“¿A qué se parece aquella nube? Esa es una pregunta que todos recordamos en alguna ocasión y que no altera , por tanto, la consistencia de nuestra imaginación. Es mejor invertir la pregunta. Porque existe un arte -el preferido por el príncipe de la melancolía y por algún personaje de Baudelaire- de reconocer figuras en las nubes: figuras evanescentes, consumidas, huidizas: figuras de lo moderno. Es cierto. Pero hay otro arte, análogo e inverso, más misterioso, más pervertido, que no deja el consuelo de la memoria, sino que mantiene siempre abierta la punzada de la sorpresa: el arte de reconocer la nubosidad de lo quieto, el arte de saber ver, no lo estable en lo huidizo, sino lo huidizo en lo estable: saber ver un desvanecimiento, un envejecimiento, una transición, un cambio – que asoma ya emborronando la imagen-. ¿Qué de nube hay en ese camello, en esa comadreja, en aquella ballena? ¿Cuánta nube es esta ciudad, esa arquitectura, aquel rostro?.”(1)
Estas líneas de Quetglas arrastran, poco después, una importante cuestión: ”¿Cómo la figura de las nubes ha podido anunciar, presidir y seguir todo el desarrollo de lo que ha sido la arquitectura moderna?”.
La nube, desde este punto de vista, es símbolo clarificador entre la firme voluntad de forma de la modernidad y la disolución de sus intenciones. Pero podemos concretar aun más la cuestión: ¿Cuánto de nubes hay en la arquitectura de Le Corbusier, o de Zumthor, o de Herzog y de Meuron, o de Chales y Ray Eames, o de Mies van der Rohe?.
La respuesta es variable pero siempre está presente y es posible. Las formas huidizas siempre se manifiestan como dudas o como ambigüedades en el proceso. También se manifiestan por medio de los trazos borrosos o por una suma de partes excesivas.
Así aparecen esa clase de nebulosas en los croquis de grafito de las torres de Mies. También en la sucesión de brillos, reflejos y chispazos que se dan en el Pabellón de Barcelona. Efecto similar se consigue en la casa de los Eames, donde la materia por medio de los reflejos se convierte en algo veloz como las mejores escenas de acción de una película de guerra.
En los croquis de Zumthor para las termas de Vals, donde son agua y piedra nebulizados, como si del mismo material se tratase. En todas esas pieles agujereadas por la carcoma, o como gasas de fantasma, que son las chapas perforadas de Herzog y de Meuron . En la sala de la Asamblea de Chandigarh plagada de formas contradictorias y colores, donde su esencia de ripio y de nube, mágicamente, coinciden...
“De John Ruskin - mirador de nubes- a Coop Himmelblau – que pinta nubes cenitales contra el azul celeste- ; de Louis Sullivan- que cruza el continente americano como una nube, para llover sobre Chicago incendiada- a El Lisstskij (sic) – que tiende sus trampas estribanubes alrededor de Moscú- ; de Otto Wagner – que fecunda Viena desde un globo nuboso de lluvia dorada- a Bruno Taut – con nubes de sombra polícroma sobre Magdeburgo coloreada. Llueve sobre los altares de Firminy. Hay una nube de hormigón gris con el arco iris sobre Ronchamp...”
(1) QUETGLAS, Josep, Escritos Colegiales, Actar, Barcelona, 1997, pp. 190