl Bischoff, que antes había proyectado aeropuertos en Francia, Fritz Ertl y Walter Dejaco, también arquitectos competentes y capaces, diseñaron escrupulosamente cámaras de gas para la matanza de sus congéneres.
La arquitectura puesta al servicio del mal. En estado puro.
Todos ellos habían sido alumnos de la Bauhaus. Y el campo de Auschwitz es la única obra conocida de los estudiantes que allí se formaron.
Si ese es uno de los extremos más horrendos de la arquitectura, cabe la posibilidad de confiar, más por amor a la simetría del razonamiento que por estar verdaderamente convencido, en que exista una arquitectura capaz de producir lo excelso.
Por nuestro bien, cabe el optimismo de imaginar una arquitectura del bien. En estado puro.