30 de marzo de 2025

ANASTILOSIS IMPOSIBLE

Selinunte, Sicilia.
Fingir que sabemos cómo sería lo que falta de una ruina es siempre una ficción. Todo proceso de reconstrucción de monumentos usando fragmentos originales, y que los arqueólogos han denominado "anastilosis" como referencia a una turbia etimología que mezcla "ἀνά" "hacia arriba" y στύλος "columna", por tanto, es el nombre de una ilusión mayúscula. Por mucho que las reglas de una reconstrucción parezcan claras, las decisiones de lo que se erigió en el pasado respondieron a golpes de cincel y decisiones de un último momento difícilmente imaginables. Sumado a eso, no queda nada de los tapices, de los colores ni del vino derramado sobre aquellas piedras. No quedan siquiera las emociones vividas entre sus columnas ni los ecos de las plegarias. Cada reconstrucción con los pedazos caídos de una ruina tiene mucho de un tramposo puzzle infantil.
“La destrucción creativa de lo roto” ha sido, con todo, un juego entretenido (1). Los ingenieros se lo pasaron pipa inventándose un pasado para la montaña de piezas que quedaba del gran templo de Selinunte, del foro de Roma o de Cartago. Por mucho que la arqueología y la arquitectura hayan puesto coto a la reconstrucción indiscriminada en la que cayó el siglo XIX, ni un mísero rompecabezas de dos piezas puede ser científicamente indiscutible cuando han pasado dos mil años.
El patrimonio está perpetuamente amenazado porque los habitantes y los siglos pasan de modo inimitable. ¿Cómo reconstruir el clima, las miradas y la cultura intrínseca que vivieron esas piedras caídas? ¿Por qué destruir la herencia que, tras el paso de los siglos, han generado esas ruinas como lugar de miradas, de pinturas y de visitas? Cada operación de arqueología resulta, en suma, un inevitable falso histórico.
El problema de toda preservación puede deducirse a partir de este punto. Cada fachada protegida, cada paisaje congelado como parque natural o cada resto musealizado, por tanto, concentra su problemática hacia el futuro, no su reversibilidad, sino su potencial para significar cosas nuevas. Porque lo peor de la anastilosis no es la congelación, el frío interno, al que somete todo lo que toca, sino que despega la carne de los huesos y nos libra de las emociones contenidas en lo poco que queda del blando tejido de la arquitectura.


(1) Siguiendo la acertada fórmula de Elizabeth Spelman.  
Pretending to know what the missing parts of a ruin looked like is always a fiction. Every process of reconstructing monuments using original fragments—what archaeologists call anastylosis, a term rooted in a rather murky etymology blending "ἀνά" ("upwards") and "στύλος" ("column")—is, therefore, the name of a grand illusion. No matter how clear the rules of reconstruction may seem, what was once built came from the chisel’s strike and last-minute decisions that are nearly impossible to imagine. Add to that the fact that nothing remains of the tapestries, the colors, or the wine spilled across those stones. Not even the emotions once felt between those columns, nor the echoes of prayers, have survived. Every reconstruction from the fallen pieces of a ruin is nothing more than a rigged children's puzzle.
"The creative destruction of the broken" has, nonetheless, been an entertaining game (1). Engineers had a blast making up a past for the mountain of fragments left from the great temple of Selinunte, the Roman Forum, or Carthage. Even though archaeology and architecture have reined in the indiscriminate reconstructions of the 19th century, not even a two-piece puzzle can be scientifically indisputable after two thousand years.
Heritage is perpetually under threat because people and centuries pass in ways that cannot be replicated. How do you reconstruct the climate, the glances, or the intangible culture that once inhabited these fallen stones? Why destroy the legacy these ruins have created over the centuries as sites of contemplation, of paintings, and of visits? Every archaeological operation, in the end, is an unavoidable historical forgery.
The problem with preservation can be summed up from this point. Every protected façade, every landscape frozen as a natural park, and every musealized relic shifts the problem toward the future—not toward its reversibility, but toward its potential to signify something new. Because the real danger of anastylosis is not the freezing cold it imposes on everything it touches, but how it strips the flesh from the bones, robbing us of the soft tissue of architecture—the place where emotions reside.


(1) Following Elizabeth Spelman's insightful formula.  

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