Una extraña mezcla de congoja y admiración nos asalta al contemplar el gabinete de materiales diseñado por W. Burgess, hacia 1870. Tanto en sus proporciones como en el regusto neogótico, su diseño rezuma un dulzor incómodo a medio camino entre el confesionario y la alacena. Los cierres, con ilustraciones de vidas de santos, parecen excesivos incluso para un mueble destinado a albergar el sagrado conjunto de materiales de un arquitecto.
Si bien es cierto que en esos cuatro cajones superiores que antaño guardaban maderas, vidrios, piedras y metales, hoy cabría casi todo, - con pocas y sintéticas excepciones-, en la actualidad el despliegue de soluciones constructivas y catálogos en cualquier despacho dedicado verdaderamente a la arquitectura sería de imposible contención en otros tantos muebles como aquel.
Si hoy el objeto-catálogo priva de la colección particular de esos objetos concretos que era permitida a Burgess hace más de un siglo, al menos dota al arquitecto de otra materia con que trabajar: una colección preformada, que simplifica el trabajo y que hace del proyecto una suma de soluciones desbastadas por el mercado o el uso.
Hoy nuestro mueble de materiales queda ordenado por cerramientos, suelos técnicos, cubiertas o falsos techos. Es decir, aparecen una serie de nuevas categorías que se constituyen en la verdadera clave del hecho constructivo. El catálogo obliga, además, a crear un sistema topológico de relaciones espaciales para lograr su fácil localización, (que por otro lado es una cartografía totalmente novedosa). Porque en realidad el sistema del catálogo no es tanto una idea como un sistema de organización.
Baudrillard decía en su sistema de los objetos que "la sola existencia de este catálogo es, por el contrario, rica en sentido; en su proyecto de nomenclatura completa existe una intensa significación cultural: que no se llega a los objetos más que a través de un catálogo, que puede ser hojeado “por puro gusto” como prodigioso manual, un libro de cuentos o un menú, etc..."
El catálogo ha logrado su propia lógica, y por tanto, su propia estética: basta notar que las soluciones constructivas han dejado de ser compatibles de manera cementosa. Los mecanismos de unión dejan de ser húmedos. Las piezas se enganchan, se yuxtaponen o se engarzan por medio de sus propios elementos compatibles. Por medio de su extraordinaria forma. Y eso supone toda una poética de la junta seca.
El catálogo parece tratar con una política específica de la superposición, del anclaje y del atornillado. Incluso en su sentido más oculto, se llega a centrar toda atención sobre estas juntas más que sobre el propio acabado.
En el hacer generado por el trabajo sobre catálogos sólo las piezas compatibles llegan a tener algún futuro. Los márgenes de deformación, - pues en el fondo su capacidad de mejora y supervivencia depende de la flexibilidad- , son los que hacen de él un objeto sujeto a transformaciones a lo largo del tiempo. Dicho de otro modo, si es estático, si permanece con piezas u objetos inalterados, está muerto. Igual que una carta de un restaurante de vanguardia no puede permanecer con los máximos galardones de cocina si no introduce novedades.
Los valores tradicionales sufren en una imparable dinámica de este tipo nuevos deslizamientos y solapes. Evidentemente, a nadie extraña ya, por ejemplo, que no sea el precio lo más importante para injertar la solución a la obra, sino un factor totalmente inesperado: “No es el precio quien determina la compra, porque el precio es casi constante en todas partes, sino el surtido, la posibilidad de elegir de modo arbitrario, el grado de adecuación de las necesidades a los medios”(1)
En el fondo esa operación parece emplearse como camuflaje de otra más inconfesable, a saber: el tránsito del reconocimiento de la mejora de los objetos, a la mejora del catálogo, (puesto que ha aumentado la variedad de productos que ofrece). Todo ello lleva a reflexionar si de algún modo hoy en día, no se si con algo de absurda nostalgia por lo que en realidad significaba aquel mueble de Burgess, todo arquitecto no tiene más remedio que imaginarse a si mismo como bricoleur. Malgré lui.
(1) MOLES, Abraham, El Kitsch, El arte de la felicidad, Paidós Studio, Barcelona, 1990, p.205.