Y aunque ese “tiempo” no se nombre, porque en arquitectura es suficiente con poner medidas a las cosas y acotar sus espacios para transmitir un ritmo de la materia y un ritmo en su aparición, eso no quita que no exista. La prueba de que cada espacio memorable logra transmitir un tiempo preciso es que al describir como se produce el acceso al banco de Copenhague de Jacobsen, pongamos por caso, éste se da como un evidente adagio; que al recorrer la rampa de la villa Saboya de Le Corbusier se descubre como algo moderato maestoso, y que el ascenso al podio de la Galería Nacional de Berlín o a la Acrópolis se da presto…
El carácter que adquieren unas medidas que se traducen de materia a tiempo y que hacen que el trascurso de una obra se realice con un número concreto de pasos y, por tanto, de segundos, y no muchos menos ni más, es un buen modo de descubrir que por mucha poesía o teorías con que se quiera envolver la arquitectura, al final puede analizarse su profunda verdad con un simple cronómetro y una cinta métrica.
Y conste que reducirlo a un cronómetro y cinta métrica es lo mismo que decir que todo eso de la arquitectura es cosa del logro de un ritmo cardiaco en sus habitantes. Así, al final, el aparato de medida perfecto de ese tempo siempre es el habitante y no un metrónomo, porque el tempo de la arquitectura, maravillosa y momentáneamente, está en quienes la habitan.